XXXVII

Ahora, basta con cerrar los ojos. Los acontecimientos inmediatamente anteriores a que nos fuéramos todos a Megève me vuelven a la memoria, a retazos. Son los ventanales iluminados de lo que fue el palacete de Zaharoff, en la avenida de Hoche, y las frases deshilvanadas de Wildmer, y los nombres, como ese, púrpura y resplandeciente, de «Rubirosa» y el otro, lívido, de «Oleg de Wrédé» y otros detalles impalpables —esa misma voz de Wildmer, ronca y casi inaudible—, son todas esas cosas las que me hacen las veces de hilo de Ariadna.

La víspera, a media tarde, estaba precisamente en la avenida de Hoche, en la primera planta del antiguo palacete de Zaharoff. Mucha gente. Como de costumbre, nadie se quitaba el gabán. Yo iba a cuerpo. Crucé la estancia principal, en donde vi a unas quince personas, de pie en torno a los teléfonos y sentadas en los sillones de cuero hablando de sus cosas, y me colé en un despacho pequeño cuya puerta cerré al entrar. El hombre a quien tenía que ver ya había llegado. Me condujo a una esquina de la habitación y nos sentamos en dos sillones que una mesa baja separaba. Dejé en ella los luises envueltos en papel de periódico. Me alargó en el acto varios fajos de billetes de banco que no me tomé el trabajo de contar y me metí en los bolsillos. A él no le interesaban las joyas. Salimos juntos del despacho y luego de la estancia mayor, en donde había algo intranquilizador en el barullo de las conversaciones y el ir y venir de todos aquellos hombres con gabán. En la acera, me dio la dirección de una eventual compradora de las joyas, por la plaza de Malesherbes y me sugirió que le dijese que iba de su parte. Nevaba, pero decidí ir a pie. Al principio, Denise y yo íbamos mucho por ese camino. Los tiempos habían cambiado. Caía la nieve y me costaba reconocer aquel bulevar, con los árboles pelados y las fachadas negras de los edificios. No más aromas de aligustres a lo largo de la verja del parque Monceau, sino un olor a tierra mojada y a podredumbre.

Una planta baja al fondo de un callejón, de esos que suelen llamarse «glorieta» o «villa». La habitación en que me recibió la mujer no estaba amueblada. Sólo un sofá, en donde nos sentamos, y el teléfono encima del sofá. Una cuarentona nerviosa y pelirroja. El teléfono no paraba de sonar y ella no siempre lo cogía; y cuando lo cogía, tomaba nota de lo que le decían en una agenda. Le enseñé las joyas. Le dejaba el zafiro y los broches a mitad de precio a condición de que me pagase en el acto y en metálico. Le pareció bien.

Al salir, mientras me encaminaba hacia la estación de metro de Courcelles, me acordé de aquel joven que vino a nuestra habitación del Hotel Castille unos cuantos meses antes. Vendió enseguida el clip y las dos pulseras de diamantes y me propuso, muy amablemente, que repartiéramos las ganancias. Un hombre de corazón. Le hice unas cuantas confidencias y le hablé de mis proyectos de marcha e incluso de aquel miedo que me impedía a veces salir a la calle. Me dijo que estábamos viviendo en una época muy rara.

Luego, fui a buscar a Denise a la glorieta de Édouard-VII, al piso en donde Van Allen, su amigo holandés, había abierto una casa de modas: estaba en el primer piso de un edificio, precisamente encima del Cintra. Me acuerdo porque Denise y yo íbamos mucho a ese bar, pues tenía una sala en el sótano desde donde se podía escurrir el bulto por una puerta que no era la principal. Creo que conocía todos los locales públicos y todos los edificios de París con salidas dobles.

