XX
—Disculpe —me dijo cuando me senté a su mesa en un café de la plaza Blanche en donde me había propuesto, por teléfono, que quedásemos a eso de las seis de la tarde—. Disculpe, pero siempre concierto las citas fuera… Sobre todo en un primer contacto… Ahora podemos ir a mi casa…
No me costó reconocerlo porque me había especificado que llevaría un traje de pana verde oscuro y que tenía el pelo blanco, muy blanco, y cortado a cepillo. Aquel corte austero contrastaba con las largas pestañas negras que latían continuamente, con los ojos almendrados y la forma femenina de la boca: labio superior sinuoso, labio inferior tenso e imperativo.
De pie, me pareció de estatura media. Se puso una gabardina y salimos del café.
Al llegar al terraplén del bulevar de Clichy, me señaló un edificio al lado del Moulin Rouge, y me dijo:
—En otros tiempos, habría quedado con usted en Graff… Allí… Pero ya no existe..
Cruzamos el bulevar y tiramos por la calle de Coustou. Apretaba el paso, lanzando miradas furtivas a los bares de mala muerte de la acera de la izquierda. Y, cuando llegamos a la altura del taller automovilístico grande, casi corría. No se detuvo hasta la esquina con la calle de Lepic.
—Disculpe —me dijo, jadeante—, pero es que menudos recuerdos que me trae esta calle… Disculpe…
Se había asustado de verdad… Creo, incluso, que estaba temblando.
—Ahora todo va a ir mejor… Aquí, todo va a ir bien…
Sonreía al mirar la cuesta de la calle Lepic, que tenía delante, con los puestos del mercado y las tiendas de alimentación bien iluminadas.
Nos metimos por la calle de Les Abbesses. Caminaba con paso tranquilo y relajado. Me apetecía preguntarle qué recuerdos, «menudos recuerdos», le traía la calle de Coustou, pero no me atrevía a ser indiscreto ni a provocarle aquel estado de nervios que me había dejado asombrado. Y, de repente, antes de llegar a la plaza de Les Abbesses, volvió a apretar el paso. Yo iba a su derecha. En el preciso instante en que cruzábamos la calle de Germain-Pilon, vi cómo miraba con ojos espantados esa calle estrecha de casas bajas y oscuras que baja, en cuesta bastante empinada, hasta el bulevar. Me apretó el brazo muy fuerte. Se aferraba a mí como si quisiera salirse a toda costa de la contemplación de aquella calle. Me lo llevé hacia la acera de enfrente.
—Gracias… ¿Sabe? Es algo muy curioso…
Titubeó, al filo de la confidencia.
—Me entra… me entra vértigo cada vez que me topo con la entrada de la calle de Germain-Pilon… Me entran… me entran ganas de bajar por ella… No puedo evitarlo…
—¿Y por qué no baja?
—Porque… esa calle de Germain-Pilon… Había antes… Había un sitio…
Se interrumpió.
—Bah… —me dijo con sonrisa evasiva—. Es una estupidez mía… Montmartre ha cambiado tanto… Sería algo demasiado largo de explicar… Usted no conoció el Montmartre de antes…
¿Y él qué sabía?
Vivía en la calle de Gabrielle, en un edificio que lindaba con los jardines del Sacré-Cœur. Subimos por la escalera de servicio. Tardó mucho en abrir la puerta: tres cerraduras en las que hizo girar diferentes llaves con la lentitud y el primor que se pone en marcar la combinación, muy rebuscada, de una caja fuerte.
Un piso diminuto. No tenía más que un salón y un dormitorio que, al principio, debían de ser una habitación única. Cortinas de raso rosa, que se recogían con unos cordones de hilo de plata, separaban el dormitorio del salón. Éste estaba entelado de seda azul cielo y unas cortinas del mismo color ocultaban la única ventana. Veladores de laca negra en los que había objetos de marfil o de jade, butacas bajas tapizadas de verde claro y un sofá que cubría una tela con un estampado de ramas y hojas, de aspecto aún más desvaído, prestaban al conjunto una apariencia de bombonera. La luz venía de los apliques dorados de la pared.
—Siéntese —me dijo.
Me acomodé en el sofá estampado. Se sentó junto a mí.
—A ver…, enséñeme eso que me quería enseñar…
Me saqué del bolsillo de la chaqueta la revista de modas y le indiqué la portada en que se veía a Denise. Me cogió de las manos la revista y se puso unas gafas de gruesa montura de concha.
