IV
No resultaba muy difícil seguirlo: conducía despacio. En Porte de Maillot se saltó un semáforo y el taxista no se atrevió a hacer otro tanto. Pero lo alcanzamos en el bulevar Maurice-Barrès. Los dos automóviles se detuvieron juntos ante un paso de peatones. Me lanzó una mirada distraída, como hacen los automovilistas que se encuentran pegados uno a otro en los embotellamientos.
Aparcó el automóvil en el bulevar Richard-Wallace, delante de los últimos edificios próximos al puente de Puteaux y al Sena. Se metió por el bulevar Julien-Potin y yo pagué al taxista.
—Buena suerte, caballero —me dijo—. Y sea prudente…
Intuí que me seguía con la mirada cuando me metí yo también por el bulevar Julien-Potin. A lo mejor temía por mí.
Caía la noche. Una vía estrecha flanqueada de edificios anodinos del período de entreguerras, con lo que el trazo era como de una única fachada larga, a ambos lados y de punta a punta de aquel bulevar Julien-Potin. Stioppa iba unos diez metros por delante de mí. Giró a la derecha, en la calle de Ernest-Deloison, y entró en una tienda de ultramarinos.
Se acercaba el momento de abordarlo. Se me hacía muy cuesta arriba por lo tímido que soy y temía que me tomase por un loco: tartamudearía, le diría cosas deshilvanadas. A menos que me reconociese en el acto y entonces lo dejaría hablar.
Salía de la tienda de ultramarinos con una bolsa de papel en la mano.
—¿El señor Stioppa de Djagoriew?
Pareció muy sorprendido. Teníamos las caras a la misma altura, lo que me intimidaba aún más.
—Él mismo. Pero ¿usted quién es?
No, no me reconocía. Hablaba francés sin acento. Había que tener valor.
—Lle… llevaba mucho tiempo… queriendo verlo.
—¿Y eso por qué, caballero?
—Estoy escribiendo… escribiendo un libro sobre la Emigración. Y…
—¿Es usted ruso?
Era la segunda vez que me hacían esa pregunta. También me lo había preguntado el taxista. En el fondo, a lo mejor sí que había sido ruso.
—No.
—¿Y se interesa por la Emigración?
—Estoy… estoy… escribiendo un libro sobre la Emigración. Y alguien… alguien me aconsejó que viniera a verlo… Paul Sonachitze…
—¿Sonachitze?…
Lo pronunciaba a lo ruso. Y resultaba muy dulce: el rumor del viento en las hojas.
—Un apellido georgiano… No lo conozco…
Fruncía el ceño.
—Sonachitze…, no…
—No querría molestarlo, caballero. Sólo quiero hacerle unas cuantas preguntas.
—Pero si lo atenderé con mucho gusto.
Sonreía, con sonrisa triste.
—Un asunto trágico este de la Emigración… Pero ¿cómo es que me llama Stioppa?
—Yo… no…, yo…
—La mayoría de las personas que me llamaban Stioppa han muerto. Y las que quedan deben de contarse con los dedos de una mano.
—Fue… ese Sonachitze…
—No lo conozco.
—¿Podría… podría hacerle… unas cuantas preguntas?
—Sí… ¿Quiere venir a mi casa? Charlaremos.
En el bulevar Julien-Potin, tras haber entrado por una puerta cochera, cruzamos una glorieta que bordeaban bloques de edificios. Nos metimos en un ascensor de madera con puerta de doble hoja y con verja. Y, por culpa de nuestra estatura y de lo exiguo que era el ascensor, teníamos que llevar las cabezas agachadas y mirando cada una hacia un lado para que no se nos juntasen las frentes.
Vivía en la quinta planta, en un piso de dos habitaciones. Me recibió en su cuarto y se tendió en la cama.
—Disculpe —me dijo—, pero el techo es demasiado bajo. Uno se ahoga de pie.
Efectivamente, no mediaban sino pocos centímetros entre aquel techo y mi coronilla y me veía obligado a agacharme. Además, a él y a mí nos sobraba una cabeza al pasar por el marco de la puerta de comunicación y supuse que se habría magullado la frente con frecuencia.
—Échese usted también…, si quiere…
Me indicaba un sofá pequeño de terciopelo verde claro, cerca de la ventana.
—Que no le dé apuro…, estará usted mucho más cómodo echado… Incluso sentado se nota uno como en una jaula demasiado pequeña… Que sí, que sí…, que se eche…
Me eché.
Había encendido una lámpara con la pantalla rosa salmón, que estaba en la mesilla de noche, y el resultado era un foco de luz suave y sombras en el techo.
—¿Así que le interesa la Emigración?
—Mucho.
—Y, sin embargo, todavía es joven…
¿Joven? Nunca había pensado que pudiera ser joven. Un espejo grande con marco dorado estaba colgado en la pared, muy cerca de mí. Me miré el rostro. ¿Joven?
—Pues… no soy tan joven…
Hubo un momento de silencio. Tendidos los dos a ambos lados del cuarto, parecíamos fumadores de opio.
