Primavera de 1524

Durante los largos meses de exilio, Ana me escribía una vez a la semana y yo recordé las cartas desesperadas que le había enviado cuando fui desterrada de la corte. También recordé que no se había molestado en contestar. Ahora era yo quien estaba en la corte y ella en la oscura lejanía, y yo paladeaba mi triunfo sobre ella contestando a menudo, sin ahorrarle noticias de mi fertilidad y de lo encantado que Enrique estaba conmigo.

Nuestra abuela Bolena había sido convocada a Hever para acompañar a Ana, y ambas, la joven elegante de la corte francesa y la anciana prudente que ha visto a su esposo ascender de la nada a la grandeza, peleaban como el perro y el gato de la mañana a la noche y se hacían desgraciadas.

«Si no puedo volver a la corte, me volveré loca», escribía Ana.

La abuela Bolena rompe las avellanas con las manos y tira las cáscaras por todas partes. Crujen bajo los pies como caracoles. Insiste en que salgamos a pasear juntas por el jardín a diario, incluso cuando llueve. Cree que el agua de lluvia es buena para la piel, y que por eso las inglesas tienen esa tez incomparable. Miro su vieja piel cuarteada por los elementos y tengo claro que prefiero quedarme bajo techo.

Huele de una manera espantosa y es totalmente inconsciente de ello. El otro día pedí que le dieran un baño y me contaron que consintió en sentarse en un taburete y permitir que le lavaran los pies. A la hora de comer, zumba mientras respira, y ni siquiera se da cuenta de que lo hace. Cree en dejar la mansión abierta, al estilo antiguo, y todo el mundo, desde los mendigos hasta los campesinos de Tonbridge, es bienvenido en la sala para vernos comer como si fuéramos el rey en persona.

Por favor, por favor, dile a nuestro tío y a nuestro padre que estoy preparada para volver a la corte, que haré lo que me ordenen, que no deben temer nada de mí. Haré lo que sea para salir de aquí.

Le escribí inmediatamente.

Estoy convencida de que pronto podrás volver a la corte, porque lord Henry se ha comprometido con Mary Talbot contra su voluntad. Se dice que lloraba al hacerlo. Ha partido a defender la frontera de Escocia con sus propios hombres bajo su estandarte. Los Percy deben velar por la seguridad de Northumberland mientras el ejército inglés vuelve a Francia este verano para acabar el trabajo que empezaron el verano pasado, con los españoles como aliados.

La boda de Jorge con Jane Parker tendrá lugar por fin este mes, y le pediré a madre si puedes estar presente. Seguramente no te lo negará.

Yo estoy bien, pero muy cansada. El bebé es muy pesado y de noche, cuando intento dormir, se mueve y da patadas. Enrique está más amable que nunca y ambos tenemos la esperanza de que sea varón.

Ojalá estuvieras aquí. El rey desea un niño tanto. Casi tengo miedo de qué pasará si es niña. Si se pudiera hacer algo para que fuera niño… No me hables de espárragos. Lo sé todo sobre los espárragos. Me hacen ingerirlos en todas las comidas.

La reina me observa todo el tiempo. Ahora estoy demasiado gorda para ocultarlo y todo el mundo sabe que el bebé es del rey. William no ha tenido que soportar felicitaciones de nadie por nuestro primer hijo, todos lo saben y hay una especie de muro de silencio en el que todos se sienten cómodos, excepto yo. En ocasiones me siento como una idiota: el vientre delante de mí, jadeando por las escaleras, y un esposo que me sonríe como si fuéramos extraños.

Y la reina…

Pido a Dios que no tenga que rezar en su capilla todos los días y noches. Pero me pregunto para qué reza, ya que no le queda esperanza. Ojalá estuvieras aquí. Echo de menos hasta tu lengua mordaz.

MARÍA

Jorge y Jane Parker se casaron finalmente en la pequeña capilla de Greenwich, tras incontables demoras. A Ana se le permitiría venir de Hever para el evento y sentarse en uno de los grandes palcos del fondo, donde nadie la viera, pero no asistir al banquete de boda. Lo más importante para nosotros es que Ana venía la víspera a caballo, ya que la boda iba a tener lugar por la mañana, y los tres, Jorge, Ana y yo, teníamos la noche para nosotros, desde la hora de cenar hasta el alba.

