Verano de 1526

Pero no podían ponerme en juego.

—En el nombre de Dios, ¿qué os pasa? —inquirió mi madre—. Ya hace tres meses que ha nacido y estáis tan blanca como si tuvierais la peste. ¿Estáis enferma?

—No puedo dejar de sangrar —dije, mirándola a la cara en busca de comprensión. Estaba impasible e impaciente—. Temo desangrarme hasta morir.

—¿Qué dicen las comadronas?

—Dicen que parará con el tiempo.

Chasqueó la lengua en señal de desaprobación al oírlo.

—Estáis tan gorda —se lamentó—. Y estáis tan… tan fea, María.

—Lo sé —dije humildemente. Levanté la mirada y noté los ojos llenos de lágrimas—. Me siento fea.

—Habéis dado un hijo al rey —dijo mi madre. Intentaba animarme pero le podía su impaciencia—. Cualquier mujer del mundo daría la mano derecha por estar en vuestro lugar. Cualquier mujer del mundo se levantaría, saldría de la cama y estaría a su lado, riéndole los chistes, cantando sus canciones y cabalgando con él.

—¿Dónde está mi hijo? —pregunté cansinamente.

—Ya sabéis dónde —contestó, confundida, tras un momento de vacilación. En Windsor.

—¿Sabéis cuándo fue la última vez que lo vi?

—No.

—Hace dos meses. Acabé el puerperio y se lo llevaron.

—Pues claro que se lo llevaron —dijo, impasible—. Por supuesto, dispusimos que lo cuidaran.

—Otras mujeres.

—¿Qué importancia tiene? —preguntó mi madre, sinceramente desconcertada—. Está bien atendido, y se llama Enrique, como el rey. —No pudo contener el júbilo de la voz—. ¡Lo tiene todo por delante!

—Pero lo echo de menos.

—¿Por qué? —preguntó. Por un momento fue como si le hubiera hablado en otra lengua totalmente desconocida, una incomprensible, ruso o árabe.

—Lo echo de menos, y también a Catalina.

—¿Y por eso estáis tan fea?

—No estoy fea —dije con voz cansada—. Estoy triste. Estoy tan triste que no quiero hacer más que estar acostada en el lecho, hundir el rostro en las almohadas y llorar y llorar.

—¿Porque añoráis a vuestro hijo? —preguntó mi madre. Necesitaba una confirmación, la idea era demasiado extraña para ella.

—¿Nunca me añorasteis? —grité—. ¿Ni a Ana? Nos alejaron de vuestro lado cuando éramos poco más que unos bebés y nos enviaron a Francia. ¿No nos añorasteis entonces? Otra persona nos enseñó a leer y escribir, otra persona nos levantó cuando caíamos, otra persona nos enseñó a montar nuestros ponis. ¿Nunca pensasteis que os hubiera gustado ver a vuestras hijas?

—No —contestó—. No podía encontrar lugar mejor que la corte real de Francia. Si os hubiera tenido en casa, hubiera sido una madre mediocre. —Volví el rostro. Sentía las mejillas humedecidas por las lágrimas—. ¿Si pudierais ver a vuestro bebé volveríais a estar contenta? —preguntó mi madre.

—Sí —respondí sin respiración—. Oh, sí, madre, sí. Si pudiera verlo de nuevo, sería feliz. Y a Catalina.

—Bueno, se lo diré a vuestro tío —dijo a regañadientes—. Pero debéis estar realmente contenta: sonreír, reír, bailar despreocupadamente, atraer la mirada. Debéis recuperar al rey.

—Ah, ¿tanto se ha apartado del buen camino? —pregunté.

—Gracias a Dios, Ana lo tiene atrapado en sus redes —dijo. No pareció avergonzarse ni por un momento—. Juega con él como tú podrías jugar con el perro de la reina. Lo tiene pendiente de un hilo.

—Entonces, ¿por qué no la usáis a ella? —le dije con despecho—. ¿Por qué molestarse conmigo para nada?

—Porque tenéis el hijo del rey —dijo. La rapidez de su respuesta me advirtió de que ya estaba decidido por consejo familiar—. El bastardo de Bessie Blount ha sido nombrado duque de Richmond, nuestro bebé Enrique tiene los mismos derechos. No cuesta nada anular vuestro matrimonio con Carey, y casi nada anular el matrimonio con la reina. Intentamos que se case con vos. Ana era nuestro señuelo mientras estabais en el puerperio. Pero apostamos nuestra fortuna a vos. —Se quedó silenciosa un momento, como si esperara que respondiera gozosa. Cuando no dije nada, volvió a hablar, con algo más de aspereza—. Así que ahora levantaos, llamad a la sirvienta para que os cepille el cabello y ceñíos el corsé.

—Puedo ir a comer porque no estoy enferma —dije tristemente—. Dicen que sangrar no importa y quizá tengan razón. Puedo sentarme junto al rey, reírme de sus bromas y pedirle que cante para nosotros. Pero no puedo estar dichosa de corazón, madre. ¿No lo entendéis? No puedo sentirme alegre nunca más. He perdido mi dicha. He perdido mi gozo. Y nadie sabe siquiera, aparte de mí, cómo me siento y lo terrible que es.

—Sonreíd —me ordenó, mirándome con una dura mirada de determinación. Yo estiré los labios y sentí los ojos llenos de lágrimas—. Es suficiente —añadió—. Quedaos así y yo lo arreglaré para que podáis ver a vuestros hijos.

Mi tío vino a mis nuevos aposentos después de comer. Miró a su alrededor con cierto placer, no había visto mis lujosos alojamientos desde que salí de la sala de partos. Ahora disponía de una cámara privada tan grande como la de la reina y de cuatro damas de mi casa. Tenía un par de doncellas para mi servicio personal y un paje. El rey me había prometido un músico. Detrás de la cámara privada estaba mi dormitorio, que compartía con Ana, y una pequeña habitación de descanso, donde podía leer y estar sola. La mayoría de los días estaba allí, con la puerta cerrada, llorando sin que nadie me viera.

—Os mantiene con magnificencia.

—Sí, tío Howard —dije educadamente.

—Vuestra madre dice que añoráis a vuestros hijos. —Me mordí el labio para impedir que las lágrimas afloraran a mis ojos—. ¿Qué esperáis con esa cara, en nombre de Dios?

—Nada —susurré.

—Entonces, sonreíd. —Le ofrecí el mismo rostro de gárgola que había complacido a mi madre, él me miró con rudeza y luego asintió—. Es suficiente. No creáis que vais a holgazanear o a estar consentida sólo por haber tenido un niño. El bebé no nos es de utilidad hasta que deis el siguiente paso.

—No puedo hacer que se case conmigo —dije en voz baja—. Aún está casado con la reina.

—Buen Dios, mujer, ¿es que no sabéis nada? —preguntó, apuntándome con el dedo—. Eso nunca ha importado menos. Ahora está a punto de entrar en guerra con su sobrino. Está casi aliado con Francia, con el papa y con Venecia contra el emperador español. ¿Tan ignorante sois que no lo sabéis? —Moví la cabeza para indicarle que no—. Conocer estos asuntos debería ser de vuestra incumbencia —añadió con acritud—. Ana los conoce. La nueva alianza luchará contra Carlos de España y, si empiezan a ganar, Enrique se unirá a ellos. La reina es tía del enemigo de toda Europa. Es la tía de un paria.

—No hace tanto, cuando lo de Pavía, era la salvadora del país —contesté.

—Olvidado —dijo, chasqueando los dedos—. Ahora volvamos a vos. ¿Vuestra madre dice que no os encontráis bien?

—No —respondí, vacilante. Era evidente que no podía confiar en mi tío.

—Bueno, deberéis volver al lecho del rey a finales de esta semana, María. Hacedlo o nunca volveréis a ver a vuestros hijos. ¿Entendido? —Di un grito ahogado ante la crueldad del acuerdo, él volvió su rostro de halcón hacia mí y me miró con sus ojos oscuros—. No me conformaré con menos.

—No podéis prohibirme que vea a mis hijos —susurré.

—Os daréis cuenta de que sí.

—Gozo del favor del rey.

—¡No! —dijo. Golpeó la mesa con la mano. Sonó como un disparo— ¡ése es el quid de la cuestión! No gozáis del favor del rey, y sin él, no gozáis del mío. Volved a su lecho y haced todo lo que queráis. Podéis pedirle que os monte una guardería, podéis mecer a vuestros hijos sobre el trono de Inglaterra. ¡Podéis desterrarme! Pero fuera de su lecho no sois nada más que una estúpida ramera usada por la que nadie se preocupa.

Hubo un silencio de muerte en la habitación.

—Entiendo —dije fríamente.

—Bien. —Se alejó de la chimenea y se estiró el jubón—. El día de vuestra coronación me lo agradeceréis.

—Sí —dije. Sentía que las rodillas me flaqueaban—. ¿Puedo sentarme?

—No —contestó—. Aprended a estar de pie.

