Primavera de 1536
El hielo se fundió pero el clima no parecía mejorar. Los macizos de campanillas de invierno florecían alrededor del prado de los bolos, pero estaba tan inundado que no podíamos jugar, y los senderos estaban demasiado empapados para pasear. La pierna de Enrique no se curaba, era una herida abierta y las distintas pócimas y cataplasmas aplicados, al parecer, sólo la inflamaban más. El rey comenzó a temer que nunca volvería a bailar y las noticias del rey Francisco I de Francia, muy animado y con buena salud, lo amargaron aún más.
Comenzó la Cuaresma, así que no hubo más bailes ni fiestas. Tampoco ninguna oportunidad para que Ana pudiera atraerlo al lecho y conseguir otro bebé. Nadie, ni siquiera el rey ni la reina, podía yacer con nadie en Cuaresma, así que Ana tuvo que soportar la visión de Enrique sentado en una silla acolchada, con la pierna inutilizada sobre un taburete, junto a Jane, leyendo tratados piadosos, consciente de que ni siquiera podía reclamar su derecho como esposa para que él fuera a su lecho.
Estaba eclipsada y olvidada. Cada día había menos damas en su cámara, se las elegía y pagaba para ser damas de compañía de la reina, pero todas estaban en los aposentos de Jane Seymour. Las únicas que le eran leales eran aquellas que, de todos modos, no le procuraban placer: nuestra familia, Madge Shelton, la tía Ana, mi hija Catalina y yo. Algunos días los únicos gentileshombres en sus aposentos eran Jorge y su círculo de amigos: sir Francis Weston, sir Henry Norris, sir William Breeton. Me relacionaba con los mismos hombres contra los cuales me había advertido mi esposo, pero Ana no tenía otras amistades. Jugábamos a las cartas, llamábamos a los músicos o, si venía sir Thomas Wyatt de visita, celebrábamos un torneo de poesía y cada hombre escribía un verso de un soneto amoroso a la reina más bella del mundo; pero todo era algo vacuo, un espacio vacío allí donde debía haber alegría. Todo se desmoronaba alrededor de Ana, y no sabía cómo reconquistarlo.
A mediados de marzo, Ana se tragó el orgullo y mandó llamar a nuestro tío.
—Ahora no puedo ir, tengo asuntos que atender. Podéis decir a la reina que iré a verla esta tarde.
—No creo que se pueda decir a una reina que espere —observé.
Cuando vino por la tarde, Ana lo saludó sin ninguna señal de desagrado y lo condujo hacia una ventana en saliente para hablar a solas. Yo estaba lo bastante cerca como para oírlos, aunque ninguno de los dos alzó la voz por encima de un siseo cortés.
—Necesito vuestra ayuda contra los Seymour —dijo ella—. Debemos librarnos de Jane.
—Sobrina mía —contestó él, encogiéndose de hombros con pesar—, no siempre habéis sido tan servicial conmigo como hubiera deseado. En una ocasión, no hace mucho, me acusasteis ante el propio rey. Si no fuerais reina, no creo que pudierais volver a convertiros en una Howard.
—Soy una Bolena, una Howard —susurró ella con la mano en la «B» de oro de la garganta.
—Hay muchas jóvenes en la familia Howard —repuso él—. Mi esposa, la duquesa, tiene en casa a media docena de ellas, en Lambeth, son primas vuestras, todas tan bonitas como vos, como María, como Madge. Todas igual de vivarachas, de sangre caliente. Cuando el rey se harte de una tímida, habrá una Howard para calentar su lecho, siempre habrá otra.
—Pero ¡yo soy la reina! ¡No otra dama de compañía!
—Os haré una oferta —dijo él—. Si Jorge consigue la Orden de la Jarretera en abril, os apoyaré. Ved si podéis conseguirlo para la familia y veremos qué puede hacer la familia por vos.
—Puedo pedírsela —dijo Ana, dudosa.
—Hacedlo —aconsejó mi tío—. Si podéis conseguir algo interesante para la familia, firmaremos un nuevo contrato con vos para defenderos contra vuestros enemigos. Pero esta vez, Ana, debéis recordar quién es vuestro padrino.
Ella se mordió los labios para no desafiarlo, hizo una reverencia y mantuvo la cabeza baja.
El 23 de abril el rey ordenó caballero de la Orden de la Jarretera a sir Nicholas Carew, afecto a los Seymour, propuesto por ellos. Mi hermano Jorge fue desestimado. Ésa noche, en la fiesta brindada para celebrar la concesión, mi tío y sir John Seymour se sentaron juntos para compartir un ágape de elaborados platos y lo pasaron increíblemente bien.
Al día siguiente, Jane Seymour se sentó con nosotros en los aposentos de la reina, así que toda la corte bullía al completo. Se había llamado a los músicos, iba a haber baile. No se esperaba al rey, Ana lo había invitado a una partida de cartas y él le había contestado que estaba demasiado ocupado en sus asuntos.
—¿Qué está haciendo? —preguntó a Jorge cuando le trajo la negativa del rey.
—No sé. Recibe a los obispos. Y a la mayoría de los señores, uno por uno.
—¿Para hablar sobre mí?
Cuidadosamente, ninguno de los dos miraba a Jane, centro de atención en los aposentos de la propia reina.
—No sé —contestó Jorge, abatido—. Supongo que seré el último en saberlo. Pero sí preguntó qué hombres os visitan diariamente.
—Bueno, todos lo hacen —dijo Ana, bastante perpleja—. Soy la reina.
—Se han mencionado ciertos nombres —dijo Jorge—. Henry y Francis entre ellos.
—Henry Norris ronda la corte por Madge —dijo Ana entre risas. Se volvió y lo vio inclinado sobre el hombro de Madge, dispuesto a pasar la página mientras ella cantaba—. ¡Sir Henry! —llamó—. ¡Venid aquí, por favor!
Dijo una palabra a Madge, cruzó hasta donde estaba la reina e hincó una rodilla ante ella con burlona galantería.
—Obedezco —dijo.
—Ya es hora de que os desposéis, sir Henry —dijo Ana con fingida severidad—. No puedo teneros rondando mis aposentos en menoscabo de mi reputación. Debéis hacer a Madge una proposición, no quiero otro comportamiento en mis damas que no sea impecable.
Él rió abiertamente, por lo sorprendente de que Madge tuviera un comportamiento impecable.
—Ella es mi escudo. Mi corazón anhela otro lugar.
—No quiero bonitos discursos —dijo Ana—. Debéis hacer a Madge una propuesta matrimonial y cumplirla.
—Ella es la luna, pero vos sois el sol —respondió Henry.
Yo miré a Jorge y puse los ojos en blanco.
—¿No te apetece a veces darle una patada? —susurró él audiblemente.
—¡Éste hombre es idiota! —dije—. Y esto no nos llevará a ninguna parte.
—No puedo ofrecerle un corazón al completo, así que no le ofreceré ninguno —dijo Henry, zafándose de aquel complejo lío de cortesías en que se había metido—. Mi corazón pertenece a la reina de todos los corazones de Inglaterra.
—Gracias —dijo Ana, cortante—. Podéis seguir pasando páginas para la luna. —Norris rió, se levantó y le besó la mano—. Pero no puedo permitirme habladurías sobre mis aposentos —advirtió Ana—. El rey, desde su caída, se ha vuelto severo.
—Nunca tendréis motivos para quejaros de mí —prometió Norris, y le volvió a besar la mano—. Daría mi vida por vos.
