XXXVIII
Me bajé del tren en Sallanches. Hacía sol. En la plaza de la estación esperaba un autocar con el motor en marcha. Sólo había un taxi aparcado junto al bordillo de la acera, un DS 19. Me subí a él.
—A Megève —le dije al taxista.
Arrancó. Un hombre de unos sesenta años, con el pelo entrecano y una cazadora forrada de borrego y con un cuello de piel sobada. Iba chupando un caramelo o una pastilla.
—Hace bueno, ¿eh? —me dijo.
—Ya lo creo…
Miraba por la ventanilla e intentaba reconocer la carretera por la que íbamos; pero, sin nieve, no se parecía ya en absoluto a la de antaño. El sol en los abetos y en las praderas, la bóveda que formaban los árboles por encima de la carretera, todos aquellos verdes diferentes me sorprendían.
—Ya no reconozco el paisaje —le dije al taxista.
—¿Ha estado antes?
—Sí, hace mucho…, y con nieve…
—Con nieve es muy diferente.
Se sacó del bolsillo una cajita redonda de metal y me la alargó.
—¿Quiere una Valda?
—Gracias.
Él también cogió una.
—Dejé de fumar hace una semana… Mi médico me ha aconsejado que chupe pastillas Valda… ¿Usted fuma?
—Yo también lo he dejado… Dígame… ¿Es usted de Megève?
—Sí, señor.
—Conocí a unas cuantas personas en Megève… Me gustaría saber qué ha sido de ellas… Por ejemplo, conocí a un individuo que se llamaba Bob Besson…
Disminuyó la velocidad y se volvió hacia mí.
—¿Robert? ¿El monitor?
—Sí.
Cabeceó.
—Fuimos juntos al colegio.
—¿Qué ha sido de él?
—Se ha muerto. Se mató al saltar de un trampolín, hace unos años.
—Anda…
—Habría podido hacer cosas que estuvieran bien… Pero… ¿Lo conoció usted?
—No mucho.
—A Robert se le puso muy pronto la cabeza a pájaros por culpa de sus clientes…
Abrió la caja de metal y se tomó una pastilla.
—Se mató en el acto…, al saltar…
Llevábamos detrás, a unos veinte metros, el autocar. Un autocar azul cielo.
—Tenía mucha amistad con un ruso, ¿verdad? —pregunté.
—¿Un ruso? ¿Besson amistad con un ruso?
No entendía qué quería decir.
—La verdad es que Besson no era un tipo demasiado interesante, ¿sabe?… No tenía una mentalidad sana…
Comprendí que no me diría nada más de Besson.
—¿Conoce un chalet de Megève que se llama La Cruz del Sur?
—¿La Cruz del Sur?… Hubo muchos chalets que se llamaron así…
Volvió a alargarme la caja de pastillas y cogí una.
—El chalet estaba por encima de una carretera —dije.
—¿Qué carretera?
Sí, ¿qué carretera? La que veía en el recuerdo se parecía a cualquier carretera de montaña. ¿Cómo localizarla? Y el chalet a lo mejor no existía ya. Y aun cuando existiera…
Me incliné hacia el taxista. Di con la barbilla en el cuello de piel de la cazadora.
—Lléveme otra vez a la estación de Sallanches —dije.
Se volvió hacia mí. Parecía sorprendido.
—Como quiera, caballero.