Enrique Fuentes Quintana

(1924-2007)

«Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos».

Jorge Luis Borges

El hombre del regio traje azul lleva unas gafas de pasta oscura, tiene un discurso con la tinta fresca sobre la mesa y mira fuera de cámara, como esperando a que le den la señal para hablar.

El hombre del regio traje azul tiene el rictus de ave rapaz, el aire solemne de los que se han citado con la Historia y el mundo entero al otro lado de la pantalla.

El mismo plano televisivo que cuando Suárez dijo adiós al Gobierno. O cuando Nixon anunció su dimisión por el Watergate. O cuando lo del rey y el 23-F.

3-2-1… En el aire.

«Buenas noches, permítanme ustedes que les quite unos minutos de su tiempo en esta hora familiar y que se lo quite para hablarles de un tema enojoso: la economía. Pero ustedes saben que a los temas enojosos hay que hacerles frente, y cuanto antes mejor.

»Estamos ante una misión difícil, dura y desagradable (…). Por eso pedimos el esfuerzo y la colaboración de la gente (…). Traigo un deber con ustedes: el compromiso de la claridad (…), para que el ciudadano defina libremente su juicio personal, su actitud y su conducta.

»Si las sufridas amas de casa vienen desanimadas cada día del mercado y constatan con mayor precisión que cualquier índice de precios que el coste de la vida sube, es que las cosas no van bien.

»Si un buen número de hombres y mujeres ven frustrado su derecho a trabajar, es que las cosas no van bien, porque la sociedad no puede tolerar un paro elevado y creciente como algo normal y tolerable.

»Si ustedes leen en la prensa cada día que el valor de las compras en el extranjero supera fuertemente al valor de los bienes y servicios que vendemos al resto del mundo, es que las cosas no van bien.

»Nada se construye sin esfuerzo ni perseverancia. La solución a los problemas solo será posible con el esfuerzo solidario de todos. De todos (…). Los intereses de las clases trabajadoras serán especialmente protegidos.

»Una sociedad es como una familia: si gasta más de lo que ingresa, acaba por agotar su ahorro y su crédito (…). Hay que acabar con la lacra improductiva de la especulación del suelo (…). Ha llegado la hora de la economía».

No es España 2012 ni el que habla es el presidente Mariano Rajoy.

No tiene Ipad el conferenciante ni sabemos aún de primas de riesgo.

Merkel cuenta por entonces con veintitrés años.

Luis de Guindos peina melena.

No existe el euro.

Casi nadie ha oído hablar del alzheimer.

Estamos en 1977 y el discurso es televisado en hora de máxima audiencia en TVE. Allí —dentro del imponente Telefunken en blanco y negro que preside el salón—, comparece un hombre desconocido para una población que acostumbra a tejer otros sueños en la pantalla. El tipo no era Curro Jiménez ni tan siquiera Sandokán. Pero era lo más parecido que teníamos a un héroe. Y después de aquella intervención de dieciséis minutos y veintinueve segundos sabríamos por qué.

El que para muchos fue uno de los mejores economistas españoles de la segunda mitad del siglo XX tenía por entonces la memoria de una Alejandría, la modestia de Castilla la Vieja y el pulso de ese Tedax que es elegido entre un millón, como última esperanza para desactivar una bomba.

En aquellos años, España era un polvorín carpetovetónico y pertinaz. La dictadura aún dolía, los partidos se partían, la calle era un moridero sangriento con Atocha y sus abogados laboralistas como epicentro y la economía era un albañal que empezaba a enlodar los finales de mes.

Cuando la crisis del petróleo estalló, nuestro país hizo boom. En 1977, la inflación se disparaba por encima del 40 por ciento, las exportaciones ya no cubrían ni el 50 por ciento de las importaciones y el desempleo crecía como una mancha de aceite. Era el tercer gobierno de la democracia, encabezado por Adolfo Suárez, el que agitaba un pañuelo blanco pidiendo socorro.

Combatiendo el olvido, los que le conocieron coinciden con Milton Friedman: no hay economistas de derechas o de izquierdas, sino malos o buenos. Enrique Fuentes Quintana fue de los segundos.