Ésa noche había baile en los aposentos de la reina. El rey trajo a sus músicos para que tocaran. Era evidente para todo el mundo que, aunque se sentara a su lado, estaba allí para divertirse mirando cómo bailaban sus damas. Ana estaba entre ellas. Lucía un vestido azul oscuro, un vestido nuevo, con un tocado a juego. Llevaba su gargantilla de perlas con la «B» de oro habitual, como si quisiera destacar su estatus de soltera.

—Baila —me dijo Jorge en voz muy baja a mi oído—. Todos esperan que bailes.

—Jorge. No me atrevo. Estoy sangrando. Podría desmayarme.

—Debes levantarte y bailar —repuso. Me miró con una sonrisa resplandeciente en el rostro—. Te lo juro, María. Debes hacerlo, o estás perdida —añadió. Me tendió la mano.

—Cógeme fuerte —dije—. Si empiezo a caerme, recógeme.

—Venga. Hay que hacerlo.

Me condujo al círculo de bailarines. Vi la rápida mirada que Ana dirigía al fuerte apretón de Jorge por debajo de mi codo y a la palidez de mi rostro. Se volvió un instante y me di cuenta de que le hubiera gustado verme caer al suelo. Pero luego vio la mirada de nuestro tío, que se cernía sobre nosotras, y el intenso fulgor perentorio de mi madre, y me cedió su puesto en el círculo de bailarines, llevándose a su pareja, Francis Weston. Jorge me dejó en la fila que iba hacia el rey y sonreí a Su Majestad.

Bailé esa pieza, luego la siguiente, después el propio rey vino hacia nosotros y dijo a Jorge:

—Ocuparé vuestro lugar y bailaré con vuestra hermana, si no está demasiado cansada.

—Se sentirá honrada.

—Si Su Majestad fuera mi pareja, podría bailar toda la noche —dije con una sonrisa radiante.

Jorge se inclinó y retrocedió. Vi que cogía un pliegue del vestido de Ana entre los dedos y la arrastraba hacia un muro.

El rey y yo nos tocamos las manos, nos pusimos de frente y comenzamos la danza. Los pasos nos acercaban y luego nos apartaban, nunca dejaba de mirarme.

El vientre me dolía como si estuviera lleno de veneno bajo las apretadas cintas del corsé. Sentía que el sudor me bajaba entre los senos, fuertemente ceñidos. Continué sonriendo con una reluciente sonrisa amarga. Pensé que, si podía estar a solas con Enrique, podría persuadirlo de que me permitiera ir a Hever a ver a mis hijos ese verano cuando se fuera de caza. El pensamiento del bebé me provocó una dolorosa sensación de picor en los pechos, por la leche que intentaba fluir bajo las apretadas vendas. Sonreí como si estuviera inundada de gozo. Miré al padre de mis hijos a través del círculo de bailarines y le sonreí como si no pudiera esperar a yacer con él por voluntad propia y no por lo que pudiera hacer por mí y los míos.

Ésa tarde Ana supervisó mi aseo con una eficiencia despiadada. Además me entregó un lienzo frío para secarme y luego se quejó del agua manchada de sangre.

—Dios, me das asco —dijo—. ¿Cómo se las arreglará él para soportarlo?

Me envolví en un lienzo y me peiné el cabello antes de que se abalanzara sobre mí con el peine de los piojos y me arrancara pelos de la cabeza con el pretexto de la limpieza.

—Quizá no me mande llamar —dije. Estaba tan cansada del baile y de aguantar en pie pacientemente media hora mientras Enrique se despedía formalmente de la reina, que no quería hacer más que dejarme caer en el lecho.

Se oyó un golpecito en la puerta, la llamada de Jorge. Asomó la cabeza.

—Bien —dijo, viéndome lavada y medio desnuda—. Quiere que vayas. Ponte sólo un salto de cama y ven.

—Entonces es un hombre valiente —dijo Ana con despecho—. Sus senos todavía pierden leche, aún está sangrando y rompe a llorar ante cualquier cosa.

—Dios te bendiga, María, eres la más dulce de las hermanas —dijo Jorge, riendo como un chiquillo—. Seguro que se levanta cada día y agradece a Dios tener una compañera de habitación como tú para reconfortarla y animarla. —Ana tuvo la gentileza de parecer desconcertada—. Y tengo algo para el sangrado —añadió. Sacó un pedazo de algodón del bolsillo. Lo miré con desconfianza.

—¿Qué es?

—Una de las rameras me habló de ello. Lo metes dentro e impide que sangres durante un rato.

—¿No será un obstáculo? —dije, con una mueca.

—Dice que no. Hazlo, María. Tienes que subir a su lecho esta noche.

—Entonces mira a otro lado —dije. Jorge se volvió hacia la ventana, fui hacia la cama y me esforcé en hacer lo que tenía que hacer con mis torpes dedos.

—Déjame —dijo Ana, enfadada—. Dios sabe que te hago todo lo demás.

Empujó el algodón en el interior y luego volvió a apretar. Dejé salir un ronco grito de dolor y Jorge se dio media vuelta.

—No hay necesidad de asesinarla —dijo.

—Tiene que subir, ¿no? —inquirió Ana, ruborizada y enfadada—. Debe taponarla, ¿no?

Jorge me ofreció una mano. Me caí de la cama, estremecida de dolor.

—Buen Dios, Ana, si algún día dejas la corte, podrías establecerte como bruja —dijo Jorge—. Ya tienes toda su dulzura —añadió. Ana frunció el ceño—. ¿Por qué estás tan amargada? —le planteó, mientras mi hermana me ataba el vestido y me ponía los zapatos de tacón alto de color escarlata.

—Por nada —dijo Ana.

—¡Ajá! —exclamó Jorge, comprendiendo súbitamente—. Lo veo todo, pequeña señorita Ana. Te han dicho que te apartes y se lo dejes a María. Cuando tu hermana ascienda al trono, no serás más que una dama de compañía de la anciana reina.

—Tengo diecinueve años —dijo amargamente. Frunció el ceño, su belleza desapareció por completo debido a los celos—. Media corte piensa que soy la mujer más hermosa del mundo. Todos saben que soy la más ingeniosa y elegante. El rey no puede apartar los ojos de mí. Sir Thomas Wyatt se ha ido a Francia para huir de mí. Pero mi hermana, un año menor que yo, está casada y tiene dos hijos del propio rey. ¿Cuándo va a ser mi turno? ¿Cuándo van a casarme? ¿Quién va a ser mi pareja?

—Ay, Ana María —dijo Jorge con ternura tras un corto silencio. Le acarició las sonrojadas mejillas—. No puede haber un buen partido para ti. Ni el propio rey de Francia, ni el emperador de España. Eres una pieza perfecta, bien acabada en todos los sentidos. Ten paciencia. Cuando seas hermana de la reina de Inglaterra buscaremos donde queramos. Mejor asegurar a María donde pueda estar bien situada para servirte que arrojarte a los brazos de cualquier miserable duque. —Ella se rió involuntariamente, Jorge inclinó la cabeza y le rozó la mejilla con los labios—. Lo eres —le aseguró—. En verdad, eres totalmente perfecta. Todos te adoramos. Sigue así, por el amor de Dios. Si alguien se entera alguna vez de cómo eres realmente en la intimidad, estamos perdidos.

Ella retrocedió para abofetearlo, pero él apartó la cabeza de la trayectoria riendo y chasqueó los dedos en mi dirección.

—¡Venga, pequeña reina en ciernes! —dijo—. ¿Todo listo? ¿Todo preparado? —Se volvió hacia Ana—. Él podrá poseerla, ¿verdad? ¿No le habrás apretado demasiado eso?

—Claro que no —dijo, enfadada—. Pero supongo que debe de doler horriblemente.

—Bueno, no vamos a preocuparnos ahora por eso, ¿no? —dijo Jorge sonriendo—. Después de todo es nuestra fortuna lo que enviamos a su lecho, casi ni es una muchacha. ¡Venga, niña! ¡Tienes que trabajar para nosotros, los Bolena, contamos contigo!

No dejó de hablar mientras íbamos por el gran salón y subíamos las escaleras en penumbra hacia los aposentos del rey. Cuando entramos, el cardenal Wolsey estaba sentado con Enrique y Jorge me condujo al asiento del alféizar y me trajo un vaso de vino mientras esperaba a que el rey y su más fiel consejero acabaran de conversar en voz baja.

—Probablemente cuentan las sobras de la cocina —me susurró Jorge con malicia.

Sonreí. Los intentos del cardenal para hacer que la corte del rey redujera gastos eran una fuente inagotable de diversión para aquellos cortesanos, mi familia entre ellos, cuyas comodidades y ganancias se debían a que sabían aprovecharse de sus caprichos y extravagancias.

Detrás de nosotros, el cardenal se inclinó y asintió al paje para que recogiera sus papeles. Cuando Jorge me conducía hacia delante para sentarme en su silla, junto a la chimenea, Wolsey hizo una inclinación con la cabeza.

—Os deseo buenas noches, Su Majestad, madame, señor —dijo, y abandonó la habitación.

—¿Tomaréis un vaso de vino con nosotros, Jorge? —preguntó el rey.

