VII
En la puerta acristalada, un cartel anunciaba que el «Pianista Waldo Blunt tocaba todos los días entre las seis de la tarde y las nueve de la noche en el bar del Hotel Hilton».
El bar estaba hasta los topes y no había ningún sitio libre, salvo un sillón vacío en la mesa de un japonés que llevaba gafas con montura de oro. No me entendió cuando me incliné hacia él para pedirle permiso para sentarme; y, cuando me senté, no me hizo caso alguno.
Clientes, americanos o japoneses, entraban, se llamaban entre sí y hablaban cada vez más alto. Se quedaban de pie entre las mesas. Algunos tenían un vaso en la mano y se apoyaban en los respaldos o en los brazos de los sillones. Había incluso una joven sentada en las rodillas de un hombre de pelo gris.
Waldo Blunt llegó con un cuarto de hora de retraso y se sentó al piano. Un hombrecillo relleno, con algo de calva y un bigote fino. Vestía un traje gris. De entrada, volvió la cabeza y lanzó una mirada circular a las mesas en torno a las que se apiñaba la gente. Acarició con la mano derecha el teclado del piano y empezó por tocar unos cuantos acordes al azar. Yo tenía la suerte de estar en una de las mesas más próximas a él.
Inició una melodía que me parece que era Sur les quais du vieux Paris, pero, debido al ruido de las voces y de las carcajadas, casi no se oía la música, y ni siquiera yo, que estaba muy cerca del piano, conseguía cazar todas las notas. Él seguía tocando, imperturbable, con el torso erguido y la cabeza inclinada. Me daba pena: me decía que en alguna etapa de su vida lo habían escuchado cuando tocaba el piano. Desde entonces, había debido de acostumbrarse a ese zumbido perpetuo que ahogaba la música que interpretaba. ¿Qué diría cuando pronunciase yo el nombre de Gay Orlow? ¿Lo sacaría aquel nombre por un momento de la indiferencia con la que seguía adelante con aquella pieza? ¿O ya no le recordaría nada, de la misma forma que aquellas notas de piano ahogadas por el barullo de las conversaciones?
El bar se fue vaciando poco a poco. Sólo quedábamos ya el japonés con las gafas de montura de oro, yo y, al fondo del todo, la joven a quien había visto en las rodillas del hombre de pelo gris, que ahora estaba sentada al lado de un gordo rubicundo con traje azul claro. Hablaban en alemán. Y altísimo. Waldo Blunt tocaba una melodía lenta que me era muy conocida.
Se volvió hacia nosotros.
—¿Desean que toque algo en particular, señoras y caballeros? —preguntó con voz fría en la que apuntaba un leve acento americano.
El japonés que tenía a mi lado no reaccionó. Estaba inmóvil, con la cara inexpresiva, y temí que se tambalease en el sillón al mínimo soplo de aire, porque seguramente se trataba de un cadáver embalsamado.
—Sag warum, por favor —pidió la mujer del fondo, con voz ronca.
Blunt asintió brevemente con la cabeza y empezó a tocar Sag warum. Las luces del bar se atenuaron, como en algunas salas de baile con los primeros compases de una pieza lenta. La pareja aprovechó para besarse y la mano de la mujer se le metía por la abertura de la camisa al gordo rubicundo y seguía bajando. La montura de oro de las gafas del japonés lanzaba leves destellos. Ante el piano, Blunt parecía un autómata que diese respingos: para tocar Sag warum hay que pulsar continuamente acordes fuertes en el teclado.
¿En qué pensaba mientras, a su espalda, un gordo rubicundo le acariciaba el muslo a una mujer rubia y un japonés embalsamado llevaba varios días sentado en un sillón de aquel bar del Hilton? Estaba seguro de que no pensaba en nada. Flotaba en un entumecimiento más o menos opaco. ¿Tenía yo derecho a sacarlo de golpe de aquel entumecimiento y de despertar en él algo doloroso?
El gordo rubicundo y la rubia se fueron del bar, seguramente para pedir una habitación. El hombre le tiraba del brazo y ella estuvo a punto de tropezar. Sólo quedábamos el japonés y yo. Blunt se volvió otra vez hacia nosotros y dijo con aquella voz fría suya:
—¿Quieren que toque algo más?
