Mary Carrillo
(1919-2009)
«Vivir en los corazones que dejamos tras nosotros, eso no es morir».
Thomas Campbell
«Lo mejor, si se puede evitar, es no morirse».
Miguel Gila
Era esa frase del guión la que le torturaba los nervios: «¿Qué quieres, hija? ¿Quieres el bloc?».
Era esa frase escurridiza como un pez la que no se dejaba atrapar en el guión de la obra: «¿Qué quieres, hija? ¿Quieres el bloc?».
Era esa doble interrogación con seis palabras cien veces memorizada, una línea escasa del sobado libreto, la que hacía que le entrase el pánico. «¿Qué quieres, hija? ¿Quieres el bloc?».
Solo tenía que decir: «¿Qué quieres, hija? ¿Quieres el bloc?».
Y entonces le salía: «¿Qué tomas, hija? ¿Eres el sol?».
O declamaba: «¿Quién eres, hijo? ¿Quieres el dos?».
O a lo peor se quedaba en blanco. «¿Qué quieres…? ¿Cómo seguía? ¿Cómo seguía la frase?».
Mary Carrillo se quedaba en blanco.
(…).
Cuando el dramaturgo escribió Hora de visita, pensó inmediatamente en una de las primeras damas del teatro de este país, en la actriz toledana que ganó dos veces el Premio Nacional de Teatro, un Goya, el Ondas, el Miguel Miura, el reconocimiento de la Unión de Actores y un sinfín de galardones más; pero también en la contundente señora marquesa de Los santos inocentes; en la jovial Petrita de El pisito; en la sobria doña Bárbara de Fortunata y Jacinta; en la mayúscula Ama de Más allá del jardín… Una de esas artistas que habría esculpido gustosa en su lápida esa frase que Tony Leblanc ha pensado para sí cuando fallezca: «Aquí estoy yo interpretando el papel de un muerto».
Porque a ver qué actriz mayor podía llenar sino ella un escenario durante dos horas largas, echarse a la espalda un monólogo que versaba sobre una madre que acudía al hospital a visitar a su hija y a insuflarle ganas de vivir, y no desfallecer en la obligatoria caravana por todos los teatros de España.
En aquella obra y cuando se bajaba el telón, la hija fue Teresa Hurtado, que acompañó a la madre en esa gira que a la postre sería la última: una tournée que empezó en Madrid en 1994, cruzó el territorio nacional de arriba abajo y de abajo arriba y concluyó en la capital en 1995. Solo ella sabe cómo fueron esos ensayos donde la madre —setenta y cinco años— no acertaba casi nunca, cómo a la gran Mary Carrillo le tenían que dictar todo por un aparato que llevaba en el oído, cómo estuvo a punto de descarrilar una y mil veces aquella sesión que ya no se podía suspender.
—Mamá, ¿estás bien?
—¿Qué quieres, hija? ¿Quieres el bloc?
(…).
«José Luis Alonso de Santos escribió Hora de visita y lo primero que hizo fue llamar para decirnos que quería que la actriz protagonista fuese mamá. Todos nos dijimos: “Uy, Dios mío…”. Porque por entonces ella ya empezaba a no estar bien. Papá le dijo al autor que viniera a casa, y así veía cómo estaba, así lo comprobaba in situ».
—Usted viene y ve cómo está —concluyó Diego, el padre de las Hurtado.
—No será tan grave… —apuntó el director teatral.
La cita tuvo lugar una tarde de mayo en el hogar, con un café de por medio, las gemelas Teresa y Fernanda expectantes, el esposo impotente y la actriz sentada en un butacón, como una novia de antaño a la que fueran a pedirle la mano.
El dramaturgo le comentó su idea, le entregó el libreto, departió sobre los detalles que supondría el proyecto y se dirigía constantemente a la actriz.
—Bueno, pues querría hacer esta función contigo.
—Verás, es que no te oigo bien, hijo…
«Él hablaba y hablaba y ella no hacía ni caso», recuerda Fernanda Hurtado. «A la cuarta vez le entendió. Y se emperró en que sí, en que hacía la obra».