Reinaba en aquella diminuta casa de modas un bullicio semejante al de la avenida de Hoche, más febril incluso, quizá. Van Hallen estaba preparando la colección de verano y tantos esfuerzos y tanto optimismo me impresionaron, porque yo me preguntaba si volvería a haber veranos. Le estaba probando a una chica morena un vestido de tejido liviano y blanco; y otras modelos entraban y salían de las cabinas. Varias personas charlaban alrededor de un escritorio de estilo Luis XV por encima del que andaban rodando diseños y retales. Denise conversaba en una esquina del salón con una mujer rubia de unos cincuenta años y un joven de rizos morenos. Me sumé a la conversación. Los dos se iban a la Costa Azul. No había forma de entenderse en la bulla general. Circulaban copas de champán, sin que se supiera muy bien por qué.

Denise y yo nos abrimos paso hasta el vestíbulo. Van Allen nos acompañaba. Vuelvo a ver aquellos ojos azules, muy claros, y aquella sonrisa cuando asomó la cabeza por la puerta entornada y nos tiró un beso con la mano, deseándonos buena suerte.

Denise y yo dimos una última vuelta por la calle de Cambacérès. Ya habíamos hecho el equipaje, una maleta y dos bolsas de cuero, que estaban esperando delante de la mesa grande, al fondo del salón. Denise cerró las contraventanas y corrió las cortinas. Le puso la funda a la máquina de coser y quitó la tela blanca que estaba prendida con alfileres en el busto del maniquí. Me acordé de las veladas que habíamos vivido aquí. Ella trabajaba con patrones que le daba Van Allen o cosía; y yo, echado en el sofá, leía algún libro de memorias o alguna de esas novelas policíacas de la colección Le Masque, que a ella le gustaban tanto. Aquellas veladas eran las únicas treguas que tenía yo, los únicos momentos en que podía hacerme la ilusión de que llevábamos una vida sin complicaciones en un mundo apacible.

Abrí la maleta y metí los fajos de billetes de banco que me abultaban en los bolsillos entre los jerséis y las camisas y dentro de un par de zapatos. Denise repasaba el contenido de una de las dos bolsas de viaje para ver si no se le había olvidado nada. Fui por el pasillo hasta el dormitorio. No encendí la luz y me aposté junto a la ventana. Seguía nevando. El guardia de plantón en la acera de enfrente estaba metido en una garita que habían puesto allí pocas horas antes, porque estábamos en invierno. Otro guardia, que venía de la plaza de Les Saussaies, se encaminaba con paso presuroso hacia la garita. Le dio la mano al colega, le alargó un termo y bebieron en el vaso metálico por turno.

Entró Denise y se reunió conmigo en la ventana. Llevaba un abrigo de pieles y se acurrucó contra mí. Olía a un perfume especiado. Debajo del abrigo de pieles, llevaba una blusa camisera. Acabamos en la cama, de la que no quedaba ya sino el somier.

Estación de Lyon; Gay Orlow y Freddie nos esperaban al principio del andén de salida. En un carrito que tenían al lado habían apilado las numerosas maletas. Gay Orlow llevaba un baúl armario. Freddie charlaba con el mozo de estación y le dio un cigarrillo. Denise y Gay Orlow hablaban entre sí y Denise le preguntaba si cabríamos todos en el chalet que había alquilado Freddie. La estación estaba a oscuras, salvo el andén en que estábamos, que bañaba una luz amarilla. Llegó Wildmer, con un abrigo rojizo que le pegaba en las pantorrillas, como de costumbre. Un sombrero de fieltro le caía sobre la frente. Mandamos que nos subieran el equipaje a los respectivos coches cama. Estuvimos esperando a que anunciaran la salida fuera, delante del vagón. Gay Orlow vio a un conocido entre los viajeros que subían al tren, pero Freddie le dijo que no hablase con nadie y que no nos hiciéramos notar.

Me quedé un rato con Denise y Gay Orlow en su compartimiento. La cortinilla estaba a medio bajar y, si me agachaba, veía, por la ventanilla, que estábamos cruzando los suburbios. Seguía nevando. Di un beso a Denise y a Gay Orlow y me fui a mi compartimiento, en donde Freddie se había acomodado ya. No tardó en venir Wildmer a hacernos una visita. Estaba solo, por ahora, en su compartimiento y tenía la esperanza de que no se presentara nadie hasta el final del viaje. Porque temía que lo reconociesen, pues pocos años antes había salido mucho su foto en los periódicos hípicos, en los tiempos del accidente en el hipódromo de Auteuil. Intentamos tranquilizarlo diciéndole que la cara de los jockeys se olvida muy deprisa.

