Antonio Puchades

(1925)

«Un día me miró fijamente y me dijo con voz lastimera: “Olvido, pero todavía siento”».

Graham Stokes, Y la música sigue sonando. Historias de personas con demencia

«Hay quienes sostienen que el fútbol no tiene nada que ver con la vida del hombre, con sus cosas más esenciales. Desconozco cuánto sabe esa gente de la vida. Pero de algo estoy seguro: no saben nada de fútbol».

Eduardo Sacheri

A lo mejor no recuerda quién es ese amigo, quizás se ha olvidado del nombre de aquel sobrino o tal vez confunda al malo de la peli con el protagonista bueno, a la heroína con la supervillana, al gato Silvestre con Piolín. Pero se le enciende la cara como un faro cuando le hablas de fútbol, y entonces se ilumina todo.

Porque el anciano que hoy está sentado frente al televisor con un mando a distancia en su casa de Sueca (Valencia) cree que Dios no tenía que haber llamado «mundo» a esa cosa enorme que gira y donde todo cabe. Sino «balón».

Tiene ochenta y siete años recién cumplidos, nada ya de aquellas piernas que bailaban claqué sobre la hierba y la misma opinión que el inmortal Bill Shankly.

—El fútbol no es una cuestión de vida o muerte… Es mucho más que eso.

Hoy hay partido. Antonio amusga el cojín de su asiento favorito, da un sorbo de agua y abre mucho los ojos. Más que con cualquier otra cosa. En el minuto diez, ya está con la monserga.

—Este partido ya lo han echado.

—Pero, tío, ¿cómo lo van a haber echado, si es en directo?

—Sí. Te digo yo que ya lo he visto. Empató el Valencia a cero. Es una repetición. Ya verás, ya verás…

El encuentro termina 4-1 a favor de su equipo.

Se queda Antonio rascándose la cabeza. Rumiando en bajo para sí. No entendiendo qué pasa.

Por primera vez, el sabor amargo de una victoria.

Antonio es Antonio Puchades Casanova, alias Tonico, el mítico centrocampista del Valencia Club de Fútbol, con el que llegó a ganar una Liga y dos Copas. Cuentan que fue el escudero que acompañaba a Pasieguito, el tanque que recuperaba balones en aquel equipo de dulce y el pulmón que no dejaba de bombear aire a los suyos hasta que el árbitro pitaba el final.

Corría 1950, Franco jugaba al fuera de juego y lo arbitraba todo, el país era una pena máxima y, terminado el match de la Guerra Civil, los goles los metían los piojos, el oprobio y el hambre. Era un cuadro el estadio: los jugadores saludaban brazo en alto y el dictador soñaba con ser delantero centro.

En aquella selección que fue a Brasil a disputar el Mundial de Fútbol sonaban más que nadie Zarra y Basora, Panizo y Juncosa. El combinado nacional quedó en una meritoria cuarta posición. Entre el once ideal del torneo, había un tipo rubio y con el pelo abultado de un James Dean. Era Puchades… Otra cosa no, pero llegas, te acercas, le llevas una foto antigua suya de futbolista y te la dedica con una sonrisa de antaño: «Gracias por acordarse. Con cariño, Antonio».

Acordarse…

Los recuerdos de Antonio son la mies y las mulas carreteras, el espejo de agua que era el arrozal y el reloj de la cosecha, el único calendario de las estaciones y un botijo con el gollete desportillado.

—Antes iba mucho a Sevilla, a visitar sus propiedades —le recordó un periodista en el año 2000.

—Iba los veranos, en julio y agosto. Con 40 grados, qué calor hace en Sevilla. Me ponía en bañador y lo pasaba de maravilla en mi chalé, que estaba en alto y desde allí se veían los campos y los tractores. Allí me hice un campo de tenis. El encargado me decía: «Don Antonio, ¿por qué no se va usted a veranear a la playa, en un sitio de lujo? Usted puede permitírselo». Yo le contestaba siempre lo mismo: «Mira, Juan, yo soy un hombre del campo, aquí soy feliz, yo vengo de una familia de labradores».

Acordarse…

La que hoy se acuerda mejor es Paz Puchades, sobrina favorita de Antonio, admiradora del futbolista, valencianista de las de ir al campo con el tío, cuidadora del enfermo de alzheimer y médico psiquiatra. Quien de niña le daba la mano al pariente para ir a destripar terrones y regatear caminos.

