Invierno de 1522

El rey se quedó con la corte en Greenwich para las navidades, y durante doce días y doce noches no hubo nada más que fiestas y banquetes hermosos y extravagantes. Había un maestro de festejos —sir William Armitage—, encargado de idear algo nuevo cada día. El programa diario seguía un patrón exquisito. Primero, alguna actividad exterior: regatas, justas, competición de tiro al arco, azuce del oso, lucha de perros, pelea de gallos o un espectáculo de volatineros y comefuegos, seguido por un gran banquete con buen vino y cerveza suave y fuerte y, diariamente, algún delicioso postre esculpido en mazapán, tan bello como una obra de arte. Por la tarde había algún entretenimiento: una representación, una charla, algún baile o una mascarada. Todos teníamos papeles que representar, vestidos que ponernos, todos debíamos ser lo más dichosos posible, para que durante el invierno el rey estuviera siempre riendo y la reina no dejara de sonreír.

La campaña inconclusa contra Francia se había suspendido debido al frío, pero todo el mundo sabía que a comienzos de la primavera habría otra serie de batallas y que Inglaterra y España reanudarían la empresa conjunta contra el enemigo. Ésas navidades, el rey de Inglaterra y la reina de España estaban unidos en todos los sentidos de la palabra, y una vez por semana, sin falta, cenaban juntos en privado y esa noche él dormía en su lecho.

Pero el resto de las noches, también sin falta, Jorge venía al dormitorio que yo compartía con Ana, llamaba a la puerta, decía «Te requiere» y yo iba corriendo con mi amor, mi rey.

Nunca me quedaba toda la noche. En Greenwich había embajadores extranjeros de toda Europa para felicitar las navidades, y Enrique no quería hacerle un desaire así a la reina ante ellos. El embajador de España, en particular, era un maniático de la etiqueta y amigo íntimo de la reina. Sabiendo el papel que yo representaba en la corte, no le caía bien; y no me hubiera gustado toparme con él a la salida de los aposentos privados del rey, toda sonrojada y despeinada. Era mejor que me deslizara del lecho caliente del rey y me apresurara a mi habitación, horas antes de que llegara el embajador para oír misa.

Ana siempre estaba despierta y esperándome, con una cerveza y la leña preparada para caldear el dormitorio. Yo saltaba al lecho, ella me echaba un chal de lana sobre los hombros, se sentaba a mi lado y me desenredaba el cabello, mientras Jorge añadía otro tronco al fuego y bebía su propia copa.

—Es un trabajo agotador —dijo—. La mayoría de las tardes me quedo dormido. No puedo mantener los ojos abiertos.

—Ana me manda a dormir después de comer, como si fuera una niña —dije con rencor.

—¿Qué quieres? —preguntó Ana—. ¿Estar tan demacrada como la reina?

—No tiene un aspecto muy saludable —coincidió Jorge—. ¿Está enferma?

—Es sólo la edad, creo —dijo Ana, despiadada—. Y el esfuerzo continuo de aparentar felicidad. Debe de estar exhausta. Enrique se lo pasa muy bien, ¿no?

—No —contesté con suficiencia, y los tres nos reímos.

—¿Ha dicho si va a regalarte algo especial en Navidad? —preguntó Ana—. ¿O a Jorge? ¿O a alguno de nosotros?

—No ha dicho nada —dije.

—El tío Howard ha enviado un cáliz de oro con nuestro escudo de armas grabado para que se lo dieras —dijo Ana—. Está seguro, guardado en el armario. Cuesta una fortuna. Sólo espero que veamos algo a cambio.

—Me ha prometido una sorpresa —asentí, semidormida. Ambos se desvelaron al momento—. Mañana quiere llevarme al astillero.

—Pensé que hablabas de un regalo —dijo Ana con una mueca de desdén—. ¿Vamos a ir todos? ¿La corte al completo?

—Sólo un grupito de gente. —Cerré los ojos y comencé a quedarme dormida. Oí que Ana se levantaba del lecho y se movía por la habitación, sacando mis vestidos del arcón y desplegándolos para el día siguiente.

—Debes ponerte el rojo —dijo—. Y te dejo mi capa roja ribeteada de plumón de cisne. En el río hará frío.

—Gracias, Ana.

—Oh, no creas que lo hago por ti. Lo hago por el bien de la familia. Nada de esto es para ti, ni tú misma.

Alcé los hombros ante la frialdad de su voz, pero estaba demasiado cansada para replicar. Sutilmente, oí que Jorge dejaba la copa y se levantaba de la silla. Oí su suave beso sobre la frente de Ana.