Volvió con Madge caminando con afectación. Ella levantó la mirada y se encontró con la mía. Le dirigí una mueca de disgusto y ella me devolvió una sonrisa burlona. Nada conseguiría jamás que esa jovencita se comportara como una dama.
—No puedes acallar los rumores uno a uno —dijo Jorge—. Debes vivir como si ninguno tuviera la menor importancia.
—Acallaré cada uno de ellos —juró ella—. Y averiguarás a quién ve el rey y qué dicen sobre mí.
Jorge no pudo descubrir qué sucedía. Me envió a mi padre, quien sólo apartó la vista y me dijo que pidiera noticias a mi tío. Encontré a mi tío en el patio de las caballerizas, inspeccionando una yegua que pensaba comprar. El sol de abril apretaba en el patio. Esperé a la sombra de la entrada hasta que acabó y luego me acerqué.
—Tío, el rey parece muy ocupado con el señor Cromwell, el señor tesorero y con vos. La reina se pregunta qué asunto los ocupa tanto.
Por primera vez no se volvió hacia mí con su sonrisa amarga. Me miró directamente a la cara y sus ojos oscuros estaban llenos de algo que nunca había visto antes en él: piedad.
—Yo sacaría a vuestro hijo del cuidado de los tutores y lo llevaría a casa —me advirtió discretamente—. Estudia con el niño de Henry Norris, donde los cistercienses, ¿verdad?
—Sí —respondí, confundida.
—Si fuera vos, no me relacionaría en absoluto con Norris, ni Breeton, ni Weston, ni Wyatt. Y si os han enviado alguna carta, poema amoroso, tonterías o regalitos, los quemaría.
—Soy una mujer casada y amo a mi esposo —dije, desconcertada.
—Ésa es vuestra salvaguardia —coincidió—. Ahora marchaos. Lo que sé no puede ayudaros y sólo me concierne a mí. Id, María. Pero si yo fuera vos, tendría a ambos niños bajo mi tutela. Y abandonaría la corte.
No fui con Jorge y Ana, que me esperaban ansiosamente, sino directamente a los aposentos del rey, a buscar a mi esposo. Esperaba en la antesala, el rey estaba en sus aposentos privados con sus asesores, quienes lo mantenían ocupado y encerrado todos esos días. En cuanto William me vio entrar, cruzó la estancia y me condujo al corredor.
—¿Malas noticias?
—Ninguna, es como un misterio.
—¿Un misterio de quién?
—De mi tío. Me dice que no me relacione en absoluto con Henry Norris, William Breeton, Francis Weston ni Thomas Wyatt. Cuando le dije que no, me aconsejó que quitara a Enrique de la tutela de los tutores, que los niños estuvieran conmigo y que abandonara la corte.
—¿Dónde está el misterio? —preguntó William tras pensar un momento.
—En qué significa.
—Tu tío siempre será un misterio para mí —dijo—. No pensaré en qué significa, seguiré su consejo. Me iré inmediatamente a buscar a Enrique.
En dos zancadas volvió a la cámara del rey, tocó el brazo de un hombre y le pidió que lo excusara si el rey lo llamaba, que estaría de vuelta en cuatro días. Luego salió del corredor conmigo, hacia las escaleras, dando zancadas tan rápidas que tuve que correr para subir con él.
—¿Por qué? ¿Qué crees que va a pasar? —pregunté, realmente atemorizada.
—No sé. Lo único que sé es que si tu tío dice que nuestro hijo no debería estar con el de Henry Norris lo traeré aquí. Y una vez aquí nos iremos todos a Rochford. No esperaré a que me avisen dos veces.
La enorme puerta que daba al patio estaba abierta y corrió al exterior. Recogí la orla del vestido y corrí tras él. Dio un grito en el patio de las caballerizas y uno de los mozos de los Howard vino dando tumbos y William lo envió corriendo a enjaezar su caballo.
—No puedo quitárselo a los tutores sin el consentimiento de Ana —dije precipitadamente.
—Sólo me lo llevaré —repuso William—. Podemos conseguir el permiso después. Si lo necesitamos. Los acontecimientos van demasiado rápido para mí. Quiero que nuestro hijo esté a salvo —dijo. Me cogió en sus brazos y me besó con firmeza en la boca—. Mi amor, siento dejarte aquí, en medio de todo esto.
—Pero ¿qué puede pasar?
—Sabe Dios —contestó. Me besó con más fuerza—. Pero vuestro tío no da advertencias a la ligera. Recogeré a nuestro hijo y luego nos largaremos todos de aquí antes de que nos ocurra algo malo.
—Iré corriendo a traerte la capa de viaje.
—Cogeré una de los mozos del establo —dijo. Fue rápidamente al cuarto de arreos y salió con una capa corriente de fustán.
—¿Tanta prisa tienes que no puedes esperar por tu capa?
—Prefiero irme ahora —dijo simplemente, y su imperturbable certeza me hizo temer más que nunca por la seguridad de mi hijo.
—¿Tienes dinero?
—Bastante —contestó, sonriendo—. Acabo de ganar un monedero de oro a sir Edward Seymour. No está mal, ¿eh?
—¿Cuánto tiempo crees que estarás fuera?
—Tres días, quizá cuatro —dijo tras pensar un momento—. No más. Cabalgaré sin parar. ¿Puedes esperarme cuatro días?
—Sí.
—Si las cosas empeoran, coge a Catalina y al bebé y vete. Llevaré a Enrique a Rochford, sin falta.
—Sí.
Me dio otro beso intenso y luego William puso el pie en el estribo y subió a la silla. El caballo estaba fresco e impaciente, pero lo mantuvo a paso de paseo mientras pasó bajo el arco y salió al camino. Me hice sombra en los ojos con la mano y le miré marchar. Sentí un escalofrío bajo la brillante luz del sol del patio de caballerizas, como si partiera el único hombre que podía salvarme.
Jane Seymour no volvió a aparecer en los aposentos de la reina y una extraña tranquilidad cayó sobre las soleadas estancias. Las doncellas aún entraban y hacían su trabajo, el fuego estaba encendido, las sillas ordenadas, las mesas dispuestas con fruta, agua y vino, todo preparado para recibir, pero no venía nadie.
Ana y yo, mi hija Catalina, mi tía María y Madge Shelton se quedaban sentadas, incómodas por el eco de las grandes estancias. Mi madre no venía nunca, se había apartado completamente de nosotras, como si no hubiéramos nacido. Nunca veíamos a mi padre. Mi tío miraba a través de nosotras como si fuéramos cristal veneciano.
—Me siento como si fuera un fantasma —dijo Ana. Estábamos paseando por el río, ella se apoyaba en el brazo de Jorge. Yo caminaba detrás, con sir Francis Weston, luego venía Madge con sir William Breeton. Casi no podía hablar debido a la ansiedad. No sabía por qué nuestro tío me había nombrado a esos hombres, ni qué secretos guardaban en su interior. Sentí como si hubiera una conspiración: en cualquier momento podía saltar una trampa y yo, sin saber nada, habría metido la pata en ella.
—Celebran una especie de juicio —dijo Jorge—. Me lo dijo un paje que entró a servirles vino. El secretario Cromwell, nuestro tío, el duque de Suffolk y otros.
Mi hermano y mi hermana procuraban no intercambiar ni una mirada.
—No pueden alegar nada contra mí —dijo Ana.
—No —coincidió Jorge—. Pero pueden hacer acusaciones falsas. Piensa en qué se dijo contra la reina Catalina.