«Siempre estuvo soltero. Nunca tuvo hijos. Vivía con mi tía Eladia. El dinero que sacó del fútbol lo invirtió en la agricultura… Tenía más sobrinos, pero conmigo, la hija del hermano mayor, la relación era especial… Recuerdo ir los tres juntos, durante agosto y hasta mediados de septiembre, por los campos de arroz que él tenía en Sevilla. Me llevaba a ver las tierras, andando por ahí, cerca del Guadalquivir. Para ir a la capital cogíamos un autobús que se llamaba El viajero. Era bonita la noche, cuando él me llevaba a pasear por el pueblo. El sonido de las chicharras. Sus historias de fútbol bajo las estrellas…».

—Aquel pase de gol a Basora se lo di yo, niña. Me regateé a tres, a cinco, a siete…

—¿Sí? ¿De verdad?

(…).

—Entonces Quincoces, el entrenador, me dijo que tenía que marcar al mejor de ellos, que era seis veces más alto que yo…

—Hala.

(…).

—Ganamos a Chile dos cero.

—¿Metiste gol tú?

(…).

—Me dieron una patada en la pierna izquierda y casi me la arrancan. Mira, Pacita, mira la marca…

—A ver.

(…).

Llegada la hora de acostarse, le hacía rezar una alineación.

—Tito, cuéntame más.

(…).

Aunque hoy sea otra persona, aunque hoy la demencia senil haya empezado ya a horadar todas aquellas confidencias nocturnas y a levantar un muro inabordable, hay cosas que no pueden borrarse.

Por ejemplo: que por aquel entonces Antonio era machadianamente bueno. «Muy campechano, generoso, cercano, siempre de muy buen humor».

Por ejemplo: que Antonio y Paz, desde siempre, fueron los dos «igual de locos». De tanto jugar tío y sobrina a ver quién era Ricardo Zamora, un día Pacita se rompió el cúbito y el radio del brazo izquierdo tratando de parar aquel penalti que le tiró Antonio. Al llegar a casa dijeron que había sido un accidente sin más. La niña tenía ocho años y el tío pasaba de los cuarenta. Acariciar aquellas cicatrices hoy es acariciar la memoria.

Por ejemplo: aquel debut que tuvo lugar por obra y gracia del arrozal… «Me acuerdo de mi estreno con el Valencia contra en Celta de Vigo, en el 46», contaba en 2011. «Iba convocado, pero me dijeron que solo iba a jugar si estaba lloviendo. La razón es que la semana anterior, en los entrenamientos, el campo estuvo hecho un barrizal y el entrenador de aquel entonces, Pasarín, me preguntó: “A ver, Puchades, explíqueme, ¿cómo es que todos los jugadores han terminado el entrenamiento hasta las cejas de barro y usted conserva la ropa así de limpia?”. Yo le dije: “Mire, entrenador, estoy acostumbrado a andar por los campos de arroz llenos de agua y barro, a saber mantener el equilibrio. Por eso no es difícil para mí no caerme en un campo de fútbol embarrado”».

De todas las historias que se relatan en estas páginas, en la de Antonio es donde menos ha mordido el olvido. Todavía en un estadio muy inicial de la enfermedad, el mal mostró sus primeros síntomas en 2010 y se acentuó en la primavera de 2011, después de que falleciese Eladia, hermana y compañera de hogar, quien estuvo encamada el último año a causa de una demencia severa.

«La familia se dio cuenta de que algo estaba pasando, pero yo no, porque suele ser habitual que las personas que pasan más tiempo con el enfermo, al no tomar distancia, no sean capaces de darse cuenta de los cambios», explica Paz Puchades, que hoy frisa los cincuenta y tres. «Yo lo veía tan normal, lo clásico de un deterioro por la edad. Pero al cabo me fui percatando de que no. De que los años te pueden deteriorar, pero no hacer que repitas las cosas diez veces, o que no conozcas a gente muy cercana que siempre conociste».

El bromista pasó a ser el tristón.

El bienhumorado empezó a tener mal genio.

El activo centrocampista prefería chupar banquillo.

El memorioso comenzó a olvidar.

El que recordaba todas las caras principió a borrarlas.

El fiel seguidor del Valencia seguía siendo el fiel seguidor del Valencia.