—Un trabajo agotador, pero hay mucho en juego —dijo en voz baja—. Buenas noches, Ana María. Te dejo con tus obligaciones y me voy a las mías.

—Las rameras de Greenwich son una noble llamada, hermano mío —oí decir a Ana con su risita seductora—. Te veré mañana.

La capa de Ana tenía un aspecto maravilloso sobre mi traje de montar, y también me prestó su elegante sombrerito ecuestre. Enrique, Ana, yo, Jorge, mi esposo William y otras seis personas cabalgamos a lo largo del río hasta el astillero donde estaban construyendo el nuevo barco del rey. Era un luminoso día invernal, el sol centelleaba sobre el agua, los campos de ambas orillas del río bullían con el ruido de las aves acuáticas, los ánades de Rusia venían a pasar el invierno a nuestras apacibles vegas. El graznido de los patos, la llamada de la becacina y del zarapito resaltaban frente al continuo parloteo de fondo. Íbamos a medio galope al lado del río, mi caballo junto al enorme corcel del rey, Ana y Jorge flanqueándonos. Enrique puso su montura al trote y luego, al acercarnos al muelle, a paso de paseo.

El capataz salió en cuanto vio aproximarse al grupo, se quitó el sombrero e hizo una profunda inclinación ante el rey.

—Pensé salir a caballo a ver qué tal van las cosas —dijo el rey, sonriéndole.

—Es un gran honor para nosotros, Su Majestad.

—Vamos a ver los trabajos —repuso el rey. Desmontó de la silla y ofreció las riendas del caballo a un mozo. Se volvió, me ayudó a bajar, me metió la mano en el hueco de su codo y me condujo al dique seco.

—Bueno, ¿qué opináis del barco? —me preguntó Enrique, dando un vistazo al costado de pulida madera de roble del barco a medio construir, apoyado sobre grandiosos rodillos de madera—. ¿No creéis que será el más hermoso?

—Hermoso y peligroso —contesté mientras miraba las troneras para los cañones—. Seguro que los franceses no poseen nada equiparable.

—Nada —dijo Enrique con orgullo—. Si hubiera tenido tres bellezas como ésta en el mar el año pasado, hubiera destruido la armada francesa en el puerto y hoy en día sería rey de Inglaterra y de Francia.

—Se dice que la armada francesa es muy fuerte —dije, dubitativa—. Y Francisco, muy decidido —aventuré.

—Es un pavo real —dijo Enrique, picado—. Todo apariencia. Y Carlos de España le distraerá por el sur mientras yo ataco desde Calais. Nos repartiremos Francia entre los dos —afirmó Enrique. Se volvió hacia el barco—. ¿Cuándo estará listo?

—En primavera —contestó el hombre.

—¿Está hoy el dibujante aquí?

—Sí —asintió el hombre.

—Tengo el capricho de tener un boceto vuestro, señora Carey. ¿Podríais sentaros un momento y dejar que lo bosqueje?

—Por supuesto —contesté, sonrojándome de placer—, si vos lo deseáis.

Enrique dio su asentimiento al carpintero, quien gritó desde la plataforma hacia el muelle, y un hombre se acercó corriendo. Enrique me ayudó a bajar la escalera y me senté sobre un montón de tablones recién serrados mientras un joven esbozaba un rápido bosquejo de mi rostro.

—¿Qué haréis con el cuadro? —pregunté con curiosidad, intentando no moverme y mantener la sonrisa en mis labios.

—Esperad y veréis.

—Es suficiente —dijo el artista, apartando el lienzo.

—Entonces, cariño, vayamos a casa a comer —dijo Enrique. Me tendió la mano y me ayudó a levantarme—. Te llevaré a casa por la zona de las vegas, hay un buen trayecto a galope hasta el castillo.

Los mozos paseaban a los caballos por los alrededores para que no se enfriaran. Enrique me aupó hasta la silla y luego montó su propio caballo. Miró de reojo para ver si todo el mundo estaba preparado. Lord Percy apretaba la cincha de Ana. Ella miró hacia abajo y le ofreció su lenta sonrisa provocativa. Luego todos cabalgamos de vuelta a Greenwich, mientras el sol pintaba el cielo frío invernal de color crema.

La comida de Navidad duró casi todo el día, y yo estaba segura de que Enrique requeriría mi presencia esa noche. En cambio, anunció que visitaría a la reina, y yo tuve que estar sentada entre las damas de Catalina y esperar a que acabara de beber con sus amigos y fuera a acostarse a los aposentos de la reina.

Ana me puso una camisa a medio coser en las manos y se sentó a mi lado, colocándose con firmeza sobre la falda extendida de mi vestido, para que no pudiera levantarme si ella no quería.

