Eduardo Chillida
(1924-2002)
«Un hombre tiene que mantener siempre el nivel de la dignidad por encima del nivel del miedo».
Eduardo Chillida
Con esas manos colosales de prestidigitador, Eduardo le sacaba todos los conejos a la chistera del mundo, resumía el alma humana en un bucle de hierro y amasaba el volumen hasta dejar mordido el horizonte.
Los ocho hijos crecieron aprendiendo cosas graves a la sombra de aquel chopo. Mientras le trepaban por las ramas de los brazos.
Una fue que siempre miraran hacia delante. «Todo está por descubrirse. Pensar que lo conocemos todo es un cuento».
Otra fue que la naturaleza era el mejor catálogo del arte moderno.
Otra más, que morir era lo único seguro.
Cuando aquel árbol fue talado, un 19 de agosto de 2002, Chillida tenía setenta y ocho años en el carné de identidad y una mirada de chiquillo de cinco. Cuentan sus hijos que estaba seco el chopo por dentro desde hacía tiempo, que crepitaba algo ajeno en las entrañas. Que ese día que dicen las hemerotecas se fue de este mundo, sí. Pero que el padre ya estaba muerto de antes.
Es Luis Chillida, el séptimo de los ocho hijos, quien hoy escala hasta la casita de madera que tenían en la copa del jardín y rebusca dentro. Nos sale con una ramita de la víspera del fallecimiento. Una ramita verde, por supuesto.
Recuerda sonriendo ese día antes de la muerte. Cómo entró a despedirlo antes de irse a aquel simposio de escultura que había en Salamanca. Cómo fue hacia él, que estaba en el sofá con su maraña de sondas, cómo le abordó con un beso y cómo el viejo esbozó un ronroneo.
—Aita, que me voy.
—…
«Me marchaba de viaje al día siguiente a las diez de la mañana. Fui a despedirme. No abrió la boca. Pero me echó una sonrisa de las de antes. De esas que te echaba cuando te reconocía… No sabía cómo, pero ahí estaba él diciéndome adiós, en esa sonrisa, en esa mirada. Al día siguiente murió».
(…).
Que lo de papá era una depresión de caballo estaba a la vista, convenían todos. No tenía ilusión por las cosas, con lo que él era. No mostraba ganas de hurgar con el palito en los hormigueros, cuando siempre había sido el más incansable de los curiosos. No hacía por moverse Eduardo, el que nunca se estaba quieto.
Pilar Belzunce, su esposa, lo comprendió antes, con el crédito que te da el haber sido la fiel compañera desde los catorce años.
—¿Tú crees, amatxu?
—Yo le veo muy apagado. Algo le pasa.
«Estaba diferente. Fue insólito ver cómo empezó a negarse a ir al estudio, tal y como hacía siempre. Estuvo incluso en tratamiento para animarse…», afirma Luis, el hijo, pero también el director del Museo Chillida-Leku de San Sebastián. «Ahora lo sabes. Ahora te das cuenta de cómo leer esa cara, ese comportamiento. Pero entonces no. Te ibas a la depresión. Hoy solo con ver la mirada de una persona mayor a la que le pasa esto, paseando por la calle, ya sabes qué tiene».
«En nuestro caso, los primeros diagnósticos de papá nos hicieron pensar que se trataba de una depresión», escribe Daniel Chillida en el prólogo de 100 consejos para el cuidado de un enfermo de alzheimer, un manual elaborado por AFALcontigo al rescate de familiares y pacientes. «Pero, en un hombre con una vida tan plena y creativa, nos costaba entender el porqué».
Luis, al igual que otros hijos, lo atribuyó al desgaste provocado por ese martillo pilón que fue el proyecto Tindaya, la montaña sagrada cuyo corazón pretendía horadar el escultor a la búsqueda de su obra más ambiciosa. El proyecto polémico contaba por entonces con el rechazo de ecologistas y arqueólogos, la oposición de gemólogos y antropólogos. Y todo ese asunto a Eduardo le estaba provocando insomnio y, como él mismo dijo, «una extraña úlcera».
Pero no era el Tindaya.