Freddie y yo nos echamos en las literas. El tren había tomado velocidad. Dejamos encendidas las lamparillas y Freddie fumaba, nervioso. Le preocupaban un poco los controles eventuales. A mí también, pero intentaba disimularlo. Freddie, Gay Orlow, Wildmer y yo teníamos pasaportes dominicanos gracias a Rubirosa, pero la verdad es que no podíamos estar seguros de que fueran de utilidad. El propio Rubi me lo había dicho. Estábamos a merced de un policía o de un revisor más chinchoso. La única que no corría riesgo alguno era Denise. Ella era francesa de verdad.

El tren se detuvo por primera vez. Dijon. La nieve ahogaba lo que decían los altavoces. Oímos que alguien andaba por el pasillo. Abrieron la puerta de un compartimiento. A lo mejor estaba entrando alguien en el de Wildmer. Entonces nos dio a Freddie y a mí un ataque de risa nerviosa.

El tren estuvo parado media hora en la estación de Chalon-sur-Saône. Freddie se había dormido y apagué la lamparilla del compartimiento. No sé por qué, pero me sentía más tranquilo en la oscuridad.

Intenté pensar en otra cosa y no fijarme en los pasos que retumbaban en el pasillo. En el andén, había gente que hablaba y me llegaban palabras sueltas de la conversación. Debían de estar delante de nuestra ventanilla. Alguien tosía, con tos blanda. Alguien más silbaba entre dientes. El ruido cadencioso de un tren que pasaba cubrió las voces.

La puerta se abrió de repente y la silueta de un hombre con gabán se recortó sobre el fondo iluminado del pasillo. Barrió de arriba abajo el compartimiento con la linterna que llevaba, para comprobar cuántos éramos. Freddie se despertó sobresaltado.

—Documentación…

Le alargamos los pasaportes dominicanos. Los miró distraídamente y se los dio, luego, a alguien que estaba a su lado y a quien no veíamos porque nos lo tapaba la hoja de la puerta. Cerré los ojos. Cruzaron unas cuantas palabras inaudibles.

Dio un paso dentro del compartimiento. Llevaba nuestros pasaportes en la mano.

—¿Son ustedes diplomáticos?

—Sí —contesté automáticamente.

Al cabo de unos segundos me acordé de que Rubirosa nos había dado pasaportes diplomáticos.

Sin decir palabra, nos devolvió los pasaportes y cerró la puerta.

En la oscuridad, conteníamos la respiración. Nos quedamos callados hasta la salida del tren. Arrancó. Oí la risa de Freddie. Encendió la luz.

—¿Vamos a ver a los demás? —me dijo.

No había habido control en el compartimiento de Denise y Gay Orlow. Las despertamos. No entendían por qué estábamos tan alterados. Luego vino a reunirse con nosotros Wildmer, con cara seria. Todavía estaba tembloroso. También a él le habían preguntado si era «diplomático dominicano» cuando enseñó el pasaporte, y no se atrevió a contestar por temor a que, entre los policías de paisano y los revisores, hubiese algún aficionado a las carreras que lo reconociese.

El tren resbalaba por un paisaje blanco de nieve. Qué suave era el paisaje aquel, y qué amistoso. Notaba una embriaguez y una confianza, que hasta ahora nunca había sentido, al ver todas aquellas casas dormidas.

Todavía era de noche cuando llegamos a Sallanches. Un autocar y un automóvil grande estaban aparcados delante de la estación. Freddie, Wildmer y yo llevábamos las maletas, mientras que dos hombres se habían hecho cargo del baúl armario de Gay Orlow. Éramos unos diez viajeros para el autocar de Megève y el conductor y los dos mozos estaban amontonando las maletas en la parte trasera cuando un hombre rubio se acercó a Gay Orlow, el mismo en quien se había fijado ella en la estación de Lyon la víspera. Cruzaron unas palabras en francés. Nos explicó, luego, que se trataba de un conocido, un ruso que se llamaba Kyril. Éste señaló el coche grande y negro, al volante del cual estaba esperando alguien, y propuso llevarnos a Megève. Pero Freddie no aceptó la invitación y dijo que prefería coger el autocar.

