Primavera de 1533
Unos meses después finalizó el proceso. Ana, con las manos en su vientre hinchado, fue proclamada públicamente esposa del rey por la autoridad, nada menos, que del arzobispo Crammer, quien hizo el más breve de los interrogatorios sobre el matrimonio de la reina Catalina y Enrique para descubrir que siempre había sido nulo e inválido. La reina ni siquiera compareció ante el tribunal que difamó su nombre y la deshonró. Se aferraba al recurso de Roma e ignoraba la decisión inglesa. Por un tiempo la añoré, pensando que seguiría igual de desafiante con su vestido rojo. Pero estaba alejada escribiendo al papa, a su sobrino, a sus aliados, rogándoles que insistieran en que su caso se tratara con justicia ante los honorables jueces de Roma.
Pero Enrique había aprobado otra ley que decía que los conflictos ingleses sólo podían juzgarlos tribunales ingleses. De pronto no existía ningún recurso legal a Roma. Recordé haber dicho a Enrique que a los ingleses les complacería que se hiciera justicia en un tribunal inglés, sin imaginar que la justicia inglesa iba a ser su capricho, que la Iglesia pasaría a formar parte del tesoro de Enrique y que el Consejo Privado serían los favoritos de Enrique y Ana.
Nadie mencionó a la reina Catalina en la fiesta de Pascua. Era como si nunca hubiera estado. Nadie hizo ninguna mención cuando encargaron a los picapedreros que quitaran las granadas de España, tanto tiempo en su sitio que la piedra estaba erosionada, como una montaña que siempre hubiera estado allí. Nadie preguntó cuál sería el nuevo título de Catalina ahora que había una reina nueva en Inglaterra. Nadie habló de ella en absoluto, era como si hubiera fallecido de forma tan vergonzosa que todos intentáramos olvidarlo.
Ana casi se tambaleaba bajo el peso del vestuario oficial, los diamantes y joyas en el cabello, en la cola y la orla del vestido, la garganta y los brazos. La corte estaba totalmente a su servicio, pero con poco entusiasmo. Jorge me dijo que el rey planeaba la coronación en Pentecostés, que ese año caía en junio.
—¿En Londres? —pregunté.
—Será una ceremonia que eclipsará totalmente la coronación de Catalina —dijo—. Tiene que serlo.
William Stafford no volvió a la corte. Controlando cuidadosamente el tono de mi voz, pregunté a mi tío mientras mirábamos al rey jugar a los bolos si había designado a William Stafford como jefe de caballerizas, porque me encantaría sobremanera tener un corcel nuevo para la estación.
—Oh, no —contestó. Advirtió la falsedad en cuanto salió de mi boca—. Se ha ido. Tuve unas palabras con él después de Calais. No volveréis a verlo.
Mantuve el semblante impasible y no jadeé ni me estremecí. Era una cortesana como él, podía disgustarme y aun así seguir adelante.
—¿Se ha ido a su granja? —pregunté como si no me importara un sitio u otro.
—Allí o a las cruzadas —dijo mi tío—. ¡Buen viaje!
Volví a centrarme en el juego y cuando Enrique hizo un buen tiro aplaudí muy fuerte y exclamé: «¡Hurra!» Alguien me ofreció una apuesta, pero rehusé apostar contra el rey y advertí una rápida sonrisa de su parte por ese pequeño detalle de adulación. Esperé hasta que finalizó el juego, y cuando quedó claro que Enrique no iba a llamarme para pasear con él, me escabullí de la multitud que lo rodeaba y fui a mi habitación.
El fuego de la pequeña chimenea estaba apagado. La habitación estaba orientada al oeste y por la mañana era sombría. Me senté en la cama y me puse una manta sobre los hombros, como una pobre campesina. Estaba helada. Me acurruqué más en la manta, pero no me dio calor. Recordé los días en la playa de Calais, el olor del mar, la arena en mi espalda y en mi ropa interior, mientras William me acariciaba y me besaba. Ésas noches en Francia soñaba con él, y todas las mañanas me despertaba algo débil de añoranza, con arena de mi pelo en la almohada. Incluso, ahora, mi boca aún anhelaba sus besos.
Había hecho la promesa a Jorge en serio. Había dicho que yo era, ante todo, una Bolena y una Howard hasta la médula; pero ahora, sentada en mi habitación en penumbra, mirando afuera, a las grises pizarras de la ciudad y a las nubes oscuras que cubrían el tejado del palacio de Westminster, comprendí que Jorge estaba equivocado, que mi familia estaba equivocada y que yo había estado equivocada: durante toda la vida. No era una Howard ante todo. Ante todo era una mujer capaz de apasionarme, con una gran necesidad y un gran deseo de amor. No quería las recompensas por las cuales Ana había renunciado a su juventud, ni el estéril brillo de la vida de Jorge. Quería el calor, el sudor y la pasión de un hombre a quien amar y en quien confiar. Y quería entregarme a él: no por las ventajas, sino por deseo.
Casi sin saber lo que hacía, me levanté de la cama y aparté las ropas de una patada.
—William —dije a la habitación vacía—. William.
Bajé al patio de las caballerizas, ordené que trajeran mi montura y dije que iba a Hever a ver a mis hijos. Tenía la certeza de que mi tío tendría un par de ojos y oídos mirando y escuchando allí, pero esperaba haberme ido antes de que pudiera llegarle un mensaje. La corte estaba ahora en el banquete, y pensé que, si tenía suerte, estaría lejos antes de que mi tío pudiera ser informado de que su sobrina se había ido a Hever sin escolta.
En un par de horas se hizo de noche, esa oscuridad primaveral fría que primero llega muy gris y luego repentinamente se hace tan negra como en invierno. Estaba en una villa que se denominaba Canning, donde vi los altos muros y la puerta de un monasterio. Llamé y, cuando vieron la calidad de mi corcel, me hicieron entrar, me mostraron una pequeña celda encalada y me dieron una tajada de carne, una rebanada de pan, un trozo de queso y una copa de cerveza inglesa como cena.
Por la mañana me ofrecieron exactamente lo mismo para desayunar, y cuando asistí a misa y las tripas me sonaban, pensé que las diatribas de Enrique contra la corrupción y la riqueza de la Iglesia no tenían que ver con las pequeñas comunidades como aquélla.
Tuve que preguntar la dirección en Rochford. La mansión y las propiedades eran de nuestra familia desde hacía años pero raramente la visitábamos. Sólo había estado allí una vez. No tenía ni idea del camino. Pero en el establo había un chico que dijo conocer el camino. El monje que se ocupaba de las mulas de carga y los caballos dijo que el chico podía acompañarme en una vieja jaca para mostrarme el camino.
Era un chico agradable, llamado Jimmy, y montaba a pelo. Daba patadas con los talones desnudos contra los sucios costados de su vieja montura y cantaba a voz en grito. Hacíamos una extraña pareja cabalgando a lo largo del sendero junto al río: el pilluelo y la dama. Era un trayecto difícil, el sendero estaba polvoriento, en algunos sitios había guijarros, en otros barro. Donde cruzaba la corriente que fluía del Támesis había vados y, a veces, lodazales engañosos, donde mi corcel respingaba y se inquietaba ante las arenas movedizas y el lodo que se hundía bajo los pies, y sólo la determinación de la vieja jaca de Jimmy conseguía que siguiera adelante. Comimos en una granja de un pueblo llamado Rainham. La buena mujer me ofreció un huevo hervido y un poco de pan negro, que era todo lo que podían permitirse en la casa. Jimmy comió sólo pan, y parecía muy complacido. Había un par de manzanas secas como postre y casi me reí al pensar en el banquete que me estaba perdiendo en el palacio en Westminster, con la media docena de platos de guarnición y las docenas de platos de carne servidos en vajilla de oro.