Como todos los días, Luis fue a buscar al padre a casa a eso de las nueve de la mañana para llevarlo al estudio. Aita había tenido hacía meses un pequeño accidente que dañó la carrocería del coche y se había jurado solemnemente que no volvería a conducir. Así que acudía para ser el chófer de Paseando a Miss Daisy, el lazarillo del que ve menos que tú.
Cuando entró en la estancia, el padre estaba de espaldas hojeando un libro.
A Luis le llamó poderosamente la atención al ver de qué se trataba.
Estaba mirando un catálogo suyo antiguo.
«A quien no lo conociera, esto no le habría dicho nada. Para los que le conocíamos fue algo extrañísimo, insólito… Tengo ese momento muy grabado. Por entonces no sabíamos que tenía la enfermedad de Alzheimer… Ver a mi padre viendo un catálogo suyo me descolocó. Porque aita siempre decía que uno se hacía mayor la mañana en que pensaba lo que había hecho el día anterior y no lo que tenía que hacer al día siguiente. Porque él siempre estaba pensando en lo que faltaba por hacer, no en lo ya hecho. Porque podías encontrártelo leyendo poesía o escuchando música, pero mirando un catálogo suyo jamás».
El recorrido posterior fue un juego de la oca por cinco psiquiatras. El mal se lo diagnosticaron en San Sebastián, pero el escultor también fue llevado a Madrid para que lo explorara su amigo Alberto Portera, el prestigioso neurólogo con quien convivió en París allá por los años cincuenta. La sintomatología era la de la enfermedad. Por más que fueran a un sexto especialista, la verdad era una. Allí estaba sobre el papel. Muy negro sobre blanco.
Eduardo no preguntó.
Por eso nadie le dijo.
«Más tarde nos confirmaron que se trataba del mal de Alzheimer», cuenta Daniel Chillida, «y nos percatamos con toda su crudeza de lo que estaba sucediendo y lo que faltaba por venir».
(…).
—¿Qué color es el alzheimer, Luis?
—El negro.
La conversación tiene lugar en una terraza popular de Donosti, al abrigo de una inusual tarde de noviembre regada de sol. No es Luis Chillida un tipo dado a las estridencias, sino el hombre tranquilo que mece despacio la bolsita del poleo. No es solo la larga enfermedad del padre genial lo que hay en la infusión. También está la experiencia propia. Uno de sus tres hijos tiene una discapacidad del 95 por ciento. Fue a raíz de un episodio sufrido con once años. Ese hijo se llama Eduardo.
«¿Quién cuida al cuidador, eh? Si tienes recursos, aún, como nosotros. Siendo una familia grande, como nosotros, aún. Pero qué pasa cuando no hay nada de esto… Afortunadamente, en nuestro caso dispusimos de medios y puedes hacer no solo que él esté mejor, sino que lo estén los que le cuidan, que no sientan tanto ese peso, incluso ese peso físico. Mover a una persona de noventa kilos para ponerle una sonda es tremendo… Con la coyuntura de la crisis, la Ley de Dependencia ha dejado de existir como tal. La realidad que existe detrás de esta decisión de prioridades políticas es descarnada. En muchos casos, enfrentarte a esto en soledad debe ser terrible».
La familia sigue viviendo en la casa donde murió Eduardo, esa enorme colmena donde entran y salen todos, como una querencia primaria y gremial, la necesidad del nudo marinero. Eduardo hijo vive debajo de la pieza principal que ocupaban sus padres. María vive en la primera planta. Pedro, en la segunda. Y Luis, en otra pieza separada, a unos cien metros del resto.
Al final, la disyuntiva —le da vueltas Luis a la cucharita— se resume así: vivir más o vivir mejor. «Yo prefiero vivir mejor. Porque lo primero no creo que lleve necesariamente a lo segundo. ¿Un enfermo de alzheimer necesita estar hasta el final en un hospital? Pues no. Que le vayan enchufando a una máquina, y luego a otra, y luego a otra más… Alargar un final ficticiamente no es de recibo».
En la habitación doble equis de la planta tal no tenían ni chisteras ni chopos.
Por eso el mejor lugar del mundo para morir era esta casa de Monte Igueldo.
(…).