—Es el bebé muerto —dijo Ana de pronto, volviéndose bruscamente hacia él—. ¿Verdad? Y el testimonio de esa vieja comadrona loca, con sus mentiras dementes.
—Debe de ser —dijo Jorge, asintiendo—. No tienen nada más.
Ella giró sobre sus talones y salió disparada hacia el palacio.
—¡Ya les enseñaré! —gritó.
Jorge y yo corrimos tras ella.
—¿Enseñarles qué? —preguntó Jorge.
—¡Ana! —grité—. ¡No seas tan precipitada!
—¡Me he arrastrado por este palacio como si fuera un ratoncito, temerosa de mi propia sombra, durante tres meses! —exclamó—. Me aconsejasteis que fuera dulce. ¡Lo he sido! Ahora me defenderé. ¡Celebran un tribunal secreto para juzgarme en secreto! ¡Los haré hablar! ¡No seré condenada por un puñado de ancianos que siempre me han aborrecido! ¡Ya les enseñaré!
Cruzó corriendo el césped hasta la entrada al palacio. Jorge y yo nos quedamos helados un momento y luego nos volvimos hacia los otros.
—Seguid caminando —dije, furiosa.
—Iremos con la reina —dijo Jorge. Francis tendió la mano instintivamente para que Jorge se quedara con él—. Está todo bien —lo tranquilizó Jorge—. Pero mejor que vaya con ella.
Jorge y yo corrimos por la hierba y entramos en el palacio siguiendo a Ana. No estaba fuera de la cámara de audiencias del rey, y el soldado de la puerta dijo que no había sido admitida. Al no obtener resultado, esperamos preguntándonos dónde habría ido cuando oímos sus pasos corriendo por las escaleras. Tenía a la princesa Elizabeth en sus brazos, gorjeando y riendo, mirando la luz parpadeante, mientras Ana corría con ella.
Mientras corría, iba desabotonando el vestidito de la niña. Asintió al soldado, quien le abrió la puerta de par en par y entró en la cámara de audiencias antes de que se dieran cuenta de lo que se avecinaba.
—¿De qué se me acusa? —inquirió al rey al pasar el umbral.
Él se levantó incómodo de la cabecera de la mesa. La enojada mirada negra de Ana barrió a los nobles sentados a su alrededor.
—¿Quién osa decir una palabra en mi contra a la cara?
—Ana… —comenzó a decir el rey.
—Os han llenado de mentiras y veneno contra mí —dijo Ana rápidamente, volviéndose hacia él—. Tengo derecho a un trato mejor. He sido una buena esposa para vos, os he amado mejor que ninguna otra mujer.
—Ana… —repitió él, recostándose contra el respaldo de la silla profusamente labrada.
—Aún no he llevado a término un varón, pero no es culpa mía —dijo ella apasionadamente—. Catalina tampoco lo hizo. ¿La llamasteis bruja por eso?
Hubo un siseo y un murmullo cuando pronunció despreocupadamente tan tremenda palabra. Vi un puño cerrado con el pulgar entre el segundo y tercer dedo haciendo la señal de la cruz, la señal contra el mal de ojo.
—Pero os he dado una princesa —gritó Ana—. La princesa más bella del mundo. Con vuestro cabello y vuestros ojos, hija vuestra, indudablemente. Cuando nació dijisteis que aún era pronto y que tendríamos hijos. ¡Entonces no teníais miedo de vuestra propia sombra, Enrique!
Casi había desnudado a la niñita y ahora la sostuvo en alto para que la viera. Enrique retrocedió aunque la niña lo llamó «¡papá!» y le tendió los brazos.
—¡Su piel es perfecta, no tiene ni una imperfección en el cuerpo, ni una marca en ninguna parte! Nadie puede decir que no es una niña bendecida por Dios. ¡Nadie puede decirme que no va a ser la princesa más magnífica que este reino haya tenido jamás! ¡Y os daré más! ¿Podéis mirarla sin saber que tendrá un hermano tan fuerte y hermoso como ella?
La princesa Elizabeth miró los rostros adustos. El labio inferior le tembló. Ana la tenía en sus brazos, con el rostro encendido por la provocación y el reto. Enrique miró a ambas, luego apartó la cabeza de su esposa e ignoró a su hijita.
Pensé que Ana tendría un ataque de ira al que él no osaría enfrentarse, pero cuando el rey volvió la cabeza, la pasión la abandonó repentinamente, como si supiera que la decisión del rey ya estaba tomada y que su necedad, terca y deliberada, le saldría cara.
—Ay, Dios mío, Enrique, ¿qué os he hecho? —susurró ella.
Él sólo contestó una palabra. Dijo «¡Norfolk!» y mi tío se levantó de su asiento ante la mesa y miró alrededor buscándonos a Jorge y a mí, vacilantes en la entrada, sin saber qué hacer.
—Llevaos a vuestra hermana —nos dijo—. Nunca debisteis haberle permitido que entrara aquí.
Silenciosamente, entramos en la habitación. Cogí a la pequeña Elizabeth de brazos de Ana, vino conmigo con un grito de placer y se acomodó en mi cadera, rodeándome el cuello con un brazo. Jorge cogió a Ana de la cintura y la condujo fuera de la habitación.
Miré atrás al salir. Enrique estaba inmóvil. Mantuvo el rostro vuelto contra nosotros, los Bolena, y contra nuestra princesita, hasta que la puerta se cerró detrás y nos quedamos fuera, sin saber aún de qué discutían, qué habían decidido ni qué sucedería.
Volvimos a los aposentos de Ana, la niñera entró y se llevó a Elizabeth. Lamenté que se fuera, consciente de mi deseo de tener a mi propio bebé. Pensaba en William, preguntándome lo lejos que estaría. Un mal presentimiento se cernía sobre el palacio como una tormenta.
Cuando abrimos la puerta de su habitación privada, una pequeña figura saltó hacia delante. Ana gritó y retrocedió. Jorge tenía lista la daga, casi lo apuñala antes de detenerse.
—¡Smeaton! —dijo—. ¿Qué demonios estáis haciendo aquí?
—Vine a ver a la reina —dijo el chico.
—Por el amor de Dios, casi os atravieso. No deberíais estar aquí sin invitación. Salid, chico. ¡Marchaos!
—Tengo que preguntar… tengo que decir…
—Fuera —dijo Jorge.
—¿Atestiguaréis a mi favor, Su Majestad? —gritó Smeaton por encima del hombro, mientras Jorge lo empujaba hacia la puerta—. Me citaron y me sometieron a muchas preguntas.
—Esperad un momento —dije—. ¿Preguntas sobre qué?
—¿Qué importa? —preguntó Ana. Se dejó caer sobre el asiento del alféizar y miró fuera—. Les preguntarán todo a todos.
—Preguntaron si había tenido alguna familiaridad con vos, Su Majestad —dijo el chico, enrojeciendo tan intensamente como una muchacha—. O con vos, señor —le dijo a Jorge—. Me preguntaron si había sido un Ganímedes para vos. No sabía qué querían decir, y entonces me lo explicaron.
—¿Y dijisteis? —inquirió Jorge.
—Dije que no. No quería decirles…
—Bien —dijo Jorge—. Mantente firme ahí y no vuelvas a acercarte a la reina, ni a mí, ni a mi hermana.
—Pero tengo miedo —dijo el chico. Temblaba de verdad, con lágrimas en los ojos. Lo habían interrogado durante horas sobre vicios de los cuales nunca había oído hablar. Eran viejos soldados endurecidos y príncipes de la Iglesia, sabían más sobre el pecado que lo que él aprendería nunca. Y luego había corrido a nosotros buscando ayuda y no encontraba ninguna.
