Carmen Conde

(1907-1996)

«Es igual que reír dentro de una campana: sin el aire, ni oírte, ni saber a qué hueles (…)».

Carmen Conde

«Pero ¿reír, cantar, estremecernos libres de desear y ser mucho más que la vida…?

No. Ya lo sé. Todo es algo que supe y por ello, por ti, permanezco en el mundo».

Carmen Conde

El esposo aparcó el coche y sacó las llaves del contacto, ella suspiró y se agarró al bolso un instante con los ojos cerrados, como repostando por dentro antes de salir afuera a enfrentarse.

Las manos heladas. El corazón golpeando en la sien. La asepsia. Eso es. La asepsia.

Recuerda la asepsia de la residencia. Y también el murmullo de los pajaritos cantando, como uno se imagina que pasaría en las revistas de los testigos de Jehová si sus ilustraciones tuvieran sonido.

Lo primero que le llamó la atención al llegar a la habitación donde estaba Carmen fue que no rimara el color del pijama de los enfermos con el de las sábanas, y que las sillas de la salita de juegos no estuvieran dispuestas como versos endecasílabos. Tenían allí dentro a una de las mejores poetisas de la generación del 27 y la cochina prosa del mundo no se había dado ni cuenta.

—¿Es que hay que atarla?

—Sí. Hay que atarla. Si no, se puede hacer daño.

La visitante podía ser la hija de la interna. O la sobrina. O la hija de una amiga. O una vecina… Pero no era nada de eso. Era su memoria.

La memoria de sus últimos cuarenta años, de pie y con faldita, diciendo que no la aten, mira qué mona.

La memoria, que ya estaba hecha toda una mujer y había venido con el esposo por la M-30 sin pasar de 90 por hora. Que estaba allí delante como un pasmarote, con los ojos colmándose. Si Carmen Conde hubiera articulado una sola palabra por aquel entonces, una sola, se habría acordado: esa palabra habría sido Rosi.

«Me iba con la sensación de que no había entendido lo que le había contado. De que no era consciente de cómo estaba. De que aquella hora y media en que solo hablaba yo era como si no hubiera existido».

El marido metió las llaves en el contacto y, antes de llegar a la primera curva, la mujer ya se había hecho todas las preguntas.

Si se habría dado cuenta o no de que ella era Rosi.

Si todavía sabía quién era ella.

Si aún recordaba quién había sido.

(…).

Intelectual destacada del primer medio siglo XX; primera mujer académica de número en la Real Academia Española; cofundadora de la primera Universidad Popular de Cartagena; esposa del poeta Antonio Oliver Belmás; maestra republicana; madre de un hijo que nació muerto; agitadora cultural; amiga de Miguel Hernández; autora de más de un centenar de obras; en Carmen Conde (Cartagena, Murcia, 1907) caben todas las aristas de la voluntad y de la razón.

Mejor que nosotros lo dijo Dámaso Alonso: «Nunca una palabra condensa el sentido total de una poesía, pero si quisiéramos definir la de Carmen Conde, “pasión” sería lo primero que nos vendría a la boca».

Mejor que nadie lo dijo ella: «La poesía es el sentimiento que le sobra al corazón y le sale por la mano».

A Rosi la conoció cuando esta tenía solo nueve años. A raíz de una historia que daría para un folletín decimonónico…

La abuela de Rosi se llamaba Francisca Sánchez del Pozo y fue la última esposa del poeta nicaragüense Rubén Darío. Tras la muerte del escritor, la mujer heredó el poderoso legado del marido, 6000 cartas y manuscritos, un tesoro bibliográfico de valor incalculable que ansiaban fundaciones y estados, Nicaragua y España.

El Gobierno encargó entonces al matrimonio formado por los literatos Carmen Conde y Antonio Oliver Belmás una misión al rescate del olvido: la de lograr, de manos de aquella anciana, la cesión del archivo documental del padre del modernismo.

Por la casa de Gredos de Francisca Sánchez del Pozo —la campesina analfabeta a la que Rubén Darío enseñó a leer— pasaron compañeros de armas literarias que querían mostrar sus condolencias, personalidades que llegaron con condecoraciones póstumas, ratones de biblioteca que alimentaban una tesis doctoral y también Carmen Conde y esposo, quienes venían con su encargo de caza recompensas. Se presentaron y departieron. Expusieron motivos de orden cultural y de índole conservacionista.