Dirigí una rápida mirada de súplica a mi hermano.

—Os lo agradezco, Su Majestad —dijo Jorge, y escanció vino para el rey, para mí y para sí mismo—. ¿Trabajando tan tarde, señor?

—Ya sabéis cómo es el cardenal —dijo Enrique, haciendo un gesto displicente con la mano—. Incesante en su trabajo.

—Aburrido hasta la muerte —sugirió Jorge con impertinencia.

—Aburrido hasta la muerte —coincidió el rey, con una risita desleal.

Despidió a Jorge a las once en punto y a medianoche estábamos en el lecho. Me acarició con delicadeza, alabó mis senos rellenitos y la redondez de mi vientre, y yo guardé sus palabras para que la próxima vez que mi madre me reprochara que estaba gorda y fea pudiera alegar que al rey le gustaba así. Pero para mí no era ningún placer. De alguna manera, al robarme al bebé también me habían robado una parte de mí. No podía amar a ese hombre sabiendo que no me escucharía, sabiendo que no se me permitía mostrarle mi tristeza. Era el padre de mis hijos, pero éstos no le interesaban hasta que fueran lo bastante mayores como para usarlos como cartas en el juego de la sucesión. Había sido mi amante durante años y aun así mi tarea era asegurarme de que nunca me conociera. Mientras estaba sobre mí, moviéndose dentro, me sentí como si fuera el barco que llevaba mi nombre, navegando completamente sola en el mar.

Enrique se durmió casi al momento de hacerlo, medio despatarrado sobre mí, roncando, su barba me picaba en el cuello, y me echaba el aliento sobre el rostro. Podía haber gritado ante aquel peso y aquel olor, pero permanecí inmóvil. Era una Bolena. No era ninguna sirvienta de la cocina, podía aguantar algo de incomodidad. Me quedé inmóvil pensando en la luna reflejada sobre el foso del castillo de Hever y deseé estar en mi propia habitación, cómodamente en mi cama. Procuré no pensar en mis hijos: la pequeña Catalina en su cama, en Hever, o Enrique en su cuna, en Windsor. No podía arriesgarme a llorar cuando estaba en el lecho del rey. Debía estar preparada para volverme hacia él con una sonrisa por si despertaba.

Para mi sorpresa, despertó alrededor de las dos de la madrugada.

—Encended una vela —dijo—. No puedo dormir.

Me levanté de la cama y sentí que me dolían todos los huesos del cuerpo por la incomodidad de estar tumbada inmóvil bajo su peso. Removí los leños del fuego y encendí una vela con las llamas. Enrique se sentó y se cubrió los hombros desnudos con las colchas. Me puse la ropa, me senté junto al fuego y esperé para saber cómo complacerlo.

Noté con temor que no parecía contento.

—¿Qué sucede, mi señor?

—¿Por qué pensáis que la reina no puede darme un hijo?

—No lo sé —contesté. Estaba tan sorprendida por el hilo de sus pensamientos que no pude responder con la rapidez y soltura de una cortesana—. Lo lamento, señor. Ahora es demasiado tarde para ella.

—Ya lo sé —dijo con impaciencia—. Pero ¿por qué no ha sucedido antes? Cuando me casé con ella, yo era un joven de dieciocho años y ella tenía veintitrés. Era bella, hermosa, puedo aseguráoslo. Y yo era el príncipe más atractivo de Europa.

—Todavía lo sois —dije con prontitud.

—¿No lo es Francisco I? —preguntó con una sonrisa complaciente.

—Nada comparado con vos —respondí, apartando al rey de Francia con la mano como si fuera una mosca.

—Era viril —dijo—. Y potente. Todo el mundo lo sabe. Se quedó embarazada inmediatamente. ¿Sabéis cuánto tardó en quedarse embarazada después de la boda? —Negué con la cabeza—. ¡Cuatro meses! —continuó—. Pensad en ello. La dejé preñada el primer mes de matrimonio. ¿Qué os parece esa potencia? —Esperé—. Nació muerta —añadió—. Sólo era una niña. Nació muerta en enero. —Desvié la mirada hacia las llamas del fuego—. Volvió a quedarse embarazada —continuó—. Ésta vez de un niño. El príncipe Enrique. Lo bautizamos, celebramos un torneo en su honor. Yo nunca había sido más feliz. El príncipe Enrique, como mi padre y como yo. Mi hijo. Mi heredero. Nacido el día uno de enero. Murió en marzo.

Esperé, aterrorizada ante el pensamiento de mi Enrique, lejos de mí, que también podría morir en tres meses. El rey también estaba muy lejos de mí, atrás, en el pasado, cuando había sido un joven no mucho mayor que yo.

—Antes de que partiera a la guerra contra los franceses vino otro niño —dijo—. Abortado en octubre. Un otoño perdido. Restó brillo a la victoria contra los franceses. Ella se quedó apagada. Dos años después, en primavera: otro bebé muerto, otro niño. Otro bebé que hubiera sido el príncipe Enrique si hubiera vivido. Pero no vivió. Ninguno de ellos vivió.

—Tuvisteis a la princesa María —le recordé, con un murmullo quedo.

—Fue la siguiente —dijo—. Y estaba seguro de que había roto con aquello. Pensé… Dios sabe la esperanza que tenía… aunque tenía la idea de que había sido una especie de mala suerte, alguna enfermedad, o algo así que se había solucionado solo. Pero costó dos años que concibiera después de María. Y entonces fue una niña. Y nació muerta.

Respiré, había contenido la respiración mientras escuchaba su historia. La terrible lista de muertes infantiles hecha por aquel padre era tan dolorosa como mirar a su esposa en el reclinatorio, nombrando a los desaparecidos mientras rezaba el rosario.

—Pero lo sabía —dijo Enrique, incorporándose de las almohadas y volviéndose hacia mí. Su semblante ya no rebosaba dolor, sino que estaba enrojecido de ira—. Sabía que yo era potente y fértil. Bessie Blount tuvo un hijo mío mientras la reina aún se ocupaba del último bebé muerto. Bessie tuvo un hijo mío, cuando lo único que obtuve de la reina fueron pequeños cadáveres. ¿Por qué sería? ¿Por qué sería?

—¿Cómo puedo saberlo, señor? —dije, meneando la cabeza—. Es la voluntad de Dios.

—Sí —dijo con satisfacción—. Eso es exactamente. Tenéis razón, María. Es eso. Tiene que ser eso.

—Dios no podría desear que os sucediera una cosa así —dije, escogiendo cuidadosamente las palabras, estudiando su perfil en la penumbra, echando de menos el consejo de Ana—. De todos los príncipes de la Cristiandad debéis ser su favorito.

—Entonces, ¿cuál fue el error? —me apremió. Se volvió para mirarme, sus ojos azules parecían incoloros en la oscuridad.

Advertí que estaba boquiabierta ante él, con la boca a medio abrir, como el tonto del pueblo, intentando pensar en qué podía querer que dijera.

—¿La reina?

Asintió.

—Mi matrimonio con ella estaba maldito —dijo sencillamente—. Debe de haber sido eso. Maldito desde el principio. —Me contuve para no negarlo inmediatamente—. Era la mujer de mi hermano —añadió—. Nunca debería haberme casado con ella. Fui aconsejado en contra, pero era joven, testarudo, y cuando juró que nunca se había consumado, la creí.

Estaba a punto de decirle que la reina era incapaz de mentir. Pero pensé en nosotros, los Bolena, y en nuestras ambiciones y callé.

—Nunca debería haberme casado con ella —dijo. Lo repitió una, dos veces, y luego contrajo el rostro, como un niño a punto de llorar. Extendió los brazos hacia mí y me apresuré al lecho para abrazarlo—. Ay, Dios, María, ¿veis cómo soy castigado? Nuestros dos hijos, uno de ellos varón, y el Enrique de Bessie Blount, pero ningún hijo tras de mí en el trono, a no ser que tenga el valor y la habilidad para abrirse su propio camino. Y si no, la princesa María accederá al trono, seguirá ahí, e Inglaterra tendrá que soportar al esposo que pueda conseguirle. ¡Ay, Dios! ¡Ved cuán castigado estoy por el pecado de esa española! ¡Ved cómo he sido traicionado! ¡Y por ella!

—Aún tenéis tiempo, Enrique —le susurré. Sentí que sus lágrimas me caían sobre el cuello, lo abracé y lo acuné como si fuera un bebé—. Aún sois un hombre joven. Y potente y viril. Si la reina os libera, aún podréis tener un heredero.

Estaba inconsolable. Sollozaba como un niño y yo lo acuné, sólo acariciándolo, mimándolo y susurrándole «Venga, venga, venga», hasta que desapareció la tormenta de lágrimas y se quedó dormido, todavía en mis brazos, con las pestañas oscurecidas por la humedad de las lágrimas y la boca hacia abajo como un capullo de rosa.

