Otoño de 1531
Cuando volví a la corte en otoño caí en la cuenta de que la reina estaba finalmente acabada. Ana había convencido a Enrique de que no tenía ningún sentido continuar manteniendo las apariencias de buen esposo. Mejor mostrar sus descarados rostros al mundo y desafiar a quien se pusiera en contra.
Enrique era generoso. En The More, Catalina de Aragón vivía en la opulencia, entretenida con visitas de embajadores, como si aún fuera una reina querida y reverenciada. El personal de la casa comprendía más de doscientas personas, cincuenta de ellas damas de compañía. No eran la crema de la juventud: aquéllas acudían a la corte del rey y se encontraban al servicio de Ana. Mi hermana y yo pasamos un día feliz enviando a la corte de la reina a quienes no nos complacían. Así nos libramos de media docena de muchachas de la casa Seymour y nos reímos al imaginar el semblante de sir John Seymour cuando lo descubriera.
—Ojalá pudiéramos mandar a la esposa de Jorge —dije—. Si llegara a casa y encontrara que se había ido, sería de lo más dichoso.
—Prefiero tenerla aquí, donde pueda verla, que enviarla a otro sitio donde ocasione más problemas. Sólo quiero a personas insignificantes alrededor de la reina.
—No es posible que aún te amedrente. Prácticamente la has destruido.
—No estaré a salvo hasta que muera —dijo Ana—. Igual que ella no estará a salvo hasta que yo muera. Ahora ya no se trata sólo de un hombre o un trono, es como si yo fuera su sombra y ella la mía. Nuestras suertes están unidas hasta la muerte. Una de nosotras debe ganar definitivamente y ninguna puede tener la certeza de haber ganado o perdido hasta que la otra esté muerta y enterrada.
—¿Cómo podría ganar? —inquirí—. Él ni siquiera la ve.
—No sabes cuánta gente me aborrece —susurró Ana. Tuve que inclinarme más para oírla—. Ahora, cuando hacemos el viaje estival, vamos de mansión en mansión y nunca nos detenemos en los pueblos. La gente ha oído las habladurías de Londres y ya no me ven como a una muchacha bonita que cabalga junto al rey, sino como a la mujer que ha destrozado la felicidad de la reina. Si nos entretenemos en una villa, la gente grita contra mí.
—¡No!
Ella asintió.
—Y cuando la reina acudió a un banquete en Londres hubo un tumulto fuera del palacio. Todos clamaban bendiciéndola y prometiéndole que nunca doblarían la rodilla ante mí.
—Un puñado de siervos airados.
—¿Y si fuera más que eso? —preguntó Ana, sombría—. ¿Y si me odiara todo el país? ¿Qué crees que siente el rey cuando los oye abuchearme y lanzarme maldiciones? ¿Crees que un hombre como Enrique puede soportar esas maldiciones mientras cabalga? ¿Un hombre como Enrique, que reza desde niño?
—Se acostumbrarán —dije—. Los sacerdotes predicarán en las iglesias que sois su esposa. Cuando le des un hijo, cambiarán de opinión inmediatamente, serás la salvadora del reino.
—Sí —dijo—. Todo depende de eso, ¿no? Un hijo.
Ana acertaba al temer a la muchedumbre. Justo antes de Navidad remontamos el río para cenar con los Trevelyan. Nadie sabía que íbamos. El rey cenaba en privado con un par de embajadores franceses y Ana aprovechó la oportunidad. Fui con ella, un par de gentileshombres del rey y un par de damas. En el río hacía frío e íbamos envueltas en pieles para abrigarnos. Nadie podía ver nuestros rostros desde la orilla, ni cuando la barca se detuvo ante las escaleras de la mansión de Trevelyan y desembarcamos.
Pero alguien nos vio, reconoció a Ana, y antes de que hubiéramos comenzado a cenar, un sirviente entró corriendo en el salón y susurró a lord Trevelyan que una turba se aproximaba a la mansión. Su rápida ojeada a Ana nos indicó por quién venían. Ella se levantó de la mesa al momento, con el semblante tan pálido como sus perlas.
—Mejor que os vayáis —dijo su señoría de forma poco galante—. No puedo prometer que aquí estéis a salvo.
—¿Por qué no? —preguntó ella—. Podéis cerrar las puertas.
—¡Por el amor de Dios, son cientos! —dijo con voz aguda por el miedo. Ahora todos estábamos en pie—. No es una pandilla de alborotadores, es una turba que se avecina jurando que os colgarán. Será mejor que volváis a Greenwich, lady Ana.
Ella vaciló un instante al oír la recomendación de que abandonara la casa.
