Primavera de 1532

Jorge, ignorante aún del cambio de actitud del pueblo, nos invitó a Ana y a mí a comer en una pequeña taberna del río. Esperé que Ana rehusara, que le contara que ya no estaba segura cabalgando sola; pero no dijo nada. Se puso un vestido inusualmente oscuro, el gorro de montar inclinado sobre el rostro y ocultó su gargantilla con la «B» de oro.

Gozoso de estar de vuelta en Inglaterra, cabalgando con sus dos hermanas, Jorge no advirtió lo discretos que eran su comportamiento y su atuendo. Pero cuando nos detuvimos ante la taberna, la sucia anciana que debía atendernos echó una mirada de soslayo a Ana y se alejó. Momentos más tarde salió el dueño secándose las manos en un delantal de arpillera y anunció que el pan y el queso que iban a ofrecernos se habían echado a perder y que no tenía nada de comer en el establecimiento.

Jorge hubiera montado en cólera, pero Ana le puso una mano en el brazo y dijo que no importaba, que iríamos a comer al monasterio cercano. Dejó que nos guiara y comimos bastante bien. El rey era objeto de temor en todas las abadías y monasterios. Sólo los sirvientes, menos astutos que los monjes, nos miraron con recelo a Ana y a mí, y especularon en susurros sobre quién sería la antigua ramera y quién la nueva.

De vuelta a casa, con el débil sol a nuestras espaldas, Jorge espoleó su corcel y se puso a mi lado.

—Entonces, todo el mundo lo sabe —dijo.

—Desde Londres hasta el último rincón del país —dije—. No sé cómo han ido tan lejos las noticias.

—¿Y no veré a nadie arrojando el sombrero al aire y gritando hurra?

—No, no lo verás.

—Diría que una bonita muchacha inglesa hubiera complacido a la gente. Es lo suficientemente bonita, ¿verdad? ¿Saluda con la mano mientras avanza, da limosnas y todo lo demás?

—Hace todo eso —dije—. Pero las mujeres simpatizan increíblemente con la antigua reina. Dicen que si el rey de Inglaterra repudia a una esposa leal y honesta porque le apetece un cambio, ninguna mujer estará a salvo.

Jorge se quedó un rato en silencio.

—¿Hacen algo más que murmurar?

—Nos vimos envueltas en un tumulto en Londres. Y el rey sabe que Londres no ofrece ninguna seguridad. La aborrecen, Jorge, y dicen todo tipo de cosas sobre ella.

—¿Cosas?

—Que es una bruja que ha hechizado al rey con sortilegios. Que es una asesina y que si pudiera envenenaría a la reina. Que lo ha hecho impotente con todas las demás y por eso tiene que casarse con ella. Que maldijo a la reina y la hizo estéril para tener varones.

Jorge palideció un poco, y con la mano que agarraba las riendas hizo el antiguo signo contra la brujería, con el pulgar entre el índice y el anular hizo la señal de la cruz.

—¿Lo dicen en público? ¿Lo sabe el rey?

—Se le oculta lo peor, pero alguien va a decírselo tarde o temprano.

—¿No creería una palabra de ello, o sí?

—Él mismo comenta algo así. Dice que es un hombre poseído. Que lo ha embrujado y no puede pensar en otra mujer. Dicho por él es una declaración de enamorado, pero si llega a oídos de fuera, es peligroso.

—Debería hacer más buenas obras —indicó Jorge— y no ser tan condenadamente… —se detuvo a buscar la palabra— sensual.

Miré al frente. Incluso a caballo, hasta cuando sólo cabalgaba con la familia, Ana se balanceaba sobre la silla de una manera que daban ganas de ceñirla por la cintura.

—Es una Bolena y una Howard —dije—. Debajo del grandioso apellido, todas somos unas perras en celo.

William Stafford, que esperaba en la verja del palacio de Greenwich cuando entramos, se descubrió ante mí y advirtió mi sonrisa cómplice. Una vez que desmontamos y Ana dejó pista libre, me apartó a un lado.

—Os estaba esperando —dijo a modo de saludo.

—Ya veo.

—No me complace que salgáis a cabalgar sin mí, el reino no es seguro para las Bolena.

—Mi hermano cuidaba de nosotras. Estuvo bien salir sin un gran séquito.

—Ah, yo puedo ofreceros lo mismo. Puedo ofrecer sencillez en abundancia.