En la fase de predemencia de Puchades, el menoscabo del paciente es llevadero. A veces razona con lucidez y a veces no atina con el nombre de ese aparato que sirve para calentar la comida. A veces hay que decirle que se tiene que cambiar de ropa porque lleva tres días sin hacerlo y a veces lo hace sin indicación alguna. A veces Antonio es cara y a veces Antonio es cruz.

«Está más tristón e irritable. El médico nos ha dicho que es normal, que su predemencia tiene un fondo depresivo. Que la pérdida de memoria también está condicionada por el estado de ánimo… Tía Elo [por Eladia] lo cuidaba hasta que cayó enferma. Al morir ella, se encontró solo. Y no es extraño que se ponga a recordar que, de los cinco hermanos que eran, él es el único vivo. Piensa que se está haciendo mayor. Que tiene un montón de años. Que le queda poco. Piensa en la muerte… También que los jugadores de ahora solo corren por dinero».

La medicación que toma frena la enfermedad. También el fútbol lo hace.

(…).

De las propiedades paliativas de este deporte en los enfermos de alzheimer saben mucho en Escocia, donde un proyecto que arrancó en 2009 demostró la capacidad del balompié para retardar las consecuencias del mal neurodegenerativo y atenuar la sangrante pérdida de recuerdos.

El Alzheimer Scotland Football Reminiscence Project nació precisamente con la intención de estimular esas memorias que se iban perdiendo por la línea de fondo. Al paciente que había sido aficionado al fútbol le ponían delante fotografías antiguas del club de sus amores, le hablaban de futbolistas que había venerado, le traían objetos evocadores… Y ¡eureka!

«Te encuentras con un hombre que llega a ti con la cabeza gacha, al parecer totalmente ausente, y entonces le enseñas una foto y el rostro se le ilumina al instante», señala a FIFA.com Michael White, historiador del Falkirk, un equipo de la primera división escocesa. «Hace poco le enseñé a un señor de un grupo una imagen que no era más que una vista general de un partido de los años cincuenta entre el Falkirk y el Celtic. Inmediatamente saltó: “¡Ese es el partido en el que Charlie Tully marcó dos goles de córner!”. Y tenía razón. Estas cosas pasan en cada grupo y, como consecuencia, surgen recuerdos. A nosotros y a los cuidadores se nos hace increíble presenciar algo así».

El «invento» contó con el apoyo de la Alzheimer Scotland y la Asociación Escocesa de Fútbol, dio lugar a una investigación de la Glasgow Caledonian University y, milagrosamente, abrió los ojos a los científicos más escépticos, que, por lo demás, siempre habían desconfiado de una actividad que pone a veintidós tipos en gayumbos a correr tras una pelota.

La catedrática Debbie Tolson, especialista en geriatría, lo contó en la BBC frotándose los ojos: «No soy aficionada al fútbol, por lo que no conocía (pese a que ahora lo sé bien) la importancia que tiene en la vida de la gente. Nuestros investigadores asistieron a las sesiones de los grupos de enfermos, pasaron muchas horas observando cómo repercutían en los asistentes aquellas imágenes y, a decir verdad, me quedé estupefacta. No creo absolutamente en nada hasta que me convencen las pruebas. Por eso me pareció impresionante cómo llegaba a encenderse gente que previamente se encontraba tan apagada y distante de nosotros».

La prueba está en Antonio Puchades, aunque ya le haya cedido su carné de socio del Valencia a Pacita, para que vaya al campo en vez de él, que anda algo torpe…

Y en Ángel, que jugó en la sección gallega y hoy tiene alzheimer.

Y en Fidel, aficionado del Salamanca y paciente en fase inicial.

Y en Atienza, que ganó tres copas de Europa con el Real Madrid y al que solo saca de su mutismo una fotografía en sepia.

Ángel, Fidel y Atienza protagonizan el extraordinario documental «Fútbol, un refugio para el recuerdo», emitido por Canal + en octubre de 2011 dentro del espacio Informe Robinson, donde se da cuenta de la estrecha relación entre balompié y memoria. De cómo, para los que amaron este deporte, el primero sirve de reactivador de la segunda.

—Sin memoria no viviríamos —dice Mercè Boada, jefa de neurología del hospital Vall d’Hebron de Barcelona—. Yo puedo guardar emociones, vibrantes, preciosas, positivas, las cuales voy a anclar. Cuando usted me las haga revivir, yo aún tendré vida.