—¿Está lista la barca?
Un hombre salió corriendo del salón y llamó a gritos a los barqueros.
—¡Seguro que podemos rechazarlos! —dijo Francis Weston—. ¿Cuántos hombres tenéis aquí, Trevelyan? Podemos enfrentarnos a ellos, darles una lección y luego comer.
—Tengo trescientos hombres —respondió su señoría.
—Bien, entonces démosles armas y…
—Deben de ser unos ochocientos, y va aumentando la cifra a medida que avanzan hacia aquí.
Hubo un silencio atónito.
—¿Ochocientos? —susurró Ana—. ¿Ochocientas personas desfilando en mi contra por las calles de Londres?
—Rápido —dijo lady Trevelyan—. Por al amor de Dios, id a la barca.
Ana cogió rápidamente la capa de manos de la mujer y yo agarré la primera que encontré. Las damas que habían venido con nosotras lloraban de miedo. Una de ellas echó a correr escaleras arriba, seguramente no quería ir al río por si nos perseguían por las negras aguas. Ana salió corriendo de la casa y cruzó el oscuro jardín. Se lanzó a la barca y yo detrás de ella. Francis y William estaban con nosotras, los otros soltaron las amarras y empujaron la barca. Ni siquiera vinieron con nosotras.
—Bajad las cabezas y manteneos a cubierto —gritó uno de ellos.
—Y quitad el estandarte real.
Fue un momento vergonzoso. Uno de los barqueros sacó un cuchillo y cortó las cuerdas que sostenían el estandarte real, temeroso de que el pueblo de Inglaterra viera la bandera de su propio rey. Lo buscó a tientas por la barca y luego lo dejó caer por encima de la borda. Miré cómo se empapaba y se hundía.
—¡No os preocupéis por eso! ¡Remad! —gritó Ana con la voz ahogada por las pieles.
Me agaché a su lado y nos abrazamos.
Vimos a la turba mientras nos deslizábamos entre las aguas. Llevaban antorchas y podíamos ver sus destellos reflejados en el río. La hilera de luces parecía interminable. Los oíamos maldecir a mi hermana. Cada maldición era coreada por un clamor de aprobación, un rugido de odio descarnado. Ana se encogió aún más, me abrazó más fuerte y se puso a temblar de miedo.
Los barqueros remaban como posesos. Si la muchedumbre llegaba a saber que estábamos en esas oscuras aguas arrancarían adoquines para lanzarlos contra nosotros, nos perseguirían por la ribera, se harían con algunas barcas y nos darían caza.
—¡Remad más rápido! —siseó Ana.
Avanzamos de forma irregular, demasiado temerosos como para marcar un ritmo con el tambor. Queríamos dejar atrás a la multitud protegidos por la oscuridad. Miré detenidamente por la borda del barco y vi que las luces se detenían, vacilaban, como si buscaran en la oscuridad. Como si sintieran, con ese instinto que tienen las bestias salvajes, que la mujer que buscaban ahogaba sus sollozos de terror entre pieles, a sólo unos metros de ellos.
Luego la muchedumbre siguió hacia la casa de los Trevelyan. Serpenteó por la curva del río, iluminada con las antorchas, durante lo que parecían kilómetros. Ana se sentó y se quitó el tocado. Tenía el semblante horrorizado.
—¿Crees que el rey me protegerá contra esto? —inquirió con fiereza—. Contra el papa, sí. Especialmente si eso significa que se hará con los diezmos de la Iglesia. Contra la reina, sí. Especialmente si supone que tendrá un hijo y sucesor. Pero ¿contra su propio pueblo, si vienen a por mí con antorchas y cuerdas en la noche? ¿Pensáis que me respaldará entonces?
Ése año fue una Navidad tranquila. La reina envió al rey una hermosa copa de oro y él se la devolvió con un frío mensaje. Sentíamos su ausencia continuamente. Era como un hogar donde faltara la madre. No es que Catalina fuera chispeante, brillante o provocativa como Ana: sencillamente, Catalina siempre había estado ahí. Su reinado había durado tanto tiempo que pocas personas podían recordar la corte inglesa sin ella.
Ana era decididamente brillante, encantadora y activa. Bailó y cantó, regaló al rey un juego de dardos de estilo vizcaíno y él le regaló una estancia llena de los más lujosos tejidos para sus vestidos. Le dio la llave y la miró mientras ella iba con exclamaciones de gozo de un lado a otro, ante las fastuosas y elegantes piezas de colores. La inundó de regalos, y a todos nosotros, los Howard. A mí me regaló una hermosa blusa con cuello recamado en negro. Aun así, más parecía un velatorio que una Navidad. Todo el mundo añoraba la presencia inmutable de la reina y se preguntaba qué haría en la hermosa mansión que había pertenecido al cardenal, quien fue enemigo suyo casi hasta el mismo final, cuando por fin hizo acopio de valor y reconoció que ella tenía razón.
