Adolfo Suárez
(1932)
«Yo he visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán… en el tiempo… como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir».
Blade Runner, de Ridley Scott
«El tránsito hacia la muerte tiene que ser feliz. Si eres capaz de transformar la tristeza en alegría, creces mucho».
Adolfo Suárez Illana
De aquel niño que jugaba al fútbol con una pelota de trapo en la plaza de San Vicente de Ávila, ya no quedan más que las caídas.
De aquel estudiante de Derecho en Salamanca, queda un examen con todas las respuestas en blanco.
De aquel joven franquista, solo queda una trémula cara al sol.
De aquel secretario general del Movimiento, queda esta consejería de la Quietud.
De aquel presidente de la primera democracia, queda esta última dictadura.
Es Adolfo. «… El diálogo es, sin duda, el instrumento válido para todo acuerdo».
Es Adolfo el que pasea muy muy despacio del brazo de Santiago, su cuidador. «… Un político no puede ser un hombre frío. Su primera obligación es no convertirse en un autómata».
Es Adolfo el que no conoce a nadie desde hace seis años. Es Adolfo el que ya mira al rey como quien mira al plebeyo. «… Agradeceré busquen siempre las cosas que les unen y dialoguen con serenidad y espíritu de justicia sobre aquellas que les separan».
Es Adolfo el que es enjabonado y peinado, el que escucha al hijo y calla, casi siempre calla, el que tiene setenta y nueve años pero aparenta ciento diez. «… Pero hay encrucijadas, tanto en nuestra propia vida personal como en la historia de los pueblos, en las que uno debe preguntarse, serena y objetivamente, si presta un mejor servicio a la colectividad permaneciendo en su puesto o renunciando a él».
Es Adolfo el que está apagado y, quién sabe, a lo mejor se enciende como una bombilla con la música. O cuando le explota en la cara una sonrisa del hijo. O cuando en el jardín mira el cielo y ve cruzar una bandada de garzas. «… He llegado al convencimiento de que hoy, y en las actuales circunstancias, mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia en la Presidencia».
Es Adolfo. Que ya no puede prometer ni promete.
Es Adolfo Suárez, que ya no puede prometer ni promete. Que pasa mucho tiempo en la silla de ruedas y que tiene la mirada suspendida de aquel frutal. Que tiene una colmena de cuidadores alrededor y cada vez aguanta menos tiempo de pie. Que amanece en su chalé de La Florida y presenta cada día su dimisión irrevocable.
(…).
«Si hay algo que no queremos los Suárez es dar pena, somos unos suertudos. El aparecer como adalides de la lucha contra el alzheimer, como adalides de la lucha contra el cáncer… No, lo siento, pero no».
Nos despierta de la ensoñación primera Adolfo Suárez Illana, hijo del político y albacea de la memoria paterna, que accede a abrir el cofre a cambio de que dejemos en paz las joyas íntimas, a cambio de que no toquemos este capítulo morboso o esta otra carta, a cambio de que dejemos bien claro que su padre no es ningún referente de la enfermedad. Sino un paciente con enorme fortuna.
Ahora uno piensa que a lo peor la cosa estaba por pasar. O que tuvo algo que ver la muerte de Amparo, su esposa. O que influyó la poco saludable vida del presidente, que vivía a base de Ducados, café solo y tortilla francesa. O que fue todo a la vez: el alzheimer entrando por la puerta sin ni siquiera pedir permiso…
Si le preguntamos a sus biógrafos, dirán telegráficamente que Adolfo Suárez fue católico, abogado, padre de cinco hijos, gobernador civil en la dictadura, director de RTVE, figura emergente del tardofranquismo, piloto de la transición a la democracia, el hombre que sabía dimitir, la esfinge de UCD, el timonel desde el 77 hasta el 81, un César abulense apuñalado por muchos Brutos, el mejor presidente de España, y expondrán —paremos ya el carro— todos los detalles que configuran el manoseado y poliédrico cliché de la vida del personaje.
Si le preguntamos a su hermano Hipólito, por ejemplo, te hablará en cambio de la pelota de trapo y de que Adolfito era un avezado Pichichi.
Si le preguntamos a su cuñado Aurelio, te dirá además que él es un cobarde, porque hace tiempo que no va a verlo. Que dejó de hacerlo el día en que vio que él le hablaba de Cebreros y el presidente estaba en Japón.
Si le preguntamos a Suárez, no recordará nada.
