Carmen Rigalt
“
Era la menor de los hermanos. Se llamaba Lola.
Estaba sola.
Era mi madre.
Esta es la historia de una demencia.
Se llamaba Lola y llevó bien la primera viudedad. A papá, que le tenía pánico a la muerte y a los sesenta le dio por empezar a rezar, lo mató un infarto. A mamá, no. Mamá rezaba desde siempre. Religiosa, conservadora, a mamá no la mató un infarto. Lola no murió del corazón. Lola murió de la cabeza.
Decía que llevó bien la viudedad inicial y que los primeros rasgos depresivos no aparecieron hasta que comenzaron a morírsele algunas amigas. El deterioro de mi madre empezó con lo físico y siguió con lo verbal. A veces se paraba porque se le atropellaban las palabras. No le salían. Trataba de decir y no le salía. Palabras como «residencia». O «hija». O «mariposa». O «coliflor». No le salían. Y verla así, con ese atasco en el embudo de la boca, era una impotencia grande. No se acordaba de lo de ayer, recordaba perfectamente la primera infancia. Cambió su carácter; se hizo más dependiente. Vulnerable. Lola era una niña de ochenta y tantos.
No le salía la palabra «residencia», pero sí entendía lo que significaba, perfectamente lo entendía. En tres años pasó de ser muy activa a quedarse postrada. De estar pintando a todas horas a no pintar nada. El deterioro neurológico la arrasó en tres años. Con los primeros síntomas tratamos de hacerla entender. Tratamos que comprendiera. La palabra residencia.
Ella vivía en Barcelona y yo en Madrid, con lo que no podía estar yendo y viniendo continuamente. Pensamos en la residencia por la edad. Era una mujer que corría mucho, muy dinámica, muy mandona y muy todo. Pero empezaba a caerse, a tener dificultades, a no ser Lola. Al principio, decía: «¿Pero qué voy a hacer yo allí?». Pero poco a poco comenzó a hablar de una amiga suya que iba a un geriátrico muy próximo a su casa, una amiga feliz que le hablaba maravillas de sus días, una amiga a la que miraba con cierta envidia. Entonces me llamó para que fuera a ver aquel lugar. Fuimos a aquella residencia concertada, nos pareció fantástica y finalmente pedimos que la metieran al menos en la lista de espera. Cuando, pasados dos años, la llamaron para ingresar, la muy terca dijo que no, que no entraba, que entrases tú. Todo había sido una maniobra de ella para llamar la atención.
Así que siguió en casa, en su mundo, con todo a su alcance, pero negando la evidencia: ella nunca verbalizaba su deterioro. Recuerdo que un año antes de entrar en la residencia, cuando se cayó, le compré un bastón precioso. Y me dijo que no lo quería, que eso era de viejos. Despistes. Fallos de memoria. Dificultades en la función del habla. Y algunos buenos golpes: con ochenta y cinco años dejaba caer lo de operarse de las bolsas de los párpados. No, no estaba bien.
Así que siguió en casa. Con personas dedicadas a ella, claro está. La última cuidadora que tuvo era una chica paraguaya que a mí no me gustó, pero no me atreví a echarla. Sucedió que un primo médico acudió a verla un día y me llamó.
—Vengo de ver a tu madre. Está absolutamente empastillada.
Luego averiguamos. La cuidadora la atiborraba a pastillas y se iba. La dejaba profundamente dormida. Eso fue el detonante. Fui a la residencia.
—Por favor, por favor, por favor, ya sé que llamaron y que dijimos que no, pero miren a ver si es posible hacerse cargo de mi madre.
Al final entró. Lola tenía nueva casa.
Para su generación, la posibilidad de la residencia es muy delicada. Ellos piensan que ir a una residencia es como ir a un asilo, algo de viejos a donde va el que no puede ir a otro lado, el que no tiene a nadie. Pero fue ella, poco a poco, al ver a las amigas, la que se animó. Su habitación, su tocador, entran y salen, hacen una vida bastante normal, van a dormir allí… En aquella residencia había treinta mujeres, no había más, monjitas jóvenes, indias, africanas… Como las misioneras de antes, pero en el sentido inverso. Nosotros mandamos a monjas por el mundo a cuidar de las niñas. Pues bien, muchas de esas niñas se han hecho monjas y han venido a España ahora a cuidar de nuestros mayores.
