No sé quién soy.

Sé que estoy en un lugar y que este lugar se llama casa.

Sé que si le doy al botón rojo se encenderá el cuadrado negro, y que ese cuadrado negro se llama televisor.

Sé que hay una señora que me echa un líquido llamado colonia y que me arregla el pelo con un objeto que se llama peine. Peine. A veces me sale la palabra pena. Y entonces la señora se muerde el labio de abajo al oírme y repite pena, pena, pena. Suspirando. Muy bajito. Muchas veces lo repite. Pero yo sé que se llama peine. Pe-i-ne.

Sé que el cristal grande de la pared se llama mirador. Aunque un día pensara que era la ventana de un tren, y me tirase toda la tarde ahí sentado, como si viajase a no sé dónde.

Sé que la señora me pone discos antiguos y me mira. Y que me acerca una cuchara (cu-cha-ra) y me dice: «Prueba, ¿a qué te recuerda?». Y que cuando digo que a nada, se da la vuelta y se pone a cortar cebolla.

Sé que me acaba de llamar por mi nombre y que antes de que termine esta línea (lí-ne-a) ya se me habrá olvidado.

No sé cómo me llamo.

No sé quién soy.

Sé que me han bañado, que me han dado de desayunar y que me han dejado sentado en una butaca cerca de las cortinas moteadas por el sol.

La casa en la que vivo es como un laberinto en el que casi siempre te pierdes y está llena de fotografías donde aparece un hombre de pelo blanco, enclenque y con un lunar en la mejilla. Unas veces con la señora y otras veces con niños. Un día vi al hombre del pelo blanco, enclenque y con un lunar en la mejilla. Fue en el baño. Estaba desnudo frente a mí en el espejo. Le pregunté qué hacía allí. Charlamos.

Nunca me dejan solo. Nunca sé de quién están hablando. Nunca me explican por qué está el suelo de la cocina lleno de arañas negras ni por qué me tienen secuestrado o han tratado de matarme. Cuando se lo dije a un vecino en el descansillo —aprovechando que me iban a sacar de paseo—, este carraspeó, me dio unas palmadas en la espalda y se puso a hablar, ignorándome, con una tercera persona que iba en el ascensor. «¿Qué tal va hoy el abuelo?». Imbécil. Im-bé-cil.

Sé que cada cierto tiempo me dan una especie de caramelos blancos y pequeñitos con un vaso de agua. No me acuerdo de cómo le llaman a esto… Tampoco me acuerdo de dónde nací ni de los años que tengo. No sé si tuve hijos o no, el nombre de mis hermanos o cuál era mi profesión. Cuando digo que quiero ver a mi padre, todos callan. Dos cosas sé. Una es que no me gusta que me lleven tanto la contraria. La otra es que me gusta eso de que el otro te rodee con el cuerpo y te ponga los brazos en la espalda, como una bufanda. Cómo se llama. Cómo se llama eso de tocarte fuerte… Abrazos. Eso es. Lo que me gusta es que me den abrazos.

A veces vienen unos niños a darme besos y me llaman con un nombre que ni recuerdo. A veces me sientan delante de películas que no comprendo o me ponen canciones, dicen, que saben que me gustan. A veces se enfadan porque trato de defenderme a golpes cuando quieren hacerme daño, lo que cada semana pasa con más frecuencia.

A veces los extraños me llevan a una casa que está en el campo para hacer una barbacoa, y todos ríen y vienen a verme al principio, cuando llegan, y al rato se van y me dejan solo sentado bajo la sombra de un roble y ya no vuelven en todo el día. Porque yo no les contesto.

Les voy a contar un secreto que nunca he contado, verán: la casa en la que vivo es como un laberinto en el que casi siempre te pierdes y está llena de fotografías donde aparece un hombre de pelo blanco, enclenque y con un lunar en la mejilla. Unas veces con una señora y otras veces con niños. Un día vi al hombre del pelo blanco, enclenque y con un lunar en la mejilla. Fue en el baño. Estaba desnudo frente a mí en el espejo. Le pregunté qué hacía allí. Charlamos.

Sé que en la casa en la que vivo siempre hay gente desconocida que entra y sale. Y también hay una anciana con gafas y pelo rizado que se acuesta a mi lado y suspira y me baña y me hace la comida y me viste y me lleva al médico y me lee cosas y me pone plastilina delante para que haga figuras. Para mí que es la misma que me acaricia el pelo por las mañanas en la butaca cerca del ventanal moteado por el sol.

A veces la anciana con gafas y pelo rizado se pone sin venir a cuento a mirar las fotografías colgadas donde aparece el hombre de pelo blanco, enclenque y con un lunar en la mejilla. Es entonces cuando sonríe de medio lado.

—¿Te acuerdas, Antonio, cariño?

Otra vez va a cortar cebolla.

No sé qué hago aquí.

Sé que tenía un plan para escapar mañana, pero se me ha olvidado.

Entiendan que esté asustado.

No sé quiénes son.

No sé quién soy.