Los más cercanos ponen el mojón del kilómetro cero de la enfermedad a finales de los noventa. Fueron los años de los primeros despistes y de la desinhibición, del olvido nimio y del lapsus, de verle un cambio de carácter (como un alud creciente) que nadie explicaba ni supo embridar.
Si fue ahí o fue después cuando el alzheimer comenzó a enseñorearse, no lo sabrá nadie. Pero la primera manifestación pública de que había fugas en aquel bajel la vimos todos el 2 de mayo de 2003. Miles de personas estaban allí abarrotando el recinto. En aquel trabalenguas de discurso que sonaría, cupo toda la ternura del mundo.
Albacete era una fiesta con banderas de azules gaviotas, el PP trataba de tumbar a José Bono en la Presidencia de Castilla-La Mancha y los populares, con José María Aznar al frente de la operación, habían pensado en el hijo del mítico Suárez para hacer de ariete que despanzurrase el portalón de la Junta gobernada por los socialistas.
Adolfo Suárez le había dicho que no, que muchas gracias pero que mejor no, papá; que para qué vas a ir hasta Albacete; que no hace falta; que mejor descanses; que no te tomes la molestia. Pero papá se emperró. Uno de esos empeños de presidente que toca un timbre y llega la secretaria con otra tortilla francesa.
El hijo sabía que el padre ya no estaba bien, pero el progenitor aún seguía con el puedo prometer y prometo. Así que le escribió un discurso con palabras que se masticaran bien, un puré que no se le hiciera bola al chico. Con letras enormes. Ya está subiendo a hablar Adolfo Suárez al estrado. Ya está mirando los papeles y ya tiene delante el micrófono. Ya está empezando a hablar y en Albacete hay un silencio de abejorro recién posado.
Adolfo lee el primer folio de un tirón.
Adolfo pasa al segundo folio y se pierde.
Adolfo vuelve al primer folio.
En la primera fila el hijo toma aire, no puede evitar pensar en la madre y le entran ganas de abrazar.
—Perdonen ustedes, pero creo que me he liado…
Adolfo vuelve al discurso y comienza a repetir el folio. Y las erres se le enredan en los tobillos y las uves se le suben por la espalda. Y es un manglar impracticable el texto. Adolfo está ahí enredado. Y el hijo abajo, queriendo subir a rescatarlo.
—… Bueno, para qué más discursos, yo lo que os quiero decir es que mi hijo es una persona de bien y hará bien su trabajo.
Aplausos. Más aplausos. Por primera vez un mitin donde la gente confronta una verdad: Adolfo Suárez y el alzheimer.
«Me acuerdo de que él estaba contento al finalizar el mitin. Toda esa gente aplaudiéndole, mostrándole su cariño en público. Yo creo que no se lo esperaba, la verdad. Lo curioso es que lo hablamos y no se acordaba en absoluto del desliz del discurso, que precisamente es lo que todo el mundo recuerda».
Por entonces ya había muerto la esposa. Dos años antes había muerto. Aunque estuviera allí de cuerpo presente en la cabeza del marido todo el rato.
Amparo Illana falleció a causa de un cáncer el 17 de mayo de 2001 y, tras su muerte, le dejó a Adolfo abierta el alma en canal.
De aquellas heridas da fe Lucía Méndez, periodista de El Mundo, amiga de la familia y cronista de los años del Centro Democrático y Social.
«Antes de aquel discurso de Albacete ya daba muestras en público de que estaba diferente. A mí me llamó mucho la atención el Suárez que vi en el 25º aniversario de las primeras elecciones generales, en el acto conmemorativo que se celebró en el Congreso de los Diputados en 2002. Invitaron a las primerísimas autoridades, a todos los expresidentes del Gobierno. Estuvimos hablando con él en el Salón de los Pasos Perdidos. Se le soltó mucho la lengua. Nos partimos con él. Estaba muy expansivo. Luego entenderíamos».
—¿Sabes lo que me pasa, Lucía?
—¿Qué, presidente?
—Pues que hay mucha gente de la que veo hoy que creo que conozco y no me acuerdo de ella. Sé quiénes son, pero no me acuerdo de su nombre.
—Vaya.
—Es que los médicos me han dicho que esto me ha pasado por cuidar de mi mujer.
—Claro, la enfermedad…
—Yo no sabía que eso de cuidar a Amparo podía producirme lo de no conocer a la gente. Fíjate, yo no me di ni cuenta… Estaba ahí con ella y ahora me dicen: eso que has hecho te ha producido esto.
También diría ese día que Rodrigo Rato era «un niño bien de Madrid»; que Aznar era «el mejor presidente de la democracia»; que González era «un vago»; que su hijo era «más chulo» que él, y eso que él era chulo, eh. Que a Rajoy no le conocía.