Eran muy cariñosas con ella. Al principio hacía gimnasia, yoga, hasta que le fue imposible hacerlo por su deterioro. Tres días por semana iba Almudena a estar con ella. Almudena, que era enfermera en el hospital Vall d’Hebron y sacaba a mamá y se la llevaba a su casa, con lo cual no perdía el contacto con su paisaje habitual. Almudena, que se la llevaba a comprar ropa. Almudena, que le hacía comiditas ricas. Almudena, que cuidaba de Lola como si fuera su niña. Almudena, que era una bendición.
Mamá bajaba más rápido que la mayoría de los ancianos los escalones del deterioro cognitivo. Los otros no. Con los otros no podía. Para todo necesitaba la silla de ruedas, un ascensor, los brazos de Almudena. Empezó a mermar a mucha velocidad. Sin poder levantarse. Muda. Sin expresar nada. Comenzó a dejar de conocer a mucha gente. A sus hijos, sí. Creo que a sus hijos sí los conoció hasta el final. ¿Que cómo lo sé? Anda, por la mirada.
Con el habla desaparecen muchas cosas. Una es la cautela de los que la rodean. A veces hablábamos de cosas inadecuadas delante de ella, y convenimos en que teníamos que dejar de hacerlo porque a lo mejor nos estaba entendiendo.
Estaba como muy enganchada. Con las extremidades anquilosadas. Tenía un fisioterapeuta para tratar de ayudarla. Yo creo que, con todas esas ayudas, traté de comprar mi conciencia, una forma de subsanar la relación enfrentada que habíamos tenido antes de su declive.
Parecía que no estaba, pero estaba. Mi nuera le regaló a mi hijo un labrador. De nombre le pusieron Rouco, como el cardenal Rouco Varela. Mi madre —muy religiosa, de derechas, conservadora— se dio cuenta y dijo que no con la cabeza. Que así no.
Llamaba por teléfono a la residencia y pedía que me la pasaran. Llegó un momento en que tuve que dejar de hacerlo porque le era imposible hablar. Decía palabras sueltas. Trataba de decir, pero nada. Era un sufrimiento por su parte y por la mía. Así que tuve que dejar de llamar.
Lloraba mucho mi madre. Por cualquier cosa. Y a mí verla así me dejaba indefensa. No sabía qué hacer, porque yo antes nunca la había tocado, ni la había acariciado, ni la había consolado, ni fui educada en besos. Qué hacer. La cogía de la mano…
La idea fue de Almudena, una idea fantástica para tratar de estimularla. Un día me dijo que quería darle a probar a mi madre una cosa que le gustaba mucho de joven, porque seguro que eso le hacía recordar y quizás la hiciera feliz. Ya se sabe, los sabores y los olores, que no se olvidan jamás. Estuve pensando qué darle. Rápidamente caí: una crema de almendras que se llama Almendrina y que venden en las farmacias. Era una leche exquisita que tomaba mi madre. Yo siempre iba en casa por detrás de ella y metía el dedo en el bote… Se lo dije a Almudena. La compró. Se la dio a probar. Y funcionó.
Me contó el resultado. Mamá paladeó. Regresó un instante. Puso ojos de antaño. Dice Almudena que hacía tiempo que no la veía tan contenta.
(…).
Creo que mare Lola estaba ya en la residencia aquel día en que me dijo muy solemne que quería hablar conmigo, que había conocido a alguien que le había pedido en matrimonio.
Me quedé pasmada y cambié de conversación. Volvió a la carga al poco. Me dijo que él era muy buena persona —católico, añadió— y que vivía también en la residencia.
No entendí nada, porque la residencia era solo de mujeres. Aquello me produjo una tremenda inquietud. ¿Tan mal estaba mi madre? ¿Tanto desvariaba? Un día me dijo que si los hijos no aceptábamos su decisión le daría igual, porque nadie le iba a impedir casarse.