No estaba nerviosa. Por primera vez sentía que tenía mi vida en mis propias manos y que podía decidir mi destino. Por primera vez no obedecía ni a un tío, ni a un padre, ni a un rey, sino que seguía mis deseos. Y sabía que mi deseo me llevaba, inexorablemente, al hombre que amaba.
No desconfiaba de él. No pensé ni por un instante que pudiera haberme olvidado ni que se hubiera amancebado con ninguna sosa de pueblo, ni casado con una heredera. No, me senté en la parte trasera de un carro sin ruedas y miré cómo Jimmy arrojaba pepitas de manzana al aire y, por primera vez, tuve un sentimiento de confianza en alguien.
Después de comer cabalgamos un par de horas más y llegamos a un pequeño pueblo con mercado, Grays, cuando empezaba a oscurecer. Jimmy me aseguró que, si quería ir a Rochford, tenía que alejarme del río y cabalgar en dirección este.
Grays contaba con una pequeña taberna en un caserón retirado del camino. Sopesé la idea de cabalgar hasta allí y reclamar mi derecho a su hospitalidad como viajera ignorante. Pero temía la influencia de mi tío, que se extendía por todo el reino. Y comenzaba a incomodarme el cabello polvoriento y la suciedad de mi rostro y de mi ropa. Jimmy estaba tan mugriento como un golfillo de la calle, ninguna casa lo hubiera alojado en otro sitio que no fuera el establo.
—Iremos a la taberna —decidí.
Era un lugar mejor de lo que parecía a primera vista. La taberna era frecuentada por los viajeros que embarcaban en el vecino Tilbury, en vez de esperar a la marea para ir a Londres. Podían ofrecerme un lecho con cortinas en una habitación y a Jimmy un jergón de paja en la cocina. Mataron y cocinaron un pollo para mi cena y lo sirvieron con pan de trigo y un vaso de vino. Incluso me las arreglé para lavarme en una pila de agua fría para tener la cara limpia, aunque mi cabello estuviera indecente. Dormí con la ropa puesta, y puse las botas de montar bajo la cama, por miedo de los ladrones. Por la mañana tenía la incómoda sensación de que olía mal y una serie de picaduras en el vientre, bajo el corsé, que picaban cada vez más a medida que pasaba el día.
Tuve que dejar marchar a Jimmy por la mañana. Sólo había prometido mostrarme el camino a Tilbury, y era un largo trayecto de vuelta para un chico pequeño y solo. No estaba amilanado lo más mínimo. Montó en la jaca y aceptó una moneda y un trozo de pan con queso para comer por el camino. Salimos cabalgando juntos hasta que nuestros caminos divergieron, me orientó y luego se dirigió al oeste, de vuelta a Rochford.
Era una campiña solitaria la que atravesé sola. Vacía, llana, desolada. Pensé que cultivar esa tierra sería muy distinto a estar rodeado de la fértil abundancia de Kent. Cabalgué con brío y ojo avizor, con temor a que los ladrones frecuentaran ese camino solitario entre pantanos. Pero la vacía campiña me era de ayuda. No había ningún salteador de caminos, ya que no había viajeros a quienes robar. Durante las horas que van desde el alba hasta el mediodía sólo vi a un chico espantando a los cuervos de un huerto recién sembrado y a un labrador en la distancia removiendo el barro del borde del pantano y la columna de gaviotas que alzaban el vuelo tras él.
El caballo empezó a ir más lento cuando el camino se convirtió en un lodazal anegado de agua. El viento soplaba desde el río, trayendo el aroma del agua. Pasé por un par de pueblos que eran poco más que barro, casas con paredes y tejados de barro. Un par de niños me miraron fijamente y luego corrieron tras de mí, gritando de excitación mientras pasaba, también del color del barro. Cuando entré en Southend comenzaba a oscurecer y miré alrededor buscando algún sitio donde pasar la noche.
Había algunas casas, una pequeña iglesia y la casa del sacerdote detrás. Llamé a la puerta y el ama me respondió con un ceño disuasorio. Le dije que iba de viaje y pedía hospitalidad, y ella me mostró, con la peor disposición, una habitación pequeña adjunta a la cocina. Pensé que, como Bolena y como Howard, le hubiera recriminado su rudeza, pero ahora yo era una pobre mujer que no tenía nada en el mundo, salvo un puñado de monedas y una determinación absoluta.
—Gracias —dije como si fuera un alojamiento adecuado—. ¿Y puedo disponer de algo de agua para lavarme? ¿Y algo de comer?
El tintineo de las monedas en el monedero trocó su negativa en asentimiento, y fue a traerme agua y luego un tazón de potaje, con un aspecto y un sabor como si llevara un par de días en la olla. Tenía demasiada hambre para que me importara, y estaba demasiado cansada para discutir. Me lo comí, dejé limpio el tazón con un trozo de pan y luego caí en el pequeño camastro y dormí hasta el alba.
Por la mañana, el ama ya estaba levantada, en la cocina, barriendo el suelo y atizando el fuego para cocinar el desayuno. Le pedí que me dejara un lienzo para secarme y salí al patio a lavarme la cara y las manos. También me lavé los pies bajo la bomba de agua, ante las continuas protestas de un tropel de pollos. Deseaba ardientemente quitarme las ropas y lavarlas y ponerme ropa limpia, pero era igual que desear una litera y porteadores para que me llevaran los últimos kilómetros. Si William me amaba, no le importaría un poco de suciedad. Si no me amaba, la suciedad no me importaría ante aquella catástrofe.
Durante el desayuno, el ama estaba intrigada por saber qué hacía viajando sola. Había visto la yegua y el vestido, y sabía que ambos eran valiosos. No dije nada, metí a hurtadillas un trozo de pan en el bolsillo y salí para ensillar mi corcel. Cuando estaba montada y lista para irme, la llamé.
—¿Podéis decirme el camino a Rochford?
—Salid por la puerta y girad a la izquierda, por la bajada donde está el carro —dijo—. Seguid en dirección este. Deberíais llegar más o menos en una hora. ¿A quién queríais ver? La familia Bolena siempre está en la corte.
Farfullé una respuesta. No quería que supiera que yo, una Bolena, había cabalgado tan largo trayecto por un hombre que ni siquiera me había invitado. Cuanto más me acercaba a su hogar, más amedrentada estaba, y no necesitaba ningún testigo de mi audacia. Chasqueé a mi caballo, salí del patio, giré a la izquierda, como me había dicho, y luego fui directa a la salida del sol.
Rochford era una aldea con media docena de casas reunidas en torno a una taberna. La mansión de mi familia estaba emplazada tras unos altos muros de ladrillo, con un amplio jardín alrededor. Ni siquiera podía verla desde el camino. No temía que ninguno de los sirvientes de la casa me viera, ni que me reconocieran.
Un joven de unos veinte años holgazaneaba contra el muro de una casita, mirando el camino. Hacía un día ventoso y muy frío. La escena parecía una prueba para un caballero andante, no podía ser más desalentadora. Alcé la barbilla y lo llamé.
—¿La granja de William Stafford?
Se sacó la brizna de paja de la boca y vino paseando hasta mi corcel. Lo aparté un poco, para que no pudiera poner la mano sobre las riendas. Él retrocedió cuando los poderosos cuartos traseros de mi caballo se movieron y perpetró una reverencia.
—¿William Stafford? —repitió, totalmente perplejo.
—Sí —dije. Saqué un penique del bolsillo y lo sostuve entre mis dedos enguantados.
—¿El gentilhombre nuevo? —preguntó—. ¿De Londres? Granja El Manzano —añadió, señalando camino arriba—. Tuerza a la derecha, hacia el río. Una casa con tejado de paja y establo. Un manzano en el camino.
Le tiré la moneda y la cogió con una mano.
—¿También de Londres? —preguntó con curiosidad.
—No —dije—. De Kent.
Luego di la vuelta y fui a buscar el río, el manzano y una casa con tejado de paja y establo.
