Tomás Zori
(1935-2002)
«Pero a mí las frases que más me impresionan son las que se dicen en el pésame… “Te acompaño en el sentimiento…”. O esa otra que dice: “Ha pasado a mejor vida”, que en eso sí que tienen razón… Porque toda la vida con muebles de aglomerado de Ikea y cuando te mueres te meten en un ataúd de roble macizo… Y a lo mejor te has pasado la vida conduciendo un Opel Corsa y ahora te vas al otro barrio en un Mercedes».
Enrique San Francisco
Si no queremos traicionar la memoria del cómico, lo sustancial será comenzar este capítulo con una sonrisa; regalarle un gag al público que ha pagado su entrada en estas páginas; apartarnos y dejarlo a él solo —con los focos apuntándole— encima de este escenario de renglones.
—Por favor, alzheimer reír cuando lo lea —nos vino a pedir su hija Paloma una mañana en el Café Comercial.
Y nosotros a ello vamos.
Se abre el telón.
Escena primera. Tomás Zori tiene ya alzheimer y su hija se lo ha llevado de vacaciones a Estambul con su esposo y las dos niñas. Por la terminal de Barajas, el abuelo Tomás camina desmemoriado y enclenque. Embarcan, el anciano ocupa su espacio en el asiento 7A y abre mucho los ojos durante el despegue y el vuelo. Como cuando un crío se siente en el aire por vez primera y se imagina que las nubes son cabezas de dragón.
Escena segunda. Aeropuerto de Atatürk. En la aduana, los policías turcos van mirando la documentación y escrutando al turista. Cuando llegue Zori, abrirán el pasaporte y mirarán esa cara afilada y distraída. Volverán a observarle y comprobarán ciertos datos. Hasta que se dirijan a él con palabras protocolarias. En turco hablan. Ya están hablando. Pero el hombre calla. Achina la mirada, calla y barrunta una respuesta.
Los policías siguen con el protocolo. En turco dicen algo del nombre y de la nacionalidad, sin ni tan siquiera mirarle ya. Entonces vemos a Zori que levanta el brazo y despliega el índice, entre vehemente y retador. Va a contestar. Zori va a contestar.
—¡¡A mí me habla usted en español, eh!!
Cae el telón.
Aplaude sonriendo al recordar aquel viaje su hija Paloma, que tiene delante un café con leche y casi lo tira.
Palmea de risa en la mesa un servidor.
Aplaude un señor una mesa más allá, que también ha escuchado la anécdota.
Aplaudimos todos en pie, venga, arriba, deje el libro.
Porque es Tomás Zori el actor, y seguro que no estaba malo, sino interpretando el papel de un enfermo de alzheimer…
—¡¡A mí me habla usted en español, eh!!
—Por favor, papá, por favor.
Tenemos al actor protagonista, pues.
Tenemos un argumento.
Tenemos el corazón de Paloma batiendo y pidiéndonos más y más.
Y tenemos el mandato inapelable de huir de la pena. Alzheimer reír. Hacedme reír…
Hacer reír a los demás.
Fue a los catorce años cuando Tomás Zori se subió a un escenario, haleop, y ya no se bajó jamás. A los niños de su edad les gustaba el fútbol y las actrices americanas que besaban en pantalla grande, los juguetes de hojalata que cortaban los dedos y las Mariquita Pérez que los curaban. Pero a este hijo de albañil y ama de casa lo que más le gustaba era hacer reír.
Ja. Estaba España de Guerra Civil y en Puente de Vallecas llovían obuses. Llegaba la posguerra y Madrid era una liendrera. Pero Tomasín le ponía azúcar a la achicoria en casa haciendo exhibiciones de claqué. Hacer reír.
Ja. Era pobre de solemnidad. Malvivían en pensiones de baja estofa. Tenía un padre que le abandonó. Una madre que vino a principios de siglo a servir a la capital y que para más inri se llamaba Crispina. Unos compañeros de escuela que luego se harían llamar Tony Leblanc o Manolo Gómez Bur. La intuición de un gato con hambre. Y una determinación: iba a ser actor. Hacer reír.