Nos preparamos para una noche de charla como comadronas para una ardua labor. Jorge trajo vino y cervezas; yo bajé de puntillas a la cocina a por pan, carne, queso y fruta a los cocineros, que se alegraron de llenarme una fuente atribuyendo el hambre a mi barriga de siete meses.

Ana vestía el traje de montar acortado. Parecía mayor de los diecisiete años que tenía y más delgada, con la piel pálida.

—Andando bajo la lluvia con la vieja bruja —dijo gruñendo. La tristeza le había proporcionado una serenidad de la que antes carecía. Era como si hubiera aprendido una dura lección: que las oportunidades en la vida no caían sobre el regazo como cerezas maduras. Y echaba de menos al joven que amaba: Henry Percy—. Sueño con él —añadió—. Desearía tanto no hacerlo. Es una tristeza tan absurda. Estoy tan cansada. Suena extraño, ¿verdad? Pero estoy tan cansada de ser infeliz. —Eché una ojeada a Jorge. Miraba a Ana con una expresión rebosante de simpatía—. ¿Cuándo se casa? —preguntó Ana, desolada.

—El mes que viene —contestó.

—Y luego asunto acabado. A no ser que muera, por supuesto.

—Si muere, podría casarse contigo —dije con optimismo.

—Eres una necia —me contestó Ana y se encogió de hombros—. Difícilmente voy a esperarlo por si Mary Talbot cae muerta algún día. Aún puedo jugar mis cartas una vez superado esto, ¿no? Especialmente si das a luz un varón. Seré la tía del bastardo del rey.

—Llevará el apellido Carey —le recordé. Inconscientemente, puse las manos delante del vientre en ademán protector, como si no quisiera que el bebé oyera que solo era deseado en caso de ser varón.

—¿Y si es un niño que nace saludable, fuerte y rubio?

—Lo llamaré Enrique —contesté. Sonreí ante la idea de un bebé fuerte y rubio en mis brazos—. Y no dudo de que el rey hará algo especial por él.

—Y todos ascenderemos —señaló Jorge—. Como tíos y tías del hijo del rey… quizá un pequeño ducado para él, quizá un condado. ¿Quién sabe?

—¿Y tú, Jorge? —preguntó Ana—. ¿Estás contento esta noche, alegre y feliz? Pensaba que estarías fuera, de parranda, bebiendo en los bajos fondos, no aquí sentado con una mujer gorda y otra con el corazón partido.

—Una mujer gorda y otra con el corazón partido es exactamente lo que conviene a mi estado de ánimo —dijo Jorge. Bebió un poco de vino y se quedó mirando la copa, sombrío—. No podría bailar o cantar ni aunque me mataran. Es una mujer realmente viperina, ¿verdad? ¿Mi amada? ¿Mi futura esposa? Decidme la verdad. No son cosas mías, ¿verdad? Hay algo en ella que te tira para atrás, ¿a que sí?

—Oh, tonterías —dije—. No es viperina.

—Me da dentera y siempre me la ha dado —dijo Ana sin rodeos—. Si alguna vez hay algún cotilleo o algún escándalo peligroso o alguien contando chismes, siempre está ahí. Lo oye todo, mira a todos y siempre piensa lo peor de todo el mundo.

—Lo sabía —dijo Jorge con tristeza—. ¡Dios! ¡Vaya esposa voy a tener!

—Igual te sorprende la noche de bodas —dijo Ana con picardía.

—¿Qué? —preguntó Jorge.

—Está muy bien informada para ser virgen —dijo Ana enarcando una ceja sobre la copa—. Es muy entendida en asuntos de casadas. Casadas y rameras.

—¡No me digas que no es virgen! —exclamó Jorge, que se quedó con la boca abierta—. ¡Seguramente podría librarme si no fuera virgen!