El japonés no se inmutó.
—Que reste-t-il de nos amours, por favor —le dije.
Tocaba aquella melodía con una lentitud curiosa y ésta parecía laxa, encenagada en un pantano del que a las notas les costaba trabajo desprenderse. De vez en cuando, dejaba de tocar, como un caminante agotado que se tambalease. Miró el reloj, se levantó de repente, nos saludó con una inclinación de la cabeza y dijo:
—Caballeros, son las nueve. Buenas noches.
Salió. Y yo tras él, pisándole los talones y dejando al japonés embalsamado en la cripta del bar.
Fue pasillo adelante y cruzó el vestíbulo desierto.
Lo alcancé.
—¿El señor Waldo Blunt?… Querría hablar con usted.
—¿Acerca de qué?
Me lanzó una mirada acosada.
—Acerca de alguien a quien conoció usted… Una mujer que se llamaba Gay. Gay Orlow…
Se quedó clavado en medio del vestíbulo.
—Gay…
Se le desorbitaban los ojos como si la luz de un foco le apuntase a la cara.
—¿Conoció… conoció usted… a Gay?
—No.
Habíamos salido del hotel. Una hilera de hombres y mujeres vestidos de gala con colores chillones —vestidos largos de raso verde o azul cielo y esmóquines granate— estaban esperando taxis.
—No querría molestarlo…
—No me molesta —me dijo con expresión preocupada—. Hacía tanto que no oía hablar de Gay… Pero ¿quién es usted?
—Un primo suyo. Me… me gustaría saber unos detalles acerca de ella.
—¿Unos detalles?
Se frotaba la sien con el índice.
—¿Qué quiere que le diga?
Habíamos tirado por una calle estrecha que corría a lo largo del hotel y desembocaba en el Sena.
—Tengo que volver a casa —me dijo.
—Lo acompaño.
—¿Así que es usted de verdad un primo de Gay?
—Sí. La familia querría algunas informaciones sobre ella.
—Murió hace mucho.
—Lo sé.
Caminaba con paso rápido y me costaba seguirlo. Intentaba no quedarme rezagado. Estábamos ya en el muelle de Branly.
—Vivo enfrente —me dijo señalando la otra orilla del Sena.
Tomamos el puente de Bir-Hakeim.
—No podré darle muchas informaciones —me dijo—. Conocí a Gay hace mucho.
Había acortado el paso, como si se sintiera en lugar seguro. A lo mejor había caminado deprisa hasta aquel momento porque creía que lo seguían. O para dejarme atrás.
—No sabía que Gay tenía familia —me dijo.
—Sí… sí… por la parte de los Giorgiadze.
—¿Cómo dice?
—La familia Giorgiadze… Su abuelo se llamaba Giorgiadze.
—Ah, bien.
Se detuvo y fue a apoyarse en el parapeto de piedra del puente. Yo no podía hacer lo mismo porque me daba vértigo. Así que me quedé de pie, frente a él. No se decidía a hablar.
—¿Sabe que… estuve casado con ella?
—Lo sé.
—¿Y cómo lo sabe?
—Lo ponía en unos papeles viejos.
—Actuábamos juntos en una sala de fiestas de Nueva York… Yo tocaba el piano… Me pidió que me casara con ella sólo porque quería quedarse en América y no tener problemas con los servicios de emigración…
Asentía con la cabeza según iba recordando.
—Era una chica peculiar. Luego, tuvo trato con Lucky Luciano… Lo conoció cuando actuaba en el casino de Palm Island…
—¿Luciano?
—Sí, sí, Luciano… Estaba con él cuando lo detuvieron en Arkansas… Después conoció a un francés y supe que se había ido con él a Francia…
Se le había despejado la cara. Me sonreía.
—Me gusta poder hablar de Gay, caballero…
Pasó un metro por encima de nuestras cabezas, en dirección a la orilla derecha del Sena. Luego otro, en sentido opuesto. Su estrépito ahogó la voz de Blunt. Me hablaba, lo notaba porque movía los labios.
