Invierno de 1526
Cuando Ana fue a Hever, envié los regalos de Navidad para los niños en su baúl. A Catalina le mandé una casita de mazapán, con tejas de almendra tostada y ventanas de caramelo. Supliqué a Ana que se la diera a medianoche y que le dijera que su madre la quería, que la echaba de menos y que pronto volvería.
Ana se dejó caer en la silla del corcel con la misma falta de gracia que la mujer de un granjero camino del mercado. No había nadie para mirarla, ni ningún beneficio en mostrarse grácil y risueña.
—No sé por qué no los desafías y vienes a ver a tus hijos si tanto los quieres —dijo tentándome.
—Gracias por el buen consejo —repuse—. Estoy segura de que lo dices por mi bien.
—Bueno, sabe Dios qué creen que puedes hacer aquí sin mí para aconsejarte.
—En efecto, Dios lo sabe —repliqué.
—Hay mujeres con las que los hombres se casan, y mujeres con las que no —dictaminó—. Y tú eres el tipo de amante con la que un hombre no se molesta en casarse. Con hijos o sin ellos.
—Sí —dije con una sonrisa. Era más lenta de reflejos que Ana, por lo que me alegré mucho cuando por una vez llegó una arma a mi lenta mano—. Supongo que tienes razón. Pero es evidente que hay un tercer tipo, que es la mujer que ni se casa ni es amante. Mujeres que celebran solas las navidades. Y ése parece ser tu caso, hermana mía. Buenos días.
Me di la vuelta sobre los talones y la dejé. Ana no pudo hacer otra cosa más que una señal a los soldados que iban a cabalgar con ella y salir al trote por la verja por el camino de Kent. Algunos copos de nieve se arremolinaron por el aire mientras se alejaba.
En cuanto estuviéramos instalados en Greenwich para las festividades navideñas se decidiría la suerte de la reina. Iba a ser abandonada e ignorada, y toda la corte sabía que no gozaba del favor del rey. Era algo infame, como ver a un búho atacado a pleno día por pájaros de menor rango.
Su sobrino, el emperador de España, sabía algo. Envió un nuevo embajador a Inglaterra, el embajador Mendoza, un astuto jurista en quien confiaba para representar a la reina ante su esposo y volver a conseguir un acuerdo entre España e Inglaterra. Vi a mi tío murmurando con el cardenal Wolsey e intuí que no estaba allanando el camino del embajador Mendoza.
Yo tenía razón. Durante todas las fiestas navideñas, al nuevo embajador no se le permitió venir a la corte, no se aceptaron sus documentos, no le permitieron presentar sus respetos al rey, ni le permitieron ver a la reina. Los mensajes y cartas de la reina estaban vigilados. Ni siquiera podía recibir regalos sin que fueran inspeccionados por sus ayudantes de cámara.
Yo estaba en los aposentos de la reina cuando vino un paje de parte del cardenal para decir que el embajador había solicitado audiencia. El color volvió a sus mejillas. Se levantó de un brinco.
—Debería cambiarme de vestido, pero no hay tiempo.
Me quedé detrás de su silla, era la única dama que la atendía, pues todas las demás estaban paseando por el jardín con el rey.
—El embajador Mendoza me traerá noticias de mi sobrino —dijo la reina, sentándose en su silla—. Y confío en que forjará una alianza entre mi sobrino y mi esposo. Las familias no deberían discutir. Ha habido una alianza entre España e Inglaterra durante todo el tiempo que puedo recordar. Cuando estamos divididos, todo va mal.
Asentí y entonces se abrió la puerta.
No era el embajador con su séquito, trayendo regalos, cartas y documentos privados de su sobrino. Era el cardenal, el mayor enemigo de la reina, y dejó al embajador en la estancia como un charlatán que llevara un oso bailarín. El embajador no pudo hablar a solas con la reina, y si llevaba algo secreto en el equipaje, había sido registrado hacía tiempo. No era el hombre que devolvería al rey a la alianza con España, ni que pudiera devolver a la reina su verdadero rango en la corte. Era un hombre secuestrado por el cardenal.
La mano de la reina, cuando se la dio para que la besara, era firme como una roca. Su voz era dulce y perfectamente modulada. Saludó al cardenal con agradable cortesía. Nadie hubiera adivinado nunca por su comportamiento que lo que entró ese día, junto con el embajador malhumorado y el cardenal sonriente, era su condena. En ese momento supo que sus amigos y su familia eran incapaces de ayudarla. Estaba horrible, vulnerable y completamente sola.