—Sí…, sí… Foto Jean-Michel Mansoure… Ése soy yo… No cabe duda.
—¿Se acuerda de esta chica?
—En absoluto. Trabajaba poco para esa publicación… Era un periódico de moda pequeño… Yo trabajaba sobre todo para Vogue…, ¿se da cuenta?
Quería marcar las distancias.
—¿Y no sabrá más detalles que tengan que ver con esta foto?
Me miró con expresión divertida. A la luz de los apliques me di cuenta de que unas arrugas diminutas y unas pecas le marcaban la cara.
—Pues claro, querido amigo, enseguida se lo digo…
Se puso de pie, con la revista en la mano, y dio una vuelta de llave para abrir una puerta en la que no me había fijado hasta entonces porque estaba entelada en azul cielo, como las paredes. Daba paso a un cuartito. Oí cómo buscaba en varios cajones metálicos. Al cabo de unos minutos, salió del cuartito, cuya puerta volvió a cerrar cuidadosamente.
—Aquí están —me dijo— la ficha y los negativos. Lo conservo todo desde el principio… Está ordenado por años y por orden alfabético…
Volvió a sentarse a mi lado y consultó la ficha.
—Denise… Coudreuse… Es eso, ¿no?
—Sí.
—Nunca volví a fotografiarla… Ahora me acuerdo de esta chica… La fotografió mucho Hoyningen-Huene…
—¿Quién?
—Hoyningen-Huene, un fotógrafo alemán… Claro… Es verdad… Trabajó mucho con Hoyningen-Huene…
Cada vez que Mansoure pronunciaba ese nombre de sonoridades lunares y quejumbrosas, notaba que se posaban en mí los ojos pálidos de Denise, como la primera vez.
—Sé la dirección en que vivía entonces, si es que le interesa…
—Me interesa —contesté con voz alterada.
—Calle de Rome, 97, París, distrito XVII. Calle de Rome, 97…
Alzó de repente la cabeza hacia mí. Tenía una palidez espantosa en la cara y los ojos desorbitados.
—Calle de Rome, 97…
—Pero… ¿qué pasa? —le pregunté.
—Ahora me acuerdo muy bien de esa chica… Un amigo mío vivía en el mismo edificio…
Me miraba con expresión suspicaz y pareció tan alterado como al pasar por la calle de Coustou y por el comienzo de la calle de Germain-Pilon.
—Qué coincidencia más curiosa… Me acuerdo muy bien… Fui a buscarla a su casa, a la calle de Rome, para hacer las fotos y aproveché para saludar a ese amigo mío… Vivía en el piso de arriba…
—Pero ¿estuvo en casa de ella?
—Sí. Pero hicimos las fotos en el piso de mi amigo… Nos hizo compañía…
—¿Qué amigo?
Estaba cada vez más pálido. Tenía miedo.
—Se… se lo voy a explicar… Pero antes me gustaría beber algo…, para recuperarme…
Se levantó, fue hacia una mesita de ruedas y la empujó hasta que estuvo delante del sofá. En la bandeja superior había unos cuantos frascos grandes con tapones de cristal y chapas de plata con cadenitas, como pulseras, parecidas a esas que llevaban al cuello los músicos de la Wehrmacht, en donde estaban grabados los nombres de los licores.
—Sólo tengo licores dulces… ¿No le importa?
—En absoluto.
—Voy a tomar un poco de Marie Brizard…, ¿y usted?
—Yo también.
Sirvió el Marie Brizard en copas estrechas y, al probar el licor, se me confundió con los rasos, los marfiles y los dorados un tanto estomagantes que me rodeaban. Era la mismísima esencia de aquel piso.
—A ese amigo que vivía en la calle de Rome… lo asesinaron…
Dijo la última palabra con reticencia y es probable que el esfuerzo lo hiciera por mí; de otro modo, no habría tenido valor para usar esa palabra tan concreta.
—Era un griego de Egipto… Escribió poemas y dos libros…
—¿Y cree que Denise Coudreuse lo conocía?
—Pues… debía de encontrárselo por las escaleras —me dijo, irritado, pues ese detalle no tenía para él importancia alguna.
—Y… ¿sucedió en esa casa?
—Sí.
—¿Denise Coudreuse vivía allí entonces?
Ni siquiera oyó mi pregunta.
—Fue de noche… Había subido con alguien a su piso… Se llevaba a su piso a cualquiera…
—¿Apareció el asesino?
Se encogió de hombros.
—Los asesinos de esa clase nunca aparecen… Yo estaba seguro de que acabaría por pasarle algo por el estilo… Si hubiera visto la pinta de algunos de los chicos a los que invitaba a su casa por las noches… A mí me habrían dado miedo incluso en pleno día…
Sonreía con una sonrisa peculiar, enternecido y horrorizado a la vez.
—¿Cómo se llamaba su amigo? —le pregunté.
—Alec Scouffi. Un griego de Alejandría.
Se puso de pie bruscamente y apartó las cortinas de seda azul cielo, dejando la ventana a la vista. Luego volvió a sentarse junto a mí en el sofá.
—Disculpe… Pero hay momentos en que me da la impresión de que hay alguien escondido detrás de las cortinas… ¿Un poco más de Marie Brizard? Sí, una gotita de Marie Brizard…
Se esforzaba en hablar con tono alegre y me apretaba el brazo como si quisiera demostrarse a sí mismo que efectivamente allí estaba yo, a su lado.
—Scouffi se vino a vivir a Francia… Lo conocí en Montmartre… Había escrito un libro muy bonito que se llamaba Navío anclado…
—Pero, señor mío —dije con voz firme y articulando bien las sílabas para que esta vez se dignase oír lo que le preguntaba—, si me dice que Denise Coudreuse vivía en el piso de abajo, debió de oír algo anómalo aquella noche… Debieron de interrogarla como testigo…
—Es posible.
Se encogió de hombros. Estaba visto que aquella Denise Coudreuse, que tanto me importaba a mí, y de cuyo mínimo ademán habría querido estar al tanto, a él no le interesaba en absoluto.
—Lo más tremendo es que sé quién es el asesino. Engañaba, porque tenía cara de ángel… Y eso que la mirada era muy dura… Unos ojos grises…
Se estremeció. Parecía como si el hombre de quien hablaba estuviera allí, ante nosotros, y lo perforase con los ojos grises.
—Un canalla indecente… La última vez que lo vi fue durante la Ocupación, en un restaurante, un sótano de la calle de Cambon… Estaba con un alemán…
Le vibraba la voz con el recuerdo y, aunque yo estaba absorto pensando en Denise Coudreuse, aquella voz aguda, aquello que parecía una queja rabiosa me causó una impresión que me habría costado justificar y me parecía tener la fuerza de una evidencia: en el fondo, le envidiaba su suerte al amigo y le guardaba rencor a aquel hombre de los ojos grises porque no lo había asesinado a él.
—No se ha muerto… Sigue aquí, en París… Me lo dijo alguien… Claro que ya no tiene aquella cara de ángel… ¿Quiere oír qué voz tiene?
No me dio tiempo a responder a esa pregunta sorprendente: había cogido el teléfono, que estaba encima de un puf de cuero rojo, junto a nosotros, y marcaba un número. Me dio el auricular.
—Va a oírlo… Fíjese bien… Usa el nombre de «Jinete azul»…
Al principio, no oí sino los timbrazos breves y repetidos que informan de que un número está comunicando. Y luego, en el intervalo de los timbrazos, distinguí voces de hombres y mujeres que se lanzaban llamadas: «A Maurice y Josy les gustaría que René llamase…» «Lucien espera a Jeannot en la calle de La Convention…» «Madame du Barry busca pareja…» «Alcibíades está solo esta noche…»
Se esbozaban diálogos, se buscaban voces entre sí pese a los timbrazos que las ahogaban sistemáticamente. Y todos aquellos seres sin rostro intentaban intercambiar un número de teléfono, una contraseña, con la esperanza de un encuentro. Acabé por oír una voz más lejana que las demás, que repetía:
—«Jinete azul» está libre esta noche… «Jinete azul» está libre esta noche… Deje número de teléfono… Deje número de teléfono…
—¿Qué? —me preguntó Mansoure—. ¿Lo oye? ¿Lo oye?
Pegaba el oído al auricular y acercaba la cara a la mía.
—Ese número que he marcado hace mucho que no lo tiene nadie —me explicó—. De modo que se dieron cuenta de que podían comunicarse así.
Se calló para oír mejor al «Jinete azul»; y yo pensaba que todas aquellas voces eran voces de ultratumba, voces de personas desaparecidas, voces errabundas que no podían responderse entre sí más que mediante un número de teléfono vacante.
—Es espantoso… espantoso… —repetía apretándose el auricular contra el oído—. El asesino ese… ¿Lo oye?
Colgó bruscamente. Estaba sudando.
—Voy a enseñarle una foto de mi amigo, al que asesinó ese canalla… Y voy a intentar encontrar su novela Navío anclado para dársela… Debería leerla.
Se levantó y se metió en el dormitorio, que separaban del salón las cortinas de raso rosa. Medio oculta tras ellas, veía una cama muy baja cubierta con una piel de guanaco.
Fui hasta la ventana y me quedé mirando, más abajo, los raíles del funicular de Montmartre, los jardines del Sacré-Cœur y, más allá, París entero, con sus luces, sus tejados y sus sombras. En aquel dédalo de calles y de bulevares nos habíamos encontrado un día Denise Coudreuse y yo. Itinerarios que se cruzan, entre todos cuantos recorren por París miles y miles de personas igual que miles y miles de bolitas de un gigantesco billar eléctrico que, a veces, tropiezan entre sí. Y de todo eso no quedaba nada, ni tan siquiera el rastro luminoso que deja el paso de una luciérnaga.
Mansoure, sin resuello, volvió a aparecer entre las cortinas color de rosa, con un libro y varias fotos en la mano.
—¡Lo he encontrado!… ¡Lo he encontrado!…
Estaba radiante… Debía de haber pensado que se le habían extraviado aquellas reliquias. Se sentó frente a mí y me alargó el libro.
—Aquí está… Le tengo mucho apego, pero se lo presto… Tiene que leerlo, no hay más remedio… Es un libro estupendo… ¡Y qué presentimiento! Alec previo su muerte…
Se le ensombreció la cara.
—Le doy también dos o tres fotos suyas…
—¿No quiere conservarlas?
—¡No! ¡No! No se preocupe… Las tengo iguales por decenas… ¡Y todos los negativos!…
Me entraron ganas de pedirle que me hiciera unas cuantas copias de Denise Coudreuse, pero no me atreví.
—Me gusta darle fotos de Alec a un chico como usted…
—Gracias.
—¿Estaba mirando por la ventana? Bonita vista, ¿eh? Y pensar que el asesino de Alec está en algún sitio de por ahí…
Y acariciaba en el cristal, con el dorso de la mano, a París entero, allá abajo.
—Debe de ser un viejo ahora…, un viejo espantoso…, maquillado…
Corrió las cortinas de raso rosa con ademán friolero.
—Prefiero no pensar en ello.
—Voy a tener que irme —le dije—. Vuelvo a darle las gracias por las fotos.
—¿Me deja solo? ¿No quiere un último traguito de Marie Brizard?
—No, gracias.
Me acompañó hasta la puerta de las escaleras de servicio por un pasillo, entelado en terciopelo azul noche, que iluminaban unos apliques con guirnaldas de abalorios. Cerca de la puerta, colgada en la pared, me llamó la atención la foto de un hombre, en un medallón. Un hombre rubio, de hermoso rostro enérgico y ojos soñadores.
—Richard Wall… Un amigo americano… También lo asesinaron…
Se había quedado quieto, delante de mí, encorvado.
—Y hubo más —me cuchicheó—. Muchos más… Si echase la cuenta… Todos esos muertos…
Me abrió la puerta… Lo vi tan desvalido que lo abracé.
—No se preocupe, hombre —le dije.
—Volverá a verme, ¿verdad? Me siento tan solo… Y tengo miedo…
—Volveré.
—Y, sobre todo, lea el libro de Alec…
Me atreví.
—Por favor… ¿Podría hacerme unas cuantas copias de… Denise Coudreuse?
—Desde luego… Lo que usted quiera… No pierda las fotos de Alec. Y tenga cuidado por la calle…
Cerró la puerta y oí cómo echaba los cerrojos, uno tras otro. Me quedé un momento en el descansillo. Me lo imaginaba volviendo por el pasillo azul noche al salón de los rasos color de rosa y verdes. Y estaba seguro de que, al llegar, volvería a descolgar el teléfono, marcaría el número, se pegaría febrilmente el auricular al oído y no se cansaría de escuchar, tembloroso, las llamadas lejanas de «Jinete azul».