—… La chica más guapa que he conocido nunca…
Aquel retazo de frase, que conseguí captar, me desanimó muchísimo. Estaba en medio de un puente, de noche, con un hombre a quien no conocía, intentando sacarle detalles que me aportasen información sobre mí y el ruido de los metros me impedía oírlo.
—¿No quiere que sigamos andando un poco?
Pero estaba tan absorto que no me contestó. Hacía tanto, seguramente, que no había vuelto a acordarse de aquella Gay Orlow que todos los recuerdos referidos a ella volvían a la superficie y lo aturdían como una brisa marina. Y allí seguía, apoyado en el parapeto del puente.
—¿De verdad no quiere que sigamos andando?
—¿Conoció a Gay? ¿La vio?
—No. Por eso precisamente querría saber algunos detalles.
—Era una rubia… con los ojos verdes… Una rubia… muy particular… ¿Cómo decirle? Una rubia… de pelo ceniciento…
Una rubia de pelo ceniciento. Y que a lo mejor desempeñó un papel importante en mi vida. Tendré que mirar atentamente su foto. Y, poco a poco, todo irá volviendo. A menos que acabe por ponerme sobre una pista más concreta. Lo de haber encontrado al tal Waldo Blunt era ya una suerte.
Lo agarré del brazo porque no podíamos quedarnos en el puente. Fuimos por el muelle de Passy.
—¿Volvió a verla en Francia? —le pregunté.
—No. Cuando llegué a Francia ya se había muerto. Se suicidó…
—¿Por qué?
—Me decía muchas veces que le daba miedo envejecer…
—¿Cuándo la vio por última vez?
—Después de la historia con Luciano conoció al francés ese. Nos vimos unas cuantas veces por aquel entonces…
—¿Conoció usted al francés?
—No. Me dijo que iba a casarse con él para conseguir la nacionalidad francesa… Estaba obsesionada con tener una nacionalidad.
—Pero ustedes dos se divorciaron.
—Sí, claro…, nuestro matrimonio duró seis meses. Fue sólo para aplacar a la Oficina de Inmigración, que quería expulsarla de los Estados Unidos…
Me concentraba para no perder el hilo de la historia. Tenía una voz muy sorda.
—Se marchó a Francia… Y no volví a verla… Hasta que me enteré… del suicidio…
—¿Cómo lo supo?
—Por un amigo americano que había conocido a Gay y estaba en París en aquella época. Me mandó un recorte de periódico…
—¿Y lo ha conservado?
—Sí. Seguro que está en mi casa, en algún cajón.
Estábamos llegando a la altura de los jardines del Trocadero. Las fuentes estaban encendidas y no había mucha circulación. Unos cuantos turistas formaban grupos ante las fuentes y en el puente de Iéna. Un sábado de octubre por la noche, pero, como el aire era tibio y había paseantes y árboles que aún no habían perdido las hojas, habría podido parecer un sábado por la noche de primavera.
—Vivo un poco más allá…
Dejamos atrás los jardines y nos metimos por la avenida de New York. Allí, bajo los árboles del muelle, me dio la desagradable impresión de que estaba soñando. Ya había vivido mi vida y no era sino un fantasma que flotaba en el aire tibio de un sábado por la noche. ¿Para qué pretender anudar de nuevo unos lazos cortados y buscar pasadizos que llevaban mucho tiempo tapiados? Y aquel hombrecillo gordito y bigotudo que caminaba a mi lado me costaba creer que fuera real.
—Qué curioso, de repente me he acordado de cómo se llamaba el francés a quien Gay conoció en América…
—¿Y cómo se llamaba? —pregunté con voz trémula.
—Howard… Ése era el apellido…, no el nombre… Espere… Howard de algo…
Me detuve y me incliné hacia él.
—¿Howard de qué?
—De… de… de Luz. L… U… Z… Howard de Luz… Howard de Luz…, me llamó la atención ese apellido…, medio inglés…, medio francés… o español…
—¿Y el nombre?
—Eso ya…
Hizo un gesto de impotencia.
—¿No sabe cómo era físicamente?
—No.
Le enseñaría la foto en la que Gay estaba con el anciano Giorgiadze y con aquel hombre que me parecía que era yo.
—¿Y qué profesión tenía ese Howard de Luz?