—Gracias —dije entre risas.

—Cuando el rey y la reina se desposen —dijo con la mano en mi brazo—, os casarán con el hombre que elijan.

—¿Y entonces? —pregunté, mirando su honesto rostro bronceado.

—Y entonces, si quisierais casaros con un hombre con una pequeña casa solariega preciosa y unos campos propios alrededor, deberíais apresuraros a hacerlo antes de la boda de vuestra hermana.

Vacilé. Me aparté del contacto de su mano y me alejé. Le sonreí de soslayo, con los párpados entornados.

—Pero nadie me lo ha pedido —repliqué dulcemente—. Tendré que resignarme a ser una viuda por el resto de mis días. Hasta ahora nadie me ha pedido en matrimonio.

—Pero yo pensaba… —comenzó a decir. Por una vez no encontraba las palabras. Se me escapó una risa deliciosa. Le ofrecí una profunda reverencia y me volví para ir a palacio. Mientras subía las escaleras eché una ojeada hacia atrás. Vi que arrojaba el sombrero al suelo y le daba una patada. Y conocí la alegría de cualquier mujer que tenga a un hombre apuesto en el bote.

No volví a verlo durante una semana aunque me entretenía por las caballerizas, el jardín y el río, donde hubiera podido encontrarme. Un día que salió el séquito de mi tío estuve mirando, pero no pude distinguirlo entre los doscientos hombres con la librea de los Howard. Sabía que me comportaba como una estúpida; pero pensé que no hacía ningún daño en buscar a un hombre atractivo y tontear con él.

No lo vi durante una semana, y luego, otra. Una cálida mañana de abril que mi tío y yo mirábamos jugar a los bolos al rey y a Ana dije accidentalmente:

—¿Aún tenéis a ese hombre… William Stafford, a vuestro servicio?

—Ah, sí —contestó mi tío—. Pero le he otorgado dispensa durante un mes.

—¿Se ha ido de la corte?

—Tiene ganas de casarse, me dijo. Ha ido a hablar con su padre y a comprar algo para su nueva esposa.

—Pensé que ya estaba casado —dije, escogiendo lo más seguro que podía decir. Creía que me iba a tragar la tierra.

—Ah, no, es un mujeriego terrible —dijo mi tío con la mitad de su atención puesta en el rey y en Ana—. Una de las damas de la corte debe estar lo bastante enamorada de él como para casarse, abandonar esta vida y vivir con él y un montón de gallinas. ¿Os lo imagináis?

—Una estupidez —dije con la boca seca. Tragué saliva.

—Tendrá un compromiso con alguna campesina, no lo dudo —dijo mi tío—. Y estará esperando a que crezca, me imagino. Éste mes estará fuera para casarse y luego volverá conmigo. Es un buen hombre, se puede confiar en él. Os llevó a Hever, ¿verdad?

—Dos veces —dije—. Y me buscó los ponis para los niños.

—Es bueno en cosas así —dijo mi tío—. Llegará lejos. Podría ascenderlo para que llevara mis caballerizas, que fuera el jefe de las caballerizas. —Hizo una pausa y de pronto enfocó su mirada en mí como un farol reluciente—. No coqueteó con vos, ¿verdad?

—¿Un hombre a vuestro servicio? —dije, devolviéndole una mirada de absoluta indiferencia—. Por supuesto que no.

—Bien —dijo mi tío, poco convencido—. Si se le da la oportunidad, es un pícaro.

—No la tendrá conmigo —repliqué.

Ana y yo estábamos listas para ir a la cama, vestidas con las camisas de dormir. Al poco de despedir a las doncellas oímos un golpe que nos resultó familiar.

—Sólo puede ser Jorge —dijo Ana—. Entra.

Nuestro encantador hermano se recostó en la puerta con una jarra de vino en una mano y tres vasos en la otra.

—He venido a adorar el santuario de la belleza —dijo, bastante borracho.

—Puedes entrar —dije—. Somos maravillosamente bellas.

—Mucho más a la luz de las velas —dijo, y tras cerrar la puerta de una patada, nos inspeccionó a ambas—. Santo Dios, Enrique debe de volverse loco al pensar que ha poseído a una, quiere a la otra y no puede tomar a ninguna.

—Siempre es atento conmigo —dijo Ana. Nunca le gustaba que le recordaran que el rey había sido mi amante.

—¿Bebes? —dijo Jorge, poniendo los ojos en blanco.