No volví a dormirme. Su cabeza descansaba pesadamente sobre mi regazo, me dispuse a pasar la noche en aquella posición inmóvil. Ésta vez mi mente estaba ocupada. Por primera vez había oído una amenaza contra la reina de otros labios que no eran los de mi familia. Era la palabra del rey. Y esto era mucho más serio para la reina que cualquier cosa que hubiera sucedido anteriormente.

Enrique se movió antes del amanecer y me subió al lecho con él. Me poseyó rápidamente sin ni siquiera abrir los ojos, volvió a dormirse y luego, cuando entraron el ayudante de cámara con aguamaniles de agua caliente para que se lavara y el paje para remover el fuego, se levantó. Cerré las cortinas del lecho, me puse la ropa y los zapatos de tacón alto.

—¿Cazaréis hoy conmigo? —preguntó Enrique.

Erguí la espalda, agarrotada de aguantar su peso toda la noche, y sonreí como si no estuviera débil hasta la médula.

—¡Oh, sí! —contesté, encantada.

—Después de misa —dijo. Inclinó la cabeza a modo de despedida.

Salí. Jorge me esperaba en la antesala, fiel como siempre, balanceando una bolsa aromática llena de hierbas y aspirando. Cuando salí de la habitación del rey me echó una segunda mirada.

—¿Problemas? —preguntó.

—No para nosotros.

—Ah, bien. ¿Para quién? —preguntó alegremente. Me cogió del brazo, cruzó conmigo la habitación y luego descendimos por las escaleras hasta el gran salón.

—¿Me guardarás el secreto?

—Dímelo simplemente y déjame juzgar —dijo con semblante dubitativo.

—¿Crees que soy una tonta redomada? —pregunté, irritada.

—A veces —dijo con su sonrisa más seductora—. Ahora dime, ¿cuál es el secreto?

—Se trata de Enrique —dije—. Ésta noche ha llorado porque no tiene hijos, porque Dios le ha maldecido.

—¿Maldecido? ¿Dijo «maldecido»? —preguntó Jorge, deteniendo el paso.

—Piensa que Dios no le dará hijos porque se casó con la mujer de su hermano —respondí.

—Ven —dijo mi hermano. Una mirada de puro deleite iluminaba su rostro—. Ven ahora mismo.

Me hizo bajar por las escaleras siguientes hacia la parte antigua del palacio.

—No estoy vestida.

—No importa. Vamos a ver al tío Howard.

—¿Por qué?

—Porque el rey finalmente está donde queríamos que estuviera. Por fin. Por fin.

—¿Queremos que piense que está maldito?

—Dios santo, sí.

Me detuve, iba a sacar la mano de su antebrazo, pero me agarró fuerte y me empujó escaleras abajo.

—¿Por qué?

—Eres tan estúpida como creía —dijo, y golpeó la puerta de mi tío.

La puerta se abrió.

—Mejor que sea importante —dijo mi tío con tono amenazante antes de que la puerta le permitiera vernos—. Entrad.

Jorge me empujó dentro y cerró la puerta detrás de nosotros.

Mi tío estaba sentado ante la pequeña chimenea de su cámara privada, con un jarro de cerveza junto a él, un fajo de papeles delante y vestido con su bata ribeteada en piel. No se oía ningún movimiento de sirvientes. Jorge echó una rápida ojeada a la habitación.

—¿Se puede hablar? —Mi tío asintió y esperó—. Acabo de traerla del lecho del rey —dijo Jorge—. El rey le dijo que no tiene hijos por voluntad de Dios. Se considera maldito.

—¿Dijo eso? —preguntó mi tío, fijando su penetrante mirada en mi rostro—. ¿Dijo «maldito»?

Vacilé. Enrique había llorado en mis brazos, se aferraba a mí como si fuera la única mujer en el mundo que pudiera apiadarse de su dolor. Mi semblante debió de expresar algo de mis sentimientos, porque mi tío se rió brevemente, dio una patada a un leño para acercarlo a las llamaradas del fuego e hizo un gesto a Jorge para que me sentara en un taburete junto a la chimenea.

—Contádmelo todo si queréis ver a vuestros hijos este verano en Hever. Contádmelo, si queréis ver a vuestro hijo antes de que lleve calzas largas.

Asentí, respiré profundamente y le dije a mi tío lo que el rey me había contado en la intimidad de su lecho, palabra por palabra, lo que yo había respondido y cómo había llorado y dormido. El semblante de mi tío era como una máscara mortuoria. No podía descifrar nada. Luego sonrió.

—Podéis escribir a la nodriza y decirle que lleve a vuestro bebé a Hever. Le visitaréis este mes —dijo—. Lo habéis hecho muy bien, María. —Vacilé, pero me hizo una seña para que me fuera—. Podéis ir. Ah, una cosa. ¿Vais a cazar con Su Majestad hoy?

—Sí —respondí.

—Si vuelve a hablar de ello hoy, o en cualquier otro momento, haz lo que haces. Simplemente, síguele el juego.

—¿Cómo lo hago? —pregunté, dubitativa.

—Siendo deliciosamente tonta —dijo—. No lo apremies nunca. Tenemos eruditos que le pueden aconsejar sobre teología, y juristas para asesorarlo sobre el divorcio. Sólo seguid siendo dulce y estúpida, María. Lo hacéis de maravilla. —Advirtió que me ofendía y ofreció una sonrisa a Jorge—. Es la más dulce de las dos, con diferencia —añadió—. Teníais razón, Jorge. Es el escalón perfecto en nuestro ascenso hacia la cumbre.

Jorge asintió y me sacó de la estancia. Me di cuenta de que estaba temblando, con una mezcla de angustia ante mi propia deslealtad y enfado ante mi tío.

—¿Un escalón? —escupí.

—Por supuesto —dijo amablemente Jorge. Me ofreció su brazo, lo acepté y frenó el temblor de mis dedos con su mano—. La tarea de nuestro tío es pensar en la incesante ascensión de la familia. Cada uno de nosotros no es nada más que un escalón en el camino.

—¡No quiero serlo! —exclamé. Me hubiera soltado para alejarme, pero me agarraba con fuerza—. Si pudiera ser algo, sería propietaria de una pequeña granja en Kent, con mis dos hijos durmiendo en mi lecho por la noche y un buen hombre que me quisiera por esposo.

Jorge me sonrió en el patio en penumbra, volvió mi rostro hacia él con un dedo y me besó ligeramente los labios.

—A todos nos gustaría —me aseguró, mintiendo frívolamente—. Todos somos simples de corazón. Pero algunos de nosotros estamos llamados a hacer grandes cosas y tú eres la mejor Bolena de la corte. Alégrate, María. Piensa en lo enferma que se pondrá tu hermana con estas noticias.

Ése día cabalgué con el rey en una larga cacería que nos llevó a lo largo del río durante millas, en persecución de un ciervo que los perros finalmente empujaron al agua. Para cuando volvimos al palacio estaba a punto de gritar de agotamiento, y no había tiempo para descansar. Por la tarde se celebró una merienda campestre junto al río, con músicos en las barcazas y un cuadro en vivo de las damas de la reina. El rey, la reina, las damas de compañía y yo miramos desde la orilla mientras tres barcazas remontaban poco a poco el río y el eco de una canción de caza se aproximó empujado por la rápidas aguas. Ana estaba en una barcaza, arrojando pétalos de rosa a la corriente, posando como un mascarón de proa, y noté que la mirada de Enrique no se apartaba de ella. En la barcaza había otras damas de compañía a su lado, que coqueteaban con las faldas cuando las ayudaban a desembarcar. Pero sólo Ana tenía esa deliciosa forma de caminar consciente de sí misma. Se movía como si todos los hombres del mundo la estuvieran mirando. Caminaba como si fuera irresistible. Y tal era el poder de su convicción que todos los hombres de la corte efectivamente la miraban y la encontraban irresistible. Cuando acabó la última nota de música y los caballeros de la barcaza rival desembarcaron, hubo un amago de carrera en su dirección. Ana se quedó atrás en la plancha y se rió, como sorprendida de la insensatez de los jóvenes de la corte, y vi una sonrisa en los labios de Enrique ante el eco de su risa. Ana inclinó la cabeza y se alejó de todos caminando, como si ninguno fuera lo suficientemente bueno para ella, fue directamente hacia el rey y la reina y desplegó una reverencia.

—¿El cuadro fue del agrado de Sus Altezas? —preguntó, como si la representación hubiera sido idea suya y no una coreografía ordenada por la reina para entretener al rey.

—Muy bonita —contestó la reina, desalentándola.

Ana lanzó una ardiente mirada al rey por debajo de sus pestañas entornadas. Luego ofreció otra profunda reverencia, vino paseando hacia mí y se sentó en el banco, a mi lado.

—Visitaré a la princesa María durante el viaje ceremonial de este verano —dijo Enrique, volviendo a la conversación con su esposa.

—¿Dónde nos encontraremos con ella? —dijo la reina, ocultando su sorpresa.

—He dicho que yo la visitaré —contestó Enrique con frialdad—. Y vendrá adonde yo le ordene.

—Me gustaría ver a mi hija —insistió la reina sin inmutarse—. Hace muchos meses desde la última vez que la vi.

