Navidades de 1530

Durante las navidades, la reina se reunió con la corte en Greenwich y Ana celebró su fiesta rival en el antiguo palacio del cardenal fallecido. Era un secreto a voces que, una vez que finalizara la cena de Estado con la reina, el rey se escabulliría silenciosamente, mandaría llamar la barcaza real y lo llevarían remando hasta las escalas de Whitehall, donde volvería a cenar con Ana. A veces se llevaba a algunos cortesanos escogidos, yo entre ellos, y pasábamos una alegre noche en el río, abrigados contra la mordedura del viento frío mientras la barcaza iba a la casa, con las estrellas rutilantes por techo y, ocasionalmente, una enorme luna que iluminaba el camino.

Yo volvía a ser una de las damas de compañía de la reina y me turbé al ver cómo había cambiado. Cuando levantó la cabeza y sonrió a Enrique no fue capaz de lograr ninguna alegría en la mirada. Él se la había agotado, quizá para siempre. Aún tenía la misma dignidad tranquila, la misma confianza en sí misma como princesa de España y reina de Inglaterra, pero nunca volvería a resplandecer como una mujer que sabe que su esposo la adora.

Un día estábamos sentadas juntas ante la chimenea de su aposento, con el tapiz del altar extendido de un extremo al otro. Yo trabajaba en el cielo azul, aún inacabado ya que ella lo había dejado y cambiado a otro color, cosa insólita en ella. Pensé cuán grande sería su fatiga para dejar una labor inacabada. Normalmente era una mujer que persistía, costara lo que costase.

—¿Visteis a vuestros hijos este verano? —preguntó.

—Sí, Su Majestad —contesté—. Ahora Catalina lleva vestidos largos y está aprendiendo francés y latín, y a Enrique le han cortado los rizos.

—¿Los enviaréis a la corte francesa?

—Aún no, a ningún precio —dije sin poder ocultar una punzada de ansiedad—. Aún son muy pequeños.

—Lady Carey, sabéis que no se trata de lo pequeños ni queridos que sean —dijo con una sonrisa—. Deben aprender su deber. Como vos, como yo.

—Sé que tenéis razón —dije lentamente, inclinando la cabeza.

—Una mujer necesita saber su deber para desempeñarlo y vivir en el estado al cual Dios haya querido llamarla —dictaminó la reina. Supe que pensaba en mi hermana, que no estaba en el estado al cual Dios había querido llamarla, sino en cierta gloriosa condición nueva, ganada por medio de su belleza y su ingenio, actualmente mantenida mediante una campaña bien orquestada y constante.

Alguien llamó a la puerta y uno de los hombres de mi tío se quedó en pie ante el umbral.

—Una cesta de naranjas, regalo de la duquesa de Norfolk —dijo—. Y una nota.

Me levanté para recibir la preciosa cesta con las naranjas presentadas con sus hojas. Había una carta con el sello de mi tío encima.

—Leed la nota —dijo la reina. Puse las frutas sobre la mesa y abrí la carta. Leí en voz alta:

—«Su Majestad, habiendo recibido un barril de naranjas de vuestro país natal, me tomo la libertad de enviaros una muestra junto con mis saludos.»

—Qué sumamente amable —dijo la reina—. ¿Las pondríais en mi dormitorio, María? Y escribid a vuestra tía una respuesta en mi nombre para agradecerle el regalo.

Me levanté y llevé la cesta a su habitación. Se me enganchó el tacón en la alfombra en la entrada. Mientras intentaba mantener el equilibrio, las naranjas cayeron en avalancha por todas partes, rodando sobre el suelo como canicas. Eché un juramento lo más quedo que pude y me apresuré a volver a apilarlas en la cesta antes de que entrara la reina y viera el desorden que había organizado para una simple tarea.

Entonces vi algo que me hizo estremecer. En el fondo de la cesta había un diminuto papel doblado. Lo desplegué. Estaba cubierto de números pequeños, no había ninguna palabra. Estaba codificado.

