Carlos Boyero

A causa del alzheimer, la abuela Mercedes era como un bebé: se metía en la boca todo lo que pillaba. Entonces, un día, fruto de esa voracidad inconsciente, tuvo lugar un episodio extraño.

Había ido a Salamanca con mi novia. Llevaba un ácido para tomármelo con ella. Lo guardé en el interior de un libro. Y esperé el momento propicio.

Lo que pasó entonces me ha obsesionado toda la vida: cuando fui a buscar el jodido ácido y abrí el libro, no estaba. Por ningún lado. Se había esfumado.

Estaba la abuela, eso sí, revolviendo por todas partes, espídica…

Estaba el libro. No me preguntes el título.

Pero ni rastro del ácido.

Solo sé que, desde aquel día, ella empezó a decir que veía dos soles y cuatro lunas. Entró en una psicodelia que ya nunca dejó. Probablemente eso formaba parte de su demencia senil. Pero siempre me quedó la duda de si se comió el alucinógeno o no. La abuela y su viaje.

Te diré que la enfermedad de la abuela Mercedes (la madre de mi madre) ya era de antes. De bastante antes del ácido. Sí, el alzheimer es más antiguo que el ácido…

Tenía veinte años cuando lo vi por primera vez.

Fue cuando la abuela Mercedes tuvo una de sus regresiones.

—Señoras —le decía Mercedes a sus hijas—, he pasado una tarde muy agradable, pero mi madre y mi abuela me están esperando y me tengo que ir…

Sus hijas (que eran mi madre y mi tía) no la dejaban salir de casa, claro. Y ella comenzaba con unos llantos horribles, tremendos. Era impactante. Tengo el sonido aquí. Mercedes, el ácido, ese sonido y aquel viaje.

Mi madre y mi tía, que siempre han sido muy religiosas, la miraban asustadas, se llevaban las manos a la cabeza y clamaban al cielo.

—Que el Señor nos lleve antes de estar así como mi madre.

Al final han terminado igual.

Su Señor no se las llevó.

Están las dos en una residencia.

Y es curioso: solo se reconocen entre sí.

(…).

Mi madre se llama Antonia y tiene noventa años. Mi tía se llama Consuelo y tiene noventa y seis. Como a las grandes parejas de cine, se las distingue a simple vista.

La bajita es Consuelo. Mi tía es soltera y virgen, sospecho. Fue maestra, la mujer que en la guerra sacó adelante a su hermana y a la familia. Ellas dos son las mejores personas que he conocido. Buenas, positivas, luminosas, con una especie de compasión enorme hacia los demás. Todas mis respuestas están en ellas.

Desde que mi padre me metió interno con nueve años con los curas en el 62, mi relación con ambas siempre fue muy especial. Con dieciocho vine a Madrid e iba a verlas con frecuencia. Con él no me hablaba. Con ellas, sí. Madre y tía eran como un imán.

Cuando se jubiló mi padre, mamá y él se fueron a vivir con Consuelo a Salamanca. Porque mi madre no quería que su hermana estuviera sola. Murió mi padre. Pensaba yo que ellas iban a comenzar a vivir mejor. Al poco tiempo aparecieron las primeras señales de esa enfermedad que me tiene aquí contando algo que nunca conté.

Era el año 2000, y el mal empezó con mi madre, con los mismos síntomas que la abuela Mercedes. De repente no se acordaba de cosas. Se volvió obsesiva; si se le metía algo en la cabeza quería llevar razón, tenía lapsus con tu nombre. A lo mejor no se acordaba de cómo me llamaba yo, y entonces se ponía a tratar de recordar, para al final terminar diciendo: «¡Carlos!, claro. Carlos, hijo… ¡Qué tonta estoy!».

Se manifestaba incluso en la vista. Una ausencia. Un estar ida. No saber deletrear el mundo.

Continuaron así un tiempo. Yo lo atribuía a la edad, ciertamente. Mi madre tenía ochenta y tres años y mi tía, ochenta y nueve. Era esta una mujer de andar cinco kilómetros a diario, de no parar de coser, de hacer crucigramas, muy viva y muy despierta. Por eso verla cambiar fue como enfrentarte a alguien distinto.

Iba a visitarlas a Salamanca de vez en cuando porque a ellas y a mí nos hacía bien. Soy el motor de su vida y ellas son mi referencia. Viven en función mía, hasta el extremo de tener guardados todos mis artículos. Todo recortado y pegado en álbumes. Con una devoción bestial. No tengo hermanos, no tengo hijos, soy fin de raza. Ellas solo me tienen a mí y yo a ellas.