—Quizá pueda venir a veros —dijo Enrique—. Dondequiera que estéis.

La reina asintió, advirtiendo, como todos los miembros de la corte que se esforzaban en oír, que ese verano no iba a viajar con el rey.

—Gracias —dijo la reina con sencilla dignidad—. Sois muy bondadoso. Me escribe que está haciendo muchos progresos en griego y latín. Espero que os encontréis con una princesa consumada.

—El griego y el latín de poco le servirán para concebir hijos y herederos —dijo el rey—. Mejor sería que no creciera para ser una erudita encorvada. El primer deber de una princesa es ser madre de un rey. Como sabéis, señora.

La hija de Isabel de España, una de las mujeres más inteligentes y cultas de Europa, puso las manos sobre el regazo y miró las lujosas sortijas de sus finos dedos.

—En efecto, lo sé.

Enrique dio un brinco y aplaudió. Los músicos se detuvieron inmediatamente y esperaron a oír su petición.

—¡Tocad una danza campesina! —dijo—. ¡Bailemos antes de la cena!

Instantáneamente comenzaron una contagiosa jiga y los cortesanos fueron a sus puestos. Enrique vino hacia mí, me levanté para bailar con él, pero sólo me sonrió y le ofreció la mano a Ana. Ella, con los ojos bajos, pasó ante mí sin mirarme. Me rozó las rodillas con el vestido despectivamente, como si hubiera debido retroceder más, fuera de su camino, como si todo el mundo debiera retroceder siempre para dejar pasar a Ana. Luego se fue, y cuando alzaba la mirada, me encontré con los ojos de la reina. Me miraba inexpresivamente, como yo miraría la rivalidad entre los pájaros revoloteando en el palomar. No tenía importancia. Con el tiempo todos serían devorados.

Ardía en deseos de que la corte partiera en su viaje estival para ir a Hever a ver a mis hijos, pero todo se retrasó, ya que el cardenal Wolsey y el rey no se ponían de acuerdo sobre adónde iría la corte en primer lugar. El cardenal, inmerso en las negociaciones con los nuevos aliados: Inglaterra, Francia, Venecia y el papa contra España, quería que la corte siguiera cerca de Londres, para contactar fácilmente con el rey en caso de guerra.

Pero en el centro de Londres había peste, como en todas las ciudades portuarias, y a Enrique le aterrorizaba la enfermedad. Quería irse lejos, al campo, donde el agua fuera limpia y las muchedumbres de suplicantes y mendigos no pudieran seguirlo por los recovecos del centro. El cardenal discutió como mejor pudo, pero Enrique quería huir a toda costa de la enfermedad y la muerte. Iría hasta Gales para ver a la princesa María, pero no seguiría cerca de Londres.

No se me permitió ir a ningún sitio sin permiso explícito del rey y la escolta de Jorge. Encontré a ambos jugando al tenis en la cancha de la corte bajo un sol ardiente. Mientras miraba, un buen saque de Jorge rebotó en el alero del tejado y voló hacia los cortesanos, pero Enrique ya estaba ahí y la desvió hacia la esquina con un fuerte golpe.

Jorge recogió el tiro con la mano alzada como un espadachín y devolvió la pelota. Ana estaba sentada a la sombra, en un extremo, con algunas damas de compañía, tan inmóviles y frías como estatuillas en una fuente, todas exquisitamente vestidas, todas esperando gozar del favor del rey. Rechiné los dientes contra el súbito deseo de sentarme a su lado, de eclipsarla. Pero me quedé atrás, esperando a que el rey acabara el juego.

Ganó, por supuesto. Jorge lo llevó a la par hasta el último punto y luego perdió convincentemente. Todas las damas aplaudieron, el rey se volvió sonrojado y sonriente, y me vio.

—Espero que no hayáis apostado por vuestro hermano.

—Nunca apostaría contra Su Majestad a ningún juego de habilidad —dije—. Soy demasiado cuidadosa con mi pequeña fortuna. —Sonrió al oírlo y cogió el paño que le ofrecía el paje para secarse el rostro enrojecido—. Estoy aquí para pediros un favor —añadí rápidamente, antes de que alguien pudiera interrumpirnos—. Quiero ver a nuestro hijo y a nuestra hija antes de que la corte parta de viaje.

—Sabe Dios adónde vamos a ir —dijo Enrique, frunciendo el ceño—. Wolsey sigue diciendo…

—Si me fuera hoy, podría volver esta misma semana —dije en voz baja—. Y luego viajar con vos, adondequiera que decidáis ir.

No quería que lo abandonara. La sonrisa desapareció de su boca. Lancé una rápida mirada a Jorge, apremiándolo a que me ayudara.

—¡Y podéis volver y contarnos cómo le va al bebé! —dijo Jorge—. ¡Y si es tan apuesto y fuerte como su padre! ¿La niñera dice que es rubio?

La sonrisa del rey reapareció.

—Ah, María, sois una aduladora.

—Me gustaría tanto comprobar que está bien atendido antes de ir con vos, Su Majestad —dije.

—Oh, muy bien —dijo despreocupadamente. Desvió la mirada hacia Ana—. Encontraré algo que hacer.

Todas las otras damas que la rodeaban sonrieron cuando vieron que el rey miraba en su dirección. Las más osadas inclinaron la cabeza, echaron atrás los hombros y coquetearon como ponis entrenados. Sólo Ana lo miró y luego desvió la mirada, como si la atención del rey le fuera indiferente. Miró a lo lejos y sonrió a Francis, con un movimiento de cabeza tan sugerente como una promesa susurrada por cualquier otra mujer. Al momento, Francis estaba a su lado, le cogió la mano y se la acercó a la boca para besarla.

Vi que el rostro del rey se ensombrecía, y me maravillé ante la temeridad de Ana. El rey se puso el paño alrededor del cuello y abrió la puerta de la pista de tenis. Instantáneamente, las damas, totalmente sorprendidas, se levantaron e hicieron sus reverencias. Ana miró alrededor, recuperó su mano pausadamente de las caricias de Francis e hizo una pequeña reverencia.

—¿No habéis visto el partido? —le preguntó el rey abruptamente.

Ana se alzó de la reverencia y le sonrió en la cara, como si su desaprobación no significara nada.

—Vi más o menos la mitad —dijo despreocupadamente.

—¿La mitad, señora? —pregunto él. Su semblante se ensombreció.

—¿Por qué habría de mirar a vuestro rival, Su Majestad? ¿Cuando vos estáis en la pista?

Hubo un momento de silencio, luego él se rió en voz alta y la corte coreó su risa, como si sólo un segundo antes no hubieran estado conteniendo la respiración ante la impertinencia de Ana. Ella desplegó su deslumbrante sonrisa embaucadora.

—Entonces el juego no tiene sentido para vos —dijo Enrique—. Ya que sólo veis la mitad de las partidas.

—Veo todo el sol y ninguna sombra —replicó—. Todo el día y ninguna noche.

—¿Me llamáis «sol»? —preguntó él.

—Un sol deslumbrante —susurró ella con una sonrisa, pronunciando las palabras como el más íntimo de los halagos—. Deslumbrante.

—¿Me llamáis «deslumbrante»? —preguntó.

—El sol, Su Majestad —repuso ella, abriendo los ojos desmesuradamente, como sorprendida por el malentendido—. Hoy el sol está deslumbrante.

Hever era una pequeña isla gris rodeada de torrecillas entre la verde exuberancia de los campos de Kent. Entramos en el parque por una verja del lado este abierta por descuido, y cabalgamos hacia el castillo, con la puesta de sol tras él. Las tejas rojas relucían bajo la luz dorada, la piedra gris de los muros se reflejaba en el agua en calma del foso, por lo que parecían dos castillos, uno flotando sobre el otro, como el hogar de mis sueños. En el foso había un par de cisnes salvajes mordisqueándose entre ellos, con los cuellos arqueados en forma de corazón. El reflejo mostraba cuatro cisnes, el castillo rielaba en el agua.

—Bonito —dijo Jorge en una palabra—. Te dan ganas de quedarte aquí para siempre.

Bordeamos el foso y cruzamos el puente de planchas de madera. Un par de agachadizas ascendieron como flechas desde los juncos y mi fatigada montura se estremeció ante el ruido. A ambas orillas del río habían cortado el heno y el dulce aroma de los prados flotaba en la brisa vespertina. Entonces oímos un grito y un par de hombres de mi padre, con librea, salieron dando tumbos del cuarto de guardia y se pusieron en formación en el puente levadizo, protegiéndose los ojos de la luz.

—Es el joven lord y mi señora Carey —exclamó uno de los soldados. El chico que estaba detrás se dio la vuelta y entró corriendo en el patio a dar las novedades; refrenamos los caballos hasta llevarlos al paso, mientras se oía una campana. Los guardias salieron corriendo y los sirvientes hicieron otro tanto.

Jorge me dirigió una sonrisa compungida ante la ineptitud de nuestros hombres y tiró de las riendas del caballo para que yo pasara primero por el puente levadizo y bajo la reja de rastrillo. Todos corrían hacia el patio, desde los mozos de la cocina hasta el ama de llaves, que abría las puertas del gran salón y llamaba con aspereza a un sirviente del interior.