—¿Y ahí entra el fútbol?

—Hombre, fíjese, ahí entra clarísimamente el fútbol (…). ¿Usted ha visto lo que es un estadio de fútbol lleno? ¿Gritar gol? Eso es brutal… Si yo doy tiempo, rasgo y facilito, la memoria aparece…

(…).

Regresamos con Antonio donde lo dejamos, sentadito en su casa de Sueca y esperando el partido del domingo. Llueva o nieve, haya 40 grados o espesos bancos de niebla, hasta allí acude a diario la sobrina Paz desde Valencia, treinta kilómetros de ida y otros treinta de vuelta. Algunas veces a comer. Otras a visitarlo por la tarde. Después de la profesional que cuida de Puchades, la sobrina a la que le tiraba penaltis es el principal baluarte familiar del anciano.

«Cuando una persona tiene un deterioro de este tipo, un trastorno depresivo, una demencia, hay que estar pendiente para todo: para comer, para ducharse, para que se tome la medicación, para que no se desoriente… Él lo hace, pero hay que estar pendiente de que se acuerde», nos comenta.

«Yo no me siento cuidadora. Estoy ahí y hago lo que puedo. Una persona le cuida, mis hermanas me ayudan, yo no llevo el peso las veinticuatro horas… Solo soy acompañadora, y a veces estoy agotada. Imagina un cuidador de continuo… Si le dices las cosas, no se pone violento. Si le pides algo, lo hace. Pero el cuidador debe tener a su vez un cuidador que le cuide a él…, no sé si me explico. Como los juegos de muñecas rusas. Porque si no es así, se quema y acaba tomando fármacos para aguantar la angustia. Es el caballo de batalla. Debería estar reconocido de alguna manera tanto social como económicamente.

»Puede haber un colapso en el sistema sanitario y de atención social si no se hace nada. La población cada vez envejece más. Una demencia, con el apellido que sea, va a provocar que disminuya nuestra capacidad de autogobierno. Cada vez habrá más personas dependientes. Esto supone un gasto enorme. Y en lo familiar también».

La jornada es un partido que empieza jugándose despacio a eso de las once de la mañana y sin público en las gradas. Tonico sale del túnel de vestuarios que es el sueño y salta desde la cama al terreno de juego que es la habitación. Primero una pierna, luego la otra. Ovación. Sin perder la verticalidad. Avanza recto por el pasillo, uno, dos, dribla una silla. Entra con todo al desayuno. Tuya, mía… Alcanza el córner de la ducha y se da un autopase con el jabón, vamos, arriba. Pasa al ataque con la ropa, uy… Esquiva la puerta de la calle y sube por la banda, venga, venga. Pisa el área del casino y celebra el tanto cuando ve las fichas del dominó. Gol.

En el descanso vendrá Paz, la entrenadora, que acude a comer con Puchades; Paz, que sabe de la estrategia y del orden, de cómo aguantar el resultado y de lo que hay que hacer en los minutos de descuento. Aquí Paz y después gloria…

Pita como un árbitro el reloj a las tres en punto y Paz le enciende la televisión para ver las noticias. Arranca la segunda parte y Tonico aguanta en el centro del campo del butacón, repartiendo juego. El mando a distancia… Tiqui-taca, toca y te vas. La sobremesa, con la mister, que si esto y que si lo otro, la utillera que viene a dar un masaje con las palabras… Biennn… Se escapa de nuevo Puchades por el pasillo, rumbo al casino, centra, centra, el público en pie. Son las cinco ya, mueve las fichas, el seis doble. Cómo juega este tío…. A las siete baja a defender a casa. La tarjeta amarilla de la medicación. El penalti de la sopa. Ese tirarse a la piscina de la cama a las once de la noche.

Gol.

Victoria.

Mañana es otra vez la final del campeonato del mundo.

(…).

Para Antonio Puchades —como antes le pasó a Kubala o a Puskas, también futbolistas aquejados de la enfermedad de Alzheimer—, el balón es la bola de cristal a través de la cual se adivina el mundo, la esfera mágica que te deja ver el pasado y el porvenir.

Ahí vemos al chico —criado en la huerta valenciana, aficionado al baile, el nadador más garboso de la playa de El Perelló— al que los padres no le querían dejar jugar al fútbol porque el calzado le duraba tres días.