Hubo un día en que les puse Canal+ para que me vieran en la tele todas las semanas, en el programa Boyero y Cía. Una semana se repitió el programa de la semana anterior. Y entonces, cuando fui a verlas, me dijeron:

—Cómo nos ha gustado la señorita de esta semana. Y no la de la semana pasada, que era una antipática.

Era la misma invitada.

No se dieron ni cuenta.

Sería por el 2005. Aún no estaban diagnosticadas.

(…).

Mi madre siempre fue un pasito por delante en la enfermedad. Hubo un momento en que mamá empezó a dejarse el gas encendido, a tener olvidos graves, a estar expuesta a diario a cualquier accidente doméstico. Entonces coloqué a varias personas en la casa. Ellas no querían, claro. O incluso, en un principio, pensaban que aquella gente estaba allí por el simple hecho de que ellas les caían muy bien. Tres personas. Una que estaba durante el día. Otra por la noche. Y otra más los fines de semana.

La manía de entonces era preguntar por la calle, a desconocidos, que cuántos años creían que tenían. Mi tía decía que no le echaban más de sesenta y cinco. Mi madre se picaba y se echaba menos.

Lo del alzheimer me lo dijo un médico. Y también una prima, que era viceconsejera de Sanidad de la Comunidad de Madrid hasta hace un par de años y que se llama Ana Sánchez. Me hizo ver que la cabeza se les estaba yendo a las dos a marchas forzadas.

Con cosas como estas…

Ellas habían sido muy limpias toda su vida. Hasta el extremo. Y empezaron a descuidarse. No les gustaba bañarse. Tenía que obligarlas a que lo hicieran. Entraba a la casa y olía a orines. El deterioro no es solo mental, sino que se manifiesta también en los hábitos. Me empecé a mosquear cuando el cambio de su visión del mundo fue a más. Ya no conocían ni a las personas que las cuidaban todas las noches.

Mi tía se puso muy malita con un cáncer de estómago. La operaron. Se salvó. Pero a partir de ahí vino el bajonazo salvaje. Sobrevivió a la muerte, pero empezó a perder el sentido de la realidad.

Y llegó el momento terrible de pensar en una residencia.

(…).

Para ellas la imagen de la residencia era como la del exilio. Decían: «A la residencia van los que no tienen a nadie». Y cosas de esas. Ellas, en su casa. Ellas, autosuficientes. Pero era imposible ese empeño. Por más que lo quisiera, era imposible.

Cuando planteé lo de la residencia, se negaron, como es lógico. Pero desde algo más de dos años están allí, en la mejor residencia de Salamanca. Tuve que engañarlas. Es de las cosas más terribles que he hecho. Diciéndolas que íbamos a dar un paseo [se ríe], las saqué de casa, fuimos a comer, les enseñé la residencia…

—¿Qué os parece?

—Uy, qué bonita es esta casa —me decían.

Las dejé allí con el corazón roto. Las convencí de que se acostasen la siesta en una habitación y todo. Me fui con la sensación de ser un canalla. Al irme me giré y las vi en la distancia, desde fuera. Con su bolsito, como los niños, yendo hacia un lado y al otro. Preguntando dónde estamos, dónde estamos.

Lo hice porque las cuidadoras me decían que ya no podían con ellas, que eran ingobernables. Fue un dilema muy fuerte el sacarlas de su casa. Querían sus rincones, su rutina. Pero ahí ya estaban muy dañadas. Creo que hice lo que tenía que hacer, pero sintiéndome como un hijo de puta que las engañaba, que las sacaba de su mundo… Y lo peor de todo: lo tuve que decidir yo solo.

Comenzaron los viajes a la residencia. Cerré su casa. Hoy no la piso para nada. No quiero volver allí. Porque entonces las veo cuando estaban bien. Cuando voy a verlas a Salamanca, salgo con unas depresiones terribles. Hablan y es un disparate escucharlas. El discurso de cada una va por un lado. Es muy fatigoso el fuego cruzado. Estoy tres horas y salgo con la cabeza como un melón.

Llegó un momento tremendo en que me recomendaron la posibilidad de atarlas. Y yo accedí. Porque por la noche, al principio, toda su obsesión era marcharse. Aunque no tuvieran destino… Lo que siempre les ha gustado es decir adiós, acompañarme al tren. A veces quieren ir conmigo, pero no saben dónde.