Llegaba el alzheimer y la primera fase fue un aleteo —mariposa que trata de escapar de la red—, el breve espacio en que el escultor sintió que algo ocurría en la sala de máquinas pero no sabía el qué. O no lo quería saber. O lo sabía y callaba.
Algo venía y él quería escapar. Eso estaba claro.
Esa era la carrera.
Mientras la memoria naufragaba, el artista se afanaba en tapar todas las vías. En una actividad frenética, como queriendo sellar los costurones con esas manos. Terminar lo del museo. Arreglar lo del caserío. A solas. Sin pedir ayuda… Su entorno ve ahora en aquel quehacer de orfebre apresurado una sospecha de que él manejaba sus tiempos. El esfuerzo obstinado de un hombre por terminar de moldear la arcilla del mundo antes de que esta se pusiera dura. Antes de que se secara él.
«Desde la experiencia, veo que, cuando peor lo pasa el enfermo es en la primera fase, en la que aún es consciente de que algo le está ocurriendo», señala Daniel. «Fue una etapa cortita. De alguna manera luchaba contra eso. Yo creo que se estaba dando cuenta de que algo le estaba sucediendo, porque estaba más irascible», explican quienes le cuidaron en casa. «Luego fue un enfermo modélico, un santo varón. Todo lo contrario. Como un niño».
La frase se la habían escuchado a los aldeanos de Euskadi desde que eran unos críos, gastaban rodilleras, coleccionaban caracolas y destripaban terrones. Pero no fue hasta entonces cuando les vino a la boca, al ver a Eduardo volviendo. Eso que decían los viejos vascos y que a ellos les hacía encogerse de hombros. Eso de que el hombre nace niño y muere volviendo a ser niño.
La enfermedad fue diagnosticada a mediados de 1999 y llegó con las prisas del viento que sopla para barrerlo todo. Porque, solo un año antes, Eduardo Chillida Juantegui aún era el memorión descabalado, el cerebro enciclopédico que se escondía tras ese frontispicio craneal, el artista mayúsculo que sabía quién era: el portero de la Real Sociedad de la temporada 1942-1943 y también el joven que abandonó los estudios de Arquitectura; el escultor con obras en más de una veintena de museos y también el esposo leal desde que se casara por 1950; el padre y también el humorista; el profesor de Harvard y el alumno siempre; el católico y el creador galardonado con los mejores premios: el de la Bienal de Venecia, el Príncipe de Asturias, el Kandinsky, el Wilhem Lehmbruck, el Kaiserring, el Premio Imperial de Japón…
Solo un año antes, decíamos, hilvanaba cosas como esta.
«Yo soy de los que piensan, y para mí es muy importante, que los hombres somos de algún sitio. Lo ideal es que seamos de un lugar, que tengamos las raíces en un lugar, pero que nuestros brazos lleguen a todo el mundo, que nos valgan las ideas de cualquier cultura. Todos los lugares son perfectos para el que está adecuado a ellos y yo aquí en mi País Vasco me siento en mi sitio, como un árbol que está adecuado a su territorio, en su terreno pero con los brazos abiertos a todo el mundo. Yo estoy tratando de hacer la obra de un hombre, la mía porque yo soy yo, y como soy de aquí, esa obra tendrá unos tintes particulares, una luz negra, que es la nuestra».
La luz negra.
Vino y se lo llevó en menos de tres años. Lo que empezó a evidenciarse en la facultad de la memoria y en el arco cognitivo, pasó rápidamente a extenderse a las piernas y a los brazos, al mantenimiento de una conversación elemental y a esas ausencias cada vez más comunes.
Un sabor a óxido en el paladar.
El desmontaje de toda una obra.
El estudio en extraño silencio.
Eduardo allí.
O no.
O en otra parte.
Lo saben mejor que nadie su esposa, Pilar, y su hijo Ignacio, quien trabajaba de estampador con el escultor. Ambos fueron el principal soporte de la familia, los que «más se volcaron» en la atención al enfermo. Un hombre que iba hacia delante y con ansias, como cuando estaba sano, solo que tomando esta vez el camino inverso: el de la enfermedad. Pasaba un mes y el aita había envejecido un año.
