Invierno de 1527
William y yo entramos en una cómoda rutina casi doméstica, aunque girara en torno a los deseos del rey y de Ana. Yo aún dormía por la noche en el lecho de Ana. Para el mundo exterior ambas aún éramos damas de compañía de la reina, ni más ni menos que las otras.
Pero Ana estaba con el rey de la mañana a la noche, tan próxima a él como una novia recién casada, como principal consejero y mejor amiga. Sólo volvía a la habitación para cambiarse el vestido o a tumbarse en el lecho para echar una cabezadita mientras él estaba en misa, o quería salir a cabalgar con sus gentiles hombres. Entonces se quedaba quieta, en silencio, como una persona muerta de agotamiento. Se quedaba con la mirada inexpresiva clavada en el baldaquín de la cama, los ojos totalmente abiertos, sin ver nada. Respiraba lenta y continuadamente como si estuviera enferma. No decía palabra.
Cuando estaba en ese estado, aprendí a dejarla sola. Debía encontrar alguna forma de descansar de aquella interminable representación en público. Tenía que ser encantadora sin interrupción, no sólo para el rey, sino para todo aquel que mirara en su dirección. Un instante de apariencia que no fuera radiante y la corte desataría una tormenta de rumores que la enterraría, y a todos nosotros con ella.
Cuando se levantaba de la cama e iba con el rey, William y yo pasábamos el tiempo juntos. Nos encontrábamos casi como extraños y él me cortejaba. Era la cosa más rara, simple y dulce hecha por un esposo separado hacia una esposa descarriada. Me enviaba ramitos de flores, a veces de hojas de acebo o bayas rojas de tejo. Me regaló un pequeño brazalete dorado. Me escribía los más bonitos poemas loando mis ojos grises y mi rubio cabello, solicitando mi favor como si fuera la dama de sus amores. Cuando yo pedía mi montura para salir con Ana, encontraba una nota metida en el estribo. Cuando apartaba las sábanas para entrar en el lecho de noche con Ana, encontraba un dulce envuelto en papel dorado. Me inundó de pequeños regalos y notitas, y siempre que estábamos juntos en un banquete de la corte o en el campo de tiro al arco, o mirando un partido de tenis, se inclinaba hacia mí y me susurraba con la boca medio cerrada:
—Venid a mi habitación, esposa.
Yo soltaba una risita como si fuera su nueva amante en vez de su esposa desde hacía años, me retiraba de la multitud y, un rato después, él se escabullía para encontrarse conmigo en el reducido espacio de su dormitorio, en el ala oeste del palacio de Greenwich. Luego me abrazaba y decía encantador y prometedor:
—Sólo tenemos un momento, mi amor, una hora como mucho. Así que será toda tuya.
Me acostaba en el lecho, desataba mi apretado corsé, me acariciaba los senos, me tocaba el vientre y me complacía de todas las formas que se le ocurrían, hasta que yo gritaba de placer:
—¡Oh, William! ¡Oh, mi amor! Sois el mejor, sois el mejor, sois mucho, mucho mejor.
Y en ese instante, con la sonrisa del hombre más alabado de todos los tiempos, se desahogaba dentro de mí y descansaba sobre mi hombro, estremeciéndose con un suspiro.
Para mí era deseo, y sólo un poquito de cálculo. Si Ana caía, y nosotros, los Bolena con ella, entonces me alegraría mucho tener un esposo que me amara y que tuviera un espléndido feudo en Norfolk, riquezas y título. Y además los niños llevaban su apellido, y si quería podía mandarlos a su casa en el acto. Hubiera dicho al mismo demonio que era el mejor, mucho mejor, si me permitía seguir con mis hijos.