—Qué mejor destino que el Ministerio de Educación Nacional… —terminaron su exposición.

—Está bien.

El trato fue el siguiente: los 6000 legajos pasarían a ser propiedad del Gobierno únicamente a cambio de dos cosas. Una era que le concedieran un piso en Madrid. La otra, que se hicieran cargo de la educación de su nieta.

Aquella nieta era Rosi. Aunque cuando creciese empezara a firmar en los periódicos como Rosa Villacastín.

«Sería en torno a 1955. A mi abuela le cayeron tan bien aquellos dos señores que venían en nombre del ministerio que dijo que se lo regalaba todo al Gobierno español», recuerda la periodista. «En 1956 nos fuimos a vivir a Madrid. En esa época yo solo tenía nueve años. Así, por casualidades de la vida, pasé a ser la protegida de Carmen Conde, su niña. La hija que no tuvo. Para mí siempre fue el modelo de mujer que yo quería ser. La persona que más me ha influido. Comenzamos una unión que duraría hasta el final».

Carmen Conde escribía versos y pintaba la vida en prosa cuartelera. A veces le contaba a la niña, mientras le deshacía las trenzas en el pizarrón de los días.

De cuando al principio vivió en Melilla, hasta que quebró el negocio paterno. De cuando se ganaba la vida como maestra y de cuando el hijo muerto en el 33.

—Vaya, Carmen…

—Sí, hija.

De cuando en la Guerra Civil fue acusada de participar en la quema de la iglesia de Santa María de Gracia junto a los republicanos, el día en que fueron arrasadas algunas de las principales esculturas de Salzillo. De cuando estuvo allí frente a las llamas, pero tratando de impedir el incendio.

—Vaya notas que me traes.

—Es la profesora, Carmen…

—Ya, ya. Así no vas a pasar de modista, Rosi.

De cuando firmaba con los pseudónimos Florentina del Mar o Magdalena Noguera. Porque lo suyo —roja, mujer de rojo, incendiaria, Carmen Conde al fin— no tenía nombre. De cuando el esposo estuvo recluido en la cárcel granadina de Baza.

—Solo te digo una cosa, Rosi.

—¿Qué?

—No dejes que nadie te ponga barreras.

Desafecta al régimen, la escritora siempre se negó a pedir perdón por su pasado republicano. O por la relación sentimental que mantuvo con su amiga Amanda Junquera.

Pionera, atrevida, nada convencional, Juan Ramón Jiménez vio algo en ella antes que nadie, cuando empezaba a escribir sus primeras obras: «Me ha sido usted sumamente simpática por sus cartas y poemas… Es verdad que yo no escribo a casi nadie porque, en jeneral [sic] me parecen inútiles las cartas… ¿Qué ha hecho usted para que yo mire hacia Cartagena, sonriendo, esta mañana hermosa de julio? Tengo un poco de miedo de su poder magnético, romántica amiga lejana».

¿Qué había hecho?

¿Qué había hecho ella para que una mujer joven sin ningún lazo de sangre fuese a verla a la residencia hasta el final de sus días?

(…).

A Rosa le cambiaba el carácter en la víspera. Como a ese viejo al que le muerde el reuma porque huele tormenta. Como al cariado en la sala de espera del odontólogo. Entraba erguida como el palo de un mástil y salía fundida como el chocolate arrimado al fuego.

Aquella mañana franqueó la puerta del geriátrico de Majadahonda, tomó el pasillo, la buscó en la habitación y acabó sentada en un sofá, tamborileando nerviosa mientras se la traían y la acicalaban. Esa expresión utilizaron, acicalarla.

Un almanaque de 1994 clavado en la pared. Familiares esperando. Los ojos. Eso era. Los ojos.

Recuerda aquellos ojos inconmensurables de Carmen por donde se escurría el paso del tiempo. Esa mirada que antes era ruidosa y crujiente, amusgada y cálida, y que hoy era una pieza de taxidermista.

—¿Qué tal estás, Carmen?

—…

—A ver, ¿qué has comido hoy?

—…

—Te sacan mucho a pasear, eh.