A finales de enero se celebró un torneo y el rey rehusó participar. Jorge fue escogido para llevar el estandarte real en su nombre. Ganó en nombre del rey y consiguió un nuevo par de guantes de piel a modo de agradecimiento.
Ésa noche encontré al rey en su cámara de un humor sombrío, envuelto en una gruesa bata ante el fuego, con una botella de vino medio llena detrás de él y otra totalmente vacía tirada en las blancas cenizas de la chimenea, soltando gotas de un rojo púrpura.
—¿Estáis bien, Su Majestad? —pregunté cautelosamente.
—No —dijo en voz baja. Levantó la vista. Vi que tenía los ojos azules enrojecidos y el rostro tenso.
—¿Qué sucede? —le pregunté, tan tierna y sencillamente como podía hablar con Jorge. Ésa noche no parecía un rey imponente. Era un niño, un niño triste.
—Hoy no participé en el torneo.
—Lo sé.
—Y no volveré a montar.
—¿Nunca?
—Tal vez.
—Ay, Enrique, ¿por qué no?
—Tenía miedo —dijo tras una pausa—. ¿No es vergonzoso? Cuando empezaron a ponerme la armadura me di cuenta de que tenía miedo. —Yo no supe qué decir—. Los torneos son peligrosos —añadió con rencor—. Vosotras, las mujeres, ahí en el estrado, con vuestras prendas y vuestras apuestas, escuchando el toque de trompeta de los heraldos, no os dais cuenta. Si te derriban, puedes morir. No es ningún juego. —Esperé—. ¿Y si muero? —preguntó con tono inexpresivo—. ¿Y si muero? ¿Qué pasaría entonces?
Durante un terrorífico instante pensé que me preguntaba por su alma inmortal.
—Nadie lo sabe con seguridad —respondí, vacilante.
—No es eso —dijo, desestimando el comentario—. ¿Qué va a ser del trono? ¿Qué va a ser de la corona de mi padre? Unió este país tras años de lucha, nadie pensó que podría hacerlo. Nadie sino él podría haberlo hecho. Pero lo hizo. Y tuvo dos hijos. ¡Dos hijos, María! Así que, cuando murió Arturo, aún quedaba yo como sucesor. Hizo del reino un lugar seguro por su trabajo en el campo de batalla y en el lecho. Heredé un reino seguro: fronteras estables, señores obedientes, un tesoro lleno de oro… y no tengo a nadie a quien dárselo.
El tono de su voz era tan amargo que no había nada que yo pudiera decir. Incliné la cabeza.
—Éste asunto de la sucesión está acabando conmigo. Cada día camino con el nefasto temor de morir antes de conseguir un hijo que herede el trono. No puedo competir en los torneos, ni siquiera puedo cazar tranquilo. Veo una cerca ante mí y, en vez de enfrentarme a ella con el corazón alegre y confiar en que mi caballo salte limpiamente, tengo un fogonazo ante los ojos y me veo a mí mismo muerto, con el cuello roto en una acequia y la corona de Inglaterra colgando de un arbusto de espinos para que la coja cualquiera. ¿Y quién podría ser ése? ¿Quién?
La agonía de su semblante y de su voz era demasiado para mí. Alcancé la botella y volví a llenarle el vaso.
—Hay tiempo —dije, pensando en cómo le gustaría a mi tío que dijera una cosa así—. Sabemos que conmigo sois fértil. Nuestro hijo Enrique es vuestro vivo retrato.
—Podéis marcharos —dijo, tras arrebujarse un poco más en su capa—. ¿Estará Jorge esperando para llevaros a vuestra habitación?
—Siempre espera —contesté, sobresaltada—. ¿No queréis que me quede?
—Mi corazón está demasiado sombrío esta noche —repuso—. He tenido que enfrentarme a la perspectiva de mi propia muerte y eso no hace que me sienta con ganas de jugar entre sábanas con vos.
Hice una reverencia. Me detuve en el umbral y volví la mirada a la habitación. No me había visto irme. Aún estaba encorvado en la silla, envuelto en su bata, mirando fijamente las ascuas, como si viera su futuro en las rojas cenizas.
—Podríais casaros conmigo —dije en voz baja—. Ya tenemos dos hijos, y uno de ellos, varón.
—¿Qué? —preguntó alzando la mirada, con los ojos azules velados por su propia desesperación.
Sabía que mi tío hubiera querido que presionara más. Pero yo nunca fui de esa pasta.
—Buenas noches —dije discretamente—. Buenas noches, dulce príncipe —añadí, y lo dejé en sus propias tinieblas.