Nevaba. El autocar iba despacio y el automóvil negro nos adelantó. Íbamos por una carretera en cuesta y la carcasa del autocar se estremecía cada vez que aceleraba. Me preguntaba si tendríamos una avería antes de llegar a Megève. Daba igual. A medida que la oscuridad cedía el sitio a una niebla blanca y algodonosa en la que apenas si despuntaba el follaje de los abetos, me decía que nadie vendría a buscarnos aquí. No corríamos ningún riesgo. Poco a poco, nos íbamos volviendo invisibles. Incluso la ropa de calle que llevábamos y habría podido hacer que llamásemos la atención —el abrigo rojizo de Wildmer y su sombrero de fieltro azul marino, el abrigo de leopardo de Gay, el de pelo de camello de Freddie, con la bufanda verde y el recio calzado de golf, blanco y negro— se difuminaba en la niebla. ¿Quién sabe? A lo mejor acabábamos por volatilizarnos. O no seríamos ya más que ese vaho que empañaba los cristales, ese vaho tenaz que no conseguíamos borrar con la mano. ¿Cómo se orientaba el conductor? Denise se había quedado dormida y había dejado caer la cabeza en mi hombro.

El autocar se detuvo en medio de la plaza, delante del ayuntamiento. Freddie mandó que cargasen nuestro equipaje en un trineo que estaba esperando allí y fuimos a tomar algo caliente en una pastelería y salón de té que estaba muy cerca de la iglesia. El establecimiento acababa de abrir y a la señora que nos sirvió pareció asombrarle nuestra presencia tan madrugadora. ¿O sería el acento de Gay Orlow y nuestros atuendos urbanos? A Wildmer todo le maravillaba. Nunca había visto la montaña ni los deportes de invierno. Con la frente pegada al cristal y la boca abierta, miraba caer la nieve sobre el monumento a los muertos y el Ayuntamiento de Megève. Hacía preguntas a la señora para enterarse de cómo funcionaban los teleféricos y de si podía apuntarse a clases de esquí.

El chalet se llamaba La Cruz del Sur. Era grande, de madera oscura, con postigos verdes. Me parece que Freddie se lo había alquilado a uno de sus amigos de París. Desde él, se dominaba una de las curvas de la carretera, pero desde la curva no se veía el chalet porque se amparaba tras una cortina de abetos. Se llegaba a él desde la carretera por un camino en zigzag. La carretera también subía camino de algún sitio, pero nunca tuve la curiosidad de saber hasta dónde. El dormitorio de Denise y mío estaba en el primer piso y, desde la ventana, por encima de los abetos, veíamos todo el pueblo de Megève. Puse empeño en localizar, los días en que hacía bueno, el campanario de la iglesia, la mancha ocre de un hotel al pie de Rochebrune, la estación de autobuses y la pista de patinaje y, al fondo del todo, el cementerio. Freddie y Gay Orlow tenían el dormitorio en la planta baja, junto al cuarto de estar, y para llegar al cuarto de Wildner había que bajar un piso más, porque estaba a un nivel más bajo; y la ventana, un ojo de buey, a ras del suelo. Pero fue el propio Wildner quien decidió instalarse allí, en su madriguera, como decía él.