—Milord, lady Carey —dijo el mayordomo dando un paso adelante junto al ama de llaves, a la vez que se inclinaron. Un mozo me cogió las riendas y el capitán de la guardia me ayudó a bajar de la silla.

—¿Cómo está mi bebé? —pregunté a la gobernanta.

—Está allí —dijo, señalando con la cabeza la escalera de la esquina del patio.

Me di la vuelta rápidamente, la nodriza sacaba a mi bebé a tomar el sol. Primero tuve que asimilar lo mucho que había crecido. La última vez que lo había visto tenía un mes, y era un pequeño bebé recién nacido. Ahora, sus mejillas estaban redondeadas y sonrosadas. La nodriza cubría su rubia cabeza con la mano, y sentí una punzada de celos tan fuerte que casi me pongo enferma al ver su mano, grande y enrojecida, de trabajadora, sobre la cabeza del hijo del rey, de mi hijo. Estaba envuelto apretadamente, recubierto de ropas y atado a un tablero forrado. Abrí los brazos y su niñera me lo pasó por los aires, como una fuente de carne.

—Está bien —dijo la niñera, a la defensiva.

Lo sostuve en lo alto para ver su rostro. Tenía las manos y los brazos atados a los lados, la envoltura de ropas le mantenía erguida incluso la cabeza. Sólo podía mover los ojos. Miró mi rostro, explorando mi boca y mis ojos, luego el cielo tras de mí y después los cuervos que daban círculos alrededor de la torre sobre mi cabeza.

—Es precioso —susurré.

Jorge desmontó de una manera más pausada, ofreció las riendas a un mozo de cuadra y miró por encima de mi hombro. Al momento, los ojos azul oscuro de la criatura desviaron la mirada para examinar el nuevo rostro.

—Mira a su tío —dijo Jorge con satisfacción—. Bien. Toma nota, chico. Cada uno haremos la fortuna del otro. ¿No es un Tudor, María? Es el vivo retrato del rey. Bien hecho.

Sonreí mirando sus mejillas sonrosadas y su pelo dorado, cuyos rizos relucían por debajo de la cinta del gorrito. Sus ojos de color azul oscuro iban del rostro de Jorge al mío con una confianza serena.

—Lo es, ¿verdad?

—Es raro —dijo Jorge bajando la voz en un susurro que sólo llegaba a mis oídos—. Piensa que quizá juraremos fidelidad a esta cosita. Un día podría ser rey de Inglaterra. Podría ser el hombre más poderoso de Europa, y tú y yo igual dependeremos de él para todo.

—Ruego a Dios que lo guarde sano y salvo, cualquiera que sea su futuro —susurré. Apreté más fuerte el tablero y sentí su cuerpecito caliente, atado con firmeza al tablero forrado.

—Que nos guarde a todos —respondió Jorge—. Porque no llegará al trono por un camino fácil.

Me cogió el bebé, se lo pasó a la niñera, indiferente y cansado de especular, y me condujo a la puerta principal del edificio. Comprobé que justo en el umbral había una niña minúscula de dos años, vestida con la ropa corta de la infancia, que me miraba. Una mujer cogía firmemente su mano. Catalina, mi hija, alzaba la mirada hacia mi rostro como si yo fuera una extraña.

—Catalina, ¿sabéis quién soy? —pregunté, cayendo de rodillas sobre los adoquines de piedra del patio.

—Mi madre —dijo. Su pálida carita tembló, pero no hizo pucheros.

—Sí —dije—. Quería venir antes, pero no me dejaron. Os he echado de menos, hija. Quería teneros conmigo.

Alzó la mirada hacia la sirvienta que la tenía cogida de la mano. Un apretón de la mano le indicó que contestara.

—Sí, madre —dijo en voz muy baja.

—¿No os acordabais de mí? —pregunté. El dolor de mi voz debía de ser evidente para todo el mundo que estuviera cerca. Catalina miró a la sirvienta que le cogía la mano y volvió a mirarme el rostro. Le tembló el labio, frunció la cara y rompió a llorar.

—Ay, Dios —dijo Jorge cansinamente. Su mano, firme bajo mi codo, me forzó a alzarme y avanzar por el umbral hasta mi hogar, luego me empujó con decisión hacia el gran salón. El fuego ardía, a pesar de que estábamos a mediados de verano. La gran silla ante el fuego se hallaba ocupada por la abuela Bolena.

—¿Qué tal? —dijo Jorge sucintamente. Se volvió hacia la gobernanta, quien nos había seguido hasta el salón—. Fuera —dijo—. Y ocupaos de vuestras tareas —añadió, cortante.

—¿Qué le pasa a María? —le preguntó mi abuela.

—El sol y el calor —contestó Jorge, improvisando—. Y el caballo… Después de dar a luz…

—¿Eso es todo? —preguntó con acritud.

Jorge me empujó a una silla y se dejó caer en otra.

—Sed —dijo mordaz—. Diría que está medio muerta por un vaso de vino. Yo sí que lo estoy, señora.

La anciana sonrió ante su falta de modales y señaló el recio aparador que estaba detrás de ella. Jorge se levantó y sirvió un vaso de vino para mí y otro para él. Se lo bebió de un trago y se sirvió otro. Yo me froté el rostro con el dorso de la mano y miré alrededor.

—Quiero que me traigan a Catalina —dije.

—Déjalo —me aconsejó Jorge.

—Casi no me conoce. Parece como si me hubiera olvidado totalmente.

—Por eso te he dicho que la dejaras. —Hubiera seguido discutiendo, pero Jorge insistió—. La habrán sacado a rastras de la habitación de los niños al oír la campana, la habrán embutido en su mejor vestido, bajado por las escaleras y dicho que te salude educadamente. Pobre niña, probablemente estaba muerta de miedo. Dios, María, ¿no te acuerdas de nuestros nervios cuando sabíamos que padre y madre venían? Era peor que ir a la corte por primera vez. Tú solías vomitar de terror y Ana daba vueltas por ahí probándose el mejor vestido, de uno en uno, durante días. Siempre es terrorífico cuando tu madre viene a verte. Dale un respiro para que vuelva a sentirse cómoda, y luego vete tranquilamente a su habitación y siéntate con ella.

Asentí ante su sensatez y volví a acomodarme en la silla.

—¿Todo bien por la corte? —preguntó la anciana señora—. ¿Cómo está mi hijo? ¿Y vuestra madre?

—Bien —respondió Jorge—. Padre ha estado en Venecia durante el mes pasado, trabajando en pro de la alianza. Un asunto de Wolsey. Madre está bien, atiende a la reina.

—¿La reina, bien?

—Sí. Éste año no viajará con el rey. Su influencia en la corte ha mermado mucho.

La anciana señora asintió, ya que la historia de una mujer que viaja demasiado despacio hacia la muerte le era familiar.

—¿Y el rey? ¿María aún es la favorita?

—O es María o es Ana —contestó Jorge, sonriendo—. Parece que le ha tomado el gusto a las Bolena. María aún es la favorita.

—Sois una buena chica —dijo mi abuela, enfocando su mirada aguda e inteligente en mí—. ¿Cuánto tiempo vais a estar aquí?

—Una semana —dije—. Es todo lo que se me ha permitido.

—¿Y vos? —preguntó, volviéndose hacia Jorge.

—Creo que me quedaré unos días —dijo ociosamente—. Había olvidado lo bonito que es Hever en verano. Podría quedarme y llevar a María a casa cuando tengamos que volver a la corte.

—Estaré con los niños todo el día —le advertí.

—De acuerdo —dijo con una sonrisa—. No necesitaré compañía. Escribiré. Creo que me volveré poeta.

Seguí el consejo de Jorge y no me aproximé a Catalina hasta que fui a mi pequeña habitación por la minúscula escalera de caracol, me lavé la cara en la palangana de agua y miré fuera, por las vidrieras, a los jardines que se iban oscureciendo alrededor del castillo. Vi el parpadeo blanco de una lechuza, oí su ulular interrogante y la respuesta de su compañero desde el bosque. Oí el salto de un pez en el foso y vi cómo las estrellas empezaban a prender pequeños puntos de plata en el cielo verde azulado. Entonces, y sólo entonces, fui al cuarto de los niños a buscar a mi hija.

Estaba sentada frente al fuego, en su taburete, con un tazón de leche con tropezones de pan en el regazo y la cuchara suspendida a medio camino hacia la boca, mientras escuchaba la conversación de la niñera, que charlaba con otra sirvienta. Cuando me vieron, se levantaron de un salto. Catalina hubiese tirado el tazón si la niñera no se lo hubiera arrebatado rápidamente. La otra sirvienta desapareció con un revuelo de faldas y la niñera se sentó junto a Catalina e hizo una buena actuación, observando comer a mi hija y asegurándose de que no estuviera demasiado cerca del fuego.

