Luis Francisco Esplá
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El declive de mi padre comenzó en 2010 con la expropiación —por mor del progreso— de una plaza de toros que tenía en el centro de Alicante. Eso desencadenó su proceso, ahí fue cuando empezó a tener problemas serios con su cabeza.
Parece que es hoy el día antes de que derribaran la plaza, su plaza. Habíamos recuperado todas las forjas de valor, habíamos vaciado las dependencias. Iban a demolerla y me pasé por el lugar la víspera de la demolición. Eran las once de la mañana y allí estaba él, con ochenta y seis años, rastrillando el ruedo con un rastrillo, a mano.
—¿Qué haces, Paco? —le pregunté.
—Esto tiene que estar bien, tiene que estar bien —decía.
Iban a tirarle la plaza. Y él la andaba acicalando como si fuera a haber una corrida al día siguiente. Aquel detalle me hizo ver que algo sucedía. El mojón del que partió todo.
La enfermedad le fue diagnosticada en aquellas fechas. Aquella plaza lo era todo. Por las mañanas iba hasta allí y por las noches volvía. Ese era su hábitat. Esa era su vida.
Mi padre siempre tuvo una salud impecable. Fue novillero, tuvo una escuela taurina, su vida estuvo circunscrita al mundo del toro. Ha vivido una actividad frenética, muy trabajada. No le podías tener en un sillón después de comer. Mi padre era muy familiar, pero de idas y venidas. Si no tenía problemas —en el sentido de ocupaciones—, se los buscaba.
Ahora es de otra manera. Ha perdido los horizontes de futuro, y todo lo circunscribe a las referencias que aún tiene. A eso se agarra.
Lo trasladó todo. Trasladó todo lo que había en la plaza a un bajo comercial en la ciudad. Los carteles, las fotos, los recuerdos, dispuestos cronológicamente. Todo lo conservó, porque era muy cuidadoso. Con rigor y orden absoluto lo conservó. Va hasta el bajo, se rodea de todo eso, lo que ayer puso en un sitio, lo cambia a otro.
Y al final hay que bajar a por él porque pierde la noción del tiempo y se le olvida que tiene que regresar.
No lee como para entender lo que tiene delante, pero sí hace gimnasia con sus documentos, los retratos, la cartelería, los anaqueles llenos. Allí está su vida; rollos de papeles amontonados, instantáneas familiares y de matadores, cabezas de toros, trajes de luces, miles de negativos, porque estuvo haciendo fotos con su cámara hasta hace poco…
Toda su visión del mundo es a través de los ojos de mi madre, Tirsa. Si no está Tirsa, Paco se pierde. Como si le vendases los ojos.
Mi madre tiene cinco años menos que él, tuvo cáncer de mama y le quitaron un pecho, pero tiró adelante, no dándole importancia a su enfermedad. Así es Tirsa. Antes ella era la cuidada, ahora es ella la cuidadora. Lo es todo. Es una drogodependencia la que Paco tiene con ella. Táctil, visual, auditiva, casi animal. Si la pierde, al minuto entra en estado de ansiedad.
Le pasa en el salón, en el dormitorio, en cualquier parte de la casa y a cada instante.
—¿Dónde está tu madre?
Y le decimos que está a unos metros, guisando. Pero él tiene que ir hasta la cocina y tocarla, y confirmar que está allí, para luego volver a su sitio tranquilo. El caso es que, pasados unos minutos, volverá a levantarse y a hacer lo mismo.
Al principio piensas que es la edad, los lapsus, los olvidos. Cuando ves que un hombre que siempre ha gobernado la situación, deja que otros decidan por él y se deja seducir, te das cuenta de que estás ante otra persona.
Hay un declinar paulatino, un declinar perezoso, diría yo, sintonizado con el organismo. No solo intelectual. Una especie de arribo a la par: físico y mental. Al comienzo del alzheimer era demasiado vital para estar contenido en un cerebro deteriorado. En esta fase todo es más parejo…
Conoce el entorno. De repente tiene un flash y te habla de una corrida de hace muchos años. Reconoce todo lo que le llega tamizado por mi madre. A sus hijos. A sus nietos. Pero todo aquel que pierde de vista durante un mes… Ahí le cuesta. Como si se asomara a pequeños charcos en los que visualiza algo borroso. Como si tratara de conocer de forma intuitiva.
No le dijimos nada de lo que tenía mi madre, su enfermedad. Pero recuerdo el día que la operaron que tuvo una lúcida regresión, una marcha atrás de una clarividencia absoluta, empezó a pegarnos la bronca. Fue como un inesperado salto atrás el que tuvo cuando tardaban en bajarla al quirófano. Me han contado que a veces se producen esas interconexiones neuronales… «No puede ser esto», decía, «no puede ser». Como si en un momento álgido de la tensión, él volviera sano a la actualidad. Para después llegar a casa y no reconocer su propio hogar.
—Bambino [porque me llama Bambino], esta casa se parece mucho a la mía…
En general, él no se cabrea nunca, cuando se confunde, se ríe. Era un hombre de ceño fruncido. Pues bien, la raya le desapareció.
Hoy tiene una bondad de niño, está loco con su nieto. Con la enfermedad hay una inversión del proceso evolutivo: antes iba entendiendo el Universo, ahora sucede todo lo contrario. De hecho, los pacientes acaban prácticamente en posición fetal, se olvidan de comer, y como ya no hay cordón umbilical se consumen.
Necesita el tacto; él no era de sobeteos. Me pasa a mí también, que no soy de buscar el roce. Paco ahora se deja tocar, quiere tocar a los nietos, les coge de la mano comiendo. Si solo fuera eso, hablaríamos de un momento entrañable; la enfermedad te devuelve a alguien sin rencor, a un hombre que ha dejado todo su rencor en el baúl de los amores y de las fobias.