Jorge lo cogió por el brazo y lo condujo a la puerta.
—Meted esto en vuestra espesa y bonita cabeza —dijo, terminante—. Sois inocente y así se lo habéis dicho, y quizá podáis escapar con eso. Pero si os encuentran aquí, pensarán que eres compinche nuestro, sobornado por nosotros. Así que salid y quedaos fuera. Éste es el peor lugar del mundo para venir a buscar ayuda.
Lo empujó por la puerta, pero el chico se aferró al umbral, incluso aunque el soldado de fuera esperara una palabra de Jorge para arrojarlo escaleras abajo.
—Y no mencionéis a sir Francis —le dijo Jorge en un rápido susurro—. Ni tampoco nada de lo que nunca hayáis visto ni oído. ¿Entendéis? Ni digáis nada.
—¡No he dicho nada! —exclamó el chico, aún aferrado—. He sido leal. Pero ¿y si vuelven a interrogarme? ¿Quién me protegerá? ¿Quién seguirá siendo mi amigo?
Jorge hizo una señal al soldado, quien dio un puñetazo al chico en el antebrazo. Soltó la puerta con un aullido de dolor mientras Jorge le daba un portazo en las narices.
—Nadie —respondió Jorge con gravedad—. Igual que nadie nos protegerá a nosotros.
El día siguiente era el uno de mayo. Ana debería haber sido despertada al amanecer con las damas cantando bajo su ventana y las doncellas en procesión con varitas de sauce peladas. Pero nadie lo había organizado, así que, por primer año, no sucedió. Despertó pálida y demacrada a la hora usual y pasó la primera hora del día de rodillas en el reclinatorio, antes de ir a misa, a la cabeza de sus damas.
Jane la seguía detrás vestida de blanco y verde. Los Seymour habían empezado mayo con flores y canciones, Jane había dormido con flores bajo la almohada y, sin duda, había soñado con su futuro esposo. Miré su rostro dulce y soso y me pregunté si sabía lo altas que iban las apuestas del juego al que jugaba. Sonrió ante mi rostro adusto y me deseó una jubilosa mañana de mayo.
Pasamos en fila por la capilla del rey, quien desvió la mirada cuando pasó Ana. Ella se arrodilló para las plegarias y las siguió fervorosamente, diciendo cada palabra tan piadosa como la propia Jane. Cuando finalizó el servicio religioso y abandonábamos la iglesia, el rey salió de su galería y le preguntó brevemente:
—¿Asistiréis al torneo?
—Sí —contestó Ana, sorprendida—. Por supuesto.
—Vuestro hermano está en las listas contra Henry Norris —dijo él, observándola cuidadosamente.
—¿Y qué? —preguntó ella, encogiéndose de hombros.
—Tendréis un dilema para escoger el campeón de esa justa —dijo. Cada palabra estaba llena de intención, como si Ana supiera de qué hablaba.
Ella desvió la mirada hacia mí, como si yo pudiera ayudarla. Alcé las cejas. Yo tampoco lo sabía.
—Favorecería a mi hermano, como toda buena hermana —dijo ella con prudencia—. Pero Henry Norris es un caballero muy gentil.
—Quizá no podáis escoger entre ambos —sugirió el rey.
—No, señor —dijo ella. Había algo lastimoso en su sonrisa desconcertada—. ¿A quién queréis que escoja?
El semblante del rey se ensombreció al instante.
—Estad segura de que miraré a ver quién escogéis en realidad —dijo bruscamente con repentino rencor, y luego se volvió con una cojera muy pronunciada, su dolorida pierna estaba inflamada por la cataplasma que llevaba sobre la herida. Ana lo miró irse, muda.
La tarde era calurosa y pesada, las nubes bajas presionaban el palacio y el patio de justas estaba sofocante bajo el calor. A cada momento me encontraba mirando hacia el camino de Londres para ver si William volvía, aunque sabía que no podía esperarlo hasta dentro de otro par de días.
Ana estaba vestida de plateado y blanco con una blanca varita de mayo, cual muchacha despreocupada en primavera. Los caballeros se prepararon para el torneo cabalgando en círculo ante la tribuna real, con los yelmos bajo el brazo, sonriendo al rey, con la reina sentada a su lado y sus damas detrás.
—¿Aceptaréis una apuesta? —preguntó el rey a Ana.
—¡Oh, sí! —contestó. Vi la viveza de su sonrisa ante su voz normal.
—¿A quién preferís para la primera justa?
Era la misma pregunta que le había formulado en la capilla.
—Debo favorecer a mi hermano —contestó ella sonriendo—. Nosotros, los Bolena, debemos permanecer unidos.
—He prestado a Norris mi propio caballo —advirtió el rey—. Creo que encontraréis que es el mejor.
—Entonces le daré mi favor a él y apostaré el dinero por mi hermano. ¿Eso complacería a Su Majestad?
Él asintió, sin decir nada.
Ana cogió un pañuelo del vestido, se inclinó hacia el borde de la tribuna real e hizo señas a sir Norris. Él se adelantó y bajó la lanza como saludo. Ella alargó la mano con el pañuelo y él, controlando elegantemente con una mano al caballo que se movía, apuntó la lanza en su dirección y enganchó el pañuelo con un fácil movimiento. Fue un gesto hermoso, las damas de la tribuna aplaudieron y Norris sonrió, dejó caer la lanza en su mano, arrebató el pañuelo de la punta y lo introdujo en su peto.
Todos miraban a Norris, pero yo observaba al rey. Vi una mirada en su semblante que nunca había visto con anterioridad aunque sí de alguna manera advertido ahí, como una sombra. La mirada que dirigió a Ana cuando daba el pañuelo a Norris era la de un hombre que ha usado una copa y va a romperla. Un hombre que se ha hartado de su perro y va a abandonarlo. Había acabado con mi hermana. Lo vi en esa mirada. Lo que no sabía era cómo iba a librarse de ella.
Hubo un estruendo de truenos tan amenazador como el rugido de un oso acosado, y el rey gritó que diera comienzo el torneo. Mi hermano ganó la primera justa, Norris la segunda, luego mi hermano la tercera. Llevó el caballo de vuelta a las filas para permitir que el siguiente contendiente ocupara su lugar, y Ana se puso en pie para aplaudirlo.
El rey estaba sentado quieto, observando a Ana. Su pierna comenzó a apestar con el calor de la tarde, pero él no se dio cuenta. Le ofrecieron bebida, unas fresas tempranas. Comió y bebió, probó algo de vino y unos pasteles. La justa continuó. Ana se volvió, sonrió y entabló conversación. Él estaba sentado a su lado como si fuera un juez, como si fuera el Día del Juicio.
Al final de la justa, Ana se levantó para entregar los premios. Ni siquiera vi quién había ganado, observando al rey mientras Ana daba los premios y alargaba la manita para que se la besaran. Él se levantó y fue al fondo de la tribuna. Vi que señalaba a Henry Norris y le hacía señas mientras se iba. Norris, despojado de su armadura pero aún en su caballo sudoroso, se volvió y cabalgó en redondo para encontrarse con él en la parte posterior de la tribuna.
—¿Adónde va el rey? —preguntó Ana, mirando.
Eché una ojeada hacia el camino de Londres, buscando con la mirada el caballo de William. Pero allí, en el camino, estaba el pendón del rey y su inconfundible mole a caballo. Lo acompañaban Norris y una pequeña escolta. Cabalgaban velozmente hacia el oeste, hacia Londres.