—¿Tú podrías estudiarte la obra para septiembre?
—Por supuesto.
—Entonces, hecho.
El visitante se marchó, la puerta se cerró, en casa empezó un gabinete de crisis esposo-hijas que duró semanas («no está para actuar», «la pobre no se entera», «hay que impedir esto») y el padre acabó insistiendo a Fernanda y a Teresa en que se lo dijeran ellas, porque a él no le iba a hacer caso…
—Mamá, no oyes. Ya no puedes seguir así. Así no, mamá. Así no.
—¿Quién? ¿Yo?
Dieron igual las razones y los inconvenientes, el mundo cuesta arriba y el suelo lleno de tachuelas. Fue como otras veces: cuando Mary Carrillo decía que quería hacer una cosa, caramba, esa cosa se hacía.
Al principio los ensayos tuvieron lugar en casa y posteriormente en una iglesia cercana al Rastro, donde los bajos de la misma se convirtieron milagrosamente en la habitación de una clínica. Una cama de hospital. Una figurante como convaleciente. Doña Mary Carrillo en el papel de madre. Una apuntadora sobre todas las cosas. Y una frase como un abejorro: «¿Qué quieres, hija? ¿Quieres el bloc?».
«En los ensayos nos dimos cuenta de que aquello era algo muy gordo, algo que se nos estaba yendo de las manos. Mamá no daba una. No era una frase solo. Eran todas. Se confundía. Se le olvidaba. Entraba tarde… Ella, que siempre había tenido una memoria impresionante, estaba como vacía».
Entonces Teresa trató de frenar aquella bola de nieve que crecía y crecía. Pero fue como sellar con las manos el agua de un dique que se rompe: le enseñaron una montaña enorme de cartelones, con fechas y nombres de ciudades y un MARY CARRILLO bien grande, grabado en oro, bajo el titular que publicitaba la función.
—¿Qué hacemos ahora, José Luis?
—Pues ya está anunciado por toda España. Hay que seguir.
Y siguieron.
Dice Fernanda que nunca sonó tan chirriante The show must go on…
«Mamá casi no oía, estaba ya enferma. Nadie lo sabía. Nosotras tampoco, a ver… Teresa sufrió muchísimo porque se tiró casi dos años con ella haciendo aquella obra, conduciendo el coche, con mamá cambiando muy rápidamente, ya perdiendo los nervios… Estos actores quieren morir en el escenario. Son capaces de dar ese disgusto al público, capaces de caerse a trozos allí. Esa era mamá. Y en esas estaba».
Hora de visita fue un reto hercúleo y una sobreexposición, una huida hacia delante y el último gran reto, la imagen exagerada de esos maratonianos que llegan groguis a la meta zigzagueando ya sin saber dónde están.
Con la memoria en retirada, todo quedó entonces en manos de algo impensable tan solo un año atrás: el apuntador electrónico. Así eran las cosas. Si este artefacto auricular que le soplaba el guión dejaba de funcionar, Mary Carrillo se interrumpía, miraba contrita al público y —lo nunca visto— abandonaba rápidamente el escenario.
«Como ella no podía hacer la función, el texto se lo decían por un aparatito. La chica se ponía la obra delante y le dictaba la obra entera. Mi madre además estaba muy sorda. En un oído llevaba el aparato de oír y en el otro, el apuntador. Se cableaba el suelo, se ponía encima una tarima negra y al otro lado estaba la chica vocalizándolo todo muy bien, chivándole el texto con mucha paciencia… Cuando el aparato se estropeaba, mamá se iba de escena».
Hubo aplausos a rabiar y críticas soberbias para leer hoy entre líneas («Julia [Mary Carrillo] es una viuda extrovertida al borde de ser una disminuida psíquica o mental», ABC, 29/10/95). Papel mojado entre bambalinas y ramos de flores de plástico. Focos que se encendían y focos que se apagaban.