—Gay me dijo que pertenecía a una familia noble… No hacía nada.
Soltó una risita.
—Sí hacía…, sí…, espere… Ya me acuerdo. Estuvo una temporada muy larga en Hollywood… Y Gay me dijo que allí era el confidente del actor John Gilbert…
—¿El confidente de John Gilbert?
—Sí… En los últimos tiempos de la vida de Gilbert…
Los automóviles pasaban deprisa por la avenida de New York sin que se oyeran los motores y crecía mi sensación de estar soñando. Corrían con un ruido ahogado, fluido, como si se deslizasen por el agua. Estábamos llegando a la altura de la pasarela que hay antes del puente de l’Alma. Howard de Luz. Había una probabilidad de que ése fuera mi apellido. Howard de Luz. Sí, esas sílabas me despertaban algo por dentro, algo tan fugitivo como un reflejo de luna encima de algún objeto. Si yo era ese Howard de Luz debía de haber hecho gala en la vida de cierta originalidad, ya que, entre tantos oficios a cual más honroso y cautivador, había escogido el de ser «confidente de John Gilbert».
Inmediatamente antes de llegar al Museo de Arte Moderno, nos metimos por una calle pequeña.
—Aquí vivo —me dijo.
La luz del ascensor no funcionaba y el automático de la escalera se apagó en el preciso instante en que empezábamos a subir. En la oscuridad, oíamos risas y música.
El ascensor se detuvo y noté que Blunt, a mi lado, intentaba dar con el picaporte de la puerta del descansillo. La abrió y lo empujé al salir porque la oscuridad era total. Las risas y la música venían del piso en el que estábamos. Blunt hizo girar una llave en una cerradura.
Dejó la puerta entornada, a nuestra espalda; estábamos en el centro de un recibidor que iluminaba débilmente una bombilla que colgaba del techo, sin lámpara. Blunt estaba allí quieto, cortado. Me pregunté si no debería despedirme. La música era ensordecedora. Apareció, desde el interior de la vivienda, una joven pelirroja que llevaba un albornoz blanco. Nos miró a ambos con ojos asombrados. Por el albornoz, muy suelto, se le veían los pechos.
—Mi mujer —me dijo Blunt.
Ella me saludó con una breve inclinación de cabeza y se cerró con ambas manos el cuello del albornoz, pegándoselo a la garganta.
—No sabía que ibas a volver tan temprano —dijo.
Los tres estábamos inmóviles bajo aquella luz que daba a los rostros un tono lívido; y me volví hacia Blunt.
—Habrías podido avisarme —le dijo.
—No lo sabía…
Una niña pillada en flagrante delito de embuste. Bajó la cabeza. La música ensordecedora había callado y vino ahora una melodía tocada con saxofón, tan pura que se diluía en el aire.
—¿Sois muchos? —preguntó Blunt.
—No, no…, unos pocos amigos…
Asomó una cabeza por la puerta entornada, una rubia con el pelo muy corto y los labios pintados con una barra clara, casi rosa. Luego, otra cabeza, la de un moreno de piel mate. La luz de la bombilla daba a aquellos rostros aspecto de caretas; y el moreno sonreía.
—Tengo que volver con mis amigos… Ven dentro de dos o tres horas…
—Muy bien —dijo Blunt.
La mujer se fue del recibidor, en pos de los otros dos, y cerró la puerta. Se oyeron carcajadas y el ruido de una persecución. Luego, otra vez la música ensordecedora.
—¡Venga usted! —me dijo Blunt.
Otra vez estábamos en las escaleras. Blunt encendió el automático y se sentó en un peldaño. Me indicó con un ademán que me sentase a su lado.
—Mi mujer es mucho más joven que yo… Nos llevamos treinta años… No hay que casarse nunca con una mujer mucho más joven que uno… Nunca…
Me había puesto una mano en el hombro.
—Nunca funciona… No hay ni un ejemplo de que funcione… Que no se le olvide, amigo…
Se apagó el automático. Por lo visto, Blunt no tenía intención alguna de volverlo a encender. Yo tampoco, por cierto.
—Si Gay me viera…
Se echó a reír con la ocurrencia. Curiosa risa aquella, en la oscuridad.