—Nunca he visto a un hombre hacer algo con ella que no fuera por cortesía —dijo Ana, meneando la cabeza—. ¿Quién lo haría, por el amor de Dios? Pero ella observa y escucha, y no le importa qué pregunta o ve. La oí murmurando con una de las Seymour sobre alguien que había yacido con el rey. Tú no —me dijo rápidamente—. Mantuvo una charla muy elocuente sobre besos con la boca abierta, lametones y cosas por el estilo, si se debía yacer sobre o debajo del rey, dónde debían ir las manos y qué se podía hacer para proporcionarle tal placer que no pudiera olvidarlo nunca.

—¿Y conoce esas prácticas francesas? —preguntó Jorge, atónito.

—Hablaba como si las conociera —contestó Ana, sonriendo ante su asombro.

—¡Vaya por Dios! —dijo Jorge. Escanció otra copa de vino y agitó la botella ante mí—. Quizá me convierta en un esposo más feliz de lo que creía. ¿Dónde deben ir las manos, eh? ¿Y dónde deberían ir, señorita Ana? ¿Ya que al parecer oísteis la conversación de mi querida futura esposa?

—Oh, a mí no me preguntes —dijo Ana—. Soy virgen. Pregúntale a cualquiera. Pregúntale a madre o a padre o a mi tío. Pregunta al cardenal Wolsey, él lo hizo oficial. Soy virgen. Oficialmente, soy una virgen certificada bajo juramento. Wolsey, el propio arzobispo de York, dice que soy virgen. No se puede ser más virgen que yo.

—Entonces te lo contaré todo —dijo Jorge, algo más alegre—. Te escribiré a Hever, Ana, y puedes leerle la carta a la abuela en voz alta.

La mañana de su boda Jorge estaba pálido como una novia. Sólo Ana y yo sabíamos que no era por la resaca de la noche anterior. No sonrió cuando Jane Parker se aproximó al altar, pero ella sonreía alegremente por los dos.

Pensé, con las manos entrelazadas sobre el vientre, que hacía mucho tiempo había estado en pie ante el altar y prometido renunciar a todos y ser fiel a William Carey. Él me echó una ojeada con una ligera sonrisa, como si también pensara que las cosas no habían ido conforme a lo previsto cuando unieron nuestras manos, hacía sólo cuatro años.

El rey estaba al frente, mirando la boda de mi hermano con su prometida, y pensé que mi familia estaba ganando puntos con mi vientre hinchado. El rey había llegado tarde a mi boda, acudió más porque se sentía obligado hacia su amigo William que para honrar a los Bolena. Pero cuando la pareja bajó del altar por el pasillo de la iglesia, estaba al frente de quienes les deseaban dicha, y ambos precedimos a los invitados al banquete de boda. Mi madre me sonrió como si fuera su única hija, mientras Ana salía en silencio por la puerta lateral de la capilla, montaba a caballo y cabalgaba hasta la mansión de Hever con la única compañía de unos criados.

Pensé en ella cabalgando sola hacia Hever, viendo el castillo desde la verja de la puerta, tan bonito como un juguete a la luz de la luna. Pensé en la forma en que el sendero se curvaba entre los árboles y llegaba al puente levadizo. Pensé en el ruido del puente levadizo al bajar y en el sonido hueco que hacían los cascos cuando el caballo pisaba lentamente los tablones. Pensé en el olor frío y húmedo del foso y luego en el aroma de la carne cocinándose en el asador, a la entrada del patio. Pensé en la luna resplandeciente sobre el patio y en la silueta caprichosa del tejado recortada contra el cielo nocturno, y deseé, con todo mi corazón, ser la señora de Hever y no la falsa reina de una corte de mascarada. Deseé de todo corazón llevar un hijo legítimo en el vientre, poder asomarme a la ventana a mirar mis tierras, teniendo sólo una pequeña casa solariega, y saber que todo sería suyo por derecho propio algún día.

Pero era la Bolena bendecida por la fortuna y el favor del rey. Una Bolena que no podría imaginarse los límites de las tierras de su hijo, que no podría soñar con lo alto que él podría llegar.