El camino hacia el río estaba medio borrado. En la orilla había cañaverales y una bandada de patos, que graznaron y saltaron ante una garza, todo patas largas y pechuga abombada, que batió sus enormes alas y luego se instaló río abajo. Los campos estaban delimitados con setos y espinos bajos, en la orilla los irregulares prados se veían amarillentos. Probablemente estaban echados a perder por la sal, pensé. Más cerca del camino estaban de un color verde apagado, pero pensé que en primavera William podría sacar una buena cosecha de ellos.
Luego, la tierra era mejor y estaba arada. El agua lanzaba destellos en todos los surcos, ésa siempre sería tierra húmeda. Más al norte vi algunos campos sembrados de manzanos. Había un gran manzano solitario y viejo que se inclinaba sobre el camino. Sus ramas rozaban el suelo. La corteza era de un gris plateado, las ramas resquebrajadas por los años. Una mata de muérdago se espesaba en la horquilla de una rama y, por impulso, acerqué mi caballo hasta ella y cogí un ramito, así que tenía la planta más pagana de todas en la mano cuando salí del camino y bajé por el pequeño sendero hacia su granja.
Era una casa como la que podría dibujar un niño. Tenía cuatro ventanas altas a lo largo del piso superior y dos más y una puerta en el inferior. La entrada era como la puerta de un establo, con parte superior e inferior. Imaginé que en un pasado no muy distante la familia del granjero y los animales dormirían juntos en el interior. En un extremo de la casa había un buen establo, limpio y adoquinado, y al lado, una campa con media docena de vacas. Un caballo balanceaba la cabeza por encima de la cancela y reconocí el corcel de William Stafford, con el que había galopado junto a mí en las playas de Calais. El caballo relinchó al vernos, y mi yegua le devolvió el relincho, como si también recordara aquellos días soleados de finales de otoño.
Con el ruido, la puerta de la fachada se abrió y una figura salió de la oscuridad interior y se quedó en pie, con las manos en las caderas, mirando cómo descendía el camino. No se movió ni habló mientras cabalgué hacia la verja. Me deslicé de la silla sin ayuda y abrí la verja sin una palabra de bienvenida de su parte. Anudé las riendas en la verja y, con el muérdago aún en la mano, me encaminé hacia él.
Después de todo ese largo viaje descubrí que no tenía nada que decir. Toda mi determinación se desvaneció en cuanto lo vi.
—William… —fue lo único que conseguí decir, y le ofrecí el ramito de muérdago con capullos blancos, como si fuera un tributo.
—¿Qué? —preguntó, cortante. Aún seguía inmóvil.
Me quité el tocado y sacudí mi pelo. De ponto fui abrumadoramente consciente de que nunca me había visto más que lavada y perfumada. Y ahí estaba yo, con el mismo vestido durante tres días seguidos, con picaduras de mosquitos, sucia, polvorienta, oliendo a caballo y a sudor y totalmente incapaz de articular palabra.
—¿Qué? —repitió.
—He venido a casarme con vos, si aún me queréis —dije. Al parecer no había forma de mitigar lo cortante de sus respuestas.
—¿Quién os ha traído? —preguntó inexpresivo, mirando al camino, tras de mí.
—He venido sola —dije.
—¿Ha ocurrido algo malo en la corte?
—Nada. Nunca ha ido mejor. Están casados y está embarazada. Los Howard nunca han tenido mejores perspectivas. Seré tía del próximo rey de Inglaterra.
William soltó un aullido de risa, y yo bajé la mirada a mis botas asquerosas y al polvo de mi traje de montar y me reí también. Cuando volví a mirarlo, sus ojos eran muy cariñosos.
—No tengo nada —me advirtió—. Soy un don nadie, como dijisteis acertadamente.
—No tengo nada más que cien libras al año —dije—. Y las perderé cuando sepan adónde he ido. Y soy una don nadie sin vos.
Hizo un ademán con la mano, como para que me acercara, pero lo retuvo.
—No seré la causa de vuestra ruina —dijo—. No os empobreceré porque me améis.
—No importa —dije con resolución. Sentía que temblaba ante su cercanía, ante el deseo de que me abrazara—. Os juro que ya no tiene importancia para mí.
Me abrió los brazos al oírlo, y yo di un paso adelante, casi me caí. Me cogió y me estrechó contra él, su boca en la mía, sus ansiosos besos por todo mi rostro sucio, en los párpados, en las mejillas, en los labios y, finalmente, en mi boca abierta, anhelante. Luego me cogió en brazos para cruzar el umbral de su casa y me subió por las escaleras hasta el dormitorio, hasta las limpias sábanas blancas de hilo de su cama baja, hasta la gloria.
Mucho más tarde se rió de las picaduras de mosquitos, trajo una gran tina de madera que dejó ante el gran fuego de la cocina y la llenó de agua. Me peinó el cabello por si tenía piojos mientras yo dejaba apoyada la cabeza y me bañaba en aquella agua caliente de dulce olor. Se llevó el corsé, la falda y la ropa interior para lavarlos e insistió en que me pusiera su camisa y un par de pantalones suyos que yo anudé alrededor de mi cintura, con las perneras enrolladas como un marino sobre cubierta. Llevó mi montura al prado, donde ésta brincó de placer por librarse de la silla, y fue a medio galope con el corcel de William, corcoveando y coceando como una potranca. Luego William cocinó una gran olla de gachas con miel y me cortó una rebanada de pan de trigo que me untó con mantequilla cremosa y un grueso pedazo de queso blando de Essex. Se rió de mi viaje con Jimmy, me reprendió por salir sin escolta y después volvió a llevarme a la cama e hicimos el amor toda la tarde, hasta que el cielo se oscureció y tuvimos hambre de nuevo.
Cenamos en la cocina a la luz de las velas. William mató un pollo viejo en mi honor y lo asó en un espetón. Yo, con un par de sus guanteletes, le iba dando la vuelta al espetón. Él cortó pan, sacó cerveza y fue a la despensa a por mantequilla y queso.
Una vez que cenamos pusimos los taburetes junto al fuego, brindamos el uno por el otro y luego nos sentamos en un silencio maravillado.
—No puedo creerlo —dije al poco rato—. No he pensado nada más que en llegar a ti. No pensé en tu hogar. No pensé qué haríamos después.
—¿Y qué piensas ahora?
—Aún no sé qué pensar —confesé—. Supongo que me acostumbraré. Seré la esposa de un granjero.
—¿Y tu familia? —preguntó él. Me encogí de hombros. Se inclinó hacia delante y lanzó un pedazo de turba al fuego, que comenzó a ponerse al rojo vivo—. ¿Dejaste una nota?
—Nada —contesté, moviendo la cabeza.
—Ay, mi amor, ¿en qué estabas pensando? —dijo, y rompió a reír.
—Estaba pensando en ti —dije—. De pronto me di cuenta de lo mucho que te amaba. En lo único que podía pensar era en que tenía que venir contigo.
—Eres una buena chica —dijo William, se acercó y me acarició el pelo.
—¿Una buena chica? —pregunté con un pequeño gorjeo de risa.
—Sí —contestó, impertérrito—. Mucho.
Apoyé mi cabeza en su mano y ésta buscó mi nuca. La agarró con firmeza y me sacudió suavemente, como una gata sostendría a su gatito. Cerré los ojos y me fundí en su caricia.
—No puedes quedarte aquí —dijo.
—¿No? —dije, los ojos abiertos por la sorpresa.
—No —dijo, alzando la mano—. No porque no te ame, porque sí te amo. Y debemos casarnos. Pero tenemos que sacar el máximo provecho de esto.
—¿Te refieres a dinero? —pregunté, algo consternada.
—Me refiero a tus hijos —repuso—. Si vienes conmigo sin una palabra de advertencia, sin el apoyo de nadie, nunca conseguirás a tus hijos. Nunca volverás a verlos.
—De todas maneras, Ana puede quitármelos en cualquier momento —repuse, tras morderme los labios de dolor.