Todos cogimos un vaso y Jorge lanzó otro tronco al fuego. Oímos un ruido al otro lado de la puerta. Jorge la abrió de golpe. Jane Parker estaba allí, enderezándose. Estaba inclinada, con el ojo en la cerradura.

—¡Mi querida esposa! —dijo Jorge con voz melosa—. Si me queréis en vuestro lecho, no debéis arrastraros por los aposentos de mis hermanas, sólo tenéis que pedirlo.

Ella enrojeció hasta las raíces del cabello y escudriñó a Ana y a Jorge, en el lecho. Ana tenía el camisón caído por un hombro, y yo estaba en camisón ante la chimenea. Había algo en la forma en que nos miraba a los tres que me hizo estremecer. Siempre me hacía sentirme avergonzada, como si hubiera hecho algo malo. Pero parecía como si quisiera saber sucios secretos y compartirlos.

—Pasaba por la puerta y oí voces —se excusó con torpeza—. Temía que alguien molestara a lady Ana. Estaba a punto de llamar para asegurarme de que su señoría estaba bien.

—¿Ibais a llamar con la oreja? —preguntó Jorge—. ¿O con la nariz?

—Bah, déjalo, Jorge —dije—. No pasa nada, Jane. Jorge vino a tomar algo con nosotras y a desearnos buenas noches. Volverá a vuestra habitación en un momento.

—Puede venir o no, como desee —dijo. Parecía muy lejos de estar agradecida por mi intervención—. Puede quedarse aquí toda la noche si eso lo complace.

—Dejadnos —dijo Ana, como si no quisiere rebajarse a hablar con Jane.

Jorge se inclinó obediente e inteligentemente y cerró la puerta en la cara de Jane. Se volvió, se recostó contra ella y, sin preocuparse de que probablemente lo oiría, rió en voz alta.

—¡Vaya viborilla! —gritó—. Ay, María, no deberías rebajarte con ella. Sigue el ejemplo de Ana: «Dejadnos.» ¡Santo Dios! Ha sido tremendo: «¡Dejadnos!»

Jorge volvió a la chimenea y sirvió vino para todos. Me ofreció el primer vaso a mí, el segundo a Ana y luego cogió el suyo para brindar con ambas.

Ana no alzó el vaso ni le sonrió.

—La próxima vez me servirás primero.

—¿Qué? —preguntó él, confuso.

—Cuando sirvas un vaso de vino, primero me servirás a mí. Cuando abras la puerta de mi dormitorio, me preguntarás si deseo recibir visita. Voy a ser reina, Jorge, y debes aprender a tratarme como tal.

No estalló ante ella como hizo recién llegado de Europa. En ese breve periodo de tiempo ya había advertido que Ana era muy poderosa. A ella no le importaba pelearse con su tío ni con ningún hombre de la corte, aunque fuera un posible aliado. No le importaba quién la aborreciera, mientras el rey estuviera a su entera disposición. Y era capaz de arruinar a cualquier hombre.

Jorge dejó el vaso en la chimenea y trepó lentamente al lecho. Se quedó a gatas sobre él, con el rostro a sólo unos centímetros del de ella.

—Mi pequeña dama de compañía —dijo ronroneando. El semblante de Ana se ablandó—. Mi princesita —susurró. La besó dulcemente en la nariz y luego en los labios—. No seas mala conmigo —rogó—. Todos sabemos que eres la primera dama del reino, pero sé dulce conmigo, Ana. Todos seremos mucho más dichosos si eres dulce conmigo.

—Debes mostrarme respeto absoluto —advirtió ella, sonriendo involuntariamente.

—Me tumbaré ante los cascos de tu caballo —prometió él.

—Y no tomarte nunca libertades.

—Antes preferiría morir.

—Entonces puedes venir aquí y seré dulce contigo —dijo ella.

Él se inclinó hacia delante y volvió a besarla. Ella cerró los ojos, sus labios sonrieron y luego se entreabrieron Miré mientras él le recorría el hombro desnudo con el dedo, mientras le acariciaba el cuello. Miré, totalmente fascinada y horrorizada, cómo hundía los dedos en su suave melena oscura y tiraba de la cabeza hacia atrás para besarla. Luego ella abrió los ojos con un leve jadeo.

—Es suficiente. —Y lo empujó suavemente fuera del lecho.