Amparo y las consultas al oncólogo. Amparo y las sesiones de radioterapia. Amparo y las sesiones de aquella quimio que parecía napalm. Amparo y los viajes a Palma de Mallorca, donde le compró una casa para pasar la enfermedad. Amparo y los miedos. Amparo y el ponerse en lo peor. Amparo y el vacío. Amparo y Adolfo, como en la foto de bodas.
Nada más que Amparo y Adolfo.
Lo contó su hija Mariam en su libro Diagnóstico: cáncer. La enfermedad de la madre le devolvió a la familia a ese padre que les había robado la política. En el papel de cuidador principal, Adolfo se arrimó tanto al fuego que se abrasó el pecho, arañó tanto el suelo que se desolló los dedos.
Se les iba una madre.
Llegaba un padre.
Adolfo le mesaba los cabellos a Amparo y Mariam se ocupaba del archivo de papá. «Allí estaban todas las cajas cerradas y los archivos de la Moncloa. Un montón de papeles y documentos de la primera presidencia democrática de España. Eran tantos que yo pensé en ese momento que él quería escribir sus memorias», escribe. «Mi trabajo consistía en ir clasificando toda esa interminable documentación. Era una labor apasionante, divertida. Cada vez que abría una caja era como levantar la tapa de un tesoro largo tiempo enterrado», prosigue. «Algunos papeles seguían siendo secretos a pesar del tiempo transcurrido. Así que él me iba diciendo: “Esto puedes leerlo”; “Esto no lo leas”; “Esta caja no la abras todavía”…».
En diez años vivió el fracaso político, el incendio familiar, el oprobio social: Adolfo junior recuerda cómo hubo gente que le retiraba la mano en misa cuando llegaba el momento de darse la paz. En una década cupo todo eso y más: la enfermedad de la hija y la de la esposa, la muerte de ambas. Amparo moría. Pero Adolfo, a su manera, también.
La pregunta está en El hombre en busca de sentido, obra cumbre de Viktor Frankl, psiquiatra de la Escuela de Viena, padre de la logoterapia y víctima de los campos de concentración. El libro de cabecera que Adolfo siempre tuvo a mano mientras pudo leer. La pregunta que planteaba el psiquiatra es la que sigue: «¿Por qué no se suicida usted?». Y unos pacientes le contestaban a Frankl que era por los hijos. O porque mantenían una esperanza. O por el motor del futuro. O simplemente por Dios.
La muerte de Amparo, sí. La muerte de Amparo la vivió Adolfo como una amputación sin anestesia. Y ahí debió de agotarse el umbral de tolerancia del dolor de Suárez. Porque cuando el hijo entró a verlo un día, y trató de darle una noticia de manera decidida, pero suave. Así, de esta forma:
—Papá, se ha muerto Mariam.
Porque cuando Adolfo junior, decíamos, se le acercó a medio metro para darle calor, el padre le respondió a veinte kilómetros de distancia.
—¿Quién es Mariam?
Era 7 de marzo de 2004.
Era 7 de marzo de 2004 y España era un país con amnesia.
En esos tiempos, el presidente rodaba por una pendiente desabrida. Le contabas una cosa y olvidaba seis. Leía el periódico y fingía estar al día, pero le preguntabas por la actualidad y te devolvía un caramelo viejo.
—Pasadme con Manolo.
Manolo. O sea, Manuel Gutiérrez Mellado, el general que no se dejó zancadillear por Tejero en el 23-F, el vicepresidente del uniforme, el escudero fiel. Que murió el 15 de diciembre de 1995.
—Pasadme con Manolo.
En esos tiempos, los periodistas ya sabían, porque les habían contado y lo husmeaban todo. Suárez no está bien. Pásalo. Y en este plan.
Como cuando al enfermo le daba por encenderse un cigarro al entrar a la iglesia.
Como cuando le llamaban los amigos para una cena y él aún contestaba: «No puedo, tengo que atender a Amparo». Suárez no está bien. Pásalo.
Como una letanía de cotillas. Como un sobado rumor de chismosos.
Hasta que Adolfo junior lo hizo público en el programa de televisión Las cerezas: «Mi padre supo de la enfermedad que padecía y trató siempre de disimularla para evitarnos sufrimiento y porque siempre ha sido muy coqueto». «Sus hijos tuvimos la fortuna de que cuidara de nosotros y ahora la vida nos ha dado la oportunidad de cuidar de él». «Mi padre no recuerda que fue presidente».