—¿Adónde va con tanta prisa? —preguntó Ana, inquieta—. ¿Dijo que se iba?
—¿No lo sabéis? —preguntó Jane Parker con viveza, dando un paso adelante—. El secretario Cromwell retuvo en su casa a ese chico, Mark Smeaton, toda la noche pasada y ahora lo ha llevado a la Torre. Mandó decírselo al rey. Quizá el rey vaya a la Torre a ver qué ha confesado. Pero ¿por qué se lleva a Henry Norris?
Jorge y yo estábamos con Ana en sus aposentos como prisioneros en su escondite, sentados en silencio. Teníamos la sensación de estar totalmente asediados.
—Me iré con la primera luz —le dije a Ana—. Lo siento, Ana, tengo que sacar de aquí a Catalina.
—¿Dónde está William? —preguntó Jorge.
—Fue a recoger a Enrique.
—Enrique está bajo mi tutela —me recordó Ana, alzando la cabeza al oírlo—. No puedes llevártelo sin mi consentimiento.
Por una vez no me enfrenté a ella.
—Por el amor de Dios, Ana, déjame ponerlo a salvo. No es momento de que tú y yo nos peleemos sobre quién tiene derecho a qué. Lo protegeré y si puedo proteger a Elizabeth también me la quedaré.
Se detuvo un instante, como si incluso en ese momento fuera a competir conmigo, pero luego asintió.
—¿Jugamos a cartas? —preguntó con frivolidad—. No puedo dormir. ¿Jugamos toda la noche?
—De acuerdo. Sólo deja que me asegure de que Catalina está durmiendo.
Fui al encuentro de mi hija. Había estado en la cena con las otras damas y me dijo que el salón era un hervidero de habladurías. El trono del rey estaba vacío. Cromwell también estaba desaparecido. Nadie sabía por qué habían arrestado a Smeaton, ni por qué el rey se había ido a caballo con Norris. Si fuera señal de un honor especial, entonces, ¿dónde estaban esa noche? ¿Dónde estaban cenando esa noche especial del uno de mayo?
—No importa —dije, refrenándola—. Quiero que empaquetéis algunas cosas, una blusa limpia y unas medias en una bolsa y estéis lista para partir mañana.
—¿Estamos en peligro? —preguntó. No estaba sorprendida, ahora era una jovencita de la corte, nunca volvería a tener la frescura del campo.
—No lo sé —contesté—. Y quiero que estéis lo bastante fuerte como para cabalgar todo el día, así que ahora debéis dormir. ¿Lo prometéis?
Asintió. La acosté en mi lecho y dejé que apoyara la cabeza en la almohada donde William yacía normalmente. Rogué a Dios que el día siguiente trajera a William y Enrique de vuelta y pudiéramos irnos todos juntos donde el manzano que se inclinaba hasta el camino y la pequeña granja que anidaba al sol. Luego le di el beso de buenas noches y envié a un paje corriendo hacia nuestro alojamiento para decirle a la nodriza que estuviera preparada para partir al amanecer.
Volví sigilosamente a los aposentos de la reina. Ana estaba acurrucada frente al fuego con Jorge a su lado, sentados en la alfombra, como si ambos estuvieran muertos de frío, aunque las ventanas seguían abiertas, la noche era calurosa y el aire no movía las colgaduras.
—Vaya par de Bolenas —dije, entrando silenciosamente en la habitación.
Jorge se volvió, sacó un brazo y me hizo bajar junto a él para abrazarnos a ambas.
—Apuesto a que saldremos de ésta —dijo Jorge categóricamente—. Apuesto a que ascendemos, los confundimos a todos y este mismo día del año que viene Ana tendrá un varón en la cuna y yo seré caballero de la Orden de la Jarretera.
Pasamos la noche acurrucados como vagabundos temerosos del bedel y cuando empezó a clarear por la ventana bajé silenciosamente las escaleras hacia el patio de caballerizas y tiré una piedra a la ventana donde dormían los mozos. El primero que asomó la cabeza sacó mi montura del establo y la enjaezó. Pero cuando llegó con el corcel de Catalina al patio se detuvo y denegó con la cabeza.
—Falta una herradura —dijo.
—¿Qué?
—Tengo que llevarlo al herrero.
—¿Puede ir ahora?
—La herrería aún no está abierta.
—¡Decidle que la abra!
—Señora, la forja estará fría. Debe levantarse, encender el fuego, calentar la forja y entonces podrá poner la herradura. —Solté un juramento de frustración y me alejé—. Podéis coger otro caballo —sugirió el chico, bostezando.
Moví la cabeza en señal de negación. Era un largo trayecto y Catalina aún no era un jinete suficientemente experimentado como para controlar una montura nueva.
—No —repuse—. Tendremos que esperar a que pongan la herradura a la yegua. Llevadla al herrero, despertadlo y conseguid que se la ponga. Luego venid a buscarme, dondequiera que esté, y decidme en privado que está lista. Y no se lo digáis al resto del castillo —dije. Miré ansiosamente los oscuros ventanales del palacio sobre mí—. No quiero que todos los estúpidos del mundo sepan que salgo a cabalgar.
Hizo ademán de quitarse el sombrero, su mano asió el vacío. Deslicé una moneda del bolsillo de mi vestido a su palma mugrienta.
—Hay otra para vos si lo hacéis bien.
Volví al palacio. El centinela de la puerta enarcó una ceja semidormida, preguntándose qué hacía yo al amanecer saliendo y volviendo a entrar. Supe que informaría a alguien: al secretario Cromwell, quizá a mi tío o quizá a sir John Seymour, ahora tan encumbrado que también debía de tener hombres que vigilaran para él.
Vacilé ante la escalera. Quería ir a ver a Catalina durmiendo dulcemente en mi gran lecho; pero por la rendija de la puerta de los aposentos de la reina se veía la luz de los candelabros y sentí que yo era parte de esa larga noche de vigilia de ambos. El centinela se apartó a un lado, abrí la puerta y entré sigilosamente.
Aún estaban despiertos, con las mejillas juntas ante la luz de la chimenea, susurrando tan animados como un par de palomas arrullándose en el palomar.
—¿No te has ido? —preguntó Ana.
—A la yegua de Catalina le falta una herradura. No pude irme.
—¿Cuándo te irás? —preguntó Jorge.
—En cuanto se la pongan. He pagado a un mozo para que la lleve al herrero y me avise tan pronto como esté lista para partir.
Crucé la habitación y me senté en la alfombra de la chimenea, con ellos. Los tres volvimos los rostros al fuego y miramos fijamente las llamas.
—Ojalá pudiéramos quedarnos así para siempre —dijo Ana con tono soñador.
—¿Eso quieres? —pregunté, sorprendida—. Estaba pensando que ésta es la peor noche de mi vida. Pensaba que ojalá no hubiera empezado nunca, que pudiera despertarme en un instante y todo hubiera sido un sueño.
—Eso es porque no temes al mañana —dijo Jorge con una sonrisa sombría—. Si temieras al mañana tanto como nosotros, desearías que la noche durara eternamente.
A pesar de sus deseos, cada vez había más luz; oímos el revuelo de los sirvientes en el gran salón y luego a una doncella que subía ruidosamente con un cubo con ramas para encender el fuego de los aposentos de la reina, seguida de otra con cepillos y trapos para limpiar las mesas y dar comienzo a otro nuevo día.
Ana se levantó de la alfombra con expresión sombría y las mejillas manchadas de ceniza, como si hubiera estado en la iglesia el miércoles de ceniza.