Jorge fue hacia la chimenea y todos fingimos que no había sido nada más que un beso fraternal.

Al día siguiente, Jane Parker estaba tan segura de sí como siempre. Me sonrió, hizo una reverencia a Ana y le ofreció la capa, ya que Ana estaba a punto de salir a pasear por el río con el rey.

—Hubiera jurado que hoy estaríais disgustada, mi señora.

—¿Por qué? —preguntó Ana, cogiendo la capa.

—Las noticias —respondió Jane.

—¿Qué noticias? —pregunté yo para que Ana no pareciera curiosa.

—¡Qué escándalo! —dijo Jane. Me respondió a mí pero miró a Ana—. La condesa de Northumberland se divorcia de Henry Percy.

Por un momento, Ana se quedó estupefacta y palideció.

—¡Oh! —grité yo para desviar la atención hacia mí—. ¡Qué escándalo! ¿Por qué se divorcia de él? ¡Vaya idea! Qué error por su parte.

Ana se había recuperado, pero Jane la había visto.

—Porque —dijo Jane con una voz suave como la seda— dice que su matrimonio nunca ha sido válido. Dice que había un precontrato. Dice que todo este tiempo ha estado desposado con vos, lady Ana.

—Lady Rochford, siempre traéis las nuevas más extraordinarias —dijo Ana con la cabeza alta y sonriendo—. Y escogéis los momentos más inoportunos para hacerlo. Anoche escuchabais sigilosamente tras mi puerta, y ahora estáis tan llena de malas noticias como un perro muerto de gusanos. Si la condesa de Northumberland no es dichosa en su matrimonio, todos lo sentiremos por ella. —Hubo un murmullo entre las damas, más de ávida curiosidad que de simpatía—. Pero si desea declarar que Henry Percy estuvo comprometido conmigo, entonces sencillamente es falso. En cualquier caso, el rey me espera y me estáis retrasando.

Ana se ató la capa y salió majestuosamente de la estancia. Un par o tres de sus damas la siguieron, como todas debían haber hecho. El resto remoloneó en círculo alrededor de Jane Parker para comentar el escándalo.

—Jane, estoy segura de que el rey querrá veros atendiendo a lady Ana —dije, despiadada.

Tuvo que irse al momento, salió de la estancia tras Ana y las demás siguieron sus huellas.

Me recogí las faldas y corrí como una colegiala a los aposentos de mi tío.

Estaba ante su escritorio, aunque era primera hora de la tarde. Un secretario estaba en pie junto a su codo, escribiendo notas mientras mi tío dictaba. Cuando asomé la cabeza por la puerta mi tío frunció el ceño y luego hizo un gesto para que esperara.

—¿Qué pasa? —preguntó—. Estoy ocupado. Acabo de oír que Tomás Moro no simpatiza con la causa del rey contra la reina. No esperaba que le agradara, pero sí que su conciencia fuera capaz de solventarlo. Daría mil coronas por no tener a Tomás Moro abiertamente en contra nuestra.

—Es otra cosa —dije, lacónica—. Pero importante.

Mi tío despidió al secretario de la estancia.

—¿Ana? —preguntó.

Asentí. Ahora éramos un negocio familiar y Ana era nuestro producto en venta. Mi tío sabía, sin tener que decírselo, que si corría a sus habitaciones a primera hora de la mañana el negocio estaba en crisis.

—Jane acaba de decir que la condesa de Northumberland va a pedir el divorcio de Henry Percy —dije, apurada—. Jane dijo que argüía que tenía un precontrato con Ana.

—Maldición —juró mi tío.

—¿Lo sabíais?

—Por supuesto que sabía lo que pensaba. Creí que iba a alegar abandono, crueldad, sodomía o algo así. Pensé que la habíamos apartado del asunto del precontrato.

—¿Nosotros?

—Nosotros. No importa quién, ¿no? —dijo con el ceño fruncido.

—No.

—¿Y cómo lo sabe Jane? —inquirió, irritado.

—Ay, Jane lo sabe todo. Anoche estaba escuchando tras la puerta de Ana.

—¿Qué pudo oír? —preguntó, su naturaleza de espía siempre alerta.

—Nada —respondí—. Jorge también estaba y no hacíamos otra cosa que hablar y beber un vaso de vino.

—¿Nadie más que Jorge? —preguntó con aspereza.

—¿Quién más podría haber?

—Eso os pregunto.