—…

«Veía que al llegar sus ojos se alegraban, querían decirme algo. Pero nada. Te taladraba con la mirada. Sin más. Hablaba y hablaba y nunca contestaba. Le contaba lo que había hecho esos días. Le preguntaba. Ya no sabía de qué hablar… Nunca conseguí que abriera la boca».

«El problema es la pérdida de identidad, de dignidad. No solo era que la ataban porque no la dominaban o porque podía coger cualquier cosa, sus juegos escatológicos… Sino todo lo demás: los pañales, cómo la vestían, la pérdida progresiva de su esencia».

Cuando el coche arrancaba de nuevo para regresar a casa, se dio cuenta.

Carmen ni siquiera había mirado el ramo de flores.

(…).

Cuando en 1968 falleció su marido, la poetisa Carmen Conde hizo balance y se encontró con que, también ella, disponía de una montaña de documentos impagables, la memoria entera de la generación del 27. Cartas de Miguel Hernández y manuscritos de Lorca, misivas de Juan Ramón y notas de José Bergamín.

Para aquella tarea formidable de poner orden en todo aquello pensó en Rosi, quien había trabajado en el Archivo Histórico Nacional y a la sazón se ganaba la vida en el Archivo Rubén Darío.

«Un día me lo ofreció. Me dijo que si quería ayudarla a ordenar todo aquello. Eran maletas y maletas llenas de documentos. Versos escritos por todas partes. Cartas firmadas. Cartas sin firmar, de las que tenías que sacar el autor por la letra… Acepté, claro. Cuando salía de mi trabajo, llegaba a su pequeño apartamento de la calle de Ferraz y me tiraba allí desde las tres hasta las ocho de la tarde. Mientras trabajaba, hablábamos de todas las cosas. De la vida. De los amores. De literatura. De las noticias de la época. Sin tapujos. Al margen de mi abuela, fue la persona que más me influyó».

Había un gato que se llamaba Osiris y una máquina de escribir. Porcelanas y un piano. Un reloj con su tic-tac trémulo y una biblioteca formidable con 7000 volúmenes. Olor a librería de viejo y luz de melocotón. El indefectible sello pequeñoburgués. En el comedor, una joven de veintiún años y una mujer de sesenta releían juntas el mundo.

Que si de quién puede ser este poema, Carmen. Que si cuéntame qué hacéis los jóvenes, Rosi. Que si acércame la carpeta con los escritos de Miguel, Carmen. Que si el problema de las mujeres hoy es que tal y cual, Rosi. Que si es que acaso todas estas cartas son de María Zambrano, Carmen. Que si lo importante es que sepas que nadie te puede pisar, hija, Rosi.

«A ella le encantaba que le contara cosas, parecía como si a través de mí pulsara el mundo de los jóvenes. Era feminista, católica y de izquierdas, una extraña mezcla en la época. Recuerdo un día de cuando empecé a trabajar en el diario Pueblo, una redacción llena de hombres. De mujeres estábamos Carmen Rigalt, Cristina Peña, yo y pocas más. A todas nos miraban fatal. Parecía que si no eras puta eras lesbiana. Todo se lo contaba a Carmen al llegar a casa. Un día me debió de ver tan preocupada que me dijo: “Lo vas a pasar muy mal… Un consejo te doy: siendo mujer, si llamas a una puerta y no te abren, da una patada y entra…”. Yo seguía ordenando las cartas».

Ah, las cartas.

Las 25 000 misivas que hoy engrosan el Archivo Carmen Conde-Antonio Oliver, en Cartagena, son una buena gimnasia para la memoria:

Mi querida amiga: muchas gracias por su «Brocal». Agua ideal para todo estío. ¡Qué frescor, qué transparencia, qué delgadez de agua! (…). ¡Qué ardor, qué amplitud de posibilidades poéticas en esas invocaciones a un tú escondido y latente!

A sus pies,

Jorge Guillén

Rara vez me gusta el poema en prosa. Detesto incluso los míos. Pero los suyos me placen enteramente. La sinceridad, la sobriedad, no sé qué virginidad de la emoción y de la frase, me coge y me gana en ellos. A ver si me manda sus nuevos poemas y me cuenta un poco de usted. Porque la admiro y la quiero bien.

Gabriela Mistral

Distinguida señora y colega. Le ruego que en las futuras colaboraciones quite toda alusión social o proletaria porque la dirección del diario así lo quiere, y elimine a Rusia, no es este mi criterio, sino el de más arriba.

