II
—¿Oiga? ¿Paul Sonachitze?
—Al aparato.
—Soy Guy Roland… Ya sabe, el…
—Sí, claro que lo sé. ¿Podemos vernos?
—Como quiera…
—Por ejemplo… ¿esta noche alrededor de las nueve en la calle de Anatole-de-la-Forge? ¿Le parece bien?
—De acuerdo.
—Lo espero. Hasta luego.
Colgó bruscamente y el sudor me corría por las sienes. Me había tomado una copa de coñac para darme valor. ¿Por qué algo tan anodino como marcar un número de teléfono me cuesta tanto trabajo y tanta aprensión?
En el bar de la calle Anatole-de-la-Forge no había ningún cliente. Y él estaba detrás de la barra, vestido de calle.
—Ha sido muy oportuno —me dijo—. Libro todos los miércoles por la noche.
Se me acercó y me cogió por el hombro.
—He pensado mucho en usted.
—Gracias.
—Es algo que me preocupa en serio, ¿sabe?
Me habría gustado decirle que no se apurara por mí, pero no me salían las palabras.
—Bien pensado, creo que debía usted de moverse en el entorno de alguien a quien veía yo con frecuencia en determinado momento… Pero ¿quién?
Movía la cabeza.
—¿No puede darme una pista?
—No.
—¿Por qué?
—Porque ando muy mal de memoria.
Lo tomó por una broma y, como si se tratase de un juego o de una adivinanza, dijo:
—Bueno, pues ya me las apañaré solo. ¿Me da carta blanca?
—Por mí…
—Entonces esta noche me lo llevo a cenar a casa de un amigo.
Antes de salir, bajó con un gesto seco la palanca de un contador eléctrico y cerró la puerta de madera maciza con varias vueltas de llave.
Tenía el automóvil aparcado en la acera de enfrente. Era negro y nuevo. Me abrió la portezuela, muy educado.
—Este amigo que le digo regenta un restaurante muy agradable entre Ville-d’Avray y Saint-Cloud.
—¿Y vamos hasta allí?
—Sí.
Desde la calle de Anatole-de-la-Forge estábamos saliendo a la avenida de la Grande-Armée y me entró la tentación de bajarme bruscamente del automóvil. Ir hasta Ville-d’Avray me parecía insoportable. Pero tenía que ser valiente.
Hasta llegar a la Porte de Saint-Cloud tuve que luchar contra el pánico que me tenía atenazado. Casi no conocía a Sonachitze. ¿No me estaría llevando a una encerrona? Pero, poco a poco, según lo oía hablar, me fui calmando. Me citaba las diversas etapas de su vida profesional. Primero había trabajado en salas de fiestas nocturnas rusas; luego, en el Langer, un restaurante en los jardines de los Campos Elíseos; luego, en el Hotel Castille de la calle de Cambon; y había pasado por otros establecimientos antes de regentar aquel bar de la calle de Anatole-de-la-Forge. Siempre acababa por coincidir con Jean Heurteur, el amigo a quien íbamos a ver, así que llevaban unos veinte años formando un tándem. Heurteur también tenía buena memoria. Entre los dos, seguro que resolvían «el enigma» que yo planteaba.
Sonachitze conducía con mucha prudencia y tardamos casi tres cuartos de hora en llegar.
Algo así como un bungalow cuyo lado izquierdo tapaba un sauce llorón. A la derecha, divisaba una maraña de matorrales. El local del restaurante era amplio. Desde el fondo, en donde brillaba una luz fuerte, se nos acercaba un hombre. Me tendió la mano.
—Encantado. Soy Jean Heurteur.
Y, luego, le dijo a Sonachitze:
—Hola, Paul.
Nos llevaba hacia el fondo de la sala. Estaba puesta una mesa para tres, en cuyo centro había un ramo de flores.
Señaló una de las puertas acristaladas:
—Tengo clientes en el otro bungalow. Una boda.
—¿Nunca había venido aquí? —me preguntó Sonachitze.
—No.
—Pues entonces enséñale la vista, Jean.