En 1997 dejó de actuar. Era el mal de Alzheimer, que había empezado su sesión continua.
(…).
En aquel entonces la vida era una enorme piñata por reventar, la infancia sabía a magdalena desmigajada y las hermanas Hurtado recuerdan que, después de hacer los deberes del colegio, eran llevadas por papá al teatro, al camerino donde mamá se pintaba y se vestía de princesa.
El hogar era un perfume de cómicos y un biombo de colores chillones, el destello de unos zapatos de charol, un baúl inagotable de donde iban saliendo personajes y respuestas.
Diego, el padre, estudió Derecho y Medicina; hablaba francés, alemán e inglés; y de la mano de su inseparable amigo Jacinto Benavente, que a la postre fue el padrino de las niñas, hubo confeti de clásicos y de cultura.
A la Carrillo le contabas esto —y su pasado, y su debut del 36, y su salida a México, y la devoción que los Casona, Tamayo y Gala sentían por ella, y sus premios internacionales, y que ella fue actriz y de las más grandes…— y no te lo creía. Ni lo de que a los dieciséis años se casó con un chico que tenía dieciocho y que juntos recorrieron el mundo desde París hasta Nueva York… Ni todo el resto de esta historia.
Porque ya, después de Hora de visita, la amnesia empezaba a envolverlo todo.
«A ella le gustaba leer, escribir, la televisión no le importaba nada. Solo se dedicaba a estudiar y a trabajar. Tenía una frase que repetía mucho: “Si quieres hacer algo, hazlo bien”».
Cuando la demencia inició su invierno, todos estaban en primavera.
Teresa y Fernanda Hurtado sonrientes, de pequeñas, de la mano de papá y mamá. Pero también esta otra fotografía: Teresa y Fernanda Hurtado sonrientes, de mayores, de la mano de padre y madre.
Siempre vivieron con ellos, con Diego y con Mary, cuentan las gemelas, en uno de esos atípicos casos en que los hijos se cosen gustosamente de por vida a sus progenitores y se inmolan en su cuidado.
Primero fueron los cambios de humor. Luego, los olvidos de los ensayos. Luego, la angustiosa gira de aquella última obra. Luego, su nueva vida en el hogar, inactiva, ella, que nunca había parado en casa, como si encerrasen a una gacela en el salón. Luego, la enfermedad del marido. Luego, el diagnóstico de su enfermedad. Tenía setenta y ocho años cuando la vida la sentó alrededor de una mesa camilla.
«Al terminar la gira, decidimos que se había terminado Mary Carrillo actriz, que no podíamos continuar exponiéndola, porque sus capacidades estaban muy mermadas. Y fue curioso, pero nos percatamos de una cosa: cada uno teníamos nuestro sitio, nuestro espacio, pero mamá no. Mamá no, porque estaba siempre de tournée. Había que ubicar a mamá», cuenta Fernanda.
«El caso es que, de la vida que llevaba antes, que era un torbellino nada casero, pasó a tener otra: veinticuatro horas al día en casa, los trescientos sesenta y cinco días del año», prosigue. «Tuvimos que cambiar la decoración entera. Ella siempre era muy mandona. De esas personalidades que da la escena. Decía: “La luz no me gusta”. “Este sofá no me gusta”. “Este mueble no me gusta”… Hubo que cambiarlo todo para que se sintiera cómoda».
Por supuesto que nadie sabía nada. Eso de que la demencia ya había hecho su aparición y de que había comenzado inexorable su devastación neuronal. Ni los médicos. Ni la familia. Ni la propia Carrillo.
«Los doctores no sospechaban nada. Ella solo tomaba las típicas pastillas para los nervios. Tenía un carácter fuerte y estábamos acostumbradas a ella: era de esas actrices que, si tenía un éxito muy grande, luego vivía amargada porque quería que el siguiente éxito fuera igual de grande».
La merma de facultades aceró la irritabilidad. La irritabilidad conducía al ensimismamiento. El ensimismamiento llevaba a la inacción. La inacción daba paso a la sensación de invalidez. La invalidez, a la merma de facultades. Y de ahí, vuelta a empezar.