—O devolvértelos —me recordó—. ¿Dijiste que estaba embarazada?
—Sí, pero…
—Si tiene un hijo, entonces no tendrá necesidad del tuyo. Debemos estar preparados para recogerlo cuando lo suelte.
—¿Crees que puedo recuperarlo?
—No sé. Pero debes estar en la corte para luchar por él —dijo. Su mano calentaba mis hombros a través de la camisa de hilo—. Volveré contigo. Puedo dejar a una persona a cargo de esto durante una estación o dos. El rey me dará un puesto. Y estaremos juntos hasta que veamos de qué lado sopla el viento. Si podemos, cogemos a los niños y luego nos vamos y volvemos aquí —añadió. Vaciló un momento y vi que una sombra pasaba por su semblante. Parecía incómodo—. ¿Esto es bastante bueno para ellos? —preguntó tímidamente—. Están acostumbrados a Hever, a la gran mansión de tu familia. Han nacido y crecido como aristócratas. Esto sólo es un lugar pequeño.
—Estarán con nosotros —dije—. Y los querremos. Tendrán una familia nueva, un tipo de familia que ningún noble ha tenido nunca. Una madre y un padre casados por amor, que se escogieron el uno al otro a pesar de la riqueza y la posición. Eso supondrá una vida mejor para ellos, no peor.
—¿Y tú? —preguntó—. Esto no es Kent.
—Tampoco es el palacio de Westminster —dije—. Lo decidí cuando advertí que nada me compensaría de no estar contigo. Entonces me di cuenta de que te necesito. Cueste lo que cueste, quiero estar contigo.
Me apretó los hombros más fuerte y me llevó del taburete a su regazo.
—Dilo de nuevo —susurró—. Creo que estoy soñando.
—Te necesito —le susurré, con los ojos en su rostro concentrado—. Cueste lo que cueste, quiero estar contigo.
—¿Te casarás conmigo? —preguntó.
Cerré los ojos e incliné la frente contra la cálida columna de su cuello.
—Oh, sí —dije—. Sí.
Nos casamos tan pronto como mi vestido y mi ropa interior estuvieron limpios y secos, ya que me negué categóricamente a ir a la iglesia con sus calzas. El sacerdote conocía a William, abrió la iglesia para nosotros al día siguiente y celebró el servicio religioso con un sermón medio ausente. No importaba. La primera vez me había casado en la capilla real del palacio de Greenwich, con la asistencia del rey, y unos años después mi matrimonio había sido la coartada para un asunto amoroso, luego había amado a mi esposo, pero falleció. Ésta boda tan simple y fácil me llevaría a un futuro muy diferente: una casa propia con el hombre que amaba.
Volvimos andando a la granja cogidos de la mano y celebramos el banquete de boda con un pan recién horneado y un jamón que William había ahumado en la chimenea.
—Tendré que aprender a hacer todo esto —dije, mirando las vigas de donde colgaban las tres patas restantes del último cerdo de William.
—Es bastante fácil —dijo, divertido—. Y traeremos a una chica para que te ayude. Necesitaremos a un par de mujeres trabajando aquí cuando vengan los bebés.
—¿Los bebés? —pregunté, pensando en Catalina y en Enrique.
—Nuestros bebés —contestó sonriendo—. Quiero una casa llena de pequeños Stafford. ¿Tú no?
Volvimos a Westminster al día siguiente. Ya había enviado una nota a Jorge, implorándole que dijera a Ana y a nuestro tío que me había puesto enferma. Dije que había tenido tanto miedo de que fuera viruela que me había ido de la corte sin verlos y que pensé estar en Hever hasta que me recuperara. Era una mentira demasiado tardía y demasiado improbable para convencer a nadie, pero yo jugaba con el hecho de que, con Ana casada con el rey y embarazada de su hijo, nadie pensaría o se preocuparía mucho de qué hiciera yo.
Volvimos a Londres en barcaza, con los dos caballos. Yo era reacia a ir. Había querido dejar la corte y vivir con William en el campo, no desbaratar sus planes y sacarlo de la granja. Pero William estaba decidido.
—Nunca estarás completa sin tus niños —predijo—. Y no quiero tu infelicidad sobre mi conciencia.
—Así que no es un acto de generosidad —dije con brío.
—Lo último que quiero es una mujer desgraciada —dijo—. Recuerda que he cabalgado contigo de Hever a Londres. Sé lo triste y apagada que puedes estar.
Aprovechamos la marea entrante y que el viento soplaba desde el mar, y remontamos el río en poco tiempo. Atracamos en la escalinata de Westminster y yo subí mientras William iba al embarcadero a bajar los caballos Le prometí encontrarnos en las escaleras del gran vestíbulo al cabo de una hora. En ese tiempo ya habría descubierto cómo estaba el patio.
Fui directamente a los aposentos de Jorge. Extrañamente, la puerta estaba cerrada. Golpeé con la llamada Bolena y esperé respuesta. Oí una carrerita y luego la puerta se abrió.
—Ah, eres tú —dijo Jorge.
Sir Francis Weston estaba con él, estirándose el jubón mientras yo entraba en la habitación.
—Oh —dije, retrocediendo.
—Francis se cayó del caballo —dijo Jorge—. ¿Puedes caminar bien ahora, Francis?
—Sí, pero me iré a descansar —dijo. Se inclinó profundamente ante mí y no hizo comentarios sobre el estado de mi vestido ni la capa, que evidenciaban un uso constante y un mal lavado.
Tan pronto como la puerta se cerró tras él, me volví hacia Jorge.
—Jorge, lo siento mucho, pero tenía que irme. ¿Supiste mentir por mí?
—¿William Stafford? —preguntó.
Asentí.
—Eso pensé —dijo—. Dios, vaya par de estúpidos somos ambos.
—¿Ambos? —pregunté con cautela.
—Cada uno a su manera —contestó—. Fuiste y yacisteis, ¿no?
—Sí —dije brevemente. No osaba confiar ni a Jorge la noticia de nuestra boda—. Y ha vuelto a la corte conmigo. ¿Le conseguirás un puesto con el rey? No puede volver al servicio de nuestro tío.
—Le conseguiré algo —dijo Jorge, dubitativo—. De momento la reserva de cargos de los Howard está a tope. Pero ¿qué vas a hacer con él en la corte? Os van a descubrir.
—Jorge, por favor —dije—. No he pedido nada. Todo el mundo ha conseguido cargos, tierras o dinero por ascenso de Ana, pero yo no he pedido nada, y se ha quedado con mi hijo. Es lo primero que he pedido nunca.
—Te descubrirán —me advirtió Jorge—. Y quedarás deshonrada.
—Todos tenemos secretos —dije—. Hasta la propia Ana. He protegido los secretos de Ana, protegería los tuyos, quiero que hagas lo mismo por mí.
—Muy bien —dijo a regañadientes—. Pero debes ser discreta. No más salidas a cabalgar solos. Por el amor de Dios, no te quedes preñada. Y si nuestro tío encuentra un esposo para ti, deberás casarte. Enamorada o no.
—Lo afrontaré cuando suceda. ¿Y tú, le conseguirás un puesto?
—Puede ser ujier gentilhombre del rey. Pero asegúrate muy bien de que sabe que lo ha conseguido por mi influencia y de que mantenga los oídos y los ojos abiertos en mi interés. Será mi hombre.
—No, no lo será —repuse con una sonrisa—. Es mío.
—Santo Dios, qué zorra —dijo mi hermano, sonriendo y abrazándome.
—¿Estoy a salvo? ¿Todos creyeron que fui a Hever?
—Sí —contestó él—. El primer día nadie se dio cuenta de que te habías ido. Me preguntaron si te había llevado a Hever sin permiso y me pareció más seguro decir que sí, hasta saber qué demonios estabas haciendo. Dije que temías que los niños estuvieran enfermos. Cuando recibí tu nota, la mentira ya estaba dicha, así que la confirmé. Todos piensan que te fuiste corriendo a Hever y yo te llevé. No está mal como mentira, la mantendremos.