Heurteur salió delante de mí a una veranda que daba a un estanque. A la izquierda, un puentecillo abombado, de estilo chino, llevaba a otro bungalow, en la otra orilla del estanque. Una luz violenta iluminaba las puertas vidrieras y, tras ellas, vi pasar parejas. Estaban bailando. Nos llegaban desde lejos retazos de música.
—No son muchos —me dijo— y me da la impresión de que esta boda va a terminar en francachela.
Se encogió de hombros.
—Debería usted venir en verano. Las cenas son en la veranda. Resulta agradable.
Volvimos a entrar en la sala del restaurante y Heurteur cerró la puerta vidriera.
—Les he preparado una cena sin pretensiones.
Nos indicó con un ademán que nos sentásemos. Estaban juntos, enfrente de mí.
—¿Qué vino le gusta? —me preguntó Heurteur.
—El que usted diga.
—¿Château-Pétrus?
—Es una idea estupenda, Jean —dijo Sonachitze.
Un joven con chaqueta blanca nos servía. La luz del aplique de la pared me caía encima y me deslumbraba. Los otros estaban en la sombra, pero seguramente me habían sentado así para reconocerme mejor.
—¿Qué te parece, Jean?
Heurteur había empezado a tomar la galantina y me lanzaba, de vez en cuando, una mirada aguda. Era moreno, como Sonachitze, y, lo mismo que éste, se teñía el pelo. El cutis granuloso, las mejillas fláccidas y unos labios finos de gastrónomo.
—Sí, sí… —susurró.
A mí me hacía guiñar los ojos la luz. Nos puso vino.
—Sí…, sí…, yo creo que ya he visto al señor.
—Es un auténtico rompecabezas —dijo Sonachitze—. Este caballero se niega a encarrilarnos…
Parecía haberse adueñado de él una inspiración.
—Pero a lo mejor quiere usted que lo dejemos. ¿Prefiere seguir «de incógnito»?
—En absoluto —dije sonriendo.
El joven estaba sirviendo una molleja de ternera.
—¿Cuál es su profesión? —me preguntó Heurteur.
—He estado trabajando ocho años en una agencia de policía privada, la agencia de C. M. Hutte.
Me miraban fijamente, estupefactos.
—Pero es algo que seguramente no tiene relación alguna con mi vida anterior. Así que no lo tengan en cuenta.
—Es curioso —dijo Heurteur, clavándome los ojos—, no se le puede calcular a usted la edad.
—Por el bigote, seguramente.
—Sin el bigote —dijo Sonachitze— a lo mejor lo reconocíamos en el acto.
Y alargaba el brazo, me ponía la mano abierta debajo de la nariz para tapar el bigote y guiñaba los ojos como el retratista ante su modelo.
—Cuanto más lo miro, más tengo la impresión de que pertenecía a un grupo de noctámbulos… —dijo Heurteur.
—Pero ¿cuándo? —preguntó Sonachitze.
—Huy…, hace mucho… Hace una eternidad que no trabajamos ya en las salas de fiestas, Paul…
—¿Te parece que la cosa se remonta a la época del Tanagra?
Heurteur me clavaba una mirada cada vez más intensa.
—Disculpe —me dijo—. ¿Podría ponerse de pie un momento?
Obedecí. Me miraba de arriba abajo y de abajo arriba.
—Pues sí, me recuerda a un cliente. Tiene usted una estatura… Espere…
Había alzado la mano y se quedaba petrificado como si quisiera aferrar algo que corría el riesgo de disiparse de un momento a otro.
—Espere… Espere… Ya está, Paul.
Tenía una sonrisa triunfal.
—Ya puede volver a sentarse.
Estaba exultante. Con la seguridad de que lo que iba a decir causaría efecto. Nos servía vino a Sonachitze y a mí de forma ceremoniosa.
—Pues sí… Siempre lo acompañaba un hombre tan alto como usted… Quizá más alto aún… ¿No te recuerda nada, Paul?
—Pero ¿a qué época te refieres?
—A la del Tanagra, claro…
—¿Un hombre tan alto como él? —repitió Sonachitze para sus adentros—. ¿En el Tanagra?…
—¿No caes?