Al principio, no salíamos del chalet. Jugábamos partidas de cartas interminables en el cuarto de estar. Tengo un recuerdo bastante exacto de esa habitación. Una alfombra de lana. Una banqueta larga de cuero que tenía encima una estantería con libros. Una mesa baja. Dos ventanas que daban a una terraza. Una mujer del vecindario se encargaba de hacernos los recados en Megève. Denise leía novelas policíacas que había encontrado en la estantería. Yo también. Freddie se estaba dejando barba y Gay Orlow nos hacía bortsch todas las noches. Wildmer pidió que le trajesen del pueblo con regularidad Paris-Sport, que leía oculto en lo más hondo de su «madriguera». Una tarde, cuando estábamos jugando al bridge, se presentó con la cara convulsa y blandiendo el periódico. Un cronista refería los acontecimientos más decisivos del mundo de las carreras de caballos en aquellos últimos diez años y rememoraba, entre otras cosas: «El espectacular accidente en Auteuil del jockey inglés André Wildmer.» Unas cuantas fotos ilustraban el artículo, entre otras una foto diminuta de Wildmer, más pequeña que un sello. Y eso era lo que lo trastornaba: que alguien en la estación de Sallanches o en Megève, en la pastelería de al lado de la iglesia, hubiese podido reconocerlo. Que la señora que nos traía la compra y limpiaba un poco lo hubiese identificado como «el jockey inglés André Wildmer». ¿Acaso no había recibido en su casa, en la glorieta de Les Aliscamps, una semana antes de irnos, una llamada anónima? Una voz apagada le había dicho: «¿Qué? ¿Sigues en París, Wildmer?» Quien fuera se había echado a reír y había colgado.

Por más que le repetíamos que no corría riesgo alguno puesto que era «ciudadano dominicano», estaba nerviosísimo.

Una noche, a eso de las tres de la madrugada, Freddie empezó a aporrear la puerta de la «madriguera» de Wildmer, vociferando: «Sabemos que está usted ahí, André Wildmer… Sabemos que es el jockey inglés André Wildmer… Salga inmediatamente…»

A Wildmer no le hizo ninguna gracia la broma y se pasó dos días sin dirigirle la palabra a Freddie. Y luego se reconciliaron.

Si dejamos de lado este incidente sin importancia, los primeros días todo transcurría en el chalet con absoluta tranquilidad.

Pero, poco a poco, Freddie y Gay Orlow se cansaron de la monotonía de nuestras actividades. El propio Wildmer, pese al temor de que reconociesen en él al «jockey inglés», no paraba de dar vueltas. Era un deportista y no estaba acostumbrado a la inactividad.

Freddie y Gay Orlow conocieron a «gente» durante los paseos que daban por Megève. Por lo visto, mucha «gente» había venido a refugiarse aquí, como nosotros. Quedaban y organizaban «fiestas». Nos llegaban ecos de ello por Freddie, Gay Orlow y Wildmer, que no tardaron en participar en esa vida nocturna. Yo no me fiaba. Prefería quedarme en el chalet con Denise.

No obstante, a veces bajábamos al pueblo. Salíamos del chalet a eso de las diez de la mañana y tomábamos un camino a cuya orilla había capillitas. A veces entrábamos en alguna y Denise encendía una vela. Unas cuantas estaban cerradas. Andábamos despacio para no resbalar en la nieve.

Más abajo, un crucifijo de piedra se erguía en el centro de algo así como una rotonda de donde salía un camino de cuesta muy empinada. En el centro habían puesto peldaños de madera, pero la nieve los había tapado. Yo iba delante de Denise, de forma tal que pudiera sujetarla si resbalaba. Al final del camino estaba el pueblo. Íbamos por la calle principal hasta la plaza del ayuntamiento y pasábamos ante el Hotel Le Mont-Blanc. Algo más allá, en la acera de la derecha, el edificio de hormigón grisáceo de la oficina de correos. Desde allí, enviábamos unas cuantas cartas a los amigos de Denise: Léon; Hélène, que nos había prestado el piso de la calle de Cambacérès… Le mandé una nota a Rubirosa para decirle que habíamos llegado bien gracias a sus pasaportes y le aconsejaba que se viniera con nosotros, pues la última vez que nos habíamos visto en la legación, me había dicho que tenía intención de irse «a tomar el fresco». Le di nuestras señas.

