XLIII
Hay una mujer asomada a una de las ventanas de una planta baja, en la esquina de la calle de Rude y de la calle de Saïgon. Hace sol y unos niños juegan al balón en la acera, algo más allá. Se oye a los niños gritar continuamente: «Pedro», porque es el nombre de uno de ellos y los otros lo llaman sin dejar de jugar. Y aquel «Pedro», que lanzan voces de timbre cristalino, suena muy raro en la calle.
La mujer no ve a los niños desde la ventana. Pedro. Conoció hace mucho a alguien que se llamaba así. Intenta recordar cuándo fue mientras le llegan los gritos, las risas y el ruido mate del balón que rebota en una pared. Sí, claro. Fue cuando trabajaba de modelo con Alex Maguy. Conoció a una tal Denise, una rubia con una cara un poco asiática, que también trabajaba en cosas de moda. Simpatizaron enseguida.
Aquella Denise vivía con un hombre que se llamaba Pedro. Un sudamericano, seguramente. Efectivamente, se acordaba de que Pedro trabajaba en una legación. Un moreno alto, cuyo rostro recordaba con bastante claridad. Incluso ahora habría podido reconocerlo, aunque probablemente se le habrían echado los años encima.
Una noche vinieron los dos a su casa, aquí, a la calle de Saïgon. Había invitado a unos cuantos amigos a cenar. El actor japonés y su mujer, la del pelo rubio coral, que vivían allí al lado, en la calle de Chalgrin; Évelyne, una morena a quien había conocido en el taller de costura de Alex Maguy, que vino con un joven pálido; otra persona, ya no se acordaba de quién; y Jean-Claude, aquel belga que le tiraba los tejos… Había sido una cena muy alegre. Pensó que Denise y Pedro hacían una pareja estupenda.
Uno de los niños ha cogido el balón al vuelo, lo estrecha contra el pecho y se aleja de los otros a zancadas. Los ve pasar corriendo por delante de su ventana. El que lleva el balón sale, sin resuello, a la avenida de la Grande-Armée. Cruza la avenida, sin dejar de estrechar el balón. Los otros no se atreven a seguirlo y se quedan quietos, mirando cómo corre por la acera de enfrente. Le da al balón con el pie. El sol hace relucir los cromados de las bicicletas en el escaparate de las tiendas de bicicletas que hay, una tras otra, en la avenida.
Ya no se acuerda de los demás niños. Corre solo con el balón y se mete a la derecha, haciendo regates, por la calle de Anatole-de-la-Forge.