Heurteur se encogió de hombros.
Ahora le tocaba a Sonachitze sonreír con expresión triunfante. Asentía con la cabeza.
—Ya veo…
—¿Y qué?
—Stioppa.
—Pues claro, Stioppa.
Sonachitze se volvió hacia mí.
—¿Conocía a Stioppa?
—A lo mejor —dije prudentemente.
—Claro que sí… —dijo Heurteur—. Iba con Stioppa muchas veces… Estoy seguro…
—Stioppa…
Por la forma en que lo pronunciaba Sonachitze era seguramente un nombre ruso.
—Era él quien pedía siempre a la orquesta que tocase… Alaverdi… —dijo Heurteur—. Una canción del Cáucaso.
—¿Lo recuerda? —me dijo Sonachitze, apretándome con fuerza la muñeca—. Alaverdi…
Le relucían los ojos al silbar la melodía. Yo también me sentía emocionado de repente. Me daba la impresión de que reconocía esa melodía.
En aquel momento, el camarero que nos había servido la cena se acercó a Heurteur y le indicó algo al fondo de la sala.
En una de las mesas, en la penumbra, había una mujer sentada, sola. Llevaba un vestido azul pálido y tenía apoyada la barbilla en las palmas de las manos. ¿En qué ensoñaciones estaba perdida?
—La novia.
—¿Qué hace ahí? —preguntó Heurteur.
—No lo sé —dijo el camarero.
—¿Le ha preguntado si quería algo?
—No. No. No quiere nada.
—¿Y los demás?
—Han pedido otras diez botellas de Krug.
Heurteur se encogió de hombros.
—No es cosa mía.
Y Sonachitze, que no se había fijado en absoluto ni en la «novia» ni en lo que decía el camarero, me repetía:
—¿Y qué?… Stioppa… ¿Se acuerda de Stioppa?
Estaba tan fuera de sí que acabé por responderle, con una sonrisa que pretendía ser misteriosa:
—Sí, sí. Algo…
Se volvió hacia Heurteur y le dijo con tono solemne:
—Se acuerda de Stioppa.
—Sí, eso es lo que pensaba yo.
El camarero de chaqueta blanca seguía quieto delante de Heurteur, con expresión apurada.
—Señor, me parece que van a utilizar las habitaciones… ¿Qué hay que hacer?
—Ya me figuraba yo —dijo Heurteur— que esta boda iba a acabar mal… Bueno, chico, pues que hagan lo que quieran. No es cosa nuestra.
La novia seguía allí, quieta en su mesa. Había cruzado los brazos.
—Me pregunto por qué se queda ahí sola —dijo Heurteur—. Pero, bueno, el caso es que no es en absoluto cosa nuestra.
Y hacía un ademán con el dorso de la mano como si quisiera espantar una mosca.
—Nosotros a lo que estábamos —dijo—. ¿Así que admite que conoció a Stioppa?
—Sí —suspiré.
—Por lo tanto era de la misma pandilla… Una pandilla la mar de animada, ¿verdad, Paul?…
—Huy…, todos desaparecieron —dijo Sonachitze con voz lúgubre—. Menos usted, caballero… Estoy encantado de haber podido… «localizarlo»… Era usted de la pandilla de Stioppa… Enhorabuena… Era una época mucho más bonita que la nuestra y, sobre todo, la gente era de mejor calidad que ahora…
—Y, sobre todo, éramos más jóvenes —dijo Heurteur riéndose.
—¿Y eso cuándo fue? —les pregunté con el corazón palpitante.
—Las fechas no son lo nuestro —dijo Sonachitze—. De todas formas, fue en tiempos del diluvio…
De repente, estaba abatido.
—A veces se dan coincidencias —dijo Heurteur.
Y se puso de pie, fue hacia una barra pequeña, en una esquina de la sala, y nos trajo un periódico que hojeó. Por fin, me alargó el periódico indicándome el siguiente anuncio:
«Nos ruegan que comuniquemos el fallecimiento de Marie de Resen el 25 de octubre, a los noventa y dos años de edad.