Ja. Así que a los catorce, decíamos antes, comenzó a trabajar en una compañía infantil de teatro por cuatro perras, para tratar de sacar adelante a la madre y a la hermana. Cuando a mamá le dieron una portería, se juró que no pararía hasta sacarla de ese sotanillo angosto. De ese cubil donde los tabiques eran una manta colgada de una cuerda y el cielo una mancha de humedad como el mapa de África.
Podría trabajar de lo que fuera, no te preocupes, madre.
Podría hacer teatro.
Podría hacer reír.
El debut profesional fue como tenor cómico de La del manojo de rosas en Murcia. El aldabonazo definitivo fue A Coruña, en 1942, con Don Quintín el amargao, obra de Carlos Arniches con música de Carlos Guerrero. Tenía diecisiete años y dos compañeros con los que, a la postre, sería uno y trino: Manolo Codeso y Fernando Santos. El mejor trío humorístico de revista duró junto veinte años y alcanzó su mayor hito con La blanca doble. Con el segundo estuvo ligado cuarenta temporadas… «Gran éxito de Zori y Santos», «Hoy, Zori y Santos en el Teatro Principal de Zamora». «Zori y Santos comienzan su gira por España». «Entrevista con Zori y Santos», «Zori y Santos, en el Muñoz Seca»…
La casa era un camerino de provincias, la maleta era su armario de mayo a noviembre, las puertas grandes de Madrid se les abrían sin llave y el bajito de voz atiplada se perdía entre las alturas de las vedettes cósmicas.
Hasta que Santos falleció en 1993 y Zori se quedó viudo. Con una mujer que se llamaba María Victoria, pero viudo.
Todo eso dice la memoria.
Todo eso decía.
Haciendo recuento del olvido, los primeros estigmas debieron de aparecer por entonces, sí.
Estamos en los años noventa y su esposa le acaba de mandar a la farmacia a por unas aspirinas, pero Tomás aparece en la cocina con un jarabe para la tos.
—Mujer, es que te he entendido mal.
Estamos en los años noventa y los hijos han quedado con él en el restaurante de la esquina. Y esperan media hora, pero acaban metiéndole mano a los entrantes. Y pasa una hora y papá no aparece. Papá, que pondrá cara de delantero que acaba de fallar un penalti cuando le recuerden la cita, su silla vacía y la sopa fría.
—Perdonad, perdonad de verdad, hijos. Se me fue el santo al cielo.
Estamos en casa y Tomás ya no hace teatro, pero sí acepta algún trabajo suelto para hacer abdominales con las neuronas. Ahora repasa Un marido de ida y vuelta, de Jardiel Poncela, una adaptación que tiene previsto emitir Tele 5. Está repasando y se le olvida la frase que acaba de leer. O la dice mal. O entra a destiempo. Y, entonces sí, le viene una esposa de ida y vuelta a chivarle el guión.
—A ver, repite, Tomás. Que no atinas, hombre, que no atinas.
Estamos frente a un abuelo de setenta años que es mandado a la ferretería a por unos alicates y que te viene con una llave inglesa.
—Pero hombre de Dios…
Estamos.
Y empezamos a no estar.
(…).
En 1996 la esposa tuvo un derrame cerebral. La esposa, María Victoria, que le planchaba y le cuidaba, que le cocinaba todo sin grasa y sin sal a Tomás, por lo de la úlcera. Que llevaba hecho un San Luis al marido cuando iba con él del brazo a los estrenos.
Más que un derrame fue un desbordamiento. A mamá le falló el riego en el cerebro y la casa entera se empantanó.
Eso es lo que dice la hija. Que la madre era un arrebol de ira en la cara cada vez que, a causa de su enfermedad, le daba por insultar al padre. Que mamá quedó con aquella mueca extraña y que Tomás no sabía qué hacer por ella. Cuando al cabo del año la mujer entró en coma, fue ingresada en una residencia. El esposo se quedó solo y añorando. La cama era como un estadio de fútbol de grande. Tomás no aparentaba ni catorce años.