Nada podía elevar los ánimos, aunque Ana se convirtió en una sombra de lo que había sido esforzándose por estar dichosa. Por la noche se acostaba junto a mí en el lecho y la oía murmurar en sueños, como una loca rematada.
Una noche encendí una vela y la sostuve en alto para verla. Tenía los ojos cerrados, sus pestañas oscuras sobre las mejillas. Tenía el cabello recogido bajo el gorro de dormir, tan inmaculado como su tez, pero tenía ojeras casi de color violeta. Parecía débil. Sus labios lívidos, separados en una sonrisa, murmuraban todo el tiempo chanzas, ocurrencias. De vez en cuando movía la cabeza sobre la almohada, con ese movimiento encantador que hacía tan bien, y reía. Era el horrible sonido de una mujer que intentaba ser el alma de una celebración hasta en sus más profundos sueños.
Comenzó a beber vino de mañana. Le daba color a su rostro y brillo a sus ojos y aligeraba su intensa fatiga y nerviosismo. En una ocasión que entré en sus aposentos seguida de nuestro tío, me pasó una botella. «Escóndela», susurró desesperada y se volvió hacia él con el dorso de la mano ante la boca para que no oliera su aliento a alcohol.
—Tienes que dejarlo, Ana —dije en cuanto se fue—. Todo el mundo te mira. La gente puede verlo y decírselo al rey.
—No puedo dejarlo —dijo tristemente—. No puedo dejar nada, ni un momento. Debo seguir y seguir y seguir, como si fuera la mujer más feliz del mundo. Voy a desposarme con el hombre que amo. Voy a ser reina de Inglaterra. Por supuesto que soy feliz. Claro que soy increíblemente feliz. No puede haber mujer en Inglaterra más feliz que yo.
Jorge debía volver a casa por Año Nuevo, y Ana y yo decidimos darle la bienvenida con una cena en privado en los amplios aposentos de Ana. Pasamos el día de consultas con los cocineros, encargando lo mejor, y luego a la tarde holgazaneamos en el asiento del alféizar, a la espera de ver el barco de Jorge remontar el río con el estandarte de los Howard. Yo lo divisé primero, oscuro contra la penumbra, y no dije palabra a Ana, sino que me escabullí de la estancia y bajé corriendo las escaleras, para que cuando Jorge desembarcara y subiera del embarcadero yo estuviera sola, en sus brazos, y fuera a mí a quien besara y susurrara: «Buen Dios, hermana, me alegro de estar en casa.»
Cuando Ana vio que había perdido la oportunidad de ser la primera, no corrió detrás, sino que esperó para recibirlo en sus aposentos, ante la gran repisa en forma de arco de la chimenea, donde él se inclinó, besó su mano y sólo después la rodeó con sus brazos. Luego despedimos al servicio y nos quedamos los tres Bolena solos de nuevo, como siempre.
Cuando acabamos de cenar, Jorge ya nos había contado todas las novedades, y quiso saber todo lo ocurrido mientras había estado alejado de la corte. Advertí que Ana era cuidadosa con lo que decía. No le contó que no podía ir a Londres sin guardia armada. No le contó que tenía que cabalgar velozmente por los pacíficos pueblos de la campiña. Ni le contó que la noche después del fallecimiento del cardenal Wolsey coreografió y bailó en una mascarada titulada «Envío del cardenal al infierno» que conmocionó a toda la gente que la vio por su mal gusto. No le contó que el obispo Fischer aún estaba en su contra y que casi había muerto envenenado. Cuando no le contó esas cosas confirmé, porque en realidad ya lo sabía, que se avergonzaba de la mujer en que se estaba convirtiendo. No deseaba que Jorge supiera lo rápido que el cáncer de la ambición se había desarrollado en su interior. Ni que supiera que ya no era su amada hermanita sino una mujer que lo apostaba todo, hasta su propia alma, en la batalla para convertirse en reina.
—¿Y tú qué tal? —me preguntó Jorge—. ¿Cómo se llama?
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Ana, perpleja.
—Cualquiera lo vería. ¿A que no me equivoco? María está radiante como una lechera en primavera. Me apostaría una fortuna a que está enamorada.
Yo me ruboricé.
—Ya decía yo —dijo mi hermano con profunda satisfacción—. ¿Quién es?
—María no tiene ningún amante —dijo Ana.