Jorge Luis Borges

Es un bello libro el tuyo y en premio a él te voy a mandar una de mis cajitas maravillosas con una estrella dentro (…). García Lorca está aquí. Viene muy frecuentemente a mi casa y quizá en este momento esté paseando por el jardín. García Lorca… Me gusta su sonrisa y su modo de saludar. Aprieta la mano hasta hacer daño. A mí las personas que me dan la mano sin apretar me dan ganas de cortársela.

Dulce María Loynaz

Tres años estuvo Rosa Villacastín abriendo y cerrando aquellos sobres como una Penélope, tres años leyendo y clasificando, tres años creciendo, lo que tardó en ordenar aquel acervo caligráfico y compulsivo de cuando los intelectuales no tenían Twitter.

Por esas manos pasaron todas esas letras.

(…).

Un cuadro con un bodegón. El silencio. Las manos. Eso era. Las manos.

Recuerda sus manos «pequeñas y arrugaditas». El tacto de orografía roma que tenían, como el mapa de una región gastada por el agua y el viento. Cuando llegaba a la residencia y posaba las suyas encima, sentía dentro el viejo tam-tam de las tardes alrededor de la mesa camilla.

Si no iba más era porque salía destruida y porque tardaba días en recomponerse. Llegar, aparcar, subir, esperar, besarla, al principio preguntar, monologar durante hora y media después, acostumbrarse al silencio entre las dos, verla así… Total, para qué. Si Carmen no se enteraba de absolutamente nada. Si Carmen era un frontón que te devolvía el eco.

Pero regresaba. Al fin de semana siguiente regresaba. Aunque la anciana se le quedaba dormida delante cuando Rosi trataba de resucitarla.

«Antes de la enfermedad, ella tenía un pelo maravilloso, rizado, bellísimo, nunca se maquillaba, pero era elegante. Una mujer sobria, sin artificios, guapa. Le gustaba ponerse pañuelos al cuello. Eso era antes, claro… Con el alzheimer pasó de ser una mujer muy coqueta a convertirse en todo lo contrario», evoca. «Me acuerdo como si fuera hoy de aquel chándal terrible que le enfundaban. Azul. Un chándal azul horroroso. Creo que no se lo hubiera puesto en la vida. Físicamente, no se deterioró mucho, pero ella no era esa persona».

En puridad, pensándolo ahora, cree que siempre se iba llorando, pero Rosi recuerda el sofocón del día del chándal. Y el olor a comida de residencia. Y cómo sonaban unos tacones en aquel suelo. Y la sensación de ahogo al entrar. Y la sensación de angustia al salir. Y que dolía como si te mordieran por dentro el ver a una mujer de aquella talla apagándose a solas como el pábilo de una vela.

El centro geriátrico seguía en el mismo sitio.

Definitivamente, Carmen estaba más lejos.

(…).

Los setenta fueron los años de reinventarse, de lanzarse de cabeza hacia aquella ola que era la nueva España y de sentirse viva de nuevo. La viuda era amiga de Tierno Galván, pero también de Manuel Fraga. Escribía y publicaba, pero también prendía la palabra hablada en Radio Nacional de España. Poesía, misa en Los Jerónimos, excursiones en el R-12 especial, la copita de Jumilla, el café, el cigarro de la sobremesa dominical, su inseparable amiga Amanda Junquera, la rima perfecta del universo.

«Las dos nos quedamos solas», aseguraba Carmen entonces. «Las dos enviudamos y se nos hacían grandes nuestras respectivas casas. Así que yo me vine a vivir con ella, aunque conservo mi casa de Ferraz».

Fueron Antonio Buero Vallejo, Guillermo Díaz-Plaja y Antonio García Valdecasas quienes presentaron la candidatura de Conde para ocupar el sillón K de la Real Academia Española, vacante tras la muerte de Mihura. Aquel 28 de enero de 1979 era domingo y era revolución. La cartagenera se disponía a hacer historia: la primera mujer en ser miembro de la institución más prestigiosa del castellano en todo el mundo.

«Mi ingreso en la Academia lo considero una victoria para todas las mujeres, para todas las escritoras. Y me alegro por todas», decía en la prensa de la época. «De mí podrán decir lo que quieran, pero habrán de reconocer que siempre me he ocupado de las mujeres que escriben, he estudiado su obra, he publicado críticas de sus libros. Y considero que mi tarea en la Real Academia es abrir las puertas a más mujeres, que las hay, y buenas. No me voy a quedar yo sola, de muestra».