—¿Otros que destrozas? Vas a ser la ruina de la casa…

Ahí vemos también al futbolista de la selección española que se camuflaba raciones de paella de la madre en las concentraciones y de las que comía medio combinado nacional.

Una vez retirado por un problema de ciática, al chico alto y rubio del dorsal número 6 un día le preguntaron en una entrevista que quién fue su ídolo. Antonio se lo pensó unos instantes. Luego contestó que «Andrés». Que su ídolo era «Andrés». Ni Di Stefano ni Gento. Andrés. El hermano que murió con meningitis cuando era niño.

La partida de dominó la conforman jugadores históricos del Valencia, antes compañeros de equipo sobre el césped y hoy colegas ante el verde tapete de fieltro. Que si aquello no fue gol. Que si Mestalla era una caldera. Que si tú hiciste penalti… De lo que no se acuerda es del nombre de algunos sobrinos. O de cómo regresar desde el casino al hogar. Porque a veces, al salir del club de jubilados, se queda en la puerta asustado, como un lebrato cegado por los faros de un coche y que no supiera adónde ir.

«Sabe quién soy yo. Sí. A mí sí me conoce. Pero hay gente de la que no se acuerda. Sobre todo de los nombres. No escribe. Las películas no las entiende. Se desorienta».

Se desorienta, sí, pero con la brújula de una pelota es fácil encontrar el norte…

Hoy juega el Valencia (que va tercero) contra el Zaragoza (que va el último) y Antonio insiste en que ese partido está repetido, que ya lo pusieron la pasada semana, que a él no se la dan.

—Que no, tío, que es en directo.

—Dos cero quedaron. Dos cero gana el Valencia… Ya verás. Ya verás.

Noventa minutos más tarde su equipo ha perdido 1-2. Puchades anda como derrotado en el asiento y solo acierta a repetir una frase, como admitiendo una doble derrota.

—Vaya, pues tenías tú razón.

A lo mejor está nublado en esa cabeza donde es siempre lunes, pero amanece con la visita del mítico Pepe Claramunt. O cuando viene Vicente Piquer, otro exfutbolista, a visitarlo en el día de su santo.

—Antes sentían más la camiseta; ahora solo corren por el dinero.

—Este entrenador…

—No es como en nuestra época.

—No, no es.

La resurrección a lo Lázaro tuvo lugar en marzo pasado. La casa tenía la quietud de la hora de la comida y la sobrina se agarró al asidero de una conversación banal para romper el tedio: acababa de celebrarse el 70 aniversario del primer título de Liga del Valencia.

Paz le explicó los actos de conmemoración que hubo, lo que decía la prensa, el homenaje que le hicieron a un jugador de su época…

—… hablaban de un tal Mundo —señaló Paz.

Hubo un silencio. La sobrina iba a repetir la frase.

—Edmundo —corrigió Antonio. Y levantó despacio la cuchara del puré.

—Ah. Edmundo. ¿Edmundo dices?

Un asentimiento leve con la cabeza, la mirada fija en el plato.

—Sí. Edmundo Suárez de Trabanco.

—Ah. ¿Y ese era de tu época o anterior?

Otro silencio. Otra cucharada que sube temblorosa hasta la boca.

—Anterior, pero llegamos a jugar juntos.

—Ah, ¿jugaste con él? Vaya…

El tío frunce algo el ceño, como rasgando un velo. Sonríe satisfecho.

—Era de Baracaldo, de 1916. Dos veces pichichi.

—Vaya, ¿cómo te acuerdas, eh…?

Entonces Antonio deja la cuchara paralela al plato. Algo se le prende en la mirada. Se humedece los labios. No puede evitar mover levísimamente los pies, como soñando.

—Ignacio Eizaguirre Arregui, Epifanio Fernández Berridi, Vicente Seguí García, Bernardino Pérez Eliazaran, Vicente Asensi Albentosa…

«Fue muy fuerte. Emocionante de verdad. Se sabía los nombres completos, los dorsales de cada uno, hasta cuándo jugaron, todo… Me los recitó de carrerilla. Estuve a punto de grabarlo con el móvil, pero no me dio tiempo».

La psiquiatra Paz Puchades está contenta cuando nos lo cuenta. Casi como cuando marca un gol el Valencia. Casi como cuando da de alta a un enfermo.

—¿Y eso?

—Bueno, el fútbol es una pasión. Su pasión. Y las pasiones no se olvidan jamás.