Si hubo algo que rompió aquel bucle delirante fueron dos cosas: la muerte de Alicia, la hija mayor, y la enfermedad de papá.
A Diego Hurtado —el hombre ilustrado, el amigo de Benavente, el contrapunto sosegado de la actriz y el paciente Job— le diagnosticaron el mal de Hungtinton un día en que la incipiente enferma Mary Carrillo había decidido volver a cambiar las cortinas.
La patología, neurodegenerativa e incurable, hizo que en casa se girasen los focos por primera vez, un cambio inesperado en el papel del protagonista.
En la escena del salón vemos ahora al padre, con ese tic del Hungtinton, dándose golpes en la cabeza durante todo el día. Obsesivo. Desquiciante. Como un carpintero que clavara una punta invisible con la palma de la mano en la sien. Toc, toc…
En la escena del cuarto de estar vemos otra vez al padre, dándose en la cabeza, de repente ofuscándose en voz alta:
—Niñas, ¿a que no sabéis cómo se dice en francés: «¡Qué bonito cielo!»?
En la escena del dormitorio vemos al padre saliendo de la cama. Enérgico, como si fueran las cinco de la tarde… Aunque sean las cinco de la madrugada.
—Venga, vamos todos a los toros. Preparaos, que nos vamos.
En la escena del jardín, bajo el resol, cierra la secuencia el padre, sentado en silla de ruedas.
«Mamá floreció un poco. Parece que la muerte de una de sus hijas y la enfermedad de su marido la hicieron volver en sí», habla Fernanda. «Yo creo que ella pensaba que tenía que hacerse fuerte de alguna manera. Porque, para ella, éramos unos bebés. Eso fue al principio de lo de papá. Luego volvió a lo suyo. La pobre cada vez estaba peor».
Un día era que sus hijas la habían secuestrado.
Otro día, la macabra ocurrencia de que un niño se había ahogado en la piscina.
La tarde en que fue llevada al especialista, la artista estalló. El silencio contenido de las salas de espera. Las recias alfombras de las clínicas privadas de la zona buena de Madrid. El «buenas tardes» de la gente bien educada como un susurro. Las revistas Hola amontonadas en una mesa de nogal para quien quiera leer. Y la actriz Mary Carrillo, en su creciente magma, que empezaba a gritar y a gritar en su íntima distancia.
—¡No quiero estar aquí! —dando golpes.
—Shhh… Mamá, calla, habla bajo…
—Doctora, ¿por qué estoy aquí? —suplicando una respuesta.
—Mamá, por favor. Shhh…
—¡Mis hijas no me entienden! Quiero irme a casa. ¡No quiero estar aquí!
«Ella no veía gente esperando en la sala de consulta. Quería entrar ella la primera. No tenía la cabeza donde la tenía que tener… Aquella primera vez nos trató una doctora, nos dijeron que no hacía falta que la llevásemos más. Que la próxima vez fuésemos nosotras solas, pero que todo apuntaba a que había empezado esta enfermedad».
Vinieron las pruebas definitivas. Frisaba los ochenta años cuando le dieron el diagnóstico. Fue el doctor Andrés Barroso, de la Clínica de Nuestra Señora del Rosario, el que abrió el sobre delante de las hijas, miró los resultados del test y confirmó con un gesto breve y cercano.
—Es alzheimer.
—¿Alzheimer?
—Sí.
—¿Y está muy avanzado?
—Por lo que me habéis contado, por su estado y por lo que dicen los test, va muy rápido. Sería bueno que os preparaseis para lo que va a venir.
(…).
«Los dos primeros años ya no quería moverse, ya no quería arreglarse, no se quería hacer las uñitas ni cambiarse de camisón», explica Teresa Hurtado. «Los médicos no sabían ni cómo tratarla. Se acabó aislando».