La académica daba una conferencia o recibía un homenaje. La académica acudía a su reunión en la RAE o hacía un viaje al extranjero. La académica recibía la visita de una delegación o tenía una entrevista. La académica para aquí y la académica para allá.

Si hubo alguien que sintió orgullo de hija en esos tiempos de reconocimiento, esa fue Rosa Villacastín, que sabía de los días de polvo y de papel mojado.

Debió de ser poco después. A mediados de los ochenta. Debió de ser poco después del Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil que le concedieron. Cuando le llegó el merecido reconocimiento y hacía balance consigo misma. Debió de ser por entonces, decíamos, cuando el alzheimer se le vino encima dando pasitos cortos. Los olvidos. La desmemoria. El recordar titubeante. Aunque Carmen fuera la liebre, en el cuento siempre ganaba la tortuga.

A principio de los noventa plasmó su testamento legal. Porque las últimas voluntades ya estaban escritas. Suena así su canto alegórico, una suerte de conjuro contra el mal que vendría.

Se está muy triste. La vida

no se ciñe a la esperanza.

Unos se quejan de mí,

yo de otros… ¿Quién alcanza

ese equilibrio de ser,

entre todos, no una lanza

sino un jardín de reposo,

una aurora, una nostalgia?

Mi madre vive su noche;

yo no le cumplo su raza.

Las voces que me dirige

son de reproche. Se aplaza

mi felicidad. Los siglos

edifican su terraza

para mirar desde allí

todo lo que el tiempo arrastra.

¡Oh, quién llevara su luz

por encima de esta traza

que es un alma que envejece

dentro del cuerpo su brasa!

A Rosa Villacastín, el teléfono le sonó aquel día como una picana de voltios intuidos. Era una empleada del hogar de Carmen. Que fuera. Que a la señora le había dado algo muy raro. Que qué iba a pasar ahora. Que pobre señora.

«Me llamó la chica muy apurada porque Carmen acababa de tener una crisis importante. Un episodio nocturno traumático. No sé si fue un accidente cerebrovascular o qué… El caso es que la estuvieron viendo los médicos. A partir de ese día ya nunca fue la misma. Para ella fue la puntilla. Aquello la destruyó. No había retorno. A raíz de ahí, solo quedaba una salida: ingresarla en una residencia privada».

(…).

Pagó al taxista, bajó del vehículo, llegó al centro y caminó hacia la habitación con la renuencia de los que llegan a apagar un incendio sabiendo que son los primeros.

La silla de ruedas. La mente en blanco. Eso era. La mente en blanco.

Recuerda que Carmen era entonces un lienzo inmaculado y vacío. Sus 25 000 cartas con la tinta corrida. Un tachón enorme. El rayajo de una niña que vagara sin rumbo con el boli.

«Logramos que la empleada del hogar trabajara en la residencia. Carmen llevaba desde 1992 ingresada allí. Con ella el proceso fue devastador. Duró unos cuatro años. Creo que al final no conocía absolutamente a nadie. No me conocía a mí».

Cuando el taxista oyó los sollozos en la parte de atrás, levantó los ojos al retrovisor y negó con la cabeza.

—¿Qué le pasa?

—Vengo de ver a una amiga… Tiene alzheimer…

Al principio el taxista calló, pero luego le contó su historia.

—¿Le importa que fume, señorita?

—Dele.

El taxista le contó que su mujer también tenía la enfermedad de Alzheimer, que para salir a trabajar tenía que atarla. Porque sin querer podía hacerse daño. O quemar la casa.

—Cualquier cosa, vaya usted a saber…

El taxista le contó que sus dos hijos estaban fuera de Madrid y que nadie se podía hacer cargo. Solo él. Pero que a él le faltaban dos años para jubilarse y no podía dejar de trabajar. Que por eso la ataba. Y que entre carrera y carrera iba y venía a darla de comer. O a moverla un poco. «Por las escaras, ¿sabe?».

Rosi se secó las lágrimas y abrió la ventana. Trató de sonreír.

Esa fue la última vez que Rosa Villascastín vería a Carmen Conde.