Subíamos hacia Rochebrune. De todos los hoteles que había a la orilla de la carretera, salían grupos de niños a los que acompañaban monitoras vestidas de azul marino con ropa de deportes de invierno. Llevaban al hombro esquís o patines de hielo. Y es que, efectivamente, habían requisado los hoteles de la estación de esquí para los niños más pobres de las grandes ciudades. Antes de dar media vuelta, mirábamos de lejos a todos los que se apiñaban ante la taquilla del teleférico.

Más arriba del chalet La Cruz del Sur, si íbamos por el camino en cuesta entre abetos, llegábamos ante un chalet muy bajo, de una sola planta. Allí vivía la señora que nos hacía los recados. Su marido tenía unas cuantas vacas; hacía de guarda de La Cruz del Sur cuando no estaban los dueños y había habilitado en su chalet una sala grande, con mesas, una barra rudimentaria y un billar. Una tarde fuimos por leche a su casa Denise y yo. No era muy amable que digamos con nosotros, pero Denise, cuando vio el billar, le preguntó si podía jugar. Primero pareció sorprendido, luego se relajó. Le dijo que fuera a jugar cuando quisiera.

Íbamos muchas veces, por la noche, cuando Freddie, Gay Orlow y Wildmer se habían marchado a participar en la vida del Megève de aquellos años. Nos proponían que quedásemos en L’Équipe o en un chalet cualquiera, para una «fiesta entre amigos», pero preferíamos subir al otro chalet. Georges —que así se llamaba el hombre— y su mujer nos estaban esperando. Creo que les caíamos bien. Jugábamos al billar con él y con dos o tres de sus amigos. La que mejor jugaba era Denise. Vuelvo a verla, grácil, con el taco del billar en la mano; vuelvo a ver su dulce rostro asiático, sus ojos claros, su pelo castaño con reflejos de cobre, cuyos bucles le llegaban a las caderas… Llevaba un jersey viejo rojo que le había prestado Freddie.

Nos quedábamos charlando con Georges y con su mujer hasta muy tarde. Georges nos decía que seguramente iba a haber jaleo cualquier día, y comprobaciones de identidad, porque mucha gente que estaba pasando una temporada de vacaciones en Megève andaba corriéndose juergas y llamaba la atención. Nosotros no éramos como los demás. Su mujer y él nos echarían una mano si pasaba algo.

Denise me dijo que «Georges» le recordaba a su padre. Encendíamos muchas veces un fuego de leña. Las horas pasaban, dulces y cálidas, y nos sentíamos en familia.

A veces, cuando los otros se habían ido, nos quedábamos solos en La Cruz del Sur. El chalet era para nosotros. Me gustaría volver a vivir algunas noches claras en las que mirábamos el pueblo, allá abajo, recortándose con nitidez sobre la nieve, y habríase dicho un pueblo en miniatura, uno de esos juguetes que ponen en Navidad en los escaparates. Aquellas noches todo parecía sencillo y tranquilizador y soñábamos con el porvenir. Nos afincaríamos aquí, nuestros hijos irían a la escuela del pueblo, llegaría el verano entre el ruido de los cencerros del ganado que pastaba… Llevaríamos una vida feliz y sin sorpresas.

Otras noches caía la nieve y me invadía una impresión de ahogo. Nunca podríamos Denise y yo salir de ésta. Estábamos presos en lo hondo de aquel valle y la nieve nos iría enterrando poco a poco. Nada más desalentador que aquellas montañas que cerraban el horizonte. El pánico se adueñaba de mí. Entonces, abríamos la puerta acristalada y salíamos a la terraza. Respiraba el aire puro, que embalsamaban los abetos. Ya no tenía miedo. Antes bien, notaba un desapego, una tristeza serena que me infundía el paisaje. ¿Y qué pasaba con nosotros entre todo aquello? Me daba la impresión de que el eco de nuestros gestos y de nuestras vidas lo ahogaba aquel algodón que caía en copos livianos a nuestro alrededor, sobre el campanario de la iglesia, sobre la pista de patinaje y el cementerio, sobre la raya más oscura que trazaba la carretera, cruzando el valle.