—No podéis dudar de la castidad de Ana.

—Se pasa la vida tejiendo sus redes en torno a los hombres.

—Teje sus redes en torno al rey, como vos ordenasteis —repliqué. Ni yo podía dejar pasar esa injusticia por alto.

—Entonces, ¿dónde está ahora?

—En el jardín con el rey.

—Id con ella inmediatamente y decidle que niegue todo lo referente a Henry Percy. Ningún compromiso de ningún tipo, ningún precontrato. Sólo unos muchachos en primavera y un ingenuo afecto. Un paje joven haciendo ojitos a una dama de compañía. Nada más que eso, y que nunca fue correspondido por ella. ¿Lo habéis entendido?

—Hay quienes conocen otra versión —le advertí.

—Todos están comprados —dijo—. Excepto Wolsey, y está muerto.

—Quizá se lo dijera al rey por aquel entonces, antes de que nadie supiera que iba a enamorarse de Ana.

—Está muerto —dijo mi tío, regodeándose—. No puede repetirlo. Y todos los demás se desvivirán por asegurar al rey que Ana es tan casta como la Virgen María. Henry Percy antes que nadie… Pero que esa condenada esposa suya está tan desesperada por salir de ese matrimonio que va a poner en riesgo todo.

—¿Por qué lo odia tanto? —me maravillé.

—Santo Dios, María, eres una necia deliciosa —dijo con un ladrido áspero a modo de risa—. Porque estuvo casado con Ana, y ella lo sabe. Porque estaba enamorado de Ana, y ella lo sabe. Y porque la pérdida de Ana lo tornó melancólico y ha sido un hombre acabado desde entonces. No te extrañe que no quiera ser su esposa. Ahora id, encontrad a vuestra hermana y dejad de pensar. Abrid esos hermosos ojos vuestros y mentid para nosotros.

Encontré a Ana y al rey paseando a la orilla del río. Ella le hablaba seriamente y él inclinaba la cabeza cono si no pudiera arriesgarse a perder una sola palabra. Alzó la mirada al verme llegar.

—María os lo confirmará —dijo—. Ella era mi compañera de habitación entonces, cuando yo aún no era más que una niña recién llegada a la corte.

Enrique alzó la mirada y advertí su expresión herida.

—Se trata de la condesa de Northumberland —explicó Ana—. Está extendiendo calumnias sobre mí para librarse de un matrimonio del que se ha cansado.

—¿Qué puede decir?

—Que Henry Percy estaba enamorado de mí.

—Claro que lo estaba, Su Majestad —dije. Sonreí al rey con toda la calidez y confianza que pude—. ¿No recordáis cómo era Ana la primera vez que vino a la corte? Todo el mundo estaba enamorado de ella, Henry Percy entre ellos.

—Se habla de un compromiso —dijo Enrique.

—¿Con el conde de Ormonde? —pregunté rápidamente.

—No se pusieron de acuerdo con la dote ni con el título —dijo Ana.

—Quería decir entre vos y Henry Percy —insistió él.

—No fue nada —dijo Ana—. Un muchacho y una muchacha en la corte, un poema, algunas palabras, nada en absoluto.

—A mí me escribió tres poemas —dije—. Era el paje más haragán del cardenal. Siempre estaba escribiendo poemas a todo el mundo. Qué vergüenza que se haya casado con una mujer sin sentido del humor. Pero ¡gracias a Dios que a ella no le gustaba la poesía o se hubiera ido corriendo mucho antes!

Ana rió, pero no podíamos distraer a Enrique del curso de sus pensamientos.

—Ella dice que hubo un precontrato —persistió—. Que vos y él estabais comprometidos.

—Os he dicho que no —repuso Ana con voz ligeramente cortante.

—Pero… ¿por qué habría de decirlo si no fue así? —inquirió Enrique.

—¡Para librarse de su esposo! —soltó Ana.

—Pero ¿por qué escoger esa mentira en vez de otra? ¿Por qué no decir que estaba casado con María? ¿Si también tenía sus poemas?

—Espero que lo haga —dije a lo loco, con la esperanza de retrasar la explosión de Ana. Pero la furia crecía en su interior y no podía detenerla. Sacó bruscamente la mano del brazo del rey.