—No me reconocería… He engordado lo menos treinta kilos desde entonces…
Una carcajada, pero diferente de la de antes, más nerviosa, forzada.
—Se llevaría un buen chasco… ¿Se da cuenta? Pianista en el bar de un hotel…
—Pero ¿por qué se iba a llevar un chasco?
—Y dentro de un mes estaré en paro…
Me apretaba el brazo, a la altura del bíceps.
—Gay creía que yo iba a llegar a ser el nuevo Cole Porter…
De repente, gritos de mujeres. Salían del piso de Blunt.
—¿Qué sucede? —le pregunté.
—Nada; se lo están pasando bien.
Una voz de hombre berreaba: «¿Me abres? ¿Me abres, Dany?» Risas. Un portazo.
—Dany es mi mujer —me cuchicheó Blunt.
Se levantó y encendió el automático.
—Vamos a tomar el aire.
Volvimos a cruzar la explanada del Museo de Arte Moderno y nos sentamos en los peldaños. Veía pasar los automóviles, más abajo, por la avenida de New York, único indicio de que aún existiera la vida. Todo estaba desierto y paralizado en torno. Incluso la Torre Eiffel, que divisaba allá, del otro lado del Sena, tan tranquilizadora de costumbre, parecía una mole de chatarra calcinada.
—Aquí se respira —dijo Blunt.
Soplaba, efectivamente, un viento tibio por la explanada, entre las estatuas, que eran manchas de sombra, y las elevadas columnas del fondo.
—Querría enseñarle unas fotos —le dije a Blunt.
Me saqué del bolsillo un sobre que abrí y saqué de él dos fotos: la de Gay Orlow con el anciano Giorgiadze y el hombre en quien yo creía reconocerme, y la otra, en que Gay era una niña. Le alargué la primera foto.
—No se ve nada aquí —susurró Blunt.
Encendió un mechero, pero tuvo que hacerlo varias veces porque el viento apagaba la llama. La cubrió con la palma de la mano y acercó el mechero a la foto.
—¿Ve a un hombre en la foto? —le dije—. A la izquierda… A la izquierda del todo…
—Sí.
—¿Lo conoce?
—No.
Estaba inclinado sobre la foto, haciendo visera con la mano pegada a la frente para proteger la llama del mechero.
—¿No cree que se parece a mí?
—No lo sé.
Siguió mirando atentamente la foto durante unos segundos y me la devolvió.
—Gay era exactamente así cuando la conocí —me dijo con voz triste.
—Mire, una foto de ella de niña.
Le alargué la otra foto y la examinó a la luz del mechero, sin quitarse la mano de la frente, haciendo visera, con la postura de un relojero que hace un trabajo de gran precisión.
—Era una niña muy guapa —me dijo—. ¿No tiene más fotos de ella?
—Por desgracia, no… ¿Y usted?
—Tenía una foto de nuestra boda, pero la perdí en América… Me pregunto incluso si guardé el recorte de periódico del suicidio…
Cada vez se le notaba más el acento americano, imperceptible al principio. ¿El cansancio?
—¿Tiene que esperar así muchas veces para volver a casa?
—Cada vez con más frecuencia. Y eso que todo empezó bien… Mi mujer era muy agradable…
Encendió un cigarrillo; le costó hacerlo por el viento.
—Gay se quedaría asombrada si me viera en este estado…
Se me arrimó y me puso una mano en el hombro.
—¿No le parece, amigo, que hizo bien en irse antes de que fuera demasiado tarde?
Lo miré. En él todo era redondo. La cara, los ojos azules e incluso el bigotito, recortado en arco de círculo. Y también la boca, y las manos gordezuelas. Me recordaba a esos globos que los niños sujetan por un cordel y sueltan a veces para ver hasta dónde llegarán por el cielo. Y el nombre de Waldo Blunt estaba hinchado como uno de esos globos.
—Lo siento muchísimo, amigo… No he podido darle demasiados detalles sobre Gay.
Notaba que el cansancio y el abatimiento lo lastraban, pero lo vigilaba muy de cerca porque temía que, con la menor ráfaga de viento que cruzase la explanada, saliera volando y me dejase solo con mis preguntas.