Y, luego, Gay Orlow y Freddie empezaron a invitar a gente al chalet, por las noches. Wildmer ya no temía que lo reconociesen y resultaba un animador brillante. Solían venir alrededor de diez personas, o más en muchas ocasiones, de improviso, a eso de las doce de la noche, y la fiesta que había empezado en otro chalet seguía a más y mejor. Denise y yo lo eludíamos, pero Freddie nos pedía que nos quedásemos tan cariñosamente que a veces le hacíamos caso.

Vuelvo a ver, borrosos, a unos cuantos. Un moreno muy espabilado que proponía continuamente una partida de póquer y circulaba en un coche con matrícula de Luxemburgo; un tal «André-Karl», un rubio con un jersey rojo y la cara curtida por el esquí de fondo; otro individuo, muy robusto y con un caparazón de terciopelo negro que, en mi recuerdo, no deja de dar vueltas como un abejorro gordo… Unas bellezas deportistas, entre las que había una tal «Jacqueline» y una tal «señora Campan».

A veces, en plena velada, podía suceder que apagasen de golpe la luz del salón o que una pareja se aislase en un dormitorio.

Y, para terminar, aquel «Kyril» con el que Gay Orlow se había encontrado en la estación de Sallanches y nos había propuesto llevarnos en su automóvil. Un ruso casado con una francesa muy guapa. Creo que trapicheaba con las latas de pintura y el aluminio. Llamaba con frecuencia desde el chalet a París y yo le repetía a Freddie que con aquellos telefonazos acabaríamos por llamar la atención, pero tanto Freddie como Wildmer habían perdido toda prudencia.

Fueron «Kyril» y su mujer quienes trajeron una noche al chalet a Bob Besson y a un tal «Oleg de Wrédé». Besson era monitor de esquí y había tenido como clientes a personas muy famosas. Practicaba el salto de trampolín y tenía en la cara costurones de las cicatrices de unas cuantas caídas desafortunadas. Cojeaba levemente. Un hombrecillo moreno, nacido en Megève. Bebía, aunque eso no le impedía estar esquiando desde las ocho de la mañana. Además del oficio de monitor, tenía un puesto en los servicios de abastecimiento y, por ello, contaba con un automóvil, un sedán negro, el que me había llamado la atención cuando llegamos a Sallanches. Wrédé, un ruso joven a quien Gay Orlow conocía ya de París, pasaba muchas temporadas en Megève. Parecía vivir de chanchullos comprando y volviendo a vender neumáticos y piezas sueltas, pues también él llamaba por teléfono a París desde el chalet y siempre lo oía telefonear a un misterioso «Taller de automóviles del Cometa».

¿Por qué trabé aquella noche conversación con Wrédé? Quizá porque era de trato agradable. Tenía una mirada sincera y una expresión de alegre ingenuidad. Se reía por todo. Y era tan atento que no podía por menos de preguntarle a uno continuamente si «está usted bien», si «no quiere una copita», si «no preferiría sentarse en este sofá en vez de en esa silla», si «durmió bien la noche pasada»… Tenía una forma de beberse tus palabras, con los ojos como platos y la frente arrugada, igual que si estuvieras profiriendo oráculos.

Se dio cuenta de nuestra situación y no tardó en preguntarme si nos apetecía quedarnos mucho «en estas montañas». Cuando le contesté que no teníamos elección, me dijo en voz baja que sabía un medio de pasar clandestinamente la frontera suiza. ¿Me interesaba?

Titubeé un instante y le contesté que sí.

Me dijo que saldría por 50.000 francos por persona y que Besson tenía parte en el asunto. Besson y él se encargarían de llevarnos a un punto cercano a la frontera en donde los sustituiría un guía especializado en pasos clandestinos que era amigo suyo. Habían hecho entrar así en Suiza a unas diez personas, cuyos nombres citaba. Tenía tiempo de pensármelo. Se iba a París, pero regresaría la semana siguiente. Me dio un número de París: Auteuil 54-73, en donde podría encontrarlo si me decidía deprisa.