Mamá tenía la enfermedad de Alzheimer y papá el mal de Hungtinton. Mamá veía hormigas por las paredes y papá, ya saben, se daba golpes en la cabeza. Mamá paseaba con un pañuelo en la mano por entre los rosales, «porque me acompaña», decía, y papá trataba de decir algo y no podía. Mamá se imaginaba la habitación llena de flores o decía que tenía manchas por el cuerpo y papá seguía, imperturbable, machacón, cadencioso, con su martillo en la sien…
La casa de Arturo Soria fue entonces un improvisado geriátrico y un centro de salud mental, la vigilia durante la noche y el sueño a ratos, la vida entre fabulaciones y pensamientos bajo llave.
Sin parejas respectivas, sin hijos, sin vida propia al fin, tanto Fernanda como Teresa —que cuando llegó el diagnóstico materno tenían cincuenta y cinco años— asumieron el papel de cuidadoras con un encono animal y desmedido.
—¿No fue demasiada carga?
—Contarte todo esto duele… Solo hemos vivido con ellos. Han pasado tres años de la muerte de mamá; cuatro de la de papá. Pero no hemos superado el duelo… Creemos que si el ser humano ha nacido para algún cometido hermoso, ese es el de cuidar a unos padres. A ellos le debemos el cariño tan grande que nos dieron, la profunda amistad, la complicidad… Todo queda en un segundo plano.
Las nieblas de la esposa chocaban con las espesuras del marido, y ni soplando las niñas se despejaba aquel panorama de cielos rotos. Pero ellas ponían un sol igual.
El mejor resumen está en la carta que le escribió Mary Carrillo a su hija Paloma, donde hay varias líneas que dan testimonio del venidero apagón y del repentino deslumbramiento.
Por ejemplo:
Querida Paloma:
¿Qué tal estás? Espero que te encuentres en perfecto estado. Yo no me encuentro muy bien (…).
Por ejemplo:
Las tortillas de patata que me hacen aquí no me gustan (…).
Por ejemplo:
No sé si irme a vivir cerca de Zaragoza, donde tú vives, porque este hotel [su casa] no me gusta (…).
Por ejemplo:
Hay un señor que va de la cama al sofá y del sofá a la cama [su esposo, Diego] y no le entiendo.
«Nos necesitaban tanto que nos despedimos del trabajo. Vivir con los dos no era fácil, incluso en las cosas menos importantes, pero lo hicimos con gusto», recuerda Teresa. «A papá le gustaba que comiésemos todos juntos. Mamá decía que no soportaba comer “con ese señor…”. Así que primero comíamos un poco con papá, al que no le sentaba bien aquello, que se enfadaba y nada más acabar se iba a echar la siesta. Ahí es cuando aprovechábamos y nos poníamos a comer otro poco con mamá».
Mamá no era mamá. Mamá era «la artista más importante del mundo» y ahora era una niña nonagenaria, que lo mismo se inventaba palabras que hacía travesuras. Mamá era «la mejor madre del mundo», la más lúcida, y ahora era la postal ajada de un ocaso.
Un día entero duraba una semana. Una semana era un mes. En tres meses envejecía como un año. La enfermedad duró diez.
«Vivíamos en un primer piso. Recuerdo una vez que el guarda nos llamó porque mamá había bajado al portal y quería irse. Decía que se iba a Madrid. “Yo lo que quiero es irme a casa”, nos decía. Pero evidentemente estaba en su casa… Preferimos seguirle la corriente, porque con estos enfermos muchas veces no te puedes obcecar. Le dijimos: “Bueno, pero antes de ir a Madrid habrá que subir a hacer las maletas”. “Ah, sí, las maletas”, contestó… Cuando subimos al primero, supuestamente a hacer las maletas, ya se le había olvidado todo lo que nos había dicho. Su idea de irse. Todo. Al entrar por la puerta, suspiró: “Ay, qué bien, ya estamos en casa”».
Los parientes dejaron de acudir a verla. Los compañeros de profesión tenían cosas mejores que hacer. Los amigos fueron en ese tiempo de cartulina. El teléfono quedó mudo. Sorda, una parte de la familia. Ciego el mundo.