Me quedé ahí, arrodillada, con las naranjas a mi alrededor, durante largo rato. Luego las volví a dejar lentamente tal como estaban y puse la cesta sobre un arcón bajo. Incluso di un paso atrás para admirarlas y cambiarlas de sitio. Luego metí la nota en mi bolsillo y volví a la habitación a sentarme con la mujer a la que quería más que a nadie en el mundo. Me senté junto a ella, dando puntadas a la labor, y me pregunté qué desastre latente yacía en el bolsillo de mi vestido y qué debía hacer con él.

No tenía elección. Ni por asomo. Era una Bolena. Era una Howard. Si no era fiel a mi familia, sería una don nadie sin medios para mantener a mis hijos, sin futuro y sin protección. Llevé la nota a los aposentos de mi tío y la dejé en la mesa, ante él.

Descubrió el código en medio día. No era una conspiración muy complicada. Sólo era un mensaje de esperanza del embajador español dictado a mi tía y escrito por ella a la reina. No era una conspiración muy efectiva. Era un complot en un desierto. No significaba nada, sólo algún consuelo para la reina, y ahora yo había sido el instrumento que se lo arrebataba.

Cuando el asunto salió a la luz, hubo una gran pelea en los aposentos de mi tío, mientras gritaba a su esposa que era una traidora contra el rey y contra él, y luego hubo otra reconvención a mi tía del propio rey. Fui donde la reina. Estaba en su habitación, mirando por la ventana el congelado jardín. Algunas personas abrigadas en pieles descendían paseando hacia el río, donde las esperaban las barcazas, para visitar a mi hermana en la corte rival. La reina, de pie y en silencio, sola en su habitación, las veía irse, con el bufón saltando alrededor mientras uno de los músicos rasgueaba un laúd y cantaba para ellos durante el trayecto.

Caí de rodillas ante ella.

—Entregué la nota de la duquesa a mi tío —confesé miserablemente—. La encontré en las naranjas. Si no hubiera llegado a mis manos, nunca la hubiera buscado. Al parecer siempre os traiciono, pero nunca es mi intención.

—No conozco a nadie que hubiera hecho algo distinto —repuso. Echó un vistazo a mi cabeza inclinada, como si no importara mucho—. Deberíais estar arrodillada ante Dios, no ante mí, lady Carey.

—Os ruego que me perdonéis —dije sin levantarme—. Es mi destino pertenecer a una familia cuyos intereses son contrarios a los vuestros. Si hubiera sido vuestra dama de compañía en otro momento, nunca hubierais tenido que dudar de mí.

—Si no hubierais sido tentada, no hubierais caído. Si no estuviera dentro de vuestros intereses traicionarme, hubierais sido leal. Marchaos, lady Carey, no sois mejor que vuestra hermana, que persigue sus propios fines como una comadreja y nunca mira ni a un lado ni a otro. Nada detendrá a las Bolena para conseguir lo que quieren, eso lo sé. A veces pienso que no se detendrá ante nada, ni ante mi muerte, para conseguirlo. Y sé que vos la ayudaréis, por mucho que me apreciéis, por mucho que os haya estimado cuando erais mi pequeña dama de compañía. Estaréis tras cada uno de los pasos de su camino.

—Es mi hermana… —dije con vehemencia.

—Y yo soy vuestra reina —repuso, fría como el hielo.

—Tiene la tutela de mi hijo —dije. Me dolían las rodillas por las tablas del suelo, pero no quería moverme—. Y mi rey a su entera disposición.

—Marchaos —repitió la reina—. Pronto pasarán las fiestas navideñas, y no volveremos a encontrarnos hasta Pascua. El papa decidirá en breve, y cuando comunique al rey que debe honrar su matrimonio conmigo, vuestra hermana hará el siguiente movimiento. ¿Qué debo esperar, qué creéis? ¿Una acusación de traición? ¿O veneno en la comida?

