Verano de 1534
A primeros de julio me encontraba mal por las mañanas y mis senos estaban sensibles. Una tarde William, besando mi vientre en la habitación en penumbra, me dio una palmadita con la mano y dijo en voz baja:
—¿Qué crees, mi amor?
—¿Sobre qué?
—Sobre este vientre redondito.
—No me había dado cuenta —dije, apartando el rostro para que no me viera sonreír.
—Bueno, yo sí —dijo sin rodeos—. Ahora dime. ¿Hace cuánto que lo sabes?
—Dos meses —confesé—. Y me debato entre la alegría y el miedo, porque esto será nuestra perdición.
—Nunca —dijo. Me atrajo a su lado—. Éste es nuestro primogénito y causa de la mayor de las alegrías. No podía sentirme más complacido. Será un hijo para ocuparse de las vacas, o una hija para ordeñar. Qué mujer más inteligente eres.
—¿Quieres un varón? —pregunté con curiosidad, pensando en el tema constante de los Bolena.
—Si tienes uno —dijo—. Lo que quiera que tengas ahí, mi amor.
Fui dispensada de la corte durante julio y agosto para encontrarme con mis hijos en Hever. William y yo tuvimos el mejor verano que nunca habíamos pasado juntos con los niños, pero cuando llegó el momento de volver a la corte, llevaba al bebé tan arrogante que supe que tendría que contarle a Ana las novedades y esperar que me protegiera de la rabia de mi tío ante mi preñez, como yo había protegido su aborto de la del rey.
Cuando llegué a Greenwich tuve suerte. El rey había salido de cacería y la mayoría de la corte con él. Ana estaba sentada en el jardín, en un banco, con un toldo sobre la cabeza y un grupo de músicos tocando para ella. Alguien leía poemas de amor. Me detuve un momento y los miré más detenidamente. Todos estaban más mayores de lo que recordaba. Ya no era la corte de un hombre joven. Todos eran experimentados, a diferencia de cuando Catalina estaba en el trono. Había un aire de extravagancia y fascinación en todos ellos, una gran cantidad de vocablos sutiles en los comentarios y una especie de calor en el grupo no sólo debido al sol de finales de verano y al vino. Se había convertido en una corte sofisticada, más mayor; casi podía decir corrupta. Tuve la sensación de que podía pasar cualquier cosa.
—Vaya, aquí está mi hermana —comentó Ana, haciéndose sombra en los ojos con la mano—. Bienvenida de vuelta a casa, María. ¿Ya has tenido bastante del campo?
—Sí —dije. Seguía con la capa de montar floja—. He venido a buscar el sol de vuestra corte.
—Muy bien expresado —dijo con una risita—. Aún podré educarte como a una auténtica cortesana. ¿Cómo está mi hijo Enrique?
Apreté los dientes al oírlo, como ella sabía que haría.
—Os envía su amor y su deber para con vos. Tengo una copia de una carta que os ha escrito en latín. Es un niño brillante, su maestro está complacido con él, y este verano ha aprendido a cabalgar muy bien.
—Bien —dijo Ana. Evidentemente, no le merecía la pena atormentarme, por lo que se volvió a William Breeton—. Si no podéis hacer nada mejor con «amor» que rimarlo con «flor», tendré que otorgar el premio a sir Thomas.
—¿Vigor? —sugirió él.
—¿Qué? —dijo Ana, que rió—. ¿«Mi dulce reina, mi único amor, suspiro por daros un sincero vigor»?
—El amor es imposible —observó sir Thomas—. En poesía como en la vida, nada rima con él.
—Matrimonio —sugirió Ana.
—Evidentemente «amor» no rima con «matrimonio», el matrimonio es otra cosa. Por un lado, son cuatro silabas en vez de dos. Y, por otro, carece de música.
—Mi matrimonio, no —repuso Ana.
—Todo lo que hacéis vos la tiene —señaló sir Thomas con una inclinación—. Pero aun así el vocablo no rima con nada.