Nunca entré en el tema, y seguramente hice mal, pero no sabía qué cara poner cuando me sacaba el dichoso asunto. Una tarde, estando con ella de visita, conocí a una mujer que no hablaba pero reía mucho. Una mujer de pelo muy corto, simpática, y de aspecto ligeramente masculino. ¡Era él! ¡Aquella mujer era él! ¡¡¡Mi madre la había confundido con un hombre!!!
Hubo otra vez, ya en casa, en que me miró fijamente y me preguntó, con ojos de terror: «¿Dónde está mamá?». Supongo que se refería a mi abuela. Yo me lo tomé literalmente y le dije que la abuela había muerto y que no entendía a qué venía la pregunta. Fui muy torpe. Lo único que se me ocurría en semejantes situaciones era echarme a reír para desdramatizar. Pero no servía de nada. Cuando Lola me vio reír, empezó a llorar desconsoladamente. Se sentía perdida. Sí, creo que fui muy torpe…
(…).
Solo de pensar en las personas que tienen que cuidar día y noche a sus familiares enfermos me quedo de piedra. Pienso que, si hubiera sido mi caso, no habría sabido qué hacer. Ver a tu madre —que siempre había sido tan digna y tan orgullosa— en ese estado…
Me pregunto para qué coño queremos una esperanza de vida mayor, para qué demonios queremos vivir más si lo que nos espera no es vida. Con la crisis, el Estado de Bienestar se va por el sumidero. Los recortes apuntan a lo social. Cada vez vivimos más, hay más enfermos de alzheimer, el barrio de Salamanca ya es la imagen de un viejo paseando con un peruano. Aquí exigimos Ley de Dependencia, recursos, y está bien hacerlo. Pero, cuando todo caiga, no me imagino a los viejos en las casas como antes, porque ya no estamos dispuestos a darlo todo por los nuestros. No veo a esta sociedad capacitada para los sacrificios familiares que hicieron nuestros mayores en los cincuenta. En países subdesarrollados tienen un trato con sus ancianos que no tenemos nosotros: allí viven para ellos, el mejor lugar de la casa es suyo, la mejor de las comidas. Mientras están vivos, son sagrados. Un viejo en esa sociedad es Dios.
Aquí no.
Mi madre falleció el primer día de enero de 2012, a la edad de ochenta y nueve años. Todos los recuerdos han quedado sepultados por el episodio de su muerte.
Lola llegó a pasar la Nochevieja. La primera tarde no paró de reírse con Jordana, su bisnieta. Era para verlo, lo de aquella risa, digo. Veía a la niña brincar y brincar, correr y hacer cabriolas, y se reía. Como nunca y como siempre. Mamá se reía mucho.
Al día siguiente le costó mucho despertar. No reaccionaba. A la hora de comer, se acostó la siesta. Ya fue imposible levantarla. Almudena decía: «No la encuentro bien, no la encuentro bien». Vino una ambulancia y la llevamos a Puerta de Hierro. Le hicieron unas radiografías y vieron que se había perforado el estómago con un diente. Poco más o menos nos dijeron que había que esperar el final.
—¿Puedo pedir que no sufra nada?
—Claro, ya le estamos poniendo morfina.
Esa noche me la pasé con su mano entre las mías. Y estuve todo el rato cantándole las canciones que ella nos había cantado en la infancia.
Hasta el final le canté, y eso que canto mal.
Nanas, habaneras, La bella Lola…
Pegada a ella. Con voz muy bajita. Para no despertar a los demás.
Después de un año de no ver tierra
porque la guerra me lo impidió,
me fui al puerto donde se hallaba
la que adoraba mi corazón.
Cuando en la playa la bella Lola
su larga cola luciendo va,
los marineros se vuelven locos
y hasta el piloto pierde el compás.
Ay, qué placer sentí yo
cuando en la playa sacó el pañuelo y me saludó.
Pero después llegó hasta mí,
me dio un abrazo y en aquel acto creí morir.
”