—No lo haría —susurré.

—Lo haría —replicó la reina—. Y vos la ayudaríais. Marchaos, lady Carey, no quiero volver a veros hasta Pascua.

Me levanté y retrocedí, hice una profunda reverencia en el umbral, tanto como a un emperador. No le mostré el rostro, húmedo de lágrimas. Me incliné de vergüenza. Salí de su habitación, cerré la puerta y la dejé sola, mirando fuera, al jardín congelado, a la corte sonriente que comenzaba a descender el río para honrar a su enemiga.

Los jardines estaban en silencio en ausencia de la mayoría de los miembros de la corte. Introduje mis manos frías profundamente en los manguitos de piel y bajé caminando hasta el río, con la cabeza gacha y las mejillas heladas por las lágrimas. De pronto, un par de botas sin tacón se detuvieron ante mí.

Levanté la mirada con lentitud. Un buen par de piernas, un jubón que abrigaba, una capa marrón de fustán, un rostro sonriente: William Stafford.

—¿No habéis ido a visitar a vuestra hermana? —preguntó, sin una palabra de saludo.

—No —contesté brevemente.

—¿Vuestros hijos están bien? —preguntó, mirando mi rostro con más atención.

—Sí —respondí.

—¿Entonces qué os pasa?

—He hecho algo malo —dije, entrecerrando los ojos para protegerme del resplandor del sol sobre el agua mientras miraba río arriba, a la alegre corte que se alejaba remando. Esperó—. Descubrí algo sobre la reina y se lo dije a mi tío.

—¿Se enfadó?

—Oh, no —contesté tras reír—. Para él soy una bicoca.

—La nota secreta de la duquesa —adivinó al instante—. Se comenta en todo el palacio. Ha sido exiliada de la corte. Pero nadie sabe cómo fue detectada.

—Yo… yo… —dije torpemente.

—Nadie lo sabrá por mí —dijo. Me cogió la mano fría con familiaridad, la metió en el hueco de su codo y me llevó a pasear junto al río. El sol brillaba sobre nuestros rostros, mi mano, atrapada entre su brazo y su cuerpo, se calentó.

—¿Qué hubierais hecho vos? —pregunté—. Ya que tenéis vuestro criterio y tanto os enorgullecéis de ser vuestro propio dueño.

—No osaba esperar que recordarais nuestras conversaciones —dijo Stafford con un fulgor de deleite en su mirada.

—No es nada —dije, ligeramente sonrojada—. No significa nada.

—Por supuesto que no —dijo. Pensó un momento—. Creo que hubiera hecho igual que vos —añadió—. Si su sobrino hubiera estado planeando una invasión, leerla hubiera sido fundamental. —Paseábamos por los límites de los jardines del palacio—. ¿Por qué no abrimos la puerta y salimos? —preguntó—. Podríamos ir al pueblo y tomar una jarra de cerveza con un cucurucho de castañas asadas.

—No. Ésta noche debo ir a cenar, incluso aunque la reina me haya despedido hasta Pascua.

Se volvió y caminó junto a mí, sin decir nada, pero con mi mano apretada cálidamente en su costado. Se detuvo ante la puerta del jardín.

—Os dejaré aquí —dijo—. Iba camino a las caballerizas cuando os vi. Mi caballo se ha quedado cojo y quiero ver si le curan el casco adecuadamente.

—En efecto, no sé por qué os habéis retrasado por mí —dije con un deje provocativo en la voz.

Me miró directamente y sentí que el corazón me daba un vuelco.

—Ah, yo creo que sí lo sabéis —dijo lentamente—. Creo que sabéis muy bien por qué me detuve para veros.

—Señor Stafford… —comencé.

—Odio tanto el olor del linimento que ponen en los cascos… —dijo rápidamente. Se inclinó ante mí y se fue antes de que pudiera reír o protestar o ni siquiera reconocer que me había atrapado coqueteando con él, cuando mi intención era atraparlo a él.