—El premio es para vos, sir Thomas —dijo Ana—. No necesitáis halagarme mientras hacéis poesía.
—No es halago decir la verdad —dijo, arrodillándose ante ella. Ana le dio una cadenita de oro del cinturón y él la besó y la metió en el bolsillo de su jubón.
—Ahora iré a cambiarme de vestido antes de que el rey vuelva a casa de la cacería queriendo comer. —Ana se levantó y miró a sus damas—. ¿Dónde está Madge Shelton?
El silencio que recibió era elocuente.
—¿Dónde está?
—De cacería con el rey —informó una dama.
Ana enarcó una ceja y me echó una ojeada. Yo era el único miembro de su corte que sabía que nuestro tío había designado a Madge como amante del rey pero sólo durante la cuarentena de Ana. Al parecer, Madge hacía progresos por su cuenta.
—¿Dónde está Jorge? —le pregunté.
Asintió, era una pregunta clave.
—Con el rey —dijo. Sabíamos que se podía confiar en Jorge para proteger los intereses de Ana.
Ella asintió y volvió al palacio. La luminosidad de la tarde había desaparecido ante la primera mención del rey con otra mujer. Ana tenía los hombros agarrotados, el semblante sombrío. Caminé a su lado mientras subíamos a sus aposentos. Tal como esperaba, hizo un gesto para que las damas de compañía esperaran en la antesala y ambas fuimos solas a su cámara privada. Tan pronto se cerró la puerta dije:
—Ana, tengo algo que decirte. Necesito tu ayuda.
—¿Ahora qué? —dijo. Se sentó ante un espejo dorado y se quitó el tocado. Su cabello oscuro, tan precioso y lustroso como siempre, cayó alborotado sobre sus hombros—. Cepíllame el cabello —dijo.
Cogí un cepillo y peiné sus rizos oscuros, con la esperanza de suavizarla.
—Me he casado con un hombre —dije sencillamente—. Y estoy embarazada de él.
Se quedó tan inmóvil que por un instante pensé que no me había oído, y en ese instante rogué a Dios que así fuera. Entonces se dio la vuelta en el taburete con expresión tormentosa.
—¿Que has hecho qué? —escupió más que preguntó.
—Me he casado —dije.
—¿Sin mi permiso?
—Sí, Ana. Lo siento mucho.
—¿Con quién? —preguntó. Alzó la cabeza y sus ojos se encontraron con los míos en el espejo.
—Sir William Stafford.
—¿William Stafford? ¿El ujier del rey?
—Sí —contesté—. Tiene una pequeña granja cerca de Rochford.
—No es nada —dijo. Yo percibía la ira creciente en su voz.
—El rey lo armó caballero —dije—. Es sir William.
—¡Sir William Nada! ¿Y estás embarazada?
—Sí —contesté con humildad. Sabía que era lo que más odiaría.
Se levantó y apartó la capa para poder ver el amplio perímetro de mi corsé.
—¡Furcia! —me insultó. Alzó la mano y me quedé helada, preparada para el golpe, pero cuando llegó sentí un latigazo en las mejillas. Me lanzó hacia atrás contra el lecho, y ella se quedó de pie, delante de mí como una luchadora.
—¿Cuánto hace que dura esto? ¿Cuándo nacerá el siguiente bastardo?
—En marzo —respondí—. Y no es un bastardo.
—¿Crees que te burlas de mí, viniendo a la corte con esa barriga como una yegua preñada? ¿Qué pretendes? ¿Pretendes contar al mundo que tú eres la Bolena fértil y yo no soy más que la estéril?
—Ana… —dije. Nada podía detenerla.
—¡Mostrando al mundo que vuelves a estar preñada! Me insultas viniendo aquí. Insultas a nuestra familia.
—Me casé con él —dije, oía mi voz algo temblorosa—. Me casé por amor, Ana. Por favor, por favor, no seas así. Lo amo. Puedo irme de la corte, pero por favor déjame ver a…
Ni siquiera me dejó terminar.