El país entero casi tampoco. Era el alzheimer. La desmemoria de la Transición. Hay quien dice que incluso la ingratitud.
«Perdía la memoria, tenía fallos constantes, yo creo que fue por los ictus que tuvo cuando la enfermedad de su mujer», nos cuenta Aurelio Delgado, su cuñado. «Tengo que reconocer mi cobardía. Al principio iba a visitarle, pero más adelante no. Cuando ya era como si no lo tuvieras delante, dejé de ir. Porque se me cayeron los palos del sombrajo, si se me permite la expresión.
»A mi mujer, su hermana, sí la conocía. A mí no. Pero aún tenía algo de discernimiento. Sonreía viendo la tele cuando tocaba sonreír. Leía algo el periódico. O hacía que leía. El final es una cosa muy paulatina».
El chalé de La Florida es hoy un hospital de campaña. Tras la muerte de María Elena Nombela, su fiel ama de llaves, es Santiago el nuevo bastón del presidente. Un grupo de cuidadores profesionales se encarga de todo. El paseo, el baño, la comida, vestirlo. Adolfo, Sonsoles, Laura y Javier, los cuatro hijos, le van con el brasero de antaño. La incapacidad física se ha extremado en los últimos años y ha trascendido algún ingreso hospitalario a causa de una afección pulmonar. Para preservar la dignidad, se ha colgado un cartel invisible donde quien quiera entender entiende: «Reservado el derecho de admisión».
Acuden a verlo los hermanos del presidente, Hipólito, José María, Ricardo y Carmen. Amigos como Fernando Alcón o Gustavo Pérez Puig. Y de la esfera pública son el rey y el cardenal Antonio Cañizares los que tienen el juego de llaves que abre el almario.
La foto es cosa del propio Adolfo Suárez Illana, que inmortalizó aquella visita del monarca del 17 de julio de 2008. Los dos paseando sobre la hierba del jardín, el brazo derecho de Juan Carlos I sobre el hombro derecho de Adolfo Suárez I.
La anécdota de su encuentro con monseñor Cañizares es un regalo del periodista Gonzalo Suárez.
Fue durante la primavera de 2005, y la historia va de un brote verde. Adolfo junior pensó que quizás, a un padre tan católico como el suyo, le apetecería confesarse antes de morir. Llamó al cardenal, llegó este a la casa, salió con el padre al jardín, ocuparon dos sillas junto al lilo, monseñor puso la mano en la rodilla del presidente. Y nos quedó esta confesión.
—Adolfo, ¿quieres que te administre el perdón?
—Yo siempre estoy dispuesto a dar y pedir perdón.
El confesionario terminó, ambos se levantaron de las sillas, el padre volvió a imbuirse en su celda de metacrilato y Adolfo Suárez Illana quiso saber. Cañizares tranquilizó al hijo y guardó el secreto debido: «Adolfo, te puedes quedar muy tranquilo».
Ya hace mucho que no hay partidas de mus. Lo que le gustaba a ese hombre jugar al ping-pong. Incluso al futbolín. Lo que disfrutaba con los nietos. Lo que gozaba con unos buenos huevos. Lo que y mil veces lo que.
«Cognitivamente no puede seguirme, pero creo que el lenguaje de las miradas y de los gestos sí alcanza a comprenderlo. Me sonríe, le beso, le llamo papá. Le hablo de lo que me han dicho sus amigos. Veo que en sus ojos hay un destello».
Lo bueno del alzheimer es que no te enteras de que se te ha muerto Mariam, claro (2004). Lo bueno del alzheimer es que no te das cuenta de que se te ha muerto la madre (2006). Ni tu vicepresidente Enrique Fuentes Quintana (2007). Ni tu amigo y neurólogo Carlos Revilla (2011). Ni tantos otros. Ni de los 11-M. Ni del tsunami. Porque el telediario es una pantalla refractaria.
A veces no saben si ir a verlo, pero van. A veces dudan, porque para qué. Si no se entera, el hombre. O sí. Pero el caso es que ya no dice nada. Ni apenas se levanta. Ni apenas te mira. Y entonces los amigos de toda la vida van sigilosos como gatos y fieles como perros. Dos o tres veces al año. Cuando pueden, porque también tienen lo suyo estos octogenarios. Porque uno tiene que prepararse mucho para estar sentado frente a una ausencia y no salir completamente vacío.
Gustavo Pérez-Puig es uno de ellos. Con delicados problemas de salud en el momento de escribir este libro, el amigo recuerda el día en que le fue al presidente en su cumpleaños setenta y ocho y el presidente le regaló una flor.