A oscuras levantaba la cabeza y allí las distinguía junto a ella. Hasta el final supo que eran sus hijas las que estaban doblándole el embozo y estallándole un beso en la frente. Las reconoció siempre. Aunque no supiera sus nombres… Cuando Mary Carrillo se daba cuenta de que acababa de arañar a las niñas, en su mirada se reflejaba el miedo. Y a veces, al momento, la cordura lograba zafarse de sus grilletes y asomar. Como el que se ahoga y logra sacar un instante la cabeza para pedir socorro.
—Hijas, cuánto os quiero. Perdonadme por lo que os hago…
«Ella siempre era muy fina, muy femenina. Ahora se veía así. Con ese aspecto físico. La enfermedad le había dado un vestido de muerta, una ropa que no le gustaba. Su envoltorio. Nos miraba asustada de lo que tenía. Hasta el último día le estuvimos comprando cosas. Un sombrerito, un detalle. Era un puro hueso».
—¿No estoy muy delgada, hijas? —preguntaba frente al espejo.
—Mamá, estás guapísima.
Aquel día de julio de 2008 en que falleció Diego Hurtado —el amor de su vida, la polea resistente que siempre sacaba agua del pozo, el hombre al que amó por encima de todas las cosas—, mamá estaba ausente en el jardín. Con su pañuelo «de Pavarotti» en la mano, decía.
El marido moría en el dormitorio.
Mary Carrillo jugaba ajena, revoloteando tras una mariposa de la mente.
Jamás volvió a preguntar por «ese señor» con el que no soportaba comer.
(…).
Las caricias no sirvieron para rescatarla y devolverla al aquí y al ahora. Dónde estaba. Los nombres. Las personas de las fotografías. Ni siquiera sabía que era actriz.
«La sociedad no es consciente de lo que es esto… Por más que gritamos, nadie nos ayudó. Los familiares y amigos desaparecieron. Nadie venía al jardín enorme de casa. Un jardín tan grande y ella sola en él. Algunos dicen que en diez años vinieron una vez a comer a casa… ¿Con qué cara dicen ahora que fueron amigos de mamá, amigos nuestros?», pregunta Fernanda. «Creemos que lo fácil habría sido llevarla a una residencia. Y que lo difícil es lo que hicimos nosotras. Por medio del cariño… No nos ha dado tiempo a pasar el duelo aún. Si se te muere un familiar de repente, vas al funeral, lloras y te limpias. Pero este proceso fueron diez años de dolor. Cada vez con más sacos encima, con más sacos. Y preguntas con las que te torturas: ¿lo habré hecho bien?, ¿lo habré hecho mal?», prosigue.
«No nos arrepentimos de nada. Lo haríamos otra vez por amor. Hasta tal punto de morir con ellos. Sí. Creo que Teresa y yo habríamos preferido morir con papá y con mamá».
Se llamaba María Carrillo, pero tuvo más de un centenar de nombres de mentira. Hizo de mala y de buena. De conquistadora y de conquistada. De sana y hasta de enferma. La que fue una de las actrices españolas más importantes del siglo XX moría vestida de blanco el primer día de agosto de 2009 en su hogar de Madrid. A los pies de la cama estaban los dos personajes secundarios de esta historia.
Porque hasta los últimos aplausos que se oyeron en casa fueron cosa de la protagonista…
Fue cuando apenas comía y solo había una cosa que ponía patas arriba el mundo. Fue cuando se consumía y solo una cosa rescataba a la María niña: la presencia conjuradora de un huevo frito.
Se abría el telón y salía la madre dando palmas, radiante ante un huevo frito en la quietud de la cocina. Con Teresa y Fernanda en la butaca de la primera fila recordando. Mary Carrillo mirando ávida. Mojando con el pan en aquel sol caliente con olor a infancia.
Hummmm.
Plas. Plas. Plas.
Qué buena actriz. Bendita última actuación. Al menos eso hacía reír a las hijas.