Tomé asiento y no dije nada hasta que pasó un poco el alboroto. Me quedé mirando a Catalina mientras acababa su cena. Cuando terminó, la niñera le quitó el tazón de las manos. Asentí para que se marchara y salió sin decir palabra.

—Te he traído un regalito —dije mientras buscaba en el bolsillo de mi vestido. Era una bellota clavada en un muelle, hábilmente tallada como si fuera un rostro. La pequeña copa de la bellota era el sombrero de la cabeza. Sonrió al momento y alargó la mano para asirla. La palma de su mano aún era regordeta como la de un bebé, y sus dedos, minúsculos. Se la puse en la mano y sentí la suavidad de su piel.

—¿Le pondrás nombre? —pregunté.

Un pequeño ceño arrugó la tersura de su frente. Tenía el cabello color oro y bronce, apartado del rostro, y medio escondido por el gorro de dormir. Toqué suavemente el ribete del gorrito y luego sus tirabuzones dorados. No se resistió a que la tocara, totalmente absorta con la bellota.

—¿Cómo lo llamaré? —preguntó. Me lanzó una mirada con sus ojos azules.

—Viene de un roble. Es una bellota —dije—. Es el árbol que el rey quiere que todos plantemos. Al crecer, da una madera muy fuerte para construir barcos.

—La llamaré Roblín —dijo con decisión. Estaba claro que no tenía ningún interés en el rey ni en sus barcos. Dobló el muelle y la pequeña bellota se movió—. Baila —añadió con satisfacción.

—¿Te gustaría sentarte en mi regazo con Roblín para que te cuente un cuento sobre él cuando va a una gran fiesta y baila con todas las demás bellotas? —pregunté. Vaciló un momento—. Las avellanas también fueron —añadí, tentadoramente—. Y las castañas. Fue el gran baile del bosque. Creo que las moras también estaban.

Fue suficiente. Se levantó del taburete, se acercó y la levanté hasta mi regazo. Era más pesada de lo que recordaba: una sólida niña de carne y hueso, no la niña de mis sueños en la que pensaba noche tras noche. La puse sobre mis rodillas y sentí su calor y su fuerza. Apoyé la mejilla contra el cálido gorrito y los rizos me hicieron cosquillas en el cuello. Aspiré el dulce aroma de su piel, ese maravilloso aroma de los niños.

—Contad —ordenó, y se recostó para escuchar mientras empezaba la historia de la Fiesta del Bosque.

Jorge, los niños y yo pasamos juntos una semana maravillosa. Caminábamos bajo el sol y salíamos a comer a los prados de heno, donde la suave hierba empezaba a crecer de nuevo entre los rastrojos. Cuando estábamos fuera del campo de visión del castillo, le quitaba a Enrique sus envolturas y permitía que pataleara con las piernas al aire y se moviera libremente. Jugaba a la pelota y al escondite con Catalina: como juego no era un gran reto en aquellos prados descubiertos, pero aún estaba en la edad en la que creía que si cerraba los ojos y escondía la cabeza bajo un chal no podrían verla. Y Jorge y Catalina hicieron carreras en las que él estaba cada vez más y más escandalosamente impedido: al principio tenía que saltar, luego debía ir a gatas y al final de la semana sólo podía arrastrarse lentamente con las manos mientras yo le agarraba los pies para que ella pudiera ganar con sus pequeños e inestables pies.

La noche que teníamos que volver a la corte no pude cenar. Estaba tan enferma de pena que no podía decirle que me iba. Me escabullí al alba como un ladrón y le dije a la niñera que, cuando se despertara, le explicara que su madre volvería de nuevo en cuanto le fuera posible, que fuera una niña buena y que cuidara de Roblín. Cabalgué hasta mediodía inmersa en una nube de dolor y no me di cuenta de que llovía desde que habíamos salido hasta que Jorge dijo a mediodía:

—Por el amor de Dios, resguardémonos de esta lluvia y vayamos a comer. —Se había detenido ante un monasterio cuando la campana comenzaba a tañer nonas, se dejó caer al suelo y me bajó de la silla—. ¿Has llorado todo el camino? —preguntó.

—Supongo que sí —dije—. No puedo soportar pensar en…

—Entonces no pienses en ello —dijo bruscamente. Se quedó atrás mientras uno de nuestros hombres tiraba de la campanilla de la entrada y nos anunciaba al portero. Cuando la gran puerta se abrió, Jorge me hizo entrar en el patio y subir las escaleras hasta el refectorio. Era temprano, sólo había un par de monjes poniendo platos y jarras de peltre sobre la mesa.

Jorge chasqueó los dedos a uno de ellos y lo envió corriendo a por vino para ambos. Luego apretó la fría copa de metal en mi mano.

—Bebe —dijo con firmeza—. Y deja de llorar. Ésta noche tienes que estar en la corte y no puedes llegar con la cara pálida y los ojos rojos. Nunca te dejarán volver si verlos te afea. No puedes pensar en ti misma.

—Muéstrame a una mujer en el mundo que pueda hacerlo —dije con ferocidad, provocando su risa.

—No —reconoció—. No conozco ninguna. Cómo me alegro de que el pequeño Enrique y yo seamos hombres.

No llegamos a Windsor hasta la tarde y encontramos a la corte a punto de partir. Ana no podía perder el tiempo en inspeccionarme. Tenía mucho trajín con los preparativos y vi que dos vestidos nuevos desaparecían en su baúl.

—¿Qué vestidos son ésos?

—Regalo del rey —respondió.

Asentí, no dije nada. Me lanzó una sonrisa de soslayo y luego metió los tocados a juego. Vi, como sin lugar a dudas quería que viera, que al menos uno estaba totalmente recamado de pedrería. Fui hacia el asiento de la ventana y miré cómo ponía la capa encima de todo y luego llamaba a la sirvienta para que viniera y envolviera el baúl. Cuando la muchacha salió y el porteador la siguió con el baúl a cuestas, Ana se volvió hacia mí, desafiante:

—¿Y qué?

—¿Qué está sucediendo? —pregunté—. ¿Vestidos?

—Me corteja —dijo, volviéndose con las manos juntas tras la espalda, tan recatada como una colegiala—. Abiertamente.

—Ana, es mi amante.

—No estabas aquí, ¿verdad? —dijo, encogiéndose de hombros—. Te fuiste a dar un paseo por Hever, querías a tus hijos más que a él. No estabas exactamente… —hizo una pausa— calurosa.

—¿Y tú sí?

—Éste verano hay cierto calor en el aire —dijo con una sonrisa.

—Se suponía que lo mantendrías interesado en mí, y no que me lo ibas a quitar —dije, sacando los dientes.

—Es un hombre —dijo, encogiéndose de hombros de nuevo—. Más fácil de interesar que de rechazar.

—Tengo curiosidad sobre una cuestión —dije. Si las palabras hubieran sido cuchillos se los hubiera arrojado a su semblante sonriente y satisfecho de sí mismo—. Está claro que es atento contigo si te da tales regalos. Has progresado en la corte. Eres la favorita. —Asintió, la satisfacción flotaba a su alrededor como el rastro caliente de un gato escaldado—. Está claro que lo haces a pesar del hecho de que sea mi amante reconocido.

—Así se me ordenó —dijo con insolencia.

—No te dijeron que me suplantaras —objeté con acritud.

—No es culpa mía si me desea —dijo, encogiéndose de hombros, toda inocente, con un tono de voz dulce como la leche—. La corte está llena de hombres que me desean. ¿Los animo? No.

—Recuerda que estás hablando conmigo —dije con gravedad—. No con uno de esos estúpidos pretendientes tuyos. Sé que animas a todos. —Me brindó la misma insulsa sonrisa—. ¿Qué esperas conseguir, Ana? ¿Ser su amante? ¿Sacarme a empujones de mi sitio?

—Sí, supongo que sí —respondió. La alegría petulante de su rostro fue reemplazada inmediatamente por un absorto aire pensativo—. Pero hay un riesgo.

—¿Riesgo?

—Si dejo que me tome, probablemente perderá interés. Es difícil de retener.

—Para mí, no —señalé.

—No consigues nada. Y casó a Elizabeth Blount con un don nadie cuando acabó con ella. Tampoco consiguió nada.

—Si tú lo dices, Ana —dije. Me mordí la lengua tan fuerte que sentí el sabor de la sangre en mi boca.

—Creo que le daré esperanzas. Le daré esperanzas hasta que vea que no soy una Bessie Blount, ni una María Bolena. Sino alguien mucho mejor. Le daré esperanzas hasta que vea que tiene que hacerme una oferta, una oferta muy grande.

Hice una pausa durante un momento.

—Nunca recuperarás a Henry Percy, si eso es lo que esperas —le advertí—. No te dará a Percy a cambio de tus favores.

Cruzó la habitación en dos grandes zancadas y me agarró las dos manos, clavándome las uñas.

—Nunca vuelvas a mencionar su nombre de nuevo —siseó—. ¡Nunca!

—Diré lo que quiera —juré, soltándome de un tirón y cogiéndola por los hombros—. Igual que haces tú. Eres detestable, Ana, perdiste tu único amor y ahora quieres todo lo que no es tuyo. Quieres todo lo mío. Siempre has querido todo lo mío.