—Oh, déjame sola —jadeé.

—Borra esa expresión afligida del rostro —siseó—. Cose y sonríe como si disfrutaras. Ningún hombre te deseará si pareces tan enfurruñada como un oso azuzado.

—Pero pasar la noche de Navidad con ella…

—¿Quieres saber por qué? —preguntó Ana tras asentir.

—Sí.

—Una adivina mendicante le dijo que esta noche concebiría un hijo. Espera que la reina pueda darle un hijo tardío. Dios, qué tontos son los hombres.

—¿Una adivina?

—Sí. Le predijo un hijo si abandona a todas las demás mujeres. No hay que preguntar quién la pagó.

—¿Qué quieres decir?

—Yo adivino que si la pusiéramos boca abajo y la sacudiéramos con fuerza, encontraríamos oro de los Seymour en su bolsillo. Pero ahora es demasiado tarde. El mal ya está hecho. Estará en el lecho de la reina esta noche y todas las demás hasta cumplir doce. Así que lo mejor es que, cuando pase ante ti para cumplir con su deber, te asegures de recordarle lo que se pierde.

Incliné la cabeza sobre la costura. Ana, que me observaba, vio que caía una lágrima sobre el dobladillo de la camisa y que la secaba con el dedo.

—Pequeña estúpida —me dijo con acritud—. Lo recuperarás.

—Odio la idea de que yazca con ella —susurré—. Me pregunto si también la llamará «amor mío».

—Probablemente —contestó Ana sin rodeos—. No hay muchos hombres con el ingenio necesario para cambiar de canción. Pero cumplirá su deber con ella y luego volverá a buscar con la mirada y, si la captas y sonríes, lo recuperarás.

—¿Cómo puedo sonreír cuando se me parte el corazón?

—¡Oh, la reina de la tragedia! Puedes hacerlo porque eres una mujer, una cortesana y una Howard. Tres razones para ser la criatura más falsa de la Tierra. Ahora chitón. Ahí viene.

Jorge entró primero, me dirigió una sonrisa y luego fue a arrodillarse ante la reina. Ella le ofreció la mano con un bonito arrebol, iluminada de gozo ante la visita del rey. Enrique entró después, con mi esposo William y la mano sobre el hombro de lord Percy. Cuando pasó ante mí sólo asintió, aunque en cuanto entró en la estancia, Ana y yo nos levantamos para ofrecerle una profunda reverencia. Fue directamente donde la reina, la besó en los labios y luego la condujo hasta su cámara privada. Las doncellas de la reina entraron con ellos, salieron en seguida y cerraron la puerta. El resto nos quedamos fuera en silencio.

William miró a su alrededor y me sonrió.

—Buen encuentro, mi buena esposa —me dijo amablemente—. ¿Creéis que seguiréis en vuestros actuales aposentos mucho más tiempo? ¿O volveréis a aceptarme como compañero de lecho?

—Eso depende de las órdenes de la reina y de nuestro tío —dijo Jorge sin alterar la voz. Deslizó la mano al sitio del cinturón donde solía llevar la espada—. Mariana no puede escoger por sí misma, como sabéis.

—Paz, Jorge —dijo William, sin aceptar el desafío. Me dirigió una sonrisa arrepentida—. No necesito que me expliquéis todo esto. A estas alturas ya debería saberlo.

Desvié la mirada. Lord Percy había llevado a Ana a un rincón y oí cómo ella reía seductora ante algo que le decía. Me vio mirando y dijo, subiendo la voz:

—Lord Percy me escribe sonetos, María. Decidle, por favor, que sus versos no están bien medidos.

—Ni siquiera está terminado —protestó Percy—. Sólo os he dicho el primero y ya sois demasiado crítica.

—«Bella dama / vos que me tratáis con altanería.»

—Opino que es un buen comienzo —dije amablemente—. ¿Cómo continuaríais, lord Percy?

—Está claro que no lo es —dijo Jorge—. Empezar un cortejo con altanería es el peor de los comienzos. Un comienzo tierno sería más prometedor.

—Un comienzo tierno sería realmente asombroso, viniendo de una Bolena —dijo William, mordaz—. Dependiendo del pretendiente, por supuesto. Pero ahora que pienso en ello… un Percy de Northumberland sería un buen comienzo.

Ana le lanzó una mirada casi fraternal, pero Henry Percy estaba tan absorto en su poema que apenas lo oyó.

—Continúa en el siguiente verso, que aún no tengo, y luego algo así como mi melancolía.

—¡Oh! ¡Rima con altanería! —exclamó Jorge, provocador—. Creo que empiezo a entenderlo.