—Gracias —dije—. Ahora, mejor que vaya a cambiarme el vestido antes de que nadie me vea así.
—Será mejor que lo tires. Eres una cabra loca, sabes, María. Nunca lo pensé. Siempre era Ana la que insistía en ir a su aire. Pensé que harías lo que se te dijera.
—Ésta vez no —dije, le lancé un beso y me fui.
Me encontré con William como había prometido; pero era raro e incómodo estar a medio metro de distancia y hablar como extraños, cuando quería sus brazos en mi cuerpo y sus besos sobre mi cabello.
—Jorge ya ha mentido por mí, así que estoy a salvo. Y dice que puede conseguiros el puesto de ujier gentilhombre del rey.
—¡Cómo progresa en el mundo! —dijo William irónicamente—. Sabía que casarme con vos me beneficiaría. De granjero a ujier gentilhombre del rey en un día.
—El cadalso al día siguiente, si no controláis vuestra lengua —le advertí.
Se rió, me cogió la mano y la besó.
—Me iré a buscar algún alojamiento fuera, para estar todas las noches juntos, aunque tengamos que pasar los días separados así.
—Sí —dije—. Eso quiero.
—Sois mi esposa —dijo suavemente, sonriendo—. Ahora no os dejaré marchar.
Encontré a Ana en los aposentos de la reina. Comenzaba una labor con sus damas. La visión era una reminiscencia tan exacta de la reina Catalina que parpadeé un instante antes de advertir las cruciales diferencias. Todas las damas de Ana eran miembros de la familia Howard o nuestras favoritas. La más bella de todas las jovencitas era indudablemente nuestra prima Madge Shelton, la nueva Howard de la corte; la más rica e influyente era Jane Parker, la esposa de Jorge. El ambiente de la estancia era distinto: con frecuencia, una de nosotras leía a la reina Catalina la Biblia u otro libro religioso. Ana tenía música, cuando entré había un cuarteto de músicos tocando y una de las damas alzaba la cabeza para cantar mientras trabajaba.
Y en la sala había gentileshombres. La reina Catalina, educada en la estricta reclusión de la corte real española, siempre mantuvo las formalidades: incluso tras años en Inglaterra. Los gentileshombres venían de visita con el rey, siempre eran bienvenidos y entretenidos: pero en general los cortesanos no se demoraban en los aposentos de la reina. Los coqueteos tenían lugar en los jardines o en las partidas de caza, donde había libertad.
El ambiente que alentaba Ana era mucho más divertido. En la estancia había media docena de hombres; sir William Breeton estaba allí, ayudaba a Madge a clasificar por colores los hilos de seda para el bordado; sir Thomas Wyatt estaba sentado en el asiento del alféizar escuchando música; sir Francis Weston miraba sobre el hombro de Ana y alababa su labor, y en una esquina de la estancia Jane Parker hablaba en susurros con James Wyville.
Ana apenas levantó la vista cuando entré, con un vestido limpio verde claro.
—Ah, has vuelto —dijo con indiferencia—. ¿Los niños vuelven a estar bien?
—Sí —dije—. Sólo fue un reuma.
—Hever debe de estar precioso —comentó sir Thomas Wyatt desde el asiento del alféizar—. ¿Han salido los narcisos de la orilla del río?
—Sí —mentí rápidamente—. Los capullos —me corregí.
—Pero la más bella flor de Hever está aquí —dijo sir Thomas, escudriñando a Ana.
—Y también el capullo —dijo Ana provocativamente, alzando la mirada de la labor. Las damas rieron con ella.
Miré a Ana. No había pensado que ella se insinuara, incluso durante el embarazo, especialmente ante gentileshombres.
—Desearía ser la abejita que juega en los pétalos —dijo sir Thomas, siguiendo la chanza subida de tono.
—Encontraríais la flor herméticamente cerrada para vos —dijo Ana.
Los ojos brillantes de Jane Parker iban de un jugador al otro como si viera jugar al tenis. De pronto todo aquel juego me pareció una pérdida de tiempo, en ese momento podía estar con William, era otra mascarada en la interminable representación de la corte. Estaba hambrienta de amor real.
—¿Cuándo nos vamos? —pregunté, interrumpiendo el coqueteo—. ¿Cuándo salimos para el viaje estival?
—La semana próxima —contestó Ana con indiferencia, cortando un hilo con las tijeras—. Creo que vamos a Greenwich. ¿Por qué?
—Estoy harta de Londres.
—Qué inquieta estás —se quejó Ana—. Acabas de volver de Hever y quieres volver a irte. Necesitas un hombre, hermana. Llevas demasiado tiempo viuda.
—No lo creo —repuse, dejándome caer al momento sobre el banco del alféizar, junto a sir Thomas—. Mira, estoy tan quieta como una gata dormida.
Ana rió brevemente.
—Cualquiera diría que tienes aversión a los hombres —dijo. Las damas se rieron ante la nota pícara.
—Sólo soy un poco reacia.
—Nunca tuviste fama de reacia —repuso Ana maliciosamente.
—Tú nunca tuviste fama de dispuesta —dije, devolviéndole la sonrisa—. Pero ahora, ves, ambas somos dichosas.
Se mordió el labio ante la respuesta, y vi que pensaba con qué desaire darme la réplica, rechazando la mitad por ser demasiado subidos de tono o demasiado cercanos a la verdad de su propia situación, no mejor que la mía antaño.
—Alabado sea el Señor por ello —dijo piadosa, e inclinó la cabeza sobre la labor.
—Amén —repuse tan dulcemente como ella.
En Westminster los días se me hacían largos. Durante el día, sólo podía ver a William por casualidad. Como ujier gentilhombre, atendía directamente al rey. Enrique se aficionó a él, le consultaba sobre caballos y a menudo cabalgaba a su lado. Pensé que era irónico que mi William, un hombre totalmente inadecuado para la vida en la corte, se viera tan favorecido. Pero a Enrique le agradaba el trato directo, siempre que estuviera de acuerdo con él.
William y yo sólo podíamos estar juntos de noche. Había alquilado unas habitaciones justo al otro lado del camino del grandioso palacio de Westminster, en un desván. Cuando nos quedábamos despiertos después de hacer el amor, oía los pájaros en los nidos de los tejados. Teníamos un pequeño camastro, una mesa, dos taburetes, una chimenea donde calentábamos la cena del palacio y nada más. No queríamos nada más.
Todas las mañanas me despertaba al alba con su contacto, la delicia de su calor y el aroma embriagador de su piel. Nunca había yacido con un hombre que me amara por completo, por mí misma, y era una experiencia vertiginosa. Nunca había yacido con un hombre cuyo contacto adorara sin necesidad de disimular mi adoración, exagerarla o ajustarla en absoluto. Simplemente lo amaba como si fuera mi primer y único amor, y él también me amaba y me deseaba con una sencillez que me maravillaba, al pensar que durante todos esos años había tratado con la otra cara de la moneda: la vanidad y la lujuria. Entonces no sabía que existía esa otra moneda, una moneda de oro puro.
La coronación de Ana quedó ensombrecida por una violenta pelea con nuestro tío. Yo estaba en su habitación cuando él comenzó a bramar, jurando que Ana se había encumbrado tan alto a sus propios ojos que olvidaba quién la había puesto allí. Ana, con una petulancia exasperante, puso la mano sobre el hinchado vientre y le dijo que su cuerpo era grande y que era muy consciente de quién lo había puesto ahí.
—Por Dios, Ana, os acordaréis de vuestra familia… —dijo él.
—¿Cómo puedo olvidarlo? Están alrededor de mí como avispas alrededor de un tarro de miel. Cada vez que doy un paso tropiezo con uno, pidiéndome otro favor.
—Yo no pido —soltó él—. Tengo derechos.