Se liberó de mi apretón y abrió la puerta de par en par.

—Déjame —ordenó.

—Puedes irte —la corregí—. Ésta es mi habitación, recuerda.

Nos quedamos mirándonos fijamente durante un momento, como gatos sobre el muro del establo, llenas de resentimiento y de algo más oscuro, de la antigua sensación de que sólo había sitio en el mundo para una de las dos. La sensación de que cada lucha podía ser mortal.

Moví primero.

—Se supone que estamos del mismo lado.

—Es nuestra habitación —puntualizó, y cerró de un portazo.

Ahora, la relación entre Ana y yo estaba claramente definida. Durante toda nuestra infancia la cuestión había sido quién era la mejor, ahora nuestra rivalidad infantil iba a representarse en el escenario más grande del reino. Hacia finales de verano una de nosotras sería la amante reconocida del rey; la otra sería su sirvienta, su ayudante, y quizá su bufón.

No había forma de derrotarla. Hubiera confabulado en su contra, pero no tenía ni aliados ni poder. Nadie de mi familia vio ninguna desventaja en que el rey me tuviera a mí en el lecho de noche y a Ana de su brazo de día. Para ellos era una situación ideal, la Bolena inteligente como compañera y asesora y la Bolena fecunda como amante.

Sólo yo veía lo que le costaba. De noche, después de bailar, reír y atraer continuamente la atención de la corte, se sentaba ante el espejo, se quitaba el tocado y yo veía su joven rostro agotado y exhausto.

Jorge venía a menudo a nuestra habitación con un poco de oporto. Jorge y yo la metíamos en la cama, la arropábamos con las sábanas hasta la barbilla y la mirábamos mientras apuraba el vaso y el color volvía lentamente a sus mejillas.

—Sabe Dios dónde nos llevará esto —murmuró Jorge una tarde mientras la mirábamos dormir—. El rey está loco por ella, la corte se vuelve loca por ella. ¿A qué espera, en nombre de Dios?

Ana se movió en sueños.

—¡Chitón! —dije. Corrí las cortinas alrededor del lecho—. No la despiertes. No puedo soportarla un momento más. Realmente no puedo.

—¿Tan malo es?

—Se sienta en mi sitio —respondí.

—Ay, cariño.

—Todo lo que he ganado, me lo ha arrebatado —dije, volviendo la cabeza, con la voz ronca de rencor.

—Pero ahora no lo quieres tanto, ¿no? —preguntó Jorge.

—Eso no significa que quiera que Ana me aparte a un lado —repuse.

Me llevó hasta la puerta con la mano rodeándome la cintura. Me besó de lleno en los labios, como un amante.

—Sabes que eres la más dulce.

—Sé que soy mejor que ella. Ella es hielo y ambición, y antes acabarás tú en galeras que ella renunciará a su ambición. Y sé que conmigo el rey tiene una amante que lo quiere por sí mismo. Pero Ana lo ha deslumbrado, ha deslumbrado a la corte y te ha deslumbrado hasta a ti.

—A mí no —dijo Jorge.

—A nuestro tío le gusta más —dije con resentimiento.

—No le gusta nadie. Pero nuestro tío se pregunta lo lejos que puede llegar.

—Todos nos preguntamos lo mismo. Y el precio que está dispuesta a pagar. Especialmente si soy yo quien lo paga.

—No dirige un baile sencillo —admitió Jorge.

—La odio —dije sencillamente—. Con mucho gusto la vería morir de ambición.

La corte iba a visitar a la princesa María, que estaba en el castillo de Ludlow, y viajamos hacia el oeste durante todo el verano. Sólo tenía diez años pero había sido educada e instruida al estilo formal y estricto que su madre había conocido en la corte española. Como princesa de Gales, tenía un sacerdote, un grupo de tutores, una dama de compañía y su propia ama de llaves. Esperábamos encontrar a una jovencita circunspecta, una muchacha en la cumbre de la feminidad.

Lo que vimos fue algo muy diferente.

Entró a la hora de la cena en el gran salón donde estaba su padre y tuvo que pasar la dura prueba de caminar desde el umbral hasta la mesa principal, con todas las miradas clavadas en ella. Era minúscula, tan pequeña como una niña de seis años, una muñequita perfecta de cabellos castaños claros bajo el tocado y un rostro grave de tez clara. Tan delicada como lo había sido su madre cuando fue a Inglaterra por vez primera, pero diminuta.

El rey le dio la bienvenida con bastante ternura, pero pude apreciar la conmoción de su semblante. No la había visto durante más de seis meses, tenía la esperanza de que hubiera crecido y florecido. Pero no era una princesa que pudiera ser casada al año siguiente y enviada a su nuevo hogar, confiando en que en unos dos o tres años más estuviera preparada para engendrar hijos. Era una niña, y además una niña pequeña, pálida, delgada y tímida.

La besó y la sentaron a la derecha del rey, en la mesa principal, donde si bajaba la mirada al salón veía todos los ojos puestos en ella. Casi no comió nada. No bebió nada. Cuando él le habló, respondió con susurros monosilábicos. Indudablemente estaba instruida, toda la tropa de tutores pasó, uno detrás de otro, para asegurar al rey que podía hablar griego y latín, que recitaba las tablas de sumar y que conocía la geografía del principado y del reino. Cuando tocaron algo de música y bailó, era graciosa y ligera de pies. Pero no aparentaba ser una niña robusta, bien dotada y fértil. Más bien parecía que pudiera desvanecerse y morir por un simple resfriado. Ésa era la única heredera legítima al trono, y no parecía lo suficientemente fuerte ni para levantar el cetro.

Ésa noche Jorge vino a buscarme temprano.

—Está loco de ira —me advirtió.

—¿No está contento con su pequeña enana? —preguntó Ana, moviéndose en la cama.

—Es increíble —comentó Jorge—. Incluso hasta medio dormida, aun así, eres tan dulce como el veneno, Ana. Venga, María, no soporta esperar.

Cuando entramos, Enrique estaba ante el fuego y empujaba un leño con el pie hacia las rojas brasas. Cuando entré en la habitación casi ni nos miró, luego me tendió una mano perentoria y fui rápidamente a sus brazos.

—Esto es una desgracia —dijo por encima de mi pelo—. Pensaba que había crecido, que sería casi una mujer. Una niña no me conviene, no sirve para nada. ¡Además, una niña que ni siquiera se puede casar!

Se detuvo, se apartó bruscamente y dio dos furiosas zancadas por la habitación. Las cartas formaban un solitario sobre la mesa, bajó las manos e hizo un par de jugadas. Las arrojó de la mesa con un golpe enojado, tiró la mesa. Ante el ruido, se oyó el grito del guardia desde el otro lado de la puerta.

—¿Su Majestad?

—¡Dejadme! —respondió Enrique. Se volvió hacia mí—. ¿Por qué me hará esto Dios? —preguntó—. ¿Por qué a mí una cosa así? Ningún hijo, y una hija que parece que vaya a desaparecer el invierno que viene. No tengo heredero. No tengo a nadie que me suceda. ¿Por qué me hará Dios una cosa así?

Guardé silencio y moví la cabeza, a la espera de ver qué quería.

—Es la reina, ¿verdad? —dijo—. Es lo que piensas. Es lo que todos piensan.

No sabía si estar de acuerdo o no. Seguí mirándolo cautelosamente y mantuve la calma.

—Es un matrimonio maldito —dijo—. Nunca debería haberme casado con ella. Mi padre no quería. Dijo que podía quedarse en Inglaterra como princesa viuda, a nuestra disposición. Pero pensé… quería… —Se interrumpió. No quería recordar lo profunda y atentamente que la había amado—. El papa nos dio una dispensa, pero fue un error. No hay dispensa contra la voluntad de Dios. —Asentí gravemente—. No debí haberme casado con la mujer de mi hermano —continuó—. Así de simple. Y como me casé con ella, he sido maldecido con su esterilidad. Dios no ha bendecido este falso matrimonio. Me ha vuelto el rostro cada año, y tenía que haberlo visto antes. La reina no es mi esposa, es la esposa de Arturo.

—Pero si el matrimonio nunca fue consumado… —comencé a decir.

—No hay diferencia —me interrumpió—. Y, de todos modos, lo fue. —Incliné la cabeza—. Venid al lecho —dijo Enrique, repentinamente cansado—. No puedo soportarlo. Tengo que estar libre de pecado. Tengo que decirle a la reina que se vaya. Tengo que quedar limpio de este terrible pecado.

Obedientemente, fui hacia al lecho y me quité la capa de los hombros. Aparté las sábanas y me metí en el lecho. Enrique cayó de rodillas a los pies de la cama y oró fervorosamente. Escuché cómo farfullaba las palabras y me di cuenta de que yo también estaba rezando: una mujer impotente rezando por otra. Rezaba por la reina, ahora que el hombre más poderoso de Inglaterra la maldecía por inducirlo a un pecado mortal.