Se lo conté a Gay Orlow, a Freddie y a Wildmer. A Gay Orlow pareció extrañarle que «Wrédé» tuviera que ver con el paso de fronteras, porque ella sólo le conocía la personalidad de joven frívolo que vivía de trapicheos. Freddie pensaba que no había que irse de Francia puesto que nos protegían nuestros pasaportes dominicanos. Y Wildmer opinaba que Wrédé tenía «jeta de gigoló», pero quien no le gustaba, sobre todo, era Besson. Nos afirmaba que las cicatrices que tenía Besson en la cara eran falsas y que se las pintaba él todas las mañanas con maquillaje. ¿Rivalidad de deportistas? No; la verdad es que le caía muy mal Besson, a quien llamaba «Cartón piedra». A Denise, Wrédé le parecía «simpático».

Quedó decidido muy deprisa. Por culpa de la nieve. No dejaba de nevar desde hacía una semana. Notaba de nuevo esa impresión de ahogo que ya había sentido en París. Me dije que si tardábamos más en irnos, nos quedaríamos pillados en la ratonera. Se lo expliqué a Denise.

Wrédé volvió la semana siguiente. Nos pusimos de acuerdo y hablamos del paso de la frontera con él y con Besson. Nunca me había parecido Wrédé más afable, más digno de confianza. Aquella forma amistosa de darme palmadas en el hombro, aquellos ojos claros, aquella cordialidad, todo me agradaba, aunque Gay Orlow me había dicho muchas veces en broma que de los rusos y de los polacos no había que fiarse.

Aquella mañana, muy temprano, hicimos el equipaje Denise y yo. Los demás aún estaban durmiendo y no quisimos despertarlos. Le dejé una nota a Freddie.

Nos esperaban a la orilla de la carretera, en el automóvil negro de Besson, ese que había visto ya en Sallanches. Conducía Wrédé y Besson iba sentado a su lado. Yo mismo abrí el maletero para meter el equipaje, y Denise y yo nos sentamos detrás.

No hablamos durante el trayecto. Wrédé parecía nervioso.

Nevaba. Wrédé conducía despacio. Íbamos por carreteras secundarias de montaña. El viaje duró por lo menos dos horas.

Fue al detener Wrédé el coche y pedirme el dinero cuando tuve un vago presentimiento. Le alargué los fajos de billetes. Los contó. Luego, se volvió hacia nosotros y me sonrió. Dijo que ahora nos separaríamos, por razones de prudencia, para pasar la frontera. Yo me iría con Besson; y él, con Denise y el equipaje. Dentro de una hora nos reuniríamos en casa de sus amigos, del otro lado… Seguía sonriendo. Una sonrisa extraña que sigo viendo en mis sueños.

Me bajé del coche con Besson. Denise se sentó delante, al lado de Wrédé. La miré y un presentimiento volvió a oprimirme el corazón. Quise abrir la portezuela y pedirle que se bajara. Nos habríamos ido los dos. Pero me dije que era de natural desconfiado y me estaba imaginando cosas. Y Denise parecía tranquila y de buen humor. Me mandó un beso con la mano.

Aquella mañana llevaba un abrigo de mofeta, un jersey Jacquard y un pantalón de esquí que le había prestado Freddie. Tenía veintiséis años, el pelo castaño, los ojos verdes y medía 1,65 m. No teníamos mucho equipaje: dos bolsas de cuero y una maletita marrón oscuro.

Wrédé arrancó sin dejar de sonreír. Le hice una seña con el brazo a Denise, que asomaba la cabeza por la ventanilla bajada. Seguí con la vista el coche que se alejaba. Ya no era, a lo lejos, sino un puntito negro.

Eché a andar detrás de Besson. Le miraba la espalda y las huellas de los pasos en la nieve. De repente, me dijo que se adelantaba para echar una ojeada, porque nos estábamos acercando a la frontera. Me pidió que lo esperase.

Al cabo de diez minutos comprendí que no iba a volver. ¿Por qué había metido yo a Denise en aquella trampa? Anduve durante horas y horas. Y, luego, acabé por tenderme en la nieve. A mi alrededor, todo era blanco.