—Date un baño —dijo Jorge, animándola—. Es demasiado temprano. Envíalas a por el baño, date un baño caliente y lávate el pelo. Después te sentirás mucho mejor.
Ella sonrió ante la banalidad de la sugerencia y luego asintió.
—Te veré en maitines —dijo Jorge. Se inclinó hacia delante, la besó y salió de la habitación.
Fue la última vez que vimos a nuestro hermano como hombre libre.
Jorge no estaba en maitines. Ana y yo lo buscamos, optimistas tras el baño y con más confianza, pero no estaba allí. Sir Francis tampoco sabía dónde estaba, ni sir William Breeton. Henry Norris aún no había vuelto de Londres. No había noticias de qué cargo se acusaba a Mark Smeaton. El peso del miedo descendió sobre nosotras como las panzudas nubes bajas sobre los tejados del palacio.
Envié un mensaje a la nodriza de mi bebé para que esperara mi llegada, intentaríamos partir dentro de una hora.
Había un partido de tenis, y Ana había prometido entregar el premio, una cadena de oro con una moneda del mismo metal. Fue a las canchas y se sentó bajo el toldo, moviendo la cabeza a izquierda y derecha con toda la disciplina de una bailarina mientras seguía la pelota con ojos inexpresivos.
Yo estaba de pie detrás, esperando a que el mozo de las caballerizas viniera a decirme que el caballo estaba preparado, con Catalina a mi lado, quien sólo esperaba una palabra mía para salir corriendo y ponerse el traje de montar, cuando se abrió la verja del recinto real detrás de mí y dos soldados de la guardia entraron con un oficial. En cuanto los vi tuve la sensación de que pasaba algo terrorífico. Abrí la boca para hablar, pero no me salían las palabras. Toqué el hombro de Ana, muda. Se volvió, alzó la mirada hacia mí y luego detrás, a los hombres de rostros adustos.
No se inclinaron como debían. Eso confirmó nuestros temores. Eso y el grito de una gaviota que planeó repentinamente sobre la cancha y chilló como una muchacha herida.
—El Consejo Privado requiere vuestra presencia, Su Majestad —dijo el capitán bruscamente.
Ana dijo «oh» y se levantó. Miró a Catalina y me miró a mí. Miró a todas las damas a su alrededor y de pronto todas las miradas fueron a cualquier parte menos a ella. Estaban totalmente fascinadas por el tenis. Habían aprendido el truco de Ana, las cabezas iban de izquierda a derecha con mirada inexpresiva, los oídos alerta y los corazones latiendo violentamente por si ordenaba que la acompañaran.
—Debo tener compañía —dijo Ana rotundamente. Ninguna de esas pequeñas zorras miró—. Alguna debe venir conmigo —añadió. Sus ojos se posaron en Catalina.
—No —dije inmediatamente viendo qué iba a hacer—. No, Ana. No. Te lo ruego.
—¿Puedo llevar una compañera? —preguntó al capitán.
—Sí, Su Majestad.
—Llevaré a mi dama de compañía, Catalina —dijo sencillamente, y luego salió tan tranquila por la verja que el soldado mantenía abierta para ella. Catalina me lanzó una mirada desconsolada y luego echó a andar detrás de su reina.
—¡Catalina! —llamé con dureza.
Miró hacia atrás, a mí, la pobre niña no sabía qué debía hacer.
—Vamos —dijo Ana con voz monótona y tranquila. Catalina me dirigió una pequeña sonrisa.
—Sed buena animadora —añadió Catalina de pronto, de forma rara, como si representara un papel en una obra. Luego se volvió y siguió a la reina con todo el porte de una princesa.
Yo estaba demasiado conmocionada para hacer otra cosa que mirar cómo se iban, pero cuando estuvieron fuera de mi vista me recogí las faldas y subí corriendo al palacio a buscar a Jorge o a mi padre, a quien fuera, que pudiera ayudar a Ana y alejar a Catalina de ella, de vuelta conmigo, a salvo y de camino a Rochford.
Entré corriendo en el vestíbulo y mientras me dirigía a las escaleras me agarró un hombre, lo empujé y luego advertí que era el único hombre del mundo entero a quien quería.
—¡William!
—Amor, amor mío. ¿Lo sabes, entonces?
—Ay, Dios mío, William. ¡Se han llevado a Catalina! ¡Se han llevado a mi niña!
—¿Arrestado a Catalina? ¿Con qué cargo?
—¡No! Está con Ana. Como dama de compañía. Y a Ana se le ha ordenado ir al Consejo Privado.
—¿En Londres?
—No, aquí.
Me soltó al momento, lanzó un juramento y caminó un poco en círculo, luego volvió de nuevo conmigo y me cogió las manos.
—Entonces sólo tenemos que esperar a que salga —dijo William. Me escudriñó el rostro—. No te pongas así, Catalina es una damita. Están interrogando a la reina, no a ella. Probablemente ni siquiera hablarán con ella, y si lo hacen, no tiene nada que ocultar.
Respiré hondo y asentí.
—No. No tiene nada que ocultar. No ha visto nada que no sea de conocimiento general. Y ellos sólo preguntarán. Catalina pertenece a la nobleza. No le harán nada. ¿Dónde está Enrique?
—A salvo. Lo dejé en nuestros alojamientos, con la nodriza y el bebé. Pensé que corrías por lo de tu hermano.
—¿Qué pasa con él? —dije bruscamente, con el corazón acelerado de nuevo—. ¿Qué pasa con Jorge?
—Lo han arrestado.
—¿Con Ana? —dije—. ¿Para responder al Consejo Privado?
—No —dijo William con semblante sombrío—. Lo han llevado a la Torre. Henry Norris ya está allí, el propio rey entró con él a caballo ayer a la Torre. Y Mark Smeaton (¿te acuerdas?), también está allí.
Mis labios estaban demasiado entumecidos para pronunciar palabra.
—Pero ¿con qué acusación? ¿Y por qué interrogan a la reina aquí?
—Nadie lo sabe —contestó, moviendo la cabeza.
Esperamos alguna otra noticia hasta mediodía. Deambulé por el vestíbulo, fuera de la cámara donde el Consejo Privado interrogaba a la reina, pero no se me permitió entrar a la antesala por miedo a que escuchara ante la puerta.
—No quiero escuchar, sólo quiero ver a mi hija —expliqué al centinela. Asintió y no dijo nada, pero me hizo señas para que volviera al vestíbulo.
Un poco después de mediodía se abrió la puerta, un paje salió de una escapada y susurró algo al centinela.
—Debéis iros —dijo el centinela—. Mis órdenes son despejar la salida.
—¿Por qué? —pregunté.
—Debéis iros —repitió. Dio un grito hacia el vestíbulo principal y contestó otro grito. Me hicieron a un lado amablemente, fuera de la puerta del Consejo Privado, fuera de la escalinata, fuera del vestíbulo, fuera de la puerta del jardín y luego fuera del propio jardín. Los demás cortesanos que encontraron de camino también fueron apartados a un lado. Todos fuimos donde nos ordenaron, como si hasta ese momento no supiéramos lo poderoso que era el rey.
Advertí que habían dejado libre el paso desde la sala del Consejo Privado hasta las escaleras del río. Corrí al embarcadero donde desembarcaba la gente común cuando venía a palacio. En ese embarcadero no había guardias, nadie para impedir que me detuviera en el mismo borde y forzara la vista para ver las escaleras del palacio de Greenwich.