—¡No sobre mí! —exclamó ella, volviendo la cabeza al oírlo—. Estáis hablando con vuestra reina.
—Estoy hablando con mi sobrina, quien hubiera sido desterrada deshonrosamente de la corte por yacer con Henry Percy si no fuera por mí —le escupió.
Ella dio un brinco como si fuera a volar en su dirección.
—¡Ana! —grité—. ¡Siéntate! ¡Quédate quieta! —exclamé. Miré a mi tío—. ¡No debe alterarse! ¡El bebé!
Él la miró con semblante asesino, luego controló su furia.
—Por supuesto —dijo con cortesía forzada.
—Nunca habléis de eso —siseó ella—. Lo juro, tío o no tío, si esgrimís esa vieja calumnia contra mí, os echaré de la corte.
—Yo soy gran mariscal —repuso él entre dientes—. Era uno de los hombres más grandes de Inglaterra cuando aún estabais en la guardería.
—Y antes de Bosworth, vuestro padre fue un traidor encerrado en la Torre —repuso ella, triunfante—. Recordad que ambos somos Howard. Si no estáis de mi lado, no lo estaré del vuestro. Podéis volver a ver el interior de la Torre con una sola palabra mía.
—Decidla —escupió él, y salió muy ofendido de la habitación sin tan sólo una inclinación. Ella se quedó mirando fijamente por donde había salido.
—Lo aborrezco —dijo lentamente—. Lo veré acabado, como un don nadie.
—No pienses así —me apresuré a decir—. Lo necesitas.
—No necesito a nadie —repuso, rotunda—. El rey es totalmente mío. Tengo su corazón y su deseo, y llevo a su hijo. No necesito a nadie.
La pelea con nuestro tío aún no estaba solucionada cuando llegó para escoltar a Ana en la coronación. Iba a ser, como había predicho Jorge, la ceremonia más magnífica nunca vista. Ana había ordenado quemar la granada de la proa de la barcaza de la reina Catalina, como si Catalina fuera una usurpadora en vez de la reina legítima. En su lugar estaba el escudo de armas de Ana y sus iniciales entrelazadas con las de Enrique. La gente se mofó hasta de eso, ya que jaleaban: «¡Ea!, ¡ea!» Y la última en reír era la pobre Inglaterra. El último lema de Ana estaba por todas partes: «La más feliz.» Incluso Jorge había resoplado la primera vez que lo oyó. «¿Ana, feliz? —dijo—. Cuando sea la Reina de los Cielos y la hayan entronizado como la propia Virgen María.»
Fuimos a la Torre de Londres en las barcazas, con las banderas doradas, blancas y plateadas ondeando. El rey nos esperaba ante la gran esclusa. Atracaron la barcaza firmemente mientras Ana desembarcaba, y la observé casi como si fuera una extraña. Se levantó del trono y bajó, deslizándose por la plancha como si hubiera nacido y crecido reina. Iba con un maravilloso vestido de oro y plata y una capa de piel sobre los hombros. No parecía mi hermana, no parecía una mujer mortal. Mantenía la regia presencia cual si fuera la reina más grandiosa que hubiera nacido nunca.
Pasamos dos días en la Torre. El primero hubo un banquete fastuoso y entretenimientos, durante los cuales Enrique concedió honores. Nombró doce caballeros de Bath y concedió doce títulos de caballero, tres de ellos a sus ujieres gentileshombres favoritos. Uno fue mi esposo. Una vez el rey le tocó el hombro con la espada y le dio el beso de fidelidad, William vino a mi encuentro. Me sacó a bailar para confundirnos entre la corte, con la esperanza de que nadie notara que la hermana de la reina bailaba con un ujier gentilhombre.
—Bueno, entonces, lady Stafford —dijo suavemente—. ¿Cómo va esto en cuanto a ambición?
—Es un salto. Os encumbraréis tanto como un Howard, lo sé.
—En realidad, me alegro de ello —dijo, volviendo al inaudible susurro confidencial mientras mirábamos a la pareja que estaba en medio del círculo—. No quería que descendieras de rango por casarte conmigo.
—Me hubiera casado contigo aunque hubieras sido un campesino —dije con firmeza.
Chasqueó los labios.
—Amor mío, vi cómo te molestaban las picaduras de mosquito. Creo que nunca te hubieras casado conmigo si hubiera sido un campesino.
Volví a reírme y advertí una ojeada furiosa de Jorge, emparejado con Madge Shelton. Me puse firme al momento.
—Jorge nos está mirando.
—Mejor que cuide de sí mismo —dijo William.
—Oh, ¿por qué?
Era nuestro turno para bailar. William me llevó al centro del círculo y bailamos juntos, tres pasos a un lado, tres pasos al otro. Era una danza cortesana, difícil de ejecutar sin estar cerca y mirarse a los ojos. Seguí recordándome a mí misma que no debía dejar que mi rostro mostrara ningún gozo. William fue menos discreto que yo. Cada vez que le echaba una ojeada me miraba como si fuera a comerme con los ojos. Me sentí aliviada cuando bailamos en el corro, salimos bajo un arco de brazos y la danza se generalizó de nuevo.
—¿Qué pasa con Jorge?
—Malas compañías —contestó William brevemente.
—Es un Howard y amigo del rey —dije, y reí en voz alta—. Se supone que está con malas compañías.
—Bah, no es nada, supongo —dijo. Advertí que había cambiado de táctica.
Los músicos acabaron con un acorde final. Conduje a William a un lado del salón.
—Ahora dime sinceramente qué quieres decir.
—Sir Francis Weston está siempre con él —dijo William, forzado a hablar—. Y tiene mala reputación.
—Sólo habrás oído alguna locura juvenil —dije, instantáneamente alerta.
—Más —dijo William, lacónico.
—¿Qué más?
William se miró como si quisiera escapar al interrogatorio.
—He oído que son amantes.
Respiré hondo.
—¿Lo sabías?
Asentí, sin decir nada.
—Dios mío, Ana —dijo William. Dio un paso atrás y luego volvió a mi lado—. No me lo dijiste. ¿Tu propio hermano hundido en el pecado y no me lo dijiste?
—Claro que no —exclamé—. No lo deshonraré. Es mi hermano. Y podría cambiar.
—¿Das prioridad a la lealtad a él antes que a mí?
—Le tengo la misma lealtad que a ti —contesté inmediatamente—. William, es mi hermano. Somos los tres Bolena, nos necesitamos entre nosotros. Los tres sabemos unas cuantas cosas, un montón de cosas, los más absolutos secretos. Aún no soy totalmente lady Stafford.
—¡Tu hermano es un sodomita! —me siseó.
—¡Y aun así, es mi hermano! —exclamé. Le agarré el brazo, con cuidado de que no nos vieran, y lo llevé a rastras a una esquina—. Él es un sodomita y mi hermana una ramera y quizá una envenenadora y yo soy una furcia. Mi tío ha sido el más falso de los amigos, mi padre es un oportunista, mi madre, algunos incluso dicen (sabe Dios) ¡que estuvo con el rey antes que nosotras! Todo esto lo sabías o podías haberlo deducido. Ahora dime, ¿soy lo bastante buena para ti? Porque yo sabía que eras un don nadie e igualmente fui a tu encuentro. Si quieres encumbrarte para ser alguien en esta corte, acabarás con sangre o porquería en las manos. He tenido que comprenderlo por medio de un duro aprendizaje desde que era una niña. Ahora puedes aprenderlo tú, si tienes estómago.
William dio un respingo ante mi vehemencia y retrocedió para abarcarme con la mirada.
—No pretendía molestarte.
—Él es mi hermano. Ella, mi hermana. Pase lo que pase, son mis parientes.
—Ambos podrían ser nuestros enemigos —me advirtió.
—Podrían ser enemigos míos hasta la muerte, y aun así serían mi hermano y mi hermana.
Hicimos una pausa.
—¿Parientes y enemigos, todo a la vez?