Esta es la semblanza de una desmemoria, la de aquel vicepresidente del Gobierno que muñó los Pactos de la Moncloa y enderezó las cuentas de un país que se asomaba al abismo. Aquí caben los apuntes del alumno que asistió al primer tachón de la memoria. La clase magistral de los últimos tiempos en que todo se borraba.

El alumno es Manuel Lagares, discípulo de Fuentes Quintana, cuya vida profesional va cosida indefectiblemente a la del viejo profesor desde que ambos se conocieran en aquel curso…

—¿Se acuerda del principio?

—Uy, que si me acuerdo…

Año 1962. Facultad de Económicas de la Universidad Complutense. Calle de San Bernardo. Madrid. Un aula de primer año de carrera con solo cincuenta y cinco alumnos. En el atril del docente estaba «don Enrique». En aquel escaño, un estudiante bajito que soñaba con ser como él.

«Era el profesor más brillante de toda la facultad, un orador extraordinario, una persona fuera de lo común. Destacaba por encima del resto por su enorme preparación, su rigor y su capacidad para sintetizar ideas muy complejas. Era el mejor de todos los docentes y eso que allí los había muy buenos, José Luis Sampedro, Juan Velarde… Bueno, pues él estaba un escalón por encima. Tenía unos conocimientos muy amplios, era muy exigente, hacía muchas preguntas orales. Definitivamente, los exámenes eran más duros que ahora… Sus apuntes de Hacienda Pública eran una maravilla. Le diré más. La gente quedaba subyugada con ellos».

—¿Y del final? ¿Se acuerda del final?

—Sí, claro. De cuando ya estaba enfermo y le íbamos a ver mi mujer y yo. Él no podía articular palabra, pero nos entendíamos. Fíjese usted, con una simple mirada nos entendíamos. Ya ve, tal era nuestra sintonía.

Católico y discreto, a Enrique Fuentes Quintana (Carrión de los Condes, Palencia, 1924) la llaneza le vino dada por la rama familiar que se dedicaba a la agricultura. El sentido de la mesura, por la rama del árbol genealógico que se ocupaba de la justicia. Y de esa mezcla inusitada nos salió un economista justo. Un tipo que se dispuso a roturar surcos para aventar el grano de los dineros. Suárez tenía un erial con números rojos y el catedrático se inventó un huerto.

«Ya en su juventud, en Carrión de los Condes, daba clase gratuitamente a los niños de los campesinos en el verano, provocando protestas de maestros de la zona, quienes, por su acción, veían disminuir sus ingresos», cuenta Juan Velarde glosando la figura del economista. «Ante las acusaciones de estos, indicando que no tenía título alguno para impartir docencia, Fuentes Quintana aprobó, en una convocatoria, la carrera de Magisterio, y así nadie le podía molestar».

En este paseo de la memoria, al final nos encontramos la calle cortada del olvido.

La memoria dice que fue licenciado en Derecho y Económicas, catedrático de Hacienda Pública primero en Valladolid y después en Madrid, doctor honoris causa por ocho universidades, Príncipe de Asturias y muchos premios más. Que fue director del Instituto de Estudios Fiscales, presidente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, un trabajador incansable y austero, un admirador de Jovellanos, el articulista de InformaciónComercial Española, un encendido defensor de la entrada en el euro, el hacedor de la reforma tributaria, el consejero del Banco de España y el vicepresidente segundo para Asuntos Económicos del Gobierno desde julio de 1977 hasta febrero de 1978.

El olvido no dice nada. Para hablar del alzheimer que empezó en 2002 nos ponemos en contacto con Menchu, su esposa.

—¿Y no podemos hablar con ella?

—Es que no quiere hablar del tema. Dice que lo peor es rememorar…

El discípulo sí. El discípulo sí recuerda aquella primera vez en que hubo un espacio en blanco en aquel discurso en que habitualmente todo era de corrido. Lagares —decíamos antes y recordamos ahora: cuya vida profesional va cosida a la del provecto profesor— señala aquella intervención de 2002 como el pistoletazo de salida de aquella carrera de sacos hacia atrás, de aquella lenta involución que vendría después.