—¡Sí, te irás de la corte! —gritó—. Al infierno, para lo que me importa. Te irás de la corte y nunca volverás a ella.
—Mis hijos —acabé de decir entrecortadamente.
—Puedes despedirte de ellos. No permitiré que mi sobrino sea criado por una mujer que no tiene orgullo familiar ni ningún conocimiento del mundo. Una estúpida que arrastra su vida por la lujuria. ¿Por qué casarse con William Stafford? ¿Por qué no con un mozo de cuadra? ¿Por qué no con el molinero de Hever? Si lo único que quieres es un buen revolcón, ¿por qué detenerte ante uno de los hombres del rey? Un soldado raso también serviría.
—Ana, te lo advierto —dije. La ira se iba alzando en mi propia voz, aunque mis mejillas aún palpitaban por el golpe—. No voy a consentirlo. Me casé con un buen hombre por amor, no hice más que lo que hizo la princesa María Tudor cuando se casó con el duque de Suffolk. Una vez me casé para complacer a mi familia, hice lo que me ordenaron cuando el rey miró en mi dirección, y ahora deseo hacer lo que me plazca. Ana, sólo tú puedes defenderme contra nuestro tío y nuestro padre.
—¿Lo sabe Jorge? —preguntó.
—No. Te digo que no. Sólo tú. Sólo tú puedes ayudarme.
—Nunca —juró—. Te has casado con un pobre hombre por amor, puedes comer amor y bebértelo. Puedes vivir de eso. Vete a su pequeña granja en Rochford y púdrete allí, y cuando padre o Jorge o yo bajemos a Rochford Hall, asegúrate bien de no estar a la vista. Estás desterrada de la corte, María. Te has deshonrado tú misma y yo pondré el sello. Te has ido. No tengo hermana.
—¡Ana! —grité, completamente aterrorizada.
—¿Tendré que llamar a la guardia para que te arrojen por la puerta? —bramó, volviendo su rostro enfurecido hacia mí—. Porque juro que lo haré.
Caí de rodillas.
—Mi hijo —fue lo único que pude decir.
—Mi hijo —repuso—. Le diré que su madre está muerta y que debe llamarme «madre». Has perdido todo por amor, María. Espero que te traiga dicha.
No había nada que pudiera decir. Me levanté con torpeza, mi pesado vientre dificultaba la subida. Me observó pasar apuros, como si fuera a empujarme más que a ayudarme. Me volví hacia la puerta y vacilé, con la mano en el pomo por si cambiaba de idea.
—Mi hijo…
—Vete —dijo—. Para mí estás muerta. Y no te acerques al rey o le diré lo furcia que has sido.
Salí corriendo y fui a mi dormitorio.
Madge Shelton se estaba cambiando de vestido ante el espejo. Cuando me oyó entrar, se volvió con una sonrisa radiante en su rostro joven. Dio una mirada a mi lúgubre expresión y vi que sus ojos se abrían desmesuradamente. Ésa única mirada explicaba todas las diferencias entre nuestra edad, posición y rango en la familia Howard. Ella era una jovencita con todo por vender y yo era una mujer casada dos veces que tendría tres niños a los veintisiete años, expulsada por mi familia y sin otro recurso que un hombre de una pequeña granja. Era una mujer que había tenido su oportunidad y la arruinó.
—¿Estáis enferma?
—Deshonrada —contesté en una palabra.
—Oh —dijo con toda la imbecilidad de una joven vanidosa—. Lo siento.
Me descubrí con una risita deprimente.
—Está bien —dije, adusta—. Yo misma me lo he buscado.
Lancé la capa de montar sobre el lecho y vio la amplia lazada del corselete. Dio un gritito ahogado.
—Sí —dije—. Estoy embarazada de un bebé y casada, por si queréis saberlo.