—Quizá —dije—. Depende de cómo vaya el gran juego.
William asintió.
—Entonces, ¿qué dicen sobre él? —pregunté con más serenidad—. ¿Qué oíste?
—No es de conocimiento general, gracias a Dios, pero se dice que dentro de la corte es un secreto a voces, dan vueltas alrededor de tu hermana, son sus mejores amigos, pero al mismo tiempo entre ellos son amantes. Sir Francis es uno, sir William Breeton, otro. Grandes jugadores, grandes jinetes, hombres que harían cualquier cosa por un reto, cualquier cosa que les proporcione placer o excitación: y Jorge está entre ellos. Siempre rodean a la reina, se reúnen a coquetear y jugar en sus aposentos. Así que Ana también está en un compromiso.
Miré a mi hermano, al otro extremo del salón. Estaba inclinado sobre el respaldo del trono de Ana, susurrando a su oído. Vi que ella inclinaba la cabeza y reía tontamente.
—Ésta vida corrompería a un santo, no digamos a un hombre joven —dijo.
—Quería ser soldado —dije con tristeza—. Un gran cruzado, un caballero de blanca armadura contra los infieles.
William hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Si podemos, salvaremos al pequeño Enrique de esto —dijo.
—¿A mi hijo?
—Nuestro hijo —dijo, asintiendo—. Intentaremos darle una vida que tenga algún propósito, no sólo holgazanería y búsqueda de placer. Y mejor que adviertas a tu hermano y a tu hermana que su círculo de amistades es objeto de habladurías, y las peores, sobre él.
Ana fue a Londres al día siguiente. La ayudé a ponerse un vestido blanco, con abrigo blanco y un manto de armiño. Llevaba el cabello suelto sobre los hombros, con un velo dorado y una diadema de oro. Entró en Londres en una litera tirada por dos ponis blancos y los barones de Cinque Ports sostenían sobre su cabeza un dosel tejido en oro. La corte al completo, con sus mejores galas, a pie, detrás. En todas partes había arcos de triunfo, fuentes que vertían vino, recitados de poemas, pero todo ese desfile se realizó en medio de una ciudad totalmente silenciosa.
Madge Shelton estaba a mi lado mientras bajábamos las estrechas callejuelas hacia la catedral tras la litera de Ana, inmersas en un silencio cada vez más omnipresente.
—Dios mío, esto es terrorífico —murmuró.
Londres mostraba su malhumor, la gente había salido a miles, pero no agitaban banderas, ni exclamaban bendiciones, ni gritaban el nombre de Ana. Se quedaban mirándola fijamente con una espantosa curiosidad ávida, como si quisieran ver a la mujer causante de semejante cambio en Inglaterra y en el rey, a la mujer que finalmente había convertido el manto de la reina en su propio vestido.
Si la entrada en Londres fue deprimente, la coronación, al día siguiente, no fue mejor. En esta ocasión Ana iba vestida de terciopelo carmesí ribeteado con la más blanca y suave piel de armiño, un manto púrpura y cara de pocos amigos.
—¿No eres feliz, Ana? —pregunté mientras le enderezaba la cola del vestido.
Mostró una sonrisa que más bien parecía una mueca.
—La más feliz —respondió amargamente, citando su propio lema—. La más feliz. Debería serlo, ¿verdad? Tengo todo lo que siempre he querido, y sólo yo fui la única que sabía que lo conseguiría. Soy la reina, soy la esposa del rey de Inglaterra. He derrocado a Catalina y ocupado su puesto. Debería ser la mujer más feliz del mundo.
—Y él te ama —añadí, pensando en cómo se había trasformado mi vida con el amor de un buen hombre.
—Ah, sí —dijo Ana con indiferencia, encogiéndose de hombros. Se tocó la barriga—. Si tan sólo pudiera saber que es un varón. Si tan sólo fuera coronada con un príncipe.
Le di unas palmaditas en el hombro, un poco incómoda. Desde que dejamos de compartir lecho, rara vez nos tocábamos. Desde que tenía servicio de damas, ya no seguía cepillando su cabellera ni atándole el vestido. Aún tenía intimidad con Jorge, pero se había ido apartando de mí; y el robo de mi hijo había abierto un mudo resentimiento entre nosotras. Me extrañó que me confiara una debilidad. El pulido barniz de la realeza se había derramado sobre Ana como el lacado sobre una figurita.
—No ha sido larga la espera —dije con tacto.
—Tres meses.
Alguien llamó a la puerta y Jane Parker entró con la cara iluminada de excitación.
—¡Os están esperando! —dijo sin respiración—. Es la hora. ¿Estáis lista?
—¿No sabéis decir «os ruego que me perdonéis»? —dijo Ana, glacial. Mi hermana desapareció al momento bajo la máscara de la reina. Jane hizo una reverencia.
—¡Su Majestad! ¡Os pido disculpas! Debía haber dicho que esperaban a Su Majestad.
—Estoy dispuesta —dijo Ana, y se levantó. El resto de su séquito entró en la habitación, las damas de compañía arreglaron la larga cola de la capa, yo enderecé su tocado y extendí la larga cabellera oscura sobre sus hombros.
Luego mi hermana, Ana Bolena, salió para ser coronada reina de Inglaterra.
Pasé la noche de coronación de Ana con William, en mi dormitorio de la Torre. Debía compartir lecho con Madge Shelton, pero me susurró que estaría fuera toda la noche, así que, mientras continuaba la fiesta en la corte, William y yo nos escabullimos a mi habitación, cerramos la puerta con llave, arrojamos otro tronco al fuego y lenta y sensualmente nos desvestimos e hicimos el amor.
Nos despertamos en medio de la noche, hicimos el amor y volvimos a quedarnos dormidos, en un ciclo adormilado de excitación y satisfacción. Sobre las cinco de la mañana, cuando empezaba a clarear, ambos estábamos deliciosamente exhaustos y vorazmente hambrientos.
—Venga —me dijo—. Salgamos a buscar algo de comer.
Nos vestimos, me puse una capa con capucha para esconder el rostro y nos escabullimos de la Torre a las calles del centro. La mitad de los hombres de Londres estaban borrachos por las calles, debido al vino que corría libremente de las fuentes para celebrar el triunfo de Ana. Todo el trayecto caminamos entre cuerpos inertes.
Anduvimos de la mano, sin preocuparnos porque nos vieran en esa ciudad enferma de alcohol. William me guió hasta una panadería y retrocedió para ver si salía humo de la chimenea torcida.
—Huele a pan —dije, aspirando el aire, riendo de mi propio hambre.
—Llamaré —decidió William y golpeó la puerta.
Un grito ahogado contesto desde el interior y un hombre con la cara enrojecida y manchada de harina blanca abrió la puerta bruscamente.
—¿Puedo comprar un pan? —preguntó William—. ¿Y algo para desayunar?
—Si tenéis el dinero —contestó malhumorado, parpadeando ante la brillante luz de la calle—. Porque sabe Dios que he derrochado todo el mío.
William me introdujo en la panadería. Dentro hacía calor y olía a dulce. Todo estaba cubierto con una fina capa de harina blanca, hasta la mesa y los taburetes. William limpió una silla con su capa y me acomodó allí.
—Algo de pan —dijo—. Un par de jarras de cerveza inglesa. Algo de fruta si tenéis, para la dama. Un par de huevos duros, ¿algo de jamón, quizá? ¿Queso? Cualquier cosa rica.
—Es la primera hornada del día —rezongó el hombre—. Casi no he desayunado. No voy a salir corriendo a por un pedazo de jamón para unos aristócratas. —Un tintineo y el brillo de una moneda de plata cambiaron todo—. Tengo un jamón excelente en mi despensa y un queso recién llegado del campo que hace mi primo —dijo el panadero—. Y mi esposa se levantará y ella misma os servirá la cerveza. Elabora muy bien la cerveza, no sabe mejor en todo Londres.