Las vi claramente: Ana con el vestido azul que se había puesto para asistir al tenis, Catalina con el vestido amarillo, un paso detrás. Me complació ver que llevaba la capa puesta, por si hacía frío en el río, luego moví la cabeza ante la locura de preocuparme por si cogía un resfriado cuando no sabía adónde la llevaban. La miré con intención, como si pudiera protegerla con la mirada. Iban a la barcaza del rey, no a la barca de la reina, y el redoble del tambor de los remeros me sonó tan agorero y lúgubre como el redoble que suena cuando el verdugo levanta el hacha.
—¿Adónde vais? —grité lo más alto que pude, incapaz de controlar mi miedo por más tiempo.
Ana no me oyó, pero vi la forma blanca del rostro de Catalina cuando se volvió hacia mi voz y me buscó con la mirada por el jardín del palacio.
—¡Aquí! ¡Aquí! —grité más alto, saludándola con la mano. Miró en mi dirección, alzó la mano con un gesto imperceptible y luego siguió a Ana a bordo de la barcaza del rey.
En cuanto estuvieron a bordo, los soldados desatracaron con un suave movimiento. Los bandazos de la embarcación arrojaron a ambas a sus asientos y la perdí de vista un instante. Luego volví a verla. Estaba sentada en una sillita, próxima a Ana, y miraba por encima del agua, en mi dirección. Los remeros dirigieron la embarcación al medio del río y remaron fácilmente con la marea entrante.
No intenté volver a llamar, sabía que el tambor de los remeros ahogaría mi voz y no quería amedrentar a Catalina con mis gritos. Me quedé en pie, inmóvil, y alcé la mano en su dirección para que pudiera ver que sabía dónde estaba, sabía adónde iba y que iría por ella lo más pronto posible.
Lo intuí, pero no miré cuando William llegó detrás de mí y también saludó con la mano a nuestra hija.
—¿Adónde crees que la llevan? —preguntó, como si no supiera la respuesta tan bien como yo.
—Ya sabes adónde —dije—. ¿Por qué me lo preguntas? Al peor sitio que podamos pensar. A la Torre.
William y yo no perdimos tiempo. Fuimos directamente a nuestra habitación, metimos algunas ropas en una bolsa y luego nos apresuramos a las caballerizas. Enrique estaba esperando con los caballos, y me ofreció un breve abrazo y una sonrisa radiante antes de que William me aupara en la silla y montara en su propio caballo. Nos llevamos la yegua de Catalina con nosotros, recién herrada. Enrique la condujo al lado de su propio corcel, mientras William llevaba la jaca de grandes cuartos traseros de la nodriza. Nos esperaba, y cuando la tuvimos subida en la silla y al bebé con la correa de seguridad atada a su pecho, salimos silenciosamente del palacio y subimos el camino hacia Londres sin decirle a nadie adónde íbamos ni por cuánto tiempo.
William cogió unas habitaciones para nosotros lejos de la orilla del río. Podía ver la torre Beauchamp[1]donde estaban prisioneras Ana y mi hija. Mi hermano y los demás hombres también estaban prisioneros. Era la Torre donde Ana había pasado la noche anterior a su coronación. Me pregunté si ahora recordaría el fastuoso vestido que llevaba y el silencio del centro de la ciudad, que la advirtió de que nunca sería una reina bien amada.
William ordenó a la mujer de la casa que nos hiciera la comida y fue a buscar noticias. Volvió a tiempo para comer y, una vez que la mujer sirvió la comida y salió de la estancia, me dijo lo que sabía. Todas las tabernas alrededor de la Torre eran un hervidero de noticias sobre la detención de la reina, y la opinión general era que estaba acusada de adulterio, brujería y nadie sabía qué más.
Asentí. Su suerte estaba echada. Enrique utilizaba el poder de las habladurías, la voz del populacho, a fin de preparar el terreno para la anulación del matrimonio y para la nueva reina. En las tabernas ya se comentaba que el rey volvía a estar enamorado, en esta ocasión de una jovencita bella e inocente, una muchacha inglesa de Wiltshire, Dios la bendiga, tan devota y dulce como Ana demasiado culta y demasiado afrancesada. Se decía que Jane Seymour era amiga de la princesa María. Había servido bien a la reina Catalina. Rezaba a la antigua usanza, no leía libros controvertidos ni tampoco discutía con hombres que sabían más. Su familia no eran señores oportunistas sino hombres honestos y honorables. Y era una familia fértil. No podía haber ninguna duda de que Jane Seymour tendría varones, a diferencia de Catalina y Ana, que habían fracasado.
—¿Y mi hermano?
—No hay noticias —dijo William.
Cerré los ojos. No podía imaginar un mundo en el que Jorge no fuera libre de ir y venir como le placiera. ¿Quién podía acusar a Jorge? ¿Quién podía echarle la culpa de nada, tan dulce e irresponsable como era?
—¿Y quién atiende a Ana?
—Tu tía, la madre de Madge Shelton y un par de damas más.
—Nadie que le guste o en quien confíe —dije con una mueca—. Pero al menos ahora puede liberar a Catalina. No está sola.
—Pensé que podías escribir. Puede recibir una carta si se deja abierta. Se la llevaré a William Kingston, el guardia de la Torre, y le pediré que se la dé.
Bajé corriendo las estrechas escaleras hasta la encargada y le pedí papel y pluma. Me dejó usar su escritorio y me encendió una vela mientras me sentaba junto a la ventana para aprovechar la última luz.
Querida Ana:
Sé que ahora te sirven otras damas, así que por favor dispensa a Catalina de tu servicio ya que la necesito aquí conmigo.
Te ruego que la dejes salir ahora.
MARÍA
Dejé caer unas gotas de cera y puse mi sello, que mostraba la «B» de Bolena en la cera. Pero dejé la carta abierta y se la di a William.
—Bien —dijo, y la leyó—. La llevaré directamente. Nadie puede pensar que quiera decir otra cosa que lo que dices. Esperaré por la respuesta. Quizá la traiga de vuelta conmigo y podamos salir para Rochford mañana.
—Esperaré levantada —dije, asintiendo.
Enrique y yo jugamos a las cartas frente a la pequeña chimenea en una mesa desvencijada, sentados en dos taburetes de madera. Jugábamos a céntimos y le estaba ganando toda la calderilla. Entonces lo engañé para dejarle ganar algo, lo juzgué mal y me quedé en bancarrota. William no volvía.
Volvió a medianoche.
—Siento haber estado fuera tanto tiempo —dijo. Yo estaba pálida—. No la tengo.
Di un leve gemido, se acercó al instante y me atrajo hacia él.
—La vi —dijo—. Por eso he tardado tanto. Pensé que querrías que la viera y saber que estaba bien.
—¿Está afligida?
—Muy tranquila —contestó con una sonrisa—. Puedes ir a verla tú misma mañana a esta hora, y todos los días, hasta que la reina sea liberada.
—Pero ¿no puede salir?
—La reina quiere que se quede y el guardia tiene órdenes de concederle cualquier deseo razonable.
—Seguramente…
—Lo he intentado todo —dijo William—. Pero la reina tiene derecho a tener miembros de su séquito y Catalina en realidad es la única que ha solicitado. Las otras están más o menos forzadas. Una de ellas es la propia mujer del guardia, que está allí para espiar todo lo que diga.
—¿Y cómo se encuentra Catalina?
—Estarías orgullosa de ella. Te manda su amor y dice que le gustaría quedarse a servir a la reina. Dice que Ana está enferma, débil y llorosa y que quiere permanecer con ella mientras pueda ayudar.