«Estuvo toda la tarde paseando por el jardín como el fantasma de la ópera. Yo pensaba que no me había reconocido, que no sabía quién era, con todo lo que hemos pasado juntos, pero sí, sí me reconoció».
—Adiós, jefe —le dijo al irse.
Y se iba no esperando nada. Nostálgico. Hasta que a sus espaldas escuchó.
—Adiós, don Gustavo, que usted lo pase bien.
A Adolfo Suárez, el álbum de fotos se lo abría delante María José, esposa de su amigo Fernando Alcón, cuando era posible pulsar la tecla del retorno. Que si no te acuerdas de este viaje, que si mira qué joven estabas, que si qué rico estaba el chuletón.
Alcón refiere que ahora hace lo que nunca antes hizo: comer con ganas. Porque a los enfermos se les olvida que acaban de comer y piden más. Y que lejos del Suárez afilado de antes, hoy hay que imaginarse a un Suárez con tripita.
La última vez que Hipólito Suárez fue a verlo era febrero de 2012. Hipólito es médico, hermano de Adolfo y, además, compañero del presidente en aquel equipo que se abrigaba con una pelota hecha de camisetas.
«Pásala, Lito». «Chuta, Adolfo». «Ha sido penalti, Lito». «Adolfo, eres un chupón».
Hipólito se lo notó antes por teléfono, antes incluso de que nuestro protagonista se subiera al estrado aquel día de mayo de 2003 y le prendiera fuego al discurso. Hipólito se barruntaba el nublado, y eso es porque a lo mejor nunca se dejó cegar por el sol. Porque lo conocía como si lo hubiera parido, y el hermano mayor (Adolfo, chuta; Adolfo, centra) andaba en flagrante fuera de juego al otro lado del auricular.
—Sí, dígame.
—¿Lito?
—Sí.
—Oye, verás, soy Adolfo.
—Ah, dime, dime.
—Esto… Yo… Bueno…
—Dime. Te escucho.
—Es que no sé para qué te llamaba.
«Voy dos o tres veces al año. Ahora está muy deteriorado. No conoce a nadie desde hace cinco o seis años. Antes le veías corriendo o andando, con un aspecto físico bueno. Pero las dos últimas ocasiones en que lo he visitado le he visto peor. La mirada más ida, hacia un lado. Ya no aguanta todo el día en pie, tiene que sentarse a menudo en su silla de ruedas. Cognitivamente está muy dañado. Pero, aunque no me conozca, siento deseos de seguir yendo. No me perdonaría que le pasara algo y haber sido ajeno».
Si no se lo impide la agenda, hoy también irá a comer con él su hijo Adolfo, quien verá la botella medio llena y notará muy sabrosa la sopa sin sal. Lo mismo que el día anterior y que el día siguiente.
«No, no quiero que mi padre sea un referente de la lucha contra el alzheimer, porque entonces yo recibiría un protagonismo que no merezco. No voy a recoger los premios que le dan, no los merecemos. Solo voy a funerales en nombre de mi padre, a rendir homenaje a un tercero si lo merece. Si hablo aquí lo hago desde la mayor de las humildades. A mí me dan ejemplo cien mil personas… Me escribe gente todos los días contándome sus desgracias… Esas son historias duras, y no la nuestra. Porque yo, mientras hablo contigo en mi despacho, él está en casa y yo estoy tranquilo, porque sé que tiene un ejército de cuidadores a su alrededor».
Bienaventurados los cuidadores que salen a la calle y tratan de disfrutar de la vida, nos dice este católico, porque ellos estarán más felices cuidando a su enfermo. Bienaventurados los que huyen de la autocompasión como lo hacen los animales, porque en ellos habrá un verdadero hombre.
Golpeas en el yunque de las palabras y sale un sonido sordo. Más no le sacas. Hipólito no sabría decir en qué año fue la última vez que escuchó algo inteligible.
Como aquella tarde en que Lito se le acercó y le contó el buen día que hacía, le esponjó el cojín y le dio una palmada en la rodilla. Y tras la palmada, Adolfo sonrió y miró al hermano con los ojos bien abiertos. Y hubo una adivinanza en su cara, y un pan con aceite en esos labios que se humedeció el enfermo. Y entonces salió un niño. Uno de esos chiquillos, que de pequeño jugaba a ponerse todos los apellidos de los ancestros.
—¿Qué quieres, Adolfo?
—Yo soy Adolfo Suárez González Guerra Prado Fernández Fernández.