XXV

Giré el conmutador. Pero, en vez de irme de la oficina de Hutte, me quedé unos cuantos segundos en la oscuridad. Luego, volví a encender la luz y la volví a apagar. Y encendí otra vez. Y apagué. Hacerlo despertaba algo en mí: me vi apagando la luz de una habitación que era del tamaño de ésta en una época que no era capaz de determinar. Y ese gesto lo repetía todas las noches a la misma hora.

El farol de la avenida de Niel hace brillar la madera del escritorio y del sillón de Hutte. También entonces me quedaba un ratito inmóvil después de apagar la luz, como si me diera aprensión salir. Había una librería con puertas de cristales contra la pared del fondo, una chimenea de mármol gris con un espejo encima, un escritorio de muchos cajones y un sofá, cerca de la ventana, en el que me tumbaba a leer muchas veces. La ventana daba a una calle silenciosa, bordeada de árboles.

Era un palacete donde estaba la sede de una legación de Sudamérica. No me acuerdo ya de qué cargo tenía para disponer de un despacho en aquella legación. Un hombre y una mujer a quienes no veía casi nunca ocupaban otros despachos junto al mío y los oía escribir a máquina.

Recibía muy de tarde en tarde a personas que me pedían visados. De esto me acordé de repente, revolviendo en la caja de galletas que me dio el jardinero de Valbreuse y mirando atentamente el pasaporte de la República Dominicana y las fotos de carnet. Pero lo hacía en nombre de alguien a quien sustituía en aquel despacho. ¿Un cónsul? ¿Un encargado de negocios? No se me ha olvidado que le llamaba por teléfono para pedirle instrucciones. ¿Quién era?

Y, lo primero, ¿dónde estaba esa legación? Anduve varios días recorriendo el distrito XVI, porque la calle silenciosa y bordeada de árboles que volvía a ver en el recuerdo correspondía a las calles de ese barrio. Era como el zahorí que acecha la menor oscilación del péndulo. Me apostaba en la entrada de todas las calles con la esperanza de que los árboles o los edificios me sobresaltasen el corazón. Creí notar algo así en el cruce de la calle de Molitor y la calle de Mirabeau y tuve, de pronto, la certidumbre de que todas las noches, al salir de la legación, andaba por aquella zona.

Estaba oscuro. Al ir por el pasillo que llevaba a las escaleras oía el ruido de la máquina de escribir y asomaba la cabeza por la puerta entornada. El hombre ya se había ido, y la mujer estaba sola ante la máquina de escribir. Le daba las buenas noches. Dejaba de teclear y se volvía. Una bonita morena cuyo rostro tropical recuerdo. Me decía algo en español, me sonreía y seguía trabajando. Tras quedarme un ratito en el vestíbulo, por fin me decidía a salir.

Y estoy seguro de que iba calle de Mirabeau abajo, tan recta, tan oscura y tan desierta que aprieto el paso y temo hacerme notar porque soy el único peatón. En la plaza, más abajo, en el cruce con la avenida de Versailles, todavía queda un café encendido.

A veces también me iba en dirección contraria y me internaba por las calles tranquilas de Auteuil. Allí me sentía seguro. Por fin salía a la calzada de la Muette. Me acuerdo de los edificios del bulevar Émile Augier y de la calle por la que me metía, a la derecha. En la planta baja, una ventana de cristales esmerilados, como la de las consultas de los dentistas, estaba encendida siempre. Denise me esperaba algo más allá, en un restaurante ruso.

Cito con frecuencia bares o restaurantes, pero ¿si no hubiera de vez en cuando la placa de una calle o un letrero luminoso cómo iba a poder guiarme?

El restaurante ocupaba también un jardín rodeado de una tapia. Por un ventanal, se veía el interior del local, envuelto en terciopelos rojos. Aún era de día cuando nos sentábamos en una de las mesas del jardín. Había un tañedor de cítara. La sonoridad de ese instrumento, la luz de crepúsculo del jardín y el aroma a hojas, que llegaba seguramente desde el bosque de Boulogne, que estaba cerca, todo tenía su papel en el misterio y la melancolía de aquel tiempo. Intenté encontrar el restaurante ruso. En vano. La calle de Mirabeau sí que no ha cambiado. Las noches en que me quedaba hasta tarde en la legación, me iba por la avenida de Versailles. Habría podido coger el metro, pero prefería caminar al aire libre. Muelle de Passy, puente de Bir-Hakeim. Luego, la avenida de New York, que recorrí el otro día con Waldo Blunt. Y ahora entiendo por qué noté un pinchazo en el corazón. Sin darme cuenta, estaba pisando mis antiguas huellas. Cuántas veces fui por la avenida de New York… Plaza de l’Alma, el primer oasis. Luego, los árboles y el frescor del Cours la Reine. Tras cruzar la plaza de la Concorde, casi había llegado. Calle Royale. Giro a la derecha, en la calle de Saint-Honoré. A la izquierda, la calle de Cambon.

Ninguna luz en la calle de Cambon, salvo un reflejo violeta que debe de venir de un escaparate. Estoy solo. Vuelvo a tener miedo, ese miedo que siento cada vez que bajo por la calle de Mirabeau, miedo de que se fijen en mí, de que me detengan, de que me pidan la documentación. Sería una lástima, tan cerca de la meta. Sobre todo, debo andar hasta el final con paso uniforme.

El Hotel Castille. Cruzo la puerta. No hay nadie en la recepción. Me meto en el saloncito hasta que recupero el resuello y me seco el sudor de la frente. También esta noche me he librado del peligro. Ella me espera arriba. Es la única que me espera, la única que se preocuparía si yo desapareciese en esta ciudad.

Una habitación con las paredes verde claro. Están echadas las cortinas rojas. La luz viene de una lámpara de cabecera, a la izquierda de la cama. Huelo su perfume, un aroma especiado, y ya no veo sino las pecas de su piel y el lunar que tiene encima de la nalga derecha.