«Para él lo de mamá fue un palo tremendo», cuenta Paloma Zori. «Ya estaba desmemoriado de por sí, pero el bajón que pegó entonces fue increíble. Además sucedió que, con mamá en aquel estado, los tres hijos nos centramos en ella. Y al pobre padre, que ya debía de estar con lo suyo, no le prestábamos atención».
En la siguiente escena es Tomás Zori el que se viste y se atusa frente al espejo para ir a visitar a la mujer que está en coma en la residencia. Como en una película en blanco y negro de Marco Ferreri. Como un jubilado aferrado al abono transporte.
Saldrá de su casa junto al Bernabéu. Cogerá el metro hasta Príncipe Pío. Irá a las marquesinas de donde parten los autobuses de la Blasa. Y dudará. Moverá la cabeza de un lado a otro como buscando y dudará. Al tercer mes, ya empezará a dudar.
—Aquí. Móntate, Zori, que es este el autobús que coges, hombre —le recordará entonces el conductor.
Y se apeará justo en la parada que hay en la puerta de la residencia en Alcorcón. Desde las diez de la mañana hasta las once de la noche, allí, sentado junto a la cama de María Victoria, que ya ni le insulta. Y muy al final vendrá María Ángeles, la enfermera, a decirle que es de noche y que por qué no se va mañana a los toros.
—Ande, Tomás, váyase, que es ya muy tarde.
Y la inmensa mayoría de los días entre 1996 y 2000 hará exactamente lo mismo. Hasta que Tomás se dé cuenta de que se pierde en el metro, como un paleto de provincias se pierde. Y entonces deje de ir a visitar a la mujer a la residencia.
(…).
Zori estaba ya diagnosticado cuando sonó el teléfono de casa y al otro lado del auricular se escuchó la voz del guionista Óscar del Caz. Se presentó, preguntó por el actor, se le contestó que estaba descansando, y el cineasta, que no tenía intención de colgar hasta tener la respuesta esperada, acabó desvelando el motivo de la llamada.
—Bueno, verás, Paloma, es que tengo un papel para tu padre.
—Ya, pero…
—Un papel que solo puede hacerlo él. Hemos pensado el papel para él.
—Es que, mira, te cuento…
—La película va a funcionar. Una comedia, además. El reparto es de lujo. Le va a interesar seguro.
—Óscar, mi padre tiene alzheimer.
Hubo un silencio de segundos y una duda. Tardamos más en contar aquel lapsus que lo que realmente duró.
—No importa. El alzheimer no importa. Le vamos a ayudar muchísimo.
Maestros es la historia de cinco viejos extoreros que estuvieron juntos en prisión después de haber cometido un atraco a un banco años atrás. Perpetrarán un robo en la Plaza de Toros de Valencia y volverán al talego. Actores como Manuel Alexandre, Álvaro de Luna, Jesús Guzmán, Conrado San Martín, Eduardo Gómez y, finalmente, el propio Tomás Zori.
«Tenía mucho papel, pero se lo redujeron todo al máximo. Si ves la película y te fijas, ya tiene rasgos evidentes de la enfermedad. Va pegadito siempre a Alexandre, como indefenso. Lo poquito que habló era porque leía unos cartelones grandes que le ponían delante. Se portaron de maravilla con él», dice Paloma. Exactamente dice que lo trataron como a un hijo.
Zori, al que se le ve apocado y ausente en las escenas.
—Papá, ¡estás rodando una película!
—Pero, entonces, ¿estoy rodando una película?
Zori, que tiene las trazas de un pájaro que acaba de caerse del nido.
—¿Qué tal el rodaje hoy, papá?
—Lo que pesa la chaquetilla de torero que me ponen. Uy, lo que pesa, hija…
Zori, vaya, que parece que clavara el papel de un enfermo de alzheimer.
—Papá, ¿qué tal con Alexandre?
—¿He estado con él? ¿Ah, sí?