El paraninfo de la universidad era aquel día un escenario ávido de gráficos y de números, de oratoria financiera y de debate fiscal. El colegio de economistas de Madrid, cuyo decano era Lagares, había decidido nombrar a Fuentes Quintana primer colegiado de honor. El aforo estaba formado por un millar de especialistas esperando y también por el presidente José María Aznar. El catedrático hilvanó un discurso aparentemente perfecto. Aunque hubo una persona que notó algo que el resto no notó. Como una novedad mala. Las dudas en la declamación del conferenciante, como un martirologio inesperado y crepitante que le creciera dentro.

«Le conocía muy de cerca. Era el que mejor le conocía. El que mejor sabía de sus facultades intelectuales… Había dado discursos delante de mí, en mesas redondas, conferencias, etcétera. Sucedió algo muy curioso ese día: el discurso fue correcto en el contenido, pero no en las formas. Hubo una debilidad en su forma de expresión que me sorprendió. Pensé que sería por el cansancio. O por la emoción. Pero luego ya me di cuenta de que era por la enfermedad que empezaba. Desde entonces fue a más».

(…).

—¿Y usted qué opina, alumno Lagares?

—Pues yo, señor profesor…

En aquel año de 1964, la amistad entre el que enseñaba y el que aprendía bullía como algo pujante. Fuentes Quintana era el docente de la memoria elefantiásica, el padrino profesional que todo iniciado querría tener. No obstante, el economista fue una de las personas elegidas por Zarzuela para elaborar el plan de estudios del príncipe de Asturias antes de que este iniciara su carrera universitaria, allá por octubre de 1988.

Su carácter rigorista se resume en una reflexión: «La clase con los alumnos no conviene que sea demasiado divertida para el profesor si ello pone en riesgo cubrir la totalidad del contenido programado para la misma, de acuerdo con los criterios científicos y metodológicos convenientes».

—¿Usted qué quiere hacer en la vida, Lagares?

—Supongo que trabajar en un banco.

—Para colocarse en un banco hay que colocarse por arriba, y usted no está en condiciones. ¿Por qué no se especializa en Hacienda Pública española? ¿Por qué no hace oposiciones a inspector?

El alumno le hizo caso, y Badajoz —adonde fue destinado el flamante ecónomo que sacó la plaza— ganó un brillante hacendista. Cuando a Fuentes Quintana le nombraron director del Instituto de Estudios Fiscales, dependiente del Ministerio de Hacienda, levantó el teléfono y se acordó del discípulo, quien sería su secretario general.

Si el discípulo se sabe (de memoria) la memoria de Quintana es porque trabajó con él aquellos años y los que vendrían después, y conocía que el palentino era capaz de disertar durante horas y sin titubeos del keynesianismo o de la teoría de Samuelson, del enfoque de la escuela cameralista o del evolucionado sistema fiscal del antiguo Egipto.

Desde 1970 hasta 1977 compartieron destino. Cuando Enrique fue llamado para ocupar la vicepresidencia del Gobierno, estaba volcado en crear un servicio de estudios en la Confederación Española de Cajas de Ahorros. Si en el primer Gobierno de Suárez no fue ministro porque le vetó la banca, esta vez fue el propio rey Juan Carlos el que le pidió que aceptara el puesto de timonel de la nave. Por lo que el prestigioso catedrático de Hacienda Pública tuvo que decir que sí.

«La entrada en la política de un técnico, que naturalmente tiene su propio proyecto político, plantea problemas de convivencia muy serios, de los cuales, el fundamental es la simple presencia en el poder», señaló en una entrevista a El País en 1981. «Para un técnico, el poder supone un coste enorme que no le deseo ni al peor de mis enemigos… Yo soy incapaz de cerrar mi despacho si hay una hora más para pensar, para realizar alguna idea. Esto produce un cansancio brutal. Y en ese momento compruebas que señores del Gobierno, que lógicamente se acercan al poder político sobre otras bases, comprueban el poder con una frivolidad extraordinaria… Esta frivolidad será necesaria seguramente para que la clase política sobreviva, pero yo no lo supe entender».

Así es como regresamos al principio de este relato.

Una crisis, una situación de emergencia y un hombre de regio traje azul y gafas de pasta oscura que se dispone a lanzar un mensaje de unidad a la nación a través de la pantalla.

3-2-1… En el aire.

«Buenas noches, permítanme ustedes que les quite unos minutos de su tiempo en esta hora familiar y que se lo quite para hablarles de un tema enojoso: la economía. Pero ustedes saben que a los temas enojosos hay que hacerles frente, y cuanto antes mejor».