—¿Y la reina? —preguntó en un susurro quedo, sabiendo, como todos sabíamos, que lo que más aborrecía la reina eran las mujeres fértiles.
—No muy complacida —dije.
—¿Y vuestro esposo?
—William Stafford.
—Me alegro mucho por vos —dijo. Un destello de sus ojos oscuros me advirtió que se había dado cuenta de más de lo que decía—. Es apuesto y un buen hombre. Pensé que os gustaba. Entonces, ¿todas esas noches…?
—Sí —dije, lacónica.
—¿Qué pasa ahora?
—Tendremos que abrirnos camino en el mundo —dije—. Iremos a Rochford. Tiene una pequeña granja allí. Igual nos va bien.
—¿En una pequeña granja? —preguntó Madge con incredulidad.
—Sí —repuse con súbita energía—. ¿Por qué no? Hay otros lugares para vivir aparte de palacios y castillos. Otras melodías para bailar distintas de la música de la corte. No siempre tenemos que estar al servicio de un rey y una reina. He pasado toda la vida en la corte, desperdicié aquí toda mi infancia y mi juventud. Lamento tener que ser pobre, pero maldita sea si voy a añorar la vida aquí.
—¿Y vuestros hijos?
La pregunta me dejó sin aliento, como un puñetazo en el vientre. Se me doblaron las rodillas y caí al suelo, abrazándome fuerte, como si fuera a salírseme el corazón.
—Ah, mis hijos —susurré.
—¿Va a quedárselos la reina?
—Sí —respondí—. Sí. Se queda con mis hijos.
Podía haber dicho más, pero más amargo. Podía haber dicho que se quedaba con mi hijo porque no podía tener ninguno propio. Que me había quitado todo lo que se podía quitar, que siempre me quitaría todo lo mío. Que ella y yo éramos hermanas y rivales mortales, y nunca nos detendríamos ante nada para observar eternamente el plato de la otra, temerosas de que tuviera la mayor porción. Ana quería castigarme por negarme a bailar a su sombra. Y ella sabía que había escogido el único precio del mundo que yo no podía soportar pagar.
—Al menos escaparé de ella —dije—. Y me libraré de la ambición de mi familia.
Madge me miró con los ojos muy abiertos, con tanto mundo como un cervatillo.
—Pero ¿escapar de qué?
Ana se apresuró a anunciar mi partida. Mi padre y mi madre ni siquiera me vieron antes de dejar la corte. Sólo Jorge bajó al patio de las caballerizas para mirar cómo cargaban mis baúles en un carro; William me ayudó a subir a la silla y luego montó en su propio corcel.
—Escríbeme —dijo Jorge. Tenía el ceño fruncido de preocupación—. ¿Estás lo bastante bien como para viajar todo ese trayecto?
—Sí —dije.
—Cuidaré de ella —le aseguró William.
—Hasta ahora no es que hayáis hecho un trabajo maravilloso —dijo Jorge, de lo más desagradable—. Está deshonrada, despojada de su pensión y desterrada de la corte.
Vi que William aferraba las riendas y su caballo se movió.
—No he sido yo —repuso William—. Es el rencor y la ambición de la reina y de la familia Bolena. En cualquier otra familia de la Tierra a María se le permitiría casarse con un gentilhombre de su elección.
—Déjalo —dije rápidamente, antes de que Jorge pudiera replicar.
Jorge respiró hondo e hizo una inclinación con la cabeza.
—No se le ha dado el mejor trato —concedió. Alzó la mirada hacia William, sentado bien erguido en el caballo, por encima de él, y sonrió con una compungida y encantadora sonrisa Bolena—. Teníamos otros objetivos distintos a su felicidad.
—Lo sé —dijo William—. Pero yo no.
—Ojalá me dijerais el secreto del amor auténtico —dijo Jorge con aire de anhelo—. Aquí estáis vosotros, cabalgando hasta el confín del mundo, y aun así parece como si os acabaran de conceder un condado.