—¿Qué estáis sugiriendo? —inquirió Ana—. ¿Qué estáis diciendo de mí? ¿Me acusáis de falta de castidad? ¿Cuando estoy aquí y os juro que nunca, jamás, he mirado a otro hombre? ¡Y ahora vos (entre todos los hombres) me acusáis de tener un precontrato! ¡Vos! ¡Que me habéis buscado y cortejado en vida de vuestra esposa! ¿Quién de nosotros es más sospechoso de bigamia? ¿Un hombre con una esposa escondida en una hermosa mansión en Hertfordshire, adulada por su propia corte, visitada por todo el mundo, una reina en el exilio o la muchacha a quien una vez escribieron un poema?

—¡Mi matrimonio es nulo! —gritó Enrique—. ¡Como saben todos los cardenales de Roma!

—Pero ¡tuvo lugar! Como saben todos los hombres, mujeres y niños de Londres. Sabe Dios el dinero que derrochasteis en ello. ¡Entonces estabais alborozado! Pero para mí no hubo nada, no se hicieron promesas, ni se entregaron anillos, ¡nada, nada, nada! Y me atormentáis con esta nadería.

—¡Voto a Dios! —exclamó él—. ¿Vais a escucharme?

—¡No! —chilló ella, casi fuera de sí—. Porque sois un necio, estoy enamorada de un necio y la más necia soy yo. ¡No os escucharé, pero vos escucháis a todos los gusanos malévolos que escupen veneno en vuestros oídos!

—¡Ana!

—¡No! —gritó ella y se alejó precipitadamente de su lado.

En dos veloces zancadas la alcanzó y la agarró. Ella la emprendió a golpes contra las hombreras de su chaqueta. Media corte se estremeció al ver al monarca de Inglaterra atacado, nadie sabía qué hacer. Enrique le agarró las manos y se las puso tras la espalda, sujetándola de modo que el rostro de ella estaba tan cerca del suyo como si hicieran el amor, sus cuerpos apretados, su boca lo suficientemente cerca como para morder o besar. Vi la mirada de ávida lujuria con que la recorrió cuando la tuvo cerca.

—Ana —volvió a decir con voz muy diferente.

—No —repitió ella, pero sonriendo.

—Ana.

Ella cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y dejó que besara sus ojos y sus labios.

—Sí —susurró.

—Santo Dios —me dijo Jorge al oído—. ¿Es así como juega con él?

Asentí mientras ella se entregaba en sus brazos. Comenzaron a caminar juntos, cadera con cadera, él con el brazo alrededor de sus hombros, el brazo de ella rodeando la cintura del rey. Parecía como si desearan encaminarse al dormitorio en vez de pasear junto al río. Sus rostros estaban radiantes de deseo y satisfacción, como si la pelea hubiera sido una tormenta idéntica a hacer el amor.

—¿Siempre el furor y luego la reconciliación?

—Sí —dije—. A cambio del furor de hacer el amor, ¿no crees? Ambos llegan a chillar y gritar, y luego acaban silenciosamente en los brazos del otro.

—Debe de adorarla —dijo Jorge—. Se lanza sobre él y luego se acurruca. Dios mío, nunca lo he visto tan claramente. Es una ramera apasionada, ¿no? Soy su hermano y la tomaría ahora mismo. Puede volver loco a un hombre.

—Siempre cede; pero al menos dos minutos demasiado tarde —dije, asintiendo—. Siempre lo lleva hasta el último límite y más allá.

—Es un juego condenadamente peligroso para jugar con un rey.

—¿Qué otra cosa puede hacer? —pregunté—. Debe retenerlo de alguna manera, ser un castillo que él asedie una y otra vez. Tiene que mantener la excitación en marcha de alguna forma.

Jorge deslizó mi mano en su brazo y seguimos a la pareja real a lo largo del camino.

—¿Y la condesa de Northumberland? —preguntó—. ¿Nunca conseguirá la anulación basándose en el precontrato de Henry Percy con Ana?

—Que espere a quedarse viuda —contesté con crudeza—. No podemos permitir ninguna calumnia relacionada con Ana. La condesa seguirá toda la vida casada con un hombre que siempre ha estado enamorado de otra persona. Mejor hubiera hecho en no ser condesa, pero casarse con un hombre que la amara.

—Estás totalmente a favor del amor estos días —dijo Jorge—. ¿Es ése el consejo de tu don nadie?

Me reí como si no me importara.

—El don nadie se ha ido —dije—. Adiós y buen viaje. El don nadie no significaba nada, como debiera de haber previsto.