—Supongo que puede echar el ojo a alguien sin tu permiso —repuso Jorge—. Supongo que alguien puede elegirla sin solicitártelo, Señora Reina.
—Mejor que no —replicó ella sin ningún atisbo de sonrisa—. Tengo planes para María.
—Santo Dios —dijo Jorge, y sus labios casi emiten un silbido—, cualquiera diría que ya estás coronada.
—Cuando lo esté, sabré quiénes son mis amigos —dijo ella, volviéndose hacia él—. María es mi dama de compañía y yo me ocupo del personal de mi casa.
—Pero ahora podría hacer su propia elección.
—No, si quiere que le otorgue mi favor —repuso Ana.
—¡Por el amor de Dios, Ana! Somos familia. Estás donde estás porque tu hermana retrocedió por ti. No puedes olvidarlo y actuar como si fueras una princesa de sangre. Te pusimos donde estás. No puedes tratarnos como a tus súbditos.
—Sois súbditos —dijo sencillamente—. Tú, María, hasta nuestro tío. He dispuesto que echaran a mi propia tía de la corte, y también al cuñado del rey. He dispuesto que echaran de la corte a la propia reina. ¿Hay alguien que tenga alguna duda de que puedo enviarlos al exilio si tal es mi deseo? No. Puede que me hayáis ayudado a estar donde estoy…
—¡Ayudado! ¡Maldita sea, más bien te empujamos!
—Pero aquí estoy ahora, y seré reina. Y vosotros seréis súbditos a mi servicio. Seré la reina y la madre del próximo rey de Inglaterra. Así que mejor que lo recuerdes, Jorge, porque no te lo volveré a decir.
Ana se encaminó a la puerta. Se quedó delante, esperando a que alguien se la abriera, y cuando ninguno de nosotros saltó, la abrió de par en par. Se volvió en el umbral.
—Y no vuelvas a llamarme Ana María. Ella es María, la otra Bolena. Y yo soy Ana, la futura reina Ana. Hay un abismo de diferencia entre nosotras. No compartimos nombre. Ella no es casi nada y yo seré reina.
Salió indignada, sin molestarse en cerrar la puerta. La oímos taconear para ir a su alcoba. Nos quedamos sentados en silencio. Y oímos el portazo de la puerta de su cámara.
—Santo Dios —dijo Jorge—. Vaya bruja. —Se levantó y cerró la puerta para que no pasara la fría corriente de aire—. ¿Cuánto tiempo lleva así?
—Su poder ha crecido sin parar. Piensa que es intocable.
—¿Y lo es?
—Él está profundamente enamorado. Yo diría que está a salvo, sí.
—¿Y aún no la ha poseído?
—No.
—Santo Dios, ¿qué hacen?
—Todo, menos el acto. Ella no osa permitírselo.
—Lo debe de estar volviendo loco —dijo Jorge con satisfacción.
—Ella también está loca —dije—. Casi todas las noches la besa y la toca, y ella le recorre el cuerpo con el cabello y la boca.
—¿Habla a todo el mundo así? ¿Como me ha hablado a mí?
—Mucho peor. Y le está costando amistades. Ahora Charles Brandon está en su contra, nuestro tío está harto de ella. Se han peleado abiertamente al menos un par de veces desde Navidad. Se cree tan a salvo con el amor del rey que no busca otra protección.
—No lo toleraré —dijo Jorge—. Se lo diré.
Mantuve mi mirada de preocupación fraternal, pero mi corazón dio un vuelco ante la idea de que se abriera un abismo entre Ana y Jorge. Si tenía a Jorge de mi lado, contaría con ventaja para recuperar la tutela de mi hijo.
—Y, sinceramente, ¿no hay nadie a quien hayas echado el ojo? —preguntó.
—Es un don nadie —dije—. No se lo diría a nadie más que a ti, Jorge. Así que guarda el secreto.
—Lo juro —dijo. Me agarró ambas manos y me atrajo hacia él—. Guardaré el secreto, por mi honor. ¿Estás enamorada?
—Oh, no —dije, retrocediendo sólo de pensarlo—. Claro que no. Pero me dedica pequeñas atenciones y es agradable tener un hombre que te mime.
—Diría que la corte está llena de hombres que te miman.
—Bah, escriben poemas y juran que morirán de amor. Pero él… él es algo más… auténtico.
—¿Quién es?
—Un don nadie —dije de nuevo—. Por eso no pienso en él.
—Qué pena que no pueda ser tuyo —dijo Jorge con candor fraternal.
No repliqué. Estaba pensando en la contagiosa sonrisa de William Stafford.
—Sí —respondí muy despacio—. Una pena, pero no puedo.