—Gracias —dijo William con aplomo mientras se sentaba junto a mí guiñándome el ojo. Me rodeó la cintura con el brazo.
—¿Recién casados? —preguntó el hombre, sacando los panes del horno con la pala y viendo la mirada de William en mi rostro.
—Sí —contesté.
—Y que dure —dijo, y llevó los panes al mostrador de madera.
—Amén a eso —dijo William en voz baja, me atrajo hacia él y me besó en los labios. Luego me susurró al oído—: Voy a amarte así eternamente.
William me dejó en el portillo de la Torre antes de bajar al río, alquilar un barquero y entrar por la esclusa. Cuando entré, Madge Shelton estaba en nuestra habitación, pero demasiado absorta cepillando su cabellera y cambiándose el vestido como para preguntarse dónde estaba yo a esas horas de la mañana. Media corte parecía levantarse en lechos ajenos. El triunfo de Ana, la amante convertida en esposa, era un modelo para todas las muchachas fáciles del país.
Me lavé la cara y las manos y me vestí, dispuesta a ir con Ana y las damas a maitines. Ana, en su primer día de reinado, estaba fastuosamente vestida con un vestido oscuro, un tocado enjoyado y una larga sarta de perlas de dos vueltas alrededor del cuello. Aún llevaba la «B» de oro, y sostenía un misal revestido de láminas de oro. Asintió al verme, yo le ofrecí una profunda reverencia y seguí la orla de su vestido como si me sintiera honrada.
Después de misa y de desayunar con el rey, Ana comenzó a reorganizar el personal de la casa. Muchos de los sirvientes de la reina habían cambiado su lealtad sin gran inconveniente, como el resto de nosotros, preferían estar sujetos a una estrella en alza que a la reina caída en desgracia. El apellido Seymour atrajo mi mirada.
—¿Tenéis una Seymour como dama de compañía? —pregunté.
—¿A cuál? —preguntó Jorge perezosamente, cogiendo la lista—. Se dice que esa tal Agnes es una terrible ramera.
—A Jane —dijo Ana—. Pero tendré a la tía Elizabeth y a la prima María. Diría que tenemos suficientes damas de los Howard para compensar la influencia de una Seymour.
—¿Quién pidió el puesto? —inquirió Jorge.
—Todos piden puestos —dijo Ana cansinamente—. Todos ellos, todo el tiempo. Pensé que una o dos mujeres de otras familias sería una concesión. Los Howard no pueden quedarse con todo.
—Ah, ¿por qué no? —preguntó Jorge, que soltó una carcajada. Ana apartó la silla de la mesa, dejó la mano sobre el vientre y suspiró. Jorge se puso en guardia—. ¿Cansada?
—Unos retortijones —contestó ella. Me miró—. No es nada, ¿no? Unas punzadas de dolor no significan nada, ¿verdad?
—Yo tuve bastantes dolores fuertes con Catalina, cumplió el plazo y luego nació sin problemas.
—Entonces, ¿no significarán que será una niña? —preguntó Jorge.
Los miré a ambos, las largas narices características de los Bolena, los rostros alargados y esos ojos inquietos. Eran las mismas facciones que me habían devuelto el reflejo de mi propia mirada durante toda la vida, con la particularidad de que ahora yo había perdido esa expresión ávida.
—Tranquilízate —le dije amablemente a Jorge—. No hay ninguna razón en el mundo por la cual no pueda tener un niño precioso. Y preocuparse es lo último que puede hacer.
—Dime también que no respire —soltó Ana—. Es como llevar todo el futuro de Inglaterra en mi vientre. Y la reina los perdía una y otra vez.
—Porque no era su verdadera esposa —dijo Jorge de carrerilla—. Porque su matrimonio nunca fue válido. Por supuesto que Dios te concederá un varón.
Ella tendió la mano por encima de la mesa en silencio. Jorge la agarró con fuerza. Los miré a los dos, vi la absoluta desesperación de su ambición, aún se dejaban llevar por ella igual que como cuando eran los niños de un pequeño señor que progresaba. Los miré y sentí alivio por haber escapado. Esperé un momento y luego dije:
—Jorge, he oído algunas habladurías sobre ti que no te favorecen.
—¡Seguro que no! —respondió levantando la mirada, con su alegre y pícara sonrisa.
—Es serio —dije.
—¿A quién habéis estado escuchando? —replicó.
—Chismes de la corte —dije—. Dicen que sir Francis Weston forma parte de un círculo alocado, al que tú también perteneces.
Él echó una ojeada a Ana, como para ver qué sabía. Ella me miró inquisitivamente. Era evidente que ignoraba de qué se hablaba.
—Sir Francis es un amigo leal —dijo.
—La reina ha hablado —dijo Jorge, intentando bromear.
—Porque ella no sabe ni la mitad, y tú sí —le solté.
Ana se puso en guardia.
—No me queda más remedio que ser perfecta —dijo—. No puedo darles ocasión de murmurar al rey en mi contra.
—No es nada —rebatió Jorge rápidamente, dándole golpecitos en la mano—. No te inquietes. Un par de noches desenfrenadas y demasiada bebida. Un par de malas mujeres y algunas apuestas fuertes. Nunca sería un descrédito para ti, Ana, te lo prometo.
—Es más que eso —repuse rotundamente—. Dicen que sir Francis es amante de Jorge.
—Jorge, ¿no será verdad? —preguntó Ana con los ojos desmesuradamente abiertos, agarrando a Jorge.
—Claro que no —contestó, tajante. Cogió su mano para reconfortarla.
—No me vengas con tus repugnantes cuentos —me dijo Ana, volviéndose con frialdad—. Eres tan mala como Jane Parker.
—Será mejor que tengas cuidado —le advertí a Jorge—. Si te difaman, nos salpicará a todos.
—No hay problema —me respondió Jorge, pero sus ojos miraban el rostro de Ana—. Ninguno en absoluto.
—Mejor que estés seguro —dijo Ana.
—Ninguno en absoluto —repitió él.
La dejamos descansar y salimos para encontrarnos con el resto de la corte, que jugaba a los aros con el rey.
—¿Quién te habló de mí? —preguntó Jorge.
—William —contesté—. No divulga el escándalo. Sabía que tendría miedo por ti.
Se rió despreocupadamente, pero percibí su tensión.
—Amo a Francis —confesó—. Es el hombre más magnífico del mundo, el más valiente, él más dulce, el mejor hombre que haya vivido nunca. Y no puedo evitar desearlo.
—¿Lo amas como a una mujer? —pregunté torpemente.
—Como a un hombre —me corrigió, veloz—. Algo más apasionado, con diferencia.
—Jorge, es un pecado atroz, y te romperá el corazón. Es una maldición desastrosa. Si nuestro tío supiera…
—Si cualquiera lo supiera, estaría arruinado.
—¿No puedes dejar de verlo?
—¿Puedes dejar de ver a William Stafford? —me preguntó, volviéndose con una sonrisa.
—¡No es lo mismo! —protesté—. ¡Lo que describes no es lo mismo! Nada parecido. William me ama honorable y sinceramente. Y yo lo amo. Pero esto…
—No estás limpia de pecado, sólo tienes suerte —dijo Jorge con crudeza—. Tienes suerte de amar a alguien que es libre para devolverte su amor. Pero yo no. Yo sólo lo deseo, lo deseo y lo deseo; y espero a que el deseo se apague.
—¿Se apagará? —pregunté.
—Es posible —contestó con amargura—. Todas las cosas que he conseguido alguna vez se han hecho cenizas en poco tiempo. ¿Por qué esto tiene que ser diferente?
—Jorge —dije, y le tendí la mano—. Ay, hermano mío…
—¿Qué? —preguntó, mirándome con esos ojos duros y ávidos de los Bolena.
—Eso será tu perdición —susurré.
—Oh, probablemente —dijo, sin darle importancia—. Pero Ana me salvará. Ana y mi sobrino, el próximo rey.