Terminó Maestros y la familia dio por concluida esta función, pero el teléfono seguía haciendo ring-ring. Con cosas como que si Zori haría de protagonista en la adaptación teatral de El verdugo. Y bastante tenía Zori entonces con saber vestirse, porque se dejaba el pijama debajo de la ropa o se ponía dos camisas. Bastante tenía con que no se le olvidara asearse, porque la higiene la empezó a descuidar. Bastante tenía con su afán de ir al banco dos o tres veces a la semana para sacar dinero y después esconderlo por la casa en lugares que olvidaba. Bastante tenía con ir a la residencia a ver a su esposa.
Fue la etapa de la desinhibición. Todo lo que antes le gustaba empezó a dejar de interesarle. Antes siempre aplaudía después de cualquier obra, decía que por respeto a los actores. Ahora no, ahora iba de mala gana al Calderón o a La Latina y se ponía farruco nada más tomar asiento.
—¿Te gusta?
—Esto es una mierda.
Así estaban las cosas: mamá seguía en coma; su hijo Ignacio era marino mercante; sus hijas María Victoria y Paloma trabajaban en una compañía de seguros hasta media tarde. Con lo que pensaron ponerle al padre una cuidadora.
La idea fue un fiasco, porque a la mujer en cuestión nunca le dieron llaves de casa y Tomás se negaba a abrirle la puerta a esa desconocida que venía a mangonearle. De tal modo que Zori se empeñaba en estar solo, con la estrecha vigilancia de los hijos e incluso del portero, que pusieron una red en la pista por si nuestro hombre se caía del trapecio.
Cuando Paloma no podía escaparse del trabajo para llevarle el almuerzo, Tomás comía por los bares del barrio, codo con codo con los albañiles, el menú de diez euretes.
—¿Te pongo lo de siempre, Zori?
—¿Y qué era lo de siempre?
Un día se dejó un fajo de billetes en la barra y el camarero le fue a la familia con este aperitivo. Otro día era el panadero, que lo había visto así, así. Otro, el del quiosco, que se había llevado el periódico que dijo que jamás compraría. Por todos los sitios dejaba huellas del olvido y eran mares todos los charcos. Hasta que fue el farmacéutico el que les despachó un panorama con efectos secundarios.
—He visto a tu padre a las cinco de la madrugada deambulando por ahí.
«Una vez se cayó en una acequia y se rompió un hombro. Con lo que me fui a vivir con él una temporada. Era por la noche y vi su habitación iluminada. Pensé que se había dejado la luz encendida. Me levanté y fui hasta allí. Estaba sentado en la cama, se había quitado el vendaje. Le pregunté qué es lo que había hecho. Me contestó como no entendiendo: “¿Qué he hecho, hija?, ¿qué he hecho?, ¿qué?”».
Sin memoria no somos nada. La piel de una naranja. La oratoria de un loro de feria. La sustancia de un caldo hecho con huesos mondos. El calor residual de una cama recién deshabitada. La patria que es la infancia, borrada del mapa.
Sin memoria no somos.
Sin memoria.
Sin memoria Tomás no recordará que su periódico es el ABC, que por nada del mundo habría perdonado él una tarde en Las Ventas, que su amigo es El Cordobés, que bendito sea el Real Madrid, que es católico y sentimental, devoto de la Virgen del Pilar, que en el Círculo de Bellas Artes se juegan unas timbas cojonudas.
Sin memoria Tomás no sufre.
Ya está entrando por la puerta Paloma. Ya le coge de la mano al padre. Ya se suena de nuevo la nariz, recién llegada del cementerio. Ya mira al padre y ya mira al suelo. Ya ve que el padre le va a preguntar por la hermana.
—¿Dónde está la otra?
—¿Qué otra?
—Sí, la que es como tú. ¿Dónde está que fuma mucho?
—Se ha muerto, papá.
—Ay, pues pobrecilla.
Ay, pues pobrecilla. María Victoria, su hija, pobrecilla. Dice. Que acaba de morir con cuarenta y nueve años y vienen de enterrarla.
Ay, pues pobrecilla, y a otra cosa.
Sin memoria, Tomás no se acordará de cuando a Mariví le hacía de rabiar con los leotardos.
(…).