El día a día es ir de la mano de mi madre. Come poco, pero cuando está con gente se olvida y se alimenta dos veces. Por eso voy mucho a verlo. Porque al detectar que tiene visita se anima. Le llevo caza y se pone morado.
El día a día es ver toros, y toros, y toros, y más toros. Se sienta delante de la pantalla y se queda pegado al canal taurino.
No le dejamos pasear solo, porque se pierde. Tirsa le manda a por el pan y el periódico, y Paco vuelve sin ninguna de las dos cosas.
O le pregunto al llegar a casa: «¿Qué? ¿Bajamos a por el pan?». Y me dice que sí. Y una vez en la panadería, el dependiente me aclara: «¿El pan? Pero si se lo ha llevado ya».
Todo el mundo piensa que está bien, porque sonríe, habla y te sigue la corriente. Con las señoras se engalla, se estira una cuarta más; eso no lo ha perdido. Pero el mal se enseñorea por dentro.
Paco y Tirsa siempre han sido un matrimonio muy independiente, a los que les ha gustado vivir solos, con lo que ha sido muy delicado introducir el elemento del cuidador en el hogar. Consideramos los pros y los contras, y llegamos a la conclusión de que no debíamos alterar esa convivencia, porque su recelo a las intromisiones siempre ha sido grande.
—Mamá, hay que meter una persona desde la mañana hasta la noche.
—Uy, tú no sabes lo que molestan aquí los extraños.
Ella se esfuerza por estar bien. La ilusión de querer es lo que soporta la voluntad del ser.
Para mi madre, su vida siempre ha sido cuidarle a él. Todas esas tareas que se asignaba las tenía ritualizadas: prepararle el desayuno, la ropa, echarle la laca en el pelo… Eso cuando estaba sano. Con lo que seguir con esa dedicación ahora que está enfermo no le supone ningún esfuerzo añadido.
A pesar de la enfermedad, él trata de autogestionarse. Tiene ramalazos de independencia, como cuando tratamos de subirle al coche y empieza: «Dejadme, que yo puedo, dejadme».
Ella gobierna sus impulsos y domina la convivencia. El problema es que mi madre no puede sacudírselo de encima, él siempre le anda detrás, tan dócil.
—¿Qué te hago, Tirsa?
—Que te sieeeeentes…
No es que sea desobediente, es que se le olvida la orden recibida. Se le olvida y no sabe que le han dicho que se siente.
Sucede algo parecido a lo de los animales. Los animales adquieren el conocimiento de sí mismos por los demás y por su entorno, y acaban siendo la suma de todas sus referencias olfativas, auditivas, táctiles… Pues bien, con estos enfermos ocurre lo propio. Cuando los desplazas de su lugar y pierden las referencias visuales, tienen una mayor pérdida de identidad.
Las pérdidas. Los olvidos… Nos gusta el campo. Nos hemos criado en él. Cuando viene a la finca, empieza: «Uy, qué bonito es esto. ¿Cuándo lo has comprado?». Cuando regrese a la semana siguiente, volverá a decir exactamente lo mismo. Como si fuera la primera vez que lo viera. Siempre como si fuera la primera vez.
(…).
El futuro no me lo quiero plantear. Con tanto presente, es algo que sobra. Prefiero vivir día a día; no pienso en lo que le va a deparar este mal a Paco, no quiero creer en la evolución del proceso. Te preocupas cada vez que ves ese pasito más. Plantearse lo que tenga que venir es absurdo, no tiene ningún sentido: hoy tiene calidad de vida, es un hilillo que va perdiendo fuerza, pero está feliz con lo que le rodea.
El arma se llama cariño. Tenemos eso y poco más. El cariño está en manos del entorno, que tiene que redoblar la forma de acercarse al individuo. El arma es nuestro tacto cercano. Hay que indagar en la nueva personalidad del sujeto que tenemos delante, porque ya es otro. Y esa exploración solo puede hacerse con cariño. La proximidad va desvelando claves que para cada uno son distintas.
Con el cáncer puedes coger unas células del enfermo y estudiarlas, y dejar al sujeto a un lado. Pero, con el alzheimer, no. Porque el problema es el sujeto entero, su comportamiento, y sabemos muy poco de él.
Se necesitan centros especializados que operen con el individuo. Si no hay medios, tal y como pasa ahora, seguiremos en la incertidumbre. Antes se decía que el abuelo chocheaba. Pero el abuelo no chocheaba. El abuelo tenía un alzheimer galopante. No podemos quedarnos en ese nivel de análisis: en el de que nuestros mayores chochean y ya está.
Si antes era agnóstico, ahora lo soy más. El alma está en el llamado cerebro reptil, la primera capa cerebral que se formó, donde se albergan las conductas más primitivas, como el miedo y la supervivencia. Luego está el cerebro emocional. También está el cerebro racional. Pues bien, en ninguno de los tres cerebros veo a Dios por ningún lado. Somos orgánica pura, volveremos al lugar del que vinimos y nada habrá sucedido. La vida habrá sido un chispazo.
Lo caro no es la farmacopea. Lo caro es el coste humano en cuidadores, centros, atenciones… La enfermedad se hace plaga en el momento en que una sociedad pasa de los sesenta años con salud de hierro. Paco tenía ochenta y cinco años, andaba siete kilómetros al día y estaba todo el día trabajando. Llegamos como toros a la última edad. Antes te mataba el deterioro físico. Ya no.
Hace años el alzheimer no tenía tiempo para matar; ahora que somos tan longevos, tiene todo el tiempo del mundo para recrearse con nosotros.
Al hombre le quitas la memoria y es el más estúpido de los animales.
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