—Pero debéis seguir una imagen a lo largo del poema —dijo Ana, dirigiéndose a Henry Percy—. Si vais a escribir un poema a vuestra dama debéis compararla con algo y luego tergiversar la comparación hasta llegar a alguna conclusión ingeniosa.

—¿Cómo podría? —preguntó Percy—. No puedo comparaos con nada. Vos sois vos misma. ¿Con qué os compararía?

—¡Oh, muy bonito! —dijo Jorge—. Yo diría, Percy, que vuestra conversación es mejor que vuestra poesía, y si fuera vos, doblaría una rodilla y le susurraría al oído. Si perseveráis en la prosa, triunfaréis.

Percy gruñó y cogió la mano de Ana.

—La noche estrellada… —dijo.

—Humm… gozada —replicó Ana inmediatamente.

—Vamos a beber una copa de vino —sugirió William—. No creo que pueda seguir este ingenio deslumbrante. ¿Quién jugará a los dados conmigo?

—Yo —dijo Jorge antes de que William pudiera retarme—. ¿Qué nos apostamos?

—Bah, un par de coronas —contestó William—. Me disgustaría teneros como enemigo por una deuda de juego, Bolena.

—O por cualquier otra causa —dijo mi hermano con suavidad—. Especialmente porque lord Percy, aquí presente, podría escribir un poema bélico sobre dos luchadores.

—No creo que… humm… sean muy amenazadores —retrucó Ana—. Y eso es lo único que dicen siempre sus versos.

—Soy un aprendiz —dijo Percy con dignidad—. Un aprendiz de amante y de poeta, y vos me tratáis con crueldad. «Bella dama / vos que me tratáis con altanería», es la pura verdad.

Ana se rió y le ofreció la mano para que la besara. William sacó un par de dados del bolsillo y los lanzó sobre la mesa. Escancié una copa de vino y se la ofrecí. Me sentí extrañamente reconfortada al servirle mientras el hombre que amaba yacía con su esposa en la habitación contigua. Sentía que se me había dado de lado y, al parecer, quizá tuviera que seguir relegada.

Jugamos hasta la medianoche y aun así el rey no salió.

—¿Qué opináis? —preguntó William a Jorge—. Si va a pasar la noche con ella, también podríamos ir a nuestros lechos.

—Nos vamos —dijo Ana. Me tendió una mano perentoria.

—¿Tan pronto? —suplicó Percy—. Pero si las estrellas salen de noche.

—Y desaparecen al alba —replicó Ana—. Ésta estrella necesita desaparecer en la oscuridad.

Me levanté para irme con ella. Mi esposo me miró un instante.

—Dadme un beso de buenas noches, esposa —ordenó.

Vacilé y luego crucé la estancia. Se esperaba un beso frío en la mejilla, pero en cambio me incliné y le besé en los labios. Sentí que reaccionaba instantáneamente al contacto.

—Buenas noches, esposo. Y os deseo feliz Navidad.

—Buenas noches, esposa. Mi lecho sería más cálido esta noche con vos en él.

Asentí. No había nada que decir. Inconscientemente, eché un vistazo a la puerta cerrada de la cámara privada de la reina, donde el hombre al que adoraba dormía en brazos de su esposa.

—Quizá todos acabemos con nuestras esposas al final —añadió William en voz baja.

—Seguro —dijo Jorge alegremente. Recogió las ganancias de la mesa con el sombrero y luego las dejó caer en el bolsillo de su túnica corta—. Ya que nos enterrarán junto a ellas, independientemente de nuestras preferencias en vida. Pensad en mí, tendré que apechugar con Jane Parker.

Hasta William rió.

—¿Cuándo será? —preguntó Percy—. ¿El feliz día de la boda?

—En algún momento hacia finales de verano. Si puedo contener mi impaciencia hasta entonces.

—Tiene una dote atractiva —remarcó William.

—Oh, ¿a quién le preocupa eso? —exclamó Percy—. El amor es lo único que importa.

—Así habla uno de los hombres más ricos del reino —comentó mi hermano, sarcástico.

—No le hagáis caso, mi señor —dijo Ana, ofreciendo su mano a Percy—. Estoy de acuerdo con vos. El amor es lo único que importa. En todo caso, es lo que yo pienso.

—No, tú no —dije tan pronto como la puerta se cerró detrás nuestro.

—Ojalá te molestaras en ver con quién hablo y no en lo que digo —dijo Ana con una sonrisa imperceptible.

—¿Percy de Northumberland? ¿Estás hablando de casarte por amor con Percy de Northumberland?

—Exacto. Puedes sonreír tontamente a tu esposo todo lo que quieras, María. Cuando yo me case lo haré mucho mejor que tú.