»De parte de su hijo, de su hija, de sus nietos, sobrinos y sobrinos nietos.
»Y de parte de sus amigos Georges Sacher y Stioppa de Djagoriew.
»La ceremonia religiosa previa a la inhumación en el cementerio de Sainte-Geneviève-des-Bois se celebrará el 4 de noviembre a las 16 horas en la capilla del cementerio.
»El oficio del noveno día se celebrará el 5 de noviembre en la iglesia ortodoxa rusa, en el número 19 de la calle de Claude-Lorrain, París, XVI.
»Este aviso hace las veces de esquela.»
—¿Entonces Stioppa vive? —dijo Sonachitze—. ¿Todavía lo ve?
—No —dije.
—Hace bien. Hay que vivir en el presente. Jean, ¿nos das una copa de algo?
—Ahora mismo.
A partir de ese momento parecieron desinteresarse por completo de Stioppa y de mi pasado. Pero no tenía importancia, porque al fin había dado con una pista.
—¿Me puede dejar ese periódico? —pregunté con fingida indiferencia.
—Pues claro —dijo Heurteur.
Brindamos. Así que de lo que había sido yo antaño sólo quedaba una silueta en la memoria de dos barmans. Y ni siquiera eso, porque la ocultaba a medias la de un tal Stioppa de Djagoriew. Y de ese Stioppa no habían vuelto a saber nada «desde tiempos del diluvio», como decía Sonachitze.
—¿Así que es usted detective privado? —me preguntó Heurteur.
—Ya no. Mi jefe acaba de jubilarse.
—¿Y usted? ¿Usted sigue?
Me encogí de hombros sin contestar.
—En cualquier caso, estaré encantado de volver a verlo. Vuelva por aquí cuando quiera.
Se había levantado y nos tendía la mano.
—Disculpen… Los estoy echando, pero es que todavía tengo que hacer las cuentas… Y esos de ahí, con su francachela…
Indicó el estanque con un ademán.
—Adiós, Jean.
—Adiós, Paul.
Heurteur me miraba, pensativo. Con voz muy lenta dijo:
—Ahora que está de pie, me recuerda otra cosa…
—¿Qué te recuerda? —preguntó Sonachitze.
—A un cliente que volvía todas las noches a las tantas cuando trabajábamos en el Hotel Castille…
Sonachitze me miraba ahora también, de pies a cabeza.
—Bien pensado, es posible —me dijo— que sea usted un antiguo cliente del Hotel Castille…
Sonreí, apurado.
Sonachitze me cogió el brazo y cruzamos la sala del restaurante, aún más oscura que cuando llegamos. La novia vestida de azul pálido ya no estaba en la mesa de antes. Fuera, oímos ráfagas de música y risas que llegaban desde el otro lado del estanque.
—Por favor —le pregunté a Sonachitze—, ¿puede recordarme qué canción era esa que siempre pedía aquel… aquel…?
—¿Aquel Stioppa?
—Sí.
Empezó a silbar los primeros compases. Luego se detuvo.
—¿Va a volver a ver a Stioppa?
—A lo mejor.
Me apretó el brazo con mucha fuerza.
—Dígale que Sonachitze todavía se acuerda de él muchas veces.
No dejaba de mirarme:
—En el fondo, es posible que tenga razón Jean. Era usted un cliente del Hotel Castille… Intente recordar… El Hotel Castille, de la calle de Cambon…
Desvié el rostro y abrí la puerta del automóvil. Había alguien acurrucado en el asiento delantero, con la frente apoyada en el cristal. Me incliné y reconocí a la novia. Dormía, con el vestido azul cielo subido hasta medio muslo.
—Hay que sacarla de ahí —me dijo Sonachitze.
La zarandeé con suavidad, pero seguía durmiendo. Entonces la cogí por la cintura y conseguí sacarla del automóvil.
—No la vamos a dejar en el suelo —dije.
La llevé en brazos hasta el hostal. Había dejado caer la cabeza en mi hombro y el pelo rubio me acariciaba el cuello. Llevaba un perfume con un toque especiado que me recordaba algo. Pero ¿qué?