—Simplemente he encontrado al hombre que amo —dije. Tendí la mano a William y él la agarró—. Nunca podría haber encontrado a un hombre que me amara más, ni que fuera más honesto.
—¡Entonces, marchaos! —dijo Jorge. Cuando el carro comenzó a avanzar traqueteando, se quitó el sombrero—. Id y sed felices juntos. Haré todo lo que pueda para recuperar tu posición y tu pensión.
—Sólo mis hijos —dije—. Es lo único que quiero.
—Hablaré con el rey cuando pueda, y tú escribe. Escribe a Cromwell, quizá, y yo hablaré con Ana. No es para siempre. Volverás, ¿verdad? ¿Volverás?
Tenía un tono de voz raro; no era como si me prometiera un retorno seguro, sino como si temiera estar sin mí. No sonaba como uno de los hombres más importantes de una corte importante, sino más bien como un niño abandonado en un lugar peligroso.
—¡Sigue a salvo! —dije con un repentino estremecimiento—. ¡Aléjate de las malas compañías y vela por Ana!
No me había equivocado. La expresión de su rostro era de miedo.
—Lo intentaré —dijo. Su voz sonaba falta de confianza—. ¡Lo intentaré!
El carro salió bajo el arco, y William y yo cabalgamos juntos tras él. Miré hacia atrás, a Jorge, parecía muy joven y muy lejos. Me saludó con la mano y gritó algo que no pude oír por el rechinar de las ruedas sobre los adoquines y el repique de los cascos de los caballos.
Salimos al camino y William dejó que su corcel alargara el paso para sobrepasar el lento carro y evitar el polvo de las ruedas. Mi caballo debía ir al trote para equipararse, pero lo mantuve en un paso de paseo. Me froté el rostro con el dorso del guante y William me miró de reojo.
—¿Sin arrepentimientos? —preguntó.
—Sólo temo por él —respondí.
Asintió. Sabía demasiado de la vida de Jorge para ofrecerme un consuelo fácil. El asunto amoroso de Jorge con sir Francis, el indiscreto círculo de amigos, la bebida, el juego, el putañeo, se estaban convirtiendo lentamente en un secreto a voces. Cada vez más hombres de la corte se complacían en placeres también cada vez más desenfrenados, Jorge entre ellos.
—Y por ella —añadí, pensando en mi hermana, que me había desterrado como a una mendiga.
—Vamos —dijo William. Se inclinó y puso su mano sobre la mía. Dirigimos los caballos hacia el río y bajamos para alcanzar el barco que esperaba.
Desembarcamos en Leigh por la mañana temprano. Los caballos tenían frío y estaban inquietos tras el largo viaje por el río, y caminamos con ellos hasta el sendero, al norte de Rochford. William nos hizo bajar por la pequeña pista que conducía hasta su granja campo a través. La neblina matinal se arremolinaba, húmeda y fría, sobre los campos, era la peor época del año para venir. Sería un largo invierno anegado y helado en aquella casita de granjero alejada de todo. Ahora la humedad de mis faldas no se secaría en seis meses.
William miró hacia atrás y me sonrió.
—Ponte recta, mi vida, y mira a tu alrededor. Sale el sol y estaremos bien.
Me las arreglé para sonreír, enderecé la espalda y apreté la montura para que fuera hacia delante. Vi el tejado de paja de la casa y luego, subiendo un cerro, el conjunto de los cincuenta acres, bonito y pequeño, se extendió bajo nosotros, con el río lamiendo los campos del fondo, el establo y el granero, tan limpios y cuidados como los recordaba.
William desmontó para abrir la cancela. Un chico apareció como de no se sabe dónde y nos miró a ambos dubitativamente.
—No podéis entrar —objetó—. Esto pertenece a sir William Stafford. Un gran hombre de la corte.
—Gracias —dijo William—. Yo soy sir William Stafford y podéis decir a vuestra madre que sois un buen guardián. Decidle que he vuelto al hogar, con mi esposa, y que necesitamos pan, leche y algo de tocino y queso.