Ana se divirtió en las festividades navideñas. Bailó como si nada pudiera evitar que bailara de la mañana a la noche. Jugó a las cartas como si pudiera perder la fortuna de una reina. Tenía un acuerdo conmigo y con Jorge; pagábamos el dinero en privado. Pero cuando perdía contra el rey, el dinero trabajosamente ganado en otras partidas desaparecía en el monedero real y nunca volvía a verse. Y tenía que perder contra él cada vez que jugaba. Enrique odiaba perder.
El rey la inundó de regalos y honores, la sacaba en todos los bailes. Era la reina coronada en todas las mascaradas. Pero Catalina aún se sentaba en la mesa principal y sonreía a Ana como si el honor fuera suyo, como si fuera su sustituta con su consentimiento. Y la princesa María, la princesita débil de tez pálida, se sentaba junto a su madre y sonreía a Ana como si esa pretendiente al trono ligera de cascos la divirtiera soberanamente.
—Dios, la odio —dijo Ana mientras se desvestía por la noche—. Es idéntica a ambos, esa cosa con cara de pan.
Vacilé. No tenía sentido discutir con Ana. La princesa María había crecido hasta ser una niña excepcionalmente bonita, con un rostro tan lleno de carácter y determinación que no se podía dudar ni por un momento que fuera la hija de su madre hasta la médula. Cuando bajaba la vista por el salón para mirarnos a Ana y a mí, era como si nos atravesara con la mirada, como si no fuéramos más que vidrios transparentes de cristal veneciano y sólo le interesara qué había más allá. No parecía envidiarnos, ni tampoco vernos como rivales de la atención de su padre, ni tan siquiera como un peligro para la situación de su madre. Nos veía como un par de mujeres frívolas, tan insustanciales como si una ráfaga misericordiosa de viento pudiera llevarnos volando.
Era una niña ingeniosa de sólo once años, pero capaz de hacer un juego de palabras o devolver una broma en inglés, francés, español o latín. Ana era rápida y erudita, pero no había tenido la educación de esa princesita, algo que le envidiaba. Y la niña tenía todo el porte real de la madre. Aunque Ana pudiera o no convertirse en reina alguna vez, ella había nacido y se había criado para ostentar privilegios y posición. La princesa María había nacido con derechos con los cuales sólo podíamos soñar. Tenía una seguridad en sí misma que nosotras nunca podríamos aprender, una gracia que venía de su absoluta confianza en su posición en el mundo. Ana la odiaba.
—No es nada —dije para reconfortarla—. Deja que te cepille el cabello.
Se oyó una queda llamada a la puerta y Jorge se deslizó dentro de la habitación antes de que pudiéramos decir «entra».
—Me aterroriza que me vea mi esposa —dijo, a modo de excusa. Agitó una botella de vino y tres copas de peltre delante de nosotras—. Ésta noche ha estado bailando y está caliente. Casi me ordena ir al lecho. Si me ha visto entrar aquí, se volverá loca.
—Probablemente te habrá visto —dijo Ana. Cogió un vaso—. Ésa mujer no se pierde nada.
—Debería haber sido espía. Le hubiera encantado haber sido una espía especializada en fornicación.
Se me escapó una risita y dejé que me sirviera una medida de vino.
—No es muy difícil seguirte —señalé—. Siempre estás aquí.
—Es el único sitio donde puedo ser yo mismo.
—¿En el burdel no? —pregunté.
—Ya no he vuelto —dijo, denegando con la cabeza—. He perdido las ganas de ir.
—¿Estás enamorado? —preguntó Ana cínicamente.
—Yo no —contestó. Para mi sorpresa, desvió la mirada y se ruborizó.
—¿Qué pasa, Jorge? —pregunté.
—Algo y nada —respondió—. Algo que no puedo decirte y nada que ose hacer.
—¿Alguien de la corte? —inquirió Ana, intrigada.
Puso un taburete ante el fuego y se quedó mirando fijamente las brasas.
—Si os lo cuento, debéis jurar que no se lo diréis a nadie.
Asentimos, totalmente hermanadas en nuestra determinación de saberlo todo.