El sofá de al lado de Eduardo era plaza innegociable de Pilar, como cuando se conocieron a los catorce y ella ocupó de por vida el asiento del sidecar. «Los dos tuvieron una vida muy intensa, con muchos triunfos, muy plena. Empezar a ver esa marcha atrás tan acelerada… Le cuidaba, le mimaba mucho, le leía cosas, le hablaba».
También a los hijos.
—Yo me hubiera querido morir antes que él.
—Ande, madre, no piense eso.
—Yo os quiero mucho, hijos, pero a quien quiero por encima de todas las cosas es a papá —decía.
Y hasta habría grabado un corazón con sus iniciales en la corteza del abedul.
(…).
—¿Qué música es el alzheimer, Luis?
—Un réquiem de Mozart. A veces música más viva. Depende del momento.
Charlamos ya con unas cervezas que nos son servidas sin aperitivo, esa tragedia imperdonable del norte de España. Está de chaqueta la cosa y Luis tira de la cremallera hasta abrigarse el cuello. Conversando al bies, yendo y viniendo por este recorrido de la memoria y el olvido, la cita que el hijo tenía para después de nuestro encuentro se le echa encima y la da por anulada. Es obligado el paseo. Al final de la playa de Ondarreta, el peine del viento de Eduardo nos deja un flequillo de chicos malos.
«Para mi madre fue el compañero de su vida, ¿sabes?, su amor, su todo. El consuelo de mi madre habría sido haberse ido ella en vez de él. Pero el consuelo de mi padre, creo, fue precisamente lo contrario. No sé si me explico. Él no vio morirse nunca a nadie de la familia. Iba a ser el primero. Así que ese sufrimiento no lo tuvo. Si hubiera sido consciente, pienso que habría sido un gran alivio para él».
Luego vendrán tres sonrisas de esas que dan paz.
La primera será para recordar que su padre era más de escuchar los partidos de la Real por la radio que de ir al estadio, porque decía —socarrón— que lo de acudir al campo era para jugar y no para mirar.
La segunda será para contar que, ya al final, todos le llamaban aitonita a Eduardo, y que eso significa abuelito.
«El único consejo que yo puedo darle al cuidador es que aproveche el tiempo en que todavía siente el cariño, expresándoselo. Porque esto es un avance continuo a la degeneración y a la muerte. Que le dé todo su afecto sin reservas. Para luego no estar pensando: eso es lo que tenía que haber hecho, abrazarle más».
La tercera de las sonrisas vendrá cuando recree una escena, la de cuando le ponía la mano en la cara al padre enfermo. «Le encantaba. Que le acariciaras. Era muy dócil. Como un gato. O como los niños».
—Por favor, nos pone otras cervezas.
(…).
La vida entonces se presentó en casa de los Chillida con una cara desconocida y una maleta añosa, reinventando el significado de la palabra paciencia.
Generalmente, el escultor trataba de hablar de las cosas de memoria, sin entrar en vericuetos, tentando esos terrenos que aún controlaba. Eduardo caminando por el paseo marítimo y enrollándose con el que vendía barquillos. Eduardo parándose a hablar con el cestero y aconsejándole al pescador que así no, hombre, que así no. Eduardo más desinhibido que nunca, «diferente a lo que había sido antes», mirando extrañado y absorto hacia el tiovivo antiguo que engalana la Concha.
Habría que haber estado allí para narrarlo mejor, pero nos hacemos una idea de lo que debía ser aquello que cuentan otros, cuando la enfermera colombiana llegaba a casa y el donostiarra cargaba el arcabuz con el confeti de la risa. Y la recibía, recuerda el hijo, «como si fuera Dulcinea del Toboso». Y subía el volumen de la música de Bach encendido en loas.
Habría que haber estado allí para ponerse a aplaudir sentado en la primera fila. Como cuando recitaba de memoria a San Juan de la Cruz, con un deje de interpretación en la voz. Declamando estas estrofas del Cántico espiritual que repetía del tirón casi al final de sus días.
¡Mi amado, las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos;
la noche sosegada,
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora;
nuestro lecho florido,
de cuevas de leones enlazado,
en púrpura tendido,
de paz edificado,
de mil escudos de oro coronado!