Di un grito ahogado, medio de amor y orgullo, medio de impaciencia.
—¡Es una niña, ni siquiera debería estar ahí!
—Es una jovencita —repuso William—. Cumple su deber como tal. Y no está en peligro. Nadie va a ir a preguntarle nada. Todo el mundo tiene claro que está en la Torre como acompañante de la reina. No le ocasionará ningún daño.
—¿Y Ana va a ser acusada?
William echó un vistazo a Enrique y luego decidió que era bastante mayor para saberlo.
—Parece como si Ana fuera a ser acusada de adulterio. ¿Sabéis qué es el adulterio, Enrique?
—Sí, señor —contestó Enrique, algo sonrojado—. Está en la Biblia.
—Creo que es una acusación falsa contra vuestra tía —dijo William—. Pero es el Consejo Privado quien ha decidido formular esa acusación en su contra.
—¿Y los demás arrestados, también? —pregunté. Por fin comenzaba a entender—. ¿Están acusados con ella?
—Sí —asintió William con los labios apretados—. Henry Norris y Mark Smeaton van a ser acusados de ser sus amantes.
—Eso es absurdo —dije rotundamente. William asintió—. ¿Y se han llevado a mi hermano para interrogarlo?
—Sí —contestó.
—¿No le pondrán en el potro de tortura? —pregunté. Algo en su tono de voz me había puesto en guardia—. ¿No le harán daño?
—Oh, no —me aseguró William—. No olvidarán que es un noble. Lo retendrán en la Torre mientras la interrogan a ella y a los demás.
—Pero ¿cuáles son los cargos en su contra?
—Está acusado con los otros hombres —contestó William vacilante, tras una ojeada a mi hijo.
No lo comprendí al momento. Luego dije la palabra.
—¿Adulterio?
Asintió.
Me quedé en silencio. Mi primer pensamiento fue gritar y negarlo, pero luego recordé la absoluta necesidad de Ana de un hijo y su certeza de que el rey no podría darle un niño saludable. La recordé recostada contra Jorge, diciéndole que no se podía confiar en la Iglesia para que dictara qué era y no era pecado. Y a él contestando que podían excomulgarlo diez veces antes del desayuno. Ella se había reído. No sabía qué podía haber hecho Ana por desesperación. No sabía qué podía haberse atrevido a hacer Jorge. Los aparté de mis pensamientos, como había hecho con anterioridad.
—¿Qué haremos? —pregunté.
—Esperaremos —dijo William. Rodeó a mi hijo con el brazo y le sonrió. Ahora Enrique llegaba hasta el hombro de su padrastro y lo miró confiadamente—. Tan pronto como se arregle este lío sacaremos a Catalina y nos iremos a casa, a Rochford. Después mantendremos las cabezas inclinadas durante un tiempo. Porque ya aparten a Ana a un lado y la permitan vivir en un convento o la exilien, creo que ya ha pasado el tiempo de los Bolena. Es hora de volver a hacer queso, amor mío.
Al día siguiente no se podía hacer más que esperar. Dejé salir a la niñera durante la jornada y animé a William y a Enrique a vagabundear por la ciudad e ir a comer a una taberna, mientras yo me quedaba en casa y jugaba con el bebé. Por la tarde bajé con ella a dar un paseo hasta la orilla del río y sentí el viento que soplaba del mar contra nuestros rostros. Cuando llegamos a casa le quité los pañales, le di un baño, apreté su cuerpo sonrosado con una sábana de lino, le di palmadas para secarla y luego la dejé patalear, libre de los pañales durante un rato. Le puse los limpios al tiempo que llegaron los otros de comer y luego la dejé con la niñera mientras William, Enrique y yo bajábamos hasta la gran verja de la Torre a preguntar si Catalina podía salir a vernos.
Mientras caminaba a lo largo del muro interior de la torre Beauchamp hasta la verja, parecía muy pequeña. Pero andaba como una joven Bolena, como si fuera la propietaria del palacio, con la cabeza alta y mirando a su alrededor, una agradable sonrisa para uno de los guardias que pasaba y luego un brillante fulgor hacia mí a través de la reja, mientras abrían con llave la puerta de madera y la dejaban salir.
—Mi amor —dije, abrazándola.
Me estrechó a su vez y luego saltó hacia Enrique.
—¡Gallina!
—¡Gata!
Se miraron entre ellos con mutuo deleite.
—Crecido —dijo ella.
—Padre —replicó él.
—¿Crees que utilizan alguna vez frases completas? —me preguntó William, sonriéndome por encima de sus cabezas.
—Catalina, escribí a Ana para pedirle que te dispensara —dije apresuradamente—. Quiero que salgas.
—No puedo —repuso, instantáneamente grave—. Está tan angustiada. Nunca la habéis visto así. Simplemente, no puedo dejarla. Y las otras damas que la rodean no sirven, dos de ellas no saben lo que hacen ahí, las otras dos son mi tía Bolena y la tía Shelton, y se sientan en una esquina todo el tiempo a murmurar con la mano delante de la boca. No puedo dejarla con ellas.
—¿Qué hace todo el día? —preguntó Enrique.
—Llora y reza —dijo Catalina, ruborizándose—. Por eso no puedo dejarla. Sencillamente, no podría irme. Sería como abandonar a un bebé. No puede cuidar de sí misma.
—¿Estás bien alimentada? —pregunté con cierta desesperación—. ¿Dónde duermes?
—Duermo con ella —contestó Catalina—. Pero casi no duerme. Y podemos comer tan bien como en la corte. Está todo bien, madre. Y no durará mucho.
—¿Cómo lo sabes?
El capitán de la guardia se inclinó hacia delante y le dijo a William en voz baja:
—Tened cuidado, sir William.
William me miró.
—Acordamos que no hablaríamos del asunto con Catalina. Esto es sólo para que la veamos y sepamos que está bien.
—Muy bien —dije, respirando profundamente—. Pero Catalina, si esto sigue más de una semana tendrás que salir.
—Haré lo que digáis —contestó dulcemente.
—¿Necesitáis algo? ¿Os traigo algo mañana?
—Algo de ropa limpia —contestó—. Y la reina necesita otro vestido o dos. ¿Podéis recogerlos en Greenwich para ella?
—Sí —dije, resignada. Parecía como si hubiera estado haciendo recados para Ana toda la vida e incluso ahora, en esta gran crisis, aún seguía a su entera disposición.
—¿Estáis de acuerdo, capitán? —preguntó William, mirando al capitán de la guardia—. ¿Con que mi hija traiga algo de ropa limpia y unos vestidos para las damas?
—Sí, señor —contestó—. Se tocó el sombrero ante mí. —Por supuesto.
Sonreí con tristeza. Nadie había metido en prisión a una reina sin pruebas y ni cargos anteriormente. Era difícil saber qué hacer.
Abracé a Catalina una vez más y sentí su cabello suave, justo bajo mi barbilla. Le di un lento beso en la frente y aspiré el aroma de su piel cálida y joven. Casi no podía soportar dejarla ir, pero se volvió por la puerta, bajó el camino empedrado a la gran sombra de la Torre, se detuvo, saludó con la mano y desapareció.
William alzó la mano mientras se iba y luego se volvió hacia mí.
—Una cosa que nunca les ha faltado a las Bolena es un valor que roza la temeridad —dijo—. Si fuerais caballos no tendría ningún otro, porque saltaríais cualquier cosa. Pero como mujeres es terriblemente difícil vivir con vosotras.