—Vengo de un funeral —me dijo—. Lástima que no haya conocido usted a esa mujer tan anciana que ha muerto… Habría podido contarle montones de cosas… Era una de las personas más notables de la Emigración…
—¿Ah, sí?
—Una mujer muy valiente. Al principio, puso un saloncito de té en la calle de Le Mont-Thabor y le echaba una mano a todo el mundo… Estaba la cosa muy difícil…
Se sentó al borde de la cama, con la espalda doblada y los brazos cruzados.
—Yo tenía quince años por entonces… Si echo la cuenta, ya no queda casi nadie…
—Queda… Georges Sacher… —dije al azar.
—No por mucho tiempo. ¿Lo conoce?
¿Era el anciano de escayola? ¿O el gordo calvo de cara de mogol?
—Mire —me dijo—. No puedo hablar ya de estas cosas… Me ponen demasiado triste… Puedo sencillamente enseñarle fotos… Tienen los nombres y las fechas detrás…, ya se las apañará usted.
—Es usted muy amable, la verdad, tomándose tantas molestias.
Me sonrió.
—Tengo montones de fotos… Puse los nombres y las fechas en la parte de atrás porque a uno se le olvida todo…
Se levantó y, agachándose, fue a la habitación de al lado.
Lo oí abrir un cajón. Volvió con una caja roja grande en la mano, se sentó en el suelo y apoyó la espalda en el filo de la cama.
—Venga a sentarse a mi lado. Será más práctico para ver las fotos.
Obedecí. En la tapa de la caja estaba grabado en letras góticas el nombre de una confitería. La abrió. Estaba llena de fotos.
—Aquí dentro tiene usted —me dijo— a las principales figuras de la Emigración.
Me iba pasando las fotos, una a una, diciéndome el nombre y la fecha que había leído por detrás; y aquello era una letanía a la que los nombres rusos prestaban una sonoridad peculiar, ora retumbante como un ruido de platillos, ora quejumbrosa y casi ahogada. Trubetzkoi, Orbeliani, Sheremetev, Galitzin, Eristov, Obolenski, Bagration, Chavchavadze… A veces, me quitaba una foto y volvía a consultar el nombre y la fecha. Fotos de fiestas. La mesa del gran duque Boris en una gala en Le Château-Basque, mucho después de la Revolución. Y aquella floración de rostros en la foto de una cena «en blanco y negro» de 1914… Fotos de una clase del liceo Alexandre de San Petersburgo.
—Mi hermano mayor…
Me iba pasando las fotos cada vez más deprisa y ya ni siquiera las miraba. Aparentemente, tenía ganas de acabar de una vez. De repente, me paré en una de ellas, de papel más grueso que las demás y en cuyo dorso no había indicaciones.
—¿Qué sucede? —me preguntó—. ¿Hay algo que lo intrigue, caballero?
En primer plano, un anciano, tieso y sonriente, sentado en un sillón. Detrás de él, una joven rubia con los ojos muy claros. En torno, grupitos de personas, la mayoría de espaldas. Y, a la izquierda, con el brazo derecho cortado por el borde de la foto y la mano en el hombro de la joven rubia, un hombre muy alto con terno príncipe de Gales, de unos treinta años, moreno y con un bigote fino. Creo en serio que era yo.
Me arrimé a Stioppa. Teníamos ambos la espalda apoyada en el filo de la cama, las piernas estiradas en el suelo y los hombros en contacto.
—Dígame quiénes son estas personas —le pregunté.
Cogió la foto y la miró con expresión cansada.
—Éste era Giorgiadze…
Y me indicaba al viejo sentado en el sillón.
—Estuvo en el consulado de Georgia en París hasta que…
Dejaba la frase sin acabar, como si yo tuviera que entender en el acto lo que venía después.
—Ella era su nieta… La llamaban Gay… Gay Orlow… Emigró a América con sus padres…
—¿La conoció?
—No mucho. No. Estuvo mucho tiempo en América.
—¿Y éste? —pregunté con voz inexpresiva, señalándome en la foto.
—¿Éste?
Fruncía el ceño.
—A éste… no lo conozco.
—¿De verdad?
—No.
Tomé aire.
—¿No cree que tiene un parecido conmigo?
Me miró.
—¿Un parecido con usted? No. ¿Por qué?
—Por nada.
Me alargaba otra foto.
—Mire…, la casualidad hace bien las cosas…
Era la foto de una niña vestida de blanco, con una larga melena rubia, y estaba tomada en una ciudad balnearia, porque se veían cabinas, un trozo de playa y de mar. Por detrás, ponía en tinta violeta: «Galina Orlow — Yalta.»
—¿Ve? Es la misma… Gay Orlow… Se llamaba Galina… Aún no tenía el nombre americano…
Y me señalaba a la joven rubia de la otra foto, que seguía yo teniendo en la mano.
—Mi madre guardaba todas estas cosas…
Se levantó de repente:
—¿No le importa que lo dejemos aquí? Me da vueltas la cabeza…
Se pasaba una mano por la frente.