Era 2001 y el actor acababa de ingresar en la misma residencia que la esposa. Al principio dormían juntos compartiendo habitación como dos enamorados. Un besito, te arropo, duérmete cielo. Hasta que llamaron por teléfono a la hija desde el geriátrico y le pidieron permiso para separarlos.
Era porque habían descubierto que el bueno de Zori le estaba dando galletas a mamá, que solo era alimentada a través de una sonda gástrica y podía ahogarse con la mera deglución. Era porque Zori le iba con esas golosinas que robaba del carrito de las meriendas y se las daba a probar a su señora levantándole la cabeza. Así como se le da de beber a un desmayado de sed en las películas, si lo sabrá él.
Tomás fue mudado a otra habitación. Al día siguiente fue a rondarle al picaporte y se encontró con la puerta cerrada. Varios días trató el caballero de asaltar la fortaleza y la halló custodiada.
Al cabo de dos semanas, había olvidado quién estaba dentro.
Paloma estuvo trece años, trece, yendo todos los fines de semana a la residencia. Trece años, trece mil seiscientos ochenta y seis fines de semana. Mil trescientos setenta y dos días. La mayor parte del tiempo para ver a la madre, que duró más que Tomás y el año y medio largo que aguantó con vida internado.
Jamás una mujer vio a un hombre suspirar por ella de esa manera mirando a unos cristales.
Era el padre, que vivía pegado a un ventanal que parecía un puesto de caza y que de cuando en cuando preguntaba a las cuidadoras.
—¿Va a venir hoy mi hija?
—Sí, ya viene hoy.
Y entraba Paloma y el hombre era feliz. Y toda su obsesión era que lo sacara, venga, vámonos. Y quería andar tan rápido que la hija tenía que ponerse delante, porque si no se vencía y se caía. Y ella le provocaba para que le contase aquellas anécdotas del teatro, las mismas anécdotas que contará el fin de semana siguiente y que contó el anterior. Y antes de despedirse siempre iban juntos a la habitación de la madre. Y a la media hora de irse la hija, Tomás volverá al ventanal.
—¿Va a venir hoy mi hija?
«Me lo llevaba al cine, a casa, a pasear, a los toros. Dentro de la tragedia, es una época preciosa. Está en tus manos, como un niño, cariñoso, ve por tus ojos. Al final todo eso te une mucho más a él».
Zori no murió de alzheimer, sino con alzheimer. Un 2 de septiembre de 2002. Una caída en el chalé de la sierra, una operación de cadera, una infección generalizada y un declive de tres meses.
No avisaron a nadie del mundo del espectáculo porque nadie fue a verlo jamás a la residencia durante su enfermedad. Porque no hubo nunca un «¿cómo está tu padre?», ni un «le echamos mucho de menos», ni un «vamos a hacerle un homenaje».
Y pasó todo lo contrario que en el famoso anuncio de Gila en el que todos los cómicos hacen piña. Que en el responso se echó en falta un libreto con sus tres actos. Que apenas había nadie de la profesión en el entierro. La viuda de Santos. Manuel Codeso. Los allegados. Toda la familia.
—Por favor, alzheimer reír cuando lo lea —nos vino a pedir su hija una mañana en el Comercial.
Se abre el telón, Paloma.
La familia está de vacaciones, ya sabes. Esta vez no es en Estambul, sino en una localidad costera de Alicante, ¿recuerdas? La arena es un chicle pegajoso. En la toalla hay un señor muy blanquito, muy blanquito, se diría que níveo: tu padre. El fornido veinteañero tatuado que hace abdominales a diez metros no tiene ni idea de quién es Carlos Arniches.
Convendrás conmigo, Paloma, en que puñetera la falta que le hace.
—Yo aquí no quiero estar. Yo me quiero ir a casa.
—Bueno, papá, dentro de tres días regresamos, no te preocupes —le dijiste, me contaste.
Tomás Zori se levanta y recoge. La crema. La gorra. Un actor recogiendo y esta insolación.
—No, no. Yo no espero. Yo me voy a la casa de Madrid andando.
—Que no, que no. Que no hce falta que me lleves. Que yo no vuelvo andando a Madrid.