No lo sabían entonces. Pero a aquellos dos protagonistas del 1977 les esperaba un mismo hito catódico y un mismo final. Enrique Fuentes Quintana y Adolfo Suárez. España y los Pactos de la Moncloa. La crisis del petróleo y la Transición… como ligazones de por vida. Pero también el alzheimer. Inapelable. Como ligazón de por muerte.

«Al llegar agosto, Suárez me dijo: “Vete de vacaciones, ya verás cómo en septiembre o en octubre hemos encontrado la solución”», contaba Fuentes Quintana. «Me fui a La Rábida y empecé a trabajar un esquema sobre la base de un pacto social y de una política de consenso. Cuando volví, Suárez me preguntó en qué había pensado, y le dije que en un programa económico que o se adoptaba o me iba del Gobierno».

Lo demás ya es Historia, con H mayúscula.

Pero a nosotros nos interesa la minúscula.

Aquella entrevista se la realizó el periodista Carlos Sánchez, a la sazón en el diario El Mundo y hoy subdirector de El Confidencial, quien evoca el estado del divulgador en esas fechas en que el entorno más íntimo atisbaba un claroscuro.

«Yo lo vi bastante bien. Antes le había hecho otras entrevistas y siempre había tenido una memoria prodigiosa. Esa mañana estuve hablando con él en su despacho de la calle Damián. Estaba ya mayor, deteriorado en lo físico, pero razonaba perfectamente. Si ahí ya tenía la enfermedad, yo no me di cuenta. Era un hombre que siempre estaba cultivando su memoria. De forma incansable, leyéndolo todo».

La conversación de cinco horas dejó una ensalada de datos económicos, trajo del recuerdo aquellos años de leyenda y tuvo un instante, a su manera, de humor negro de catedrático.

—Le digo una cosa. Cuando llegue al Cielo, si es que llego, lo primero que voy a hacer va a ser presentarle a San Pedro un gráfico para demostrarle que, gracias a los Pactos de la Moncloa, la economía española pasó del 40 por ciento de inflación en 1977 a un 2 por ciento en 1998.

Por ese año, el exvicepresidente andaba embarcado, quizás, en el proyecto investigador más ambicioso de su existencia. El acueducto editorial que estaba levantando con las manos se llamaba Economía y economistas españoles, un imponente proyecto enciclopédico de nueve volúmenes —a razón de seiscientas páginas cada uno, con diez horas de trabajo diario de media— donde se repasaría la historia mercantil y monetaria de nuestro país, escrito por los mejores especialistas, con las mejores fuentes bibliográficas, la Biblia del librecambio y del proteccionismo patrios. Fueron cinco años de trabajo enfebrecido y voraz, una caldera insondable al rojo vivo que lo iba devorando todo.

A su amigo Ernest Lluch le preguntaron por aquel hombre que no conocía el descanso y contestó con una frase con ribetes de epitafio: «Si el profesor Fuentes Quintana faltara, los economistas españoles trabajaríamos menos». Cuando terminó aquella obra, que no solo dirigió sino que también ayudó a elaborar, era 2004. El profesor había dado siete pasos atrás. Menchu, su esposa, siempre pensaría —infundadamente o no— que aquella tarea ciclópea le costó la enfermedad.

«Le afectó mucho. Fue un esfuerzo tan notable. Aquel trabajo tan bárbaro le obligó a recluirse», recuerda Manuel Lagares. «No se movía. Esto planteó problemas serios. Le empezó a fallar la memoria de forma bastante evidente.

»A priori tenía un déficit causado por la diabetes. De ahí vino todo lo demás. Se pinchaba diariamente. Aquello le provocaba infartos en la retina y le generaba pérdida de visión, la glucosa le iba creando pequeños boquetes en el cerebro… Tengo un hijo neurocirujano y una nuera neuróloga. Ninguno de los dos está seguro de que lo que tuvo don Enrique Fuentes Quintana fuera alzheimer, aunque oficialmente se dijo que sí».

Visto desde dentro, Enrique seguía siendo Enrique a ojos de la familia. Visto desde fuera, Enrique era una versión aguada, un pretérito imperfecto. Porque la gente que estaba un tiempo sin verlo, de repente lo veía, y entonces comprobaba que quien habitaba ese cuerpo era otro, más orillado en el discernimiento, menos lineal en el habla, allí y lejos, con algún primer apunte de lo que sería la demencia.