—¿Sois William Stafford, seguro? —preguntó el niño.
—Sí.
—Entonces, probablemente también matará un pollo —dijo, y se fue corriendo campo a través hasta la casita, a quinientos metros del sendero.
Pasé la cancela con Jesmond y nos adelantamos hasta el patio del establo. William me ayudó a bajar de la silla, arrojó las riendas a un poste nudoso y me condujo a la casa. La puerta de la cocina estaba abierta, y pasamos el umbral juntos.
—Siéntate —dijo William, indicándome una silla junto al fuego—. En seguida tendré esto encendido.
—Ni pensarlo —dije—. Voy a ser la esposa de un granjero, recuerda. Encenderé el fuego y tú te ocuparás de los caballos.
—¿Sabes encender un fuego, amorcito mío? —preguntó.
—¡Vete! —dije con fingida indignación—. Fuera de mi cocina. Tengo que empezar a organizar esto.
Era como jugar a las casitas como harían mis hijos en un refugio hecho de helechos, y al mismo tiempo era una casa real y un auténtico desafío. En la chimenea había ramas y una caja de yesca, por lo cual no me llevó más de unos quince minutos de trabajo paciente y concienzudo tener el fuego encendido. La chimenea estaba fría pero el viento venía de la dirección adecuada, así que pronto comenzó a tirar. William entró justo cuando el chico volvía de la casita, trayendo un paquete de comida. Extendimos todo sobre la mesa de madera y con ello celebramos un pequeño festín. William abrió una botella de vino de la despensa, y brindamos por la salud de cada uno y por el futuro.
La familia que se había ocupado de los campos de William mientras él permanecía en la corte había hecho un buen trabajo. Los setos estaban bien podados y las acequias limpias, los prados de heno segados y el heno en el granero. Los animales más viejos de los rebaños de vacas y ovejas se sacrificarían durante el otoño, y la carne se aprovecharía para comer. Teníamos pollos en el corral, palomas en el palomar y un suministro ilimitado de pescado de río. Además, podíamos, por unos peniques, comprar pescado a los pescadores que volvían del mar. Era una granja próspera y un lugar fácil para vivir.
La madre del rapaz, Megan, venía cada día a la granja para ayudarme con las tareas y enseñarme las destrezas necesarias. Me enseñó a batir mantequilla y elaborar queso. Me enseñó a hornear pan y desplumar un pollo, una paloma o una ave de caza. Aprender esas importantes habilidades debería haber sido fácil y delicioso. Estaba absolutamente exhausta.
Noté que tenía la piel de las manos cada vez más seca y endurecida, y vi, en lo poco que quedaba de espejo, que mi tez se coloreaba lentamente por el sol y se curtía por el viento. Al final de cada día caía en la cama y dormía sin soñar: el sueño de una mujer al límite del agotamiento. Pero sentía que había conseguido algo, por pequeño que fuera. Me gustaba trabajar, ya que proporcionaba comida a nuestra mesa o peniques a nuestra hucha. Me gustaba la sensación de que construíamos un lugar juntos, reivindicando las tierras como propias. Me gustaba aprender las destrezas que una pobre mujer sabía desde la infancia, y cuando Megan me preguntó si no añoraba mis finos ropajes y lujosos vestidos de la corte, recordé la interminable pesadez de bailar con hombres que no me gustaban, de coquetear con hombres que no deseaba, de jugar a las cartas y perder una pequeña fortuna y de intentar complacer continuamente a todo el mundo a mi alrededor. Allí estábamos sólo William y yo, y vivíamos tan fácil y alegremente como dos pájaros en un nido. Justo como había prometido.
Mi único pesar era la pérdida de mis hijos. Les escribía todas las semanas y una vez al mes escribía a Jorge o a Ana, deseándoles que estuvieran bien. Escribí al secretario, Thomas Cromwell, para rogarle que interviniera ante mