XXXVI
22 de noviembre de 1965
Sra. E. Kahan
Calle de Picardie, 22
Niza
A petición del señor Hutte, le escribo para contarle cuanto sé del llamado «Oleg de Wrédé» aunque me cueste resucitar ese mal recuerdo.
Entré un día en un restaurante ruso de la calle de François-Ier, Chez Arkady, que regentaba un caballero ruso cuyo nombre no recuerdo. Era un restaurante modesto y no había mucha gente. El director, un hombre prematuramente agotado y con aspecto desdichado y enfermo, estaba junto a la mesa de los zakuski. Esto sucedió más o menos por el año 37.
Me fijé en un joven de unos veinte años que estaba en el restaurante como en su casa. Demasiado arreglado; traje, camisa, etc., impecables.
Tenía un físico que llamaba la atención: fuerza de vivir, ojos rasgados azul porcelana, sonrisa radiante y risa continua. Tras todo eso, una astucia animal.
Estaba en la mesa vecina a la mía. La segunda vez que fui al sitio aquel me dijo, indicándome al director del restaurante con una expresión de desdén hacia el pobre viejo, que era efectivamente su padre:
—¿Piensa usted que soy hijo de ese señor?
Luego me enseñó una pulsera con chapa de identidad en donde estaba grabado el nombre: «Louis de Wrédé, conde de Montpensier» (en el restaurante lo llamaban Oleg, un nombre ruso). Le pregunté dónde estaba su madre. Me dijo que había fallecido; le pregunté dónde podía haber conocido a un Montpensier (la rama menor de los Orléans, por lo visto). Contestó: En Siberia. Todo aquello no tenía ni pies ni cabeza. Me di cuenta de que era un canalla de poca monta que dejaba que lo mantuvieran personas de ambos sexos. Cuando le pregunté a qué se dedicaba, me dijo que tocaba el piano.
Empezó luego a enumerar todas sus relaciones mundanas: que la duquesa de Uzès lo saludaba con una reverencia, que era íntimo del duque de Windsor… Noté que, en lo que contaba, había cosas ciertas y embustes. Debía de hacer picar a la gente «de mundo» con su «apellido», con su sonrisa, con su encanto frío, pero innegable.
Durante la guerra —creo que era allá por el 41 o el 42—, estaba en la playa de Juan-les-Pins cuando vi acercarse al tal «Oleg de Wrédé», muy en forma y riendo a carcajadas, como siempre. Me dijo que había estado prisionero y que un oficial alemán de alta graduación lo mantenía. En ese momento, estaba pasando unos días en casa de su madrina, la mujer del difunto Henri Duvernois. Pero, a lo que decía: «Es tan avara. No me da dinero.»
Me anunció que regresaba a París «para trabajar con los alemanes». ¿En qué?, le pregunté. «En venderles automóviles.»
No volví a verlo y no sé qué fue de él. Esto es, mi querido señor, todo cuanto puedo decirle acerca de ese individuo.
Respetuosamente,
E. Kahan