—Más que eso, ni siquiera hablaréis nada de ello entre vosotras cuando me haya ido. No quiero que lo comentéis a mis espaldas.
Ésta vez vacilamos.
—¿Jurar que ni siquiera lo hablaremos entre nosotras?
—Sí, o no diré nada.
Dudamos, y luego la curiosidad nos pudo.
—De acuerdo —dijo Ana en nombre de ambas—. Lo juramos.
Su rostro joven y atractivo explotó, y lo enterró en la lujosa manga de su túnica corta.
—Estoy enamorado de un hombre —dijo sencillamente.
—Francis Weston —dije al momento. Su silencio me confirmó que había acertado.
—¿Lo sabe él? —preguntó Ana, con semblante atónito y horrorizado.
Negó con la cabeza, aún hundido en el rico terciopelo rojo de su manga recamada.
—¿Lo sabe alguien más? —preguntó Ana. Él volvió a negar con la cabeza—. Entonces nunca debes dar ningún indicio de ello, ni decírselo a nadie —le ordenó—. Ésta debe ser la primera y última vez que hables de ello con nadie, ni con nosotras. Debes eliminarlo de tu corazón y de tu mente, y no volver a mirarlo nunca más.
—Sé que no tengo esperanzas —dijo él, levantando la mirada hacia Ana.
Pero el consejo de Ana no era en beneficio de Jorge.
—Me pones en peligro —dijo ella—. Si nos pones en evidencia, el rey nunca se casará conmigo.
—¿Por eso? —inquirió él, en un súbito acceso de rabia—. ¿Eso es todo lo que importa? No que yo esté enamorado y haya caído en pecado como un estúpido. No que nunca vaya a ser feliz, casado con una víbora y enamorado de un rompecorazones, sino sólo, sólo, que la reputación de la señora Ana Bolena sea intachable.
Inmediatamente Ana se le tiró encima, con las manos extendidas como zarpas, y él le cogió las muñecas antes de que pudiera arañarle el rostro.
—¡Mírame! —siseó ella—. ¿No renuncié a mi único amor, no me rompí el corazón? ¿No me dijiste entonces que merecía la pena? —La mantuvo alejada, pero Ana era imparable—. ¡Mira a María! ¿No la separamos de su esposo y a mí del mío? Y ahora tú también debes renunciar a alguien. Debes perder al amor de tu vida, como yo perdí al mío y María al suyo. No me lloriquees sobre tu corazón roto, vosotros asesinasteis a mi amor, lo enterramos juntos, y ahora se acabó.
Jorge luchaba con ella y yo la agarré por detrás, separándola de él. De pronto dejó de luchar, y los tres nos quedamos en pie inmóviles, como máscaras formando un cuadro viviente; yo, pegada a su cintura, él agarrado a sus muñecas y ella con las manos extendidas inmóviles a dos dedos de su rostro.
—Dios mío, vaya familia —dijo, sorprendido—. Dios mío, ¿adónde hemos llegado?
—Lo importante es adónde vamos —dijo Ana con dureza.
Jorge se encontró con su mirada y asintió lentamente, como un hombre que prestara juramento.
—Sí —dijo con un suspiro—. No lo olvidaré.
—Renunciarás a tu amor —estipuló ella—. Y nunca volverás a mencionar su nombre. —Él volvió a asentir, derrotado—. Y recordarás que nada importa más que mi camino al trono.
—Lo recordaré.
Sentí que me estremecía y le solté la cintura. Había algo en esa promesa entre susurros que no parecía una promesa a Ana sino un pacto con el demonio.
—No lo digáis así. —Ambos me miraron, los ojos oscuros de los Bolena, las largas narices rectas, esa boca pequeña peculiar e impertinente—. No merece la pena pagar con la vida —añadí, intentando quitarle importancia.
Ninguno de los dos sonrió.
—Sí que merece la pena —dijo Ana.