Otra obsesión era el dinero. Que querían dinero, dinero… Llegué a un acuerdo con el director de la residencia consistente en que les daríamos euros falsos, fotocopias de billetes. Ese dinero era solo para repartirlo, lo que han hecho toda su vida incluso estando sanas. Con sus fotocopias iban tan contentas. Hasta que, una vez, un niño montó un cirio cuando mi madre le dio un billete de los suyos y tiró de la manta.

—¡Este dinero no es de verdad!, ¡no es de verdad! —decía.

—Shhhh, chaval… —tratábamos de hacerle callar.

Para que no se descubriese el pastel.

(…).

Me reciben… Mi madre está en silla de ruedas. Mi tía aguanta sin ella. Tienen que mirarme a veces un rato. Y cuando descubren que soy yo, la alegría es descomunal. Les pregunto cómo me llamo y se ríen. Mi nombre no lo recuerdan, pero me reconocen.

Al minuto, soy su padre.

Al minuto siguiente, soy su marido.

A los cinco, soy su hijo pequeño y tengo cuatro años.

Todo tipo de disparates. El colmo fue el otro día

—Tú eres mi madre —me dijo mi tía.

—No, joder… En cualquier caso, seré tu padre.

Antonia hace tiempo que se niega a comer, y entonces hay que hacerle lo mismo que ella me hacía cuando yo era pequeño: que viene un aviónnnnn, y va a entrar por el túuuuunelllll… Abreee.

Siempre estuvieron obsesionadas conmigo, con mi estabilidad. Nunca me pidieron nada, me dejaron ir a mi aire. Vivía con mujeres. Nunca me dijeron cásate o cosas de esas. Con una especie de extraña tolerancia. Les habría encantado tener nietos, pero fueron absolutamente liberales conmigo. Ese tipo de gente que no te da el coñazo. Cuando estaba bien, hubo un momento en que madre dijo que no quería conocer a más novias mías, porque les cogía cariño y luego lo pasaba mal con las rupturas. Va a hacer nueve años que llevo con mi pareja, Isabel. Vamos a verlas y mi tía se ha soltado la lengua como nunca antes lo había hecho, en una especie de desinhibición final.

—¿Dormís juntos sin estar casados?

—…

—¿Y cuándo os vais a casar?

Antonia, mi madre, ha empezado a recordar los días de la semana. Consuelo, mi tía, enumera ahora los reyes godos y los ríos de España.

Tratar de razonar es ridículo. No disfrutar de la risa lo es más aún. A Consuelo, que no ha viajado jamás, ahora le da por presumir de aventurera.

—Yo he estado en muchos sitios a lo largo de mi vida —dice.

—¿Ah sí?

—Sí. He estado en Oceanía, en Navalmoral de Béjar, en América, en Teruel y en Zamora.

Me dicen que pueden morir en cualquier momento o durar años. A veces he ido corriendo porque me han dicho que les quedaban días. Pero a la mañana siguiente se levantaron y estaban como nuevas. Confieso que hay veces en que pido que se acabe cuanto antes este espectáculo terrible. Ellas están con los dependientes, y eso es muy heavy. Algunos se pasan la tarde gritando o llorando, como vegetales… Ellas están dopadas. Me lo preguntaron. Les contesté que yo, lo que quería, era ahorrarles cualquier sufrimiento. Porque mi mayor pavor es su sufrimiento. Que haya cosas que les produzcan dolor.

A veces las saco al jardín y las dos se ponen a señalar un árbol o una nube y se quedan absortas.

El sol.

Una piedra…

Como los críos. Ellas no saben ni dónde viven, ni quiénes son.

(…).

Creo que, de ser un color, el alzheimer sería un color neutro.

De ser una comida, sería un sabor aséptico. Aunque es verdad que vuelven a la infancia: mi madre y mi tía lo único que quieren ahora comer es dulce, como los niños.

Si hablásemos de música, sería un jazz muy triste.

De imaginar un paisaje, sería el de la desolación, excepto en los momentos en que ven un pájaro, o el cielo… Esas visiones de crío.

Un sentimiento: la nada.

Si tuviera que decirte un tacto… Lo que más les gusta es que las acaricien, notar que las acogen y las soban. Yo las toco mucho, las abrazo, las muerdo la cabeza…

—Te olvidas de la película. ¿Qué película pondríamos?

—Creo que el alzheimer sería Días sin huella, una película sobre el alcoholismo.

O un viejo cine ardiendo.