—Pues yo le veo bien —confesaba Menchu al principio del mal.

Ella giraba la cabeza y encontraba al marido.

El resto seguía buscando.

(…).

El motivo de la placa conmemorativa no era otro que galardonar a aquellos economistas que llevaban más de cincuenta años colegiados. Sonaba algo menos el teléfono de Fuentes Quintana debido a la enfermedad, y el discípulo más aventajado le pidió que escribiera un discurso para la ocasión. El hombre que fue la mano derecha de Suárez se sabía herido tierra adentro. Pero allí estaba él para demostrar que aún podía. Ante la presencia de Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid, el catedrático trató de desplegar lo más granado de su batería dialéctica. Aquella fue la última vez que lo intentaría en público. El último examen oral.

«La línea lógica del discurso se quebraba. Allí le noté mucho más afectado por la enfermedad. Las carencias eran mucho más pronunciadas. Conociendo su rigor, aquello se debía a algo grave».

Las luces de ese guateque que es la mente se iban apagando. La familia se dio cuenta de que había que protegerlo. Poco a poco le fueron retirando de los actos públicos, de la exposición permanente, de los homenajes que le reclamaba la Historia.

Paradójicamente, no estaba solo con el alzheimer. En otro espacio, pero dentro del mismo universo, Suárez ya había empezado, en el mayor de los sigilos, el mismo camino que el profesor.

A Fuentes Quintana, la enfermedad se lo llevaría en tres años.

Vinieron los tiempos de las visitas al hogar, de ese lento peregrinar de conocidos que iban a verlo. Para acompañar, para abrazar, pero también para dar fe de si lo que decían era cierto o no: que el economista había hecho las maletas y le había puesto un candado en la memoria. Por allí se dejó caer el discípulo, que sabía mejor que nadie de aquel cerebro y del alzheimer, porque tanto a uno como a otro, en diferentes circunstancias, los vivió de cerca.

«Recuerdo lo que pasó uno de los primeros días que le fuimos a ver a su casa mi mujer y yo. Porque éramos muy amigos las parejas, de hacer viajes juntos y esas cosas. Teníamos una amistad de años y nos gustaba mantener la relación», cuenta Manuel Lagares. «Don Enrique ya se encontraba enfermo, pero estaba en una fase en la que, si bien tenía dificultades en el habla, aún le funcionaba la cabeza».

Hubo besos y preguntas de rigor. Los cafés y una bandeja de pastas. El profesor trató de decirle algo al discípulo y no podía. Pero el alumno le entendió igual. Así que le dio la réplica al mudo. A la que el profesor respondió con un gesto y el alumno siguió con un asentimiento.

Uno trataba de decir y el otro decía. Aquello iba entre el morse y la mímica. Uno hablaba callado y el otro respondía como palpando a ciegas. La mujer quedó absorta. Al salir de la visita, preguntó.

—¿Cómo le has podido entender?

—Son muchos años.

Eran muchos años, sí.

«No sé si ya era medio telepatía lo que teníamos», nos sonríe Lagares.

Hubo más visitas y cada vez menos espacio. Por la mañana se limpiaban las telarañas que habían vuelto, pero por la tarde el velo ya estaba allí de nuevo. Así pasó el tiempo.

«Él era consciente de que tenía la enfermedad, pero nunca me dijo nada. Se daba cuenta de que yo me daba cuenta. Estaba preocupado y angustiado, pero no lo translucía. Un día, cuando aún pudo, llamó a un notario y pidió dictar un testamento… Con la edad siempre se pierde memoria, pero el alzheimer es una enfermedad complicada. Porque no es solo la memoria. Es más».

El último doctorado honoris causa se lo concedió la Universidad Nacional de Educación a Distancia en enero de 2007, medio año escaso antes de su fallecimiento.

Allí estaban los amigos que quedaban.

Allí estaba la familia.

Allí estaba el príncipe de Asturias, que supo reconocer al padre.

El profesor solo acertó a decir dos palabras. Solemnemente.

—¡Sí, juro!

Su estado no le permitió terminar el acto.