Por esos meses, a las exposiciones inexcusables que estaban marcadas en el calendario iban madre e hijo, Pilar y Luis, codo con codo, y entre uno y otro trataban de llenar el hueco del titán y contestaban a las preguntas sin descubrir el libreto ni revelar el guión.
—¿Y cómo es que no ha venido Eduardo?
—Es que está enfermo.
—¿Y qué le pasa?
—No se encuentra bien.
—¿Una gripe o qué?
—No.
—¿Algún problema grave?
—Bueno, no sabemos. La edad, ya sabes.
—Pero si no es tan mayor, ¿no?
—Bueno…
—Ya.
Una de las últimas apariciones públicas fue en septiembre de 2000, con motivo de la inauguración del museo que lleva su nombre en Hernani, adonde acudieron los reyes para acompañar al escultor.
En la fotografía de Santos Cirilo se ve al rey Juan Carlos y al lehendakari Ibarretxe sonriendo en un segundo plano. Más cerca del objetivo, junto a una reina seria, hay un hombre de traje gris saliendo tras una escultura, buscando a la esposa con la mirada, un hombre que parece algo perdido. Es Eduardo Chillida.
Ese día comieron con los reyes. Habló sobre todo Pilar. Dice Luis que aquella inauguración fue como una clausura, que su padre ya no era el de siempre.
«No es solo la cabeza. Es como si les fallara el disco duro en bloque, el procesador, y entonces todo se petara», explica. «En su cara no reflejaba sufrimiento. Ni cuando no podía respirar. Ni cuando llegaron los otros problemas. Su cara era como una máscara inexpresiva. Al final no podía ni hablar. Pero hasta que pudo hacerlo me llamaba Luis».
(…).
—¿Qué comida es el alzheimer, Luis?
—La papilla.
La papilla, porque así no hay que masticar nada. El condumio bien pasado por la Minipimer, porque así todo es tragar. Soplar en el contenido de la cuchara antes de llevarla a la boca del otro. Como con los ancianos enfermos. O mejor, como con los niños sanos.
Los niños. Dice el hijo que, antes que nadie, son los niños los que se dan cuenta del percal, con ese poder anticipatorio y extrasensorial que se ve en las películas donde el protagonista es un crío que se comunica con extraterrestres.
Lo notan antes y les entienden mejor, claro. Casi en el mismo plano.
«Con los niños tenía mucha mano. Antes de la enfermedad y también después. Se trataban como de igual a igual. Como lo hace un niño con otro niño. Esto era digno de ver».
Languidece la jornada y el mar de San Sebastián es un cielo líquido y mimético. Tiene Luis algo de la tolvanera primitiva del padre en las cejas. Una escollera en el mentón como la del viejo. Y una frente que es una bahía abierta donde se mecen los holas y los adioses.
Los adioses. Cosas de la conversación, ahora nos vamos al de una hermana de la madre, que estuvo doce años en cama hasta que murió. Sin cabeza, dice. Con el cuerpo funcionando pero sin cabeza. Como cuando decapitas un pollo y todavía corre un rato.
—Antes decían: «La abuela está chocheando». Hoy le ponen nombre… En mi padre fue otra cosa diferente a lo de mi tía… Cada alzheimer es rematadamente distinto. Es más, yo creo que le llaman a todo lo mismo porque no han descubierto lo que distingue unos cuadros de otros.
—Es probable.
—¿Tú te has imaginado con esto?
—No.
—Yo sí. Más que por mí, me daría miedo por los que están conmigo. Me daría pena por el que tuviera que estar sufriéndolo. Preferiría quitarme de en medio sin más, la verdad.
De aquí no se mueve nadie y ya es de noche.
A lo mejor otra cerveza es mucho. Habrá que ver.
(…).
Pasó como con esos castillos de arena gigantescos que se hacen en la línea más lejana de la playa. Que acaba subiendo la marea, viene una lengua de agua y, pumba, se lleva media torre del homenaje. Que rompe otra ola y arruina el foso. Que crece el mar y despanzurra el puente levadizo.