—Voy a cambiarme… Si quiere, podemos cenar juntos…
Me quedé solo, sentado en el suelo, con las fotos desperdigadas a mi alrededor. Las puse en la caja grande y roja y sólo dejé fuera dos, que coloqué encima de la cama: la foto en que aparecía yo junto a Gay Orlow y el anciano Giorgiadze y la de Gay Orlow de niña, en Yalta. Me puse de pie y me acerqué a la ventana.
Era de noche. Otra glorieta rodeada de edificios. Al fondo, el Sena y, a la izquierda, el puente de Puteaux. Y la isla, que se prolongaba. Cruzaban el puente filas de automóviles. Miraba todas esas fachadas y todas esas ventanas, iguales que la ventana tras la que estaba yo. Y había encontrado, en aquel dédalo de escaleras y ascensores, entre aquellos cientos de alveolos, un hombre que quizá…
Pegué la frente al cristal. Abajo, alumbraba los portales de todos los edificios una luz amarilla que se quedaría encendida toda la noche.
—El restaurante está aquí al lado —me dijo.
Cogí las dos fotos que había dejado encima de la cama.
—Señor De Djagoriew —le pregunté—, ¿tendría la amabilidad de prestarme estas dos fotos?
—Se las regalo.
Me indicó la caja roja:
—Le regalo todas las fotos.
—Pero… yo…
—Tómelas.
Lo dijo con tono tan imperativo que no pude por menos de obedecer. Cuando salimos del piso, llevaba la caja grande debajo del brazo.
Al salir a la calle, tiramos por el muelle del General Kœnig.
Bajamos por una escalera de piedra y, a la orilla misma del Sena, había un edificio de ladrillos. Encima de la puerta, un rótulo: «Bar Restaurant de l’Île». Entramos. Una sala de techo bajo, con mesas con manteles de papel blanco y sillones de mimbre. Por las ventanas, se veían el Sena y las luces de Puteaux. Nos sentamos al fondo. Éramos los únicos clientes.
Stioppa buscó en el bolsillo y puso en el centro de la mesa el paquete que le había visto comprar en la tienda de ultramarinos.
—¿Lo de siempre? —le preguntó el camarero.
—Lo de siempre.
—¿Y el señor? —preguntó el camarero, señalándome.
—El señor tomará lo mismo que yo.
El camarero nos sirvió enseguida dos platos de arenques del Báltico y nos llenó de agua mineral unos vasos del tamaño de dedales. Stioppa sacó del paquete que estaba en el centro de la mesa unos pepinos que compartimos.
—¿Le parece bien? —me preguntó.
—Sí.
Había dejado la caja roja encima de una silla, a mi lado.
—¿De verdad no quiere conservar todos esos recuerdos? —le pregunté.
—No. Ahora son suyos. Le paso la antorcha.
Comimos en silencio. Se deslizaba por el río una gabarra, tan cerca que me dio tiempo a ver, en el marco de la ventana, a sus ocupantes, sentados alrededor de una mesa y cenando también ellos.
—¿Y esa… Gay Orlow? —le dije—. ¿Sabe qué ha sido de ella?
—¿Gay Orlow? Me parece que se murió.
—¿Se murió?
—Eso creo. Debí de coincidir con ella dos o tres veces… Casi no la conocía… Quien era amiga de ese anciano, de Giorgiadze, era mi madre. ¿Quiere pepino?
—Gracias.
—Por lo visto llevó una vida muy agitada en América…
—¿Y no sabe quién podría darme alguna información acerca de esa… Gay Orlow?
Me lanzó una mirada enternecida.
—Mi buen amigo…, nadie… Quizá alguien en América…
Pasó otra gabarra, negra, lenta, como abandonada.
—De postre tomo siempre un plátano —me dijo—. ¿Y usted?
—Yo también.
Nos comimos los plátanos.
—¿Y los padres de esa… Gay Orlow? —pregunté.
—Debieron de morirse en América. La gente se muere en todas partes, ¿sabe?
—¿Giorgiadze no tenía más familia en Francia?
Se encogió de hombros.
—Pero ¿por qué le interesa tanto Gay Orlow? ¿Era su hermana?
Me sonreía amablemente.
—¿Un café? —me preguntó.
—No, gracias.
—Yo tampoco.
Quiso pagar la cuenta, pero me adelanté. Salimos del restaurante de l’Île y me cogió el brazo para subir las escaleras del muelle. Se había levantado niebla, una niebla a la vez suave y gélida, que le llenaba a uno los pulmones con una frescura tal que daba la sensación de ir flotando por el aire. En la acera del muelle, apenas si pude divisar los bloques de edificios a una distancia de pocos metros.
Lo fui guiando como si fuera ciego hasta la glorieta alrededor de la cual las entradas de las casas eran manchas amarillas y los únicos puntos de referencia. Me dio la mano.
—Intente dar con Gay Orlow pese a todo —me dijo—. Ya que tiene tanto empeño…
Lo vi entrar en el portal iluminado del edificio. Se detuvo y me hizo una seña con la mano. Me quedé quieto, con la caja grande y roja debajo del brazo, como un niño que vuelve de una merienda de cumpleaños; y tenía la seguridad de que, en ese preciso instante, aún me estaba diciendo algo, pero que la niebla le ahogaba el ruido de la voz.