Era primavera de 2002 cuando Eduardo Chillida Juantegui sufrió un encharcamiento en los pulmones que obligó a su ingreso hospitalario en el Policlínico de San Sebastián.
Por entonces, el escultor era su estatua.
«No sabía distinguir cuándo tenía que comer o respirar». Los periodistas se arremolinaban en la puerta. Las malas noticias, en vigilancia intensiva.
La familia se reunió con los médicos y tomó una determinación.
—Nos lo llevamos a casa.
«Sabemos que cada caso es diferente», escribe Daniel Chillida. «Cómo se desarrolla la enfermedad, el tiempo que tarda en deteriorar al enfermo, los órganos afectados, etcétera. Son muchas las preguntas, pero solo hay una respuesta, y es que el final es irremediable».
«Mi padre era un hombre creyente en la fe católica y, por tanto, no tuvo miedo a la muerte», prosigue. «Él decía que era lo único de lo que podíamos estar seguros que iba ocurrir. Pero, claro, en este tema de la muerte también influye la forma en que llega. A él y a todos nos gustaría que nos cogiera con las botas puestas, pero es algo que no elegimos. Lo tremendo de esta enfermedad es que ves cómo se va acercando lentamente sin retorno».
En el hogar se desplegó una suerte de UVI alegre y cálida, adonde los hijos le iban al enfermo con mazapanes de adverbios acabados en mente. Te quiero locamente, aita. O te echo de menos enormemente. Tiernamente. Lentamente. Inevitable mente. Dolorosa mente. Extraña mente… Y cosas así.
El último medio año lo pasó entre la silla de ruedas, la cama y el sillón. Se alimentaba a través de una sonda y aguantaba vivo enganchado a un Scalextric de artificios. No conocía a nadie. Cada mañana, mamá y unos enfermeros volvían a levantar la muralla del castillo de arena.
A Luis —ya lo esbozamos al principio— la muerte del padre le sorprendió en Salamanca, adonde acudió invitado para participar en un congreso de escultura. Su intervención estaba prevista para las ocho de la tarde en el ayuntamiento de la ciudad. Cuando se disponía a entrar, recibió una brevísima llamada de teléfono.
La conferencia tuvo que impartirla Fernando Mikelarena, ayudante del padre.
Luis se metió en el coche y regresó a casa en silencio.
Mikelarena respiró bien hondo para ensanchar el diafragma. No sabía qué decir. Así que empezó por lo más importante.
—Acaba de morir Eduardo Chillida.
(…).
«El consejo que doy, como hijo de un enfermo de alzheimer ya fallecido, es simplemente: quiéranles, mímenles y recuerden cómo fueron», prologó una vez Daniel. «En nuestro caso, tuvimos suerte y, a pesar de la terrible enfermedad que padecía, supo llevarla bien. Te ofrecía siempre su cariño, sus caricias e, incluso, muy al final, alguna sonrisa maravillosa. Estas últimas sonrisas, el recuerdo de su vida plena y de su obra maravillosa es lo que nos acompaña todos los días».
(…).
—¿Qué sentimiento es el alzheimer, Luis?
—La inocencia.
«Quieres que termine pero a la vez no quieres que se vaya… Mi padre se murió antes de ese 19 de agosto. Porque esa tarde se fue de este mundo, pero estaba muerto de antes… El calor está ahí, en los abrazos. Por eso, cuando se te muere, notas el frío».
De todo hace ya diez años, una década, ahí es nada, la memoria que pierde esquirlas con el escoplo del tiempo. Quitando el vacío de la figura totémica de Chillida, todo sigue igual en Monte Igueldo.
O no.
—¿Cuál es tu cuarto? —le preguntó el otro día Pilar Belzunce al hijo.
—Mamá, si llevo viniendo al mismo cuarto desde hace veinticinco años…
Luis se sube ahora el cuello de la chaqueta. Quedaría bien poner en estas líneas que se encendió un cigarro. O que lo tiró al suelo. Algo con un cigarro y su brasa rojiza. Pero lo del pitillo no lo recuerdo, esta cabeza…
Sí tengo anotado lo que dijo. No sabría describir el gesto.
—A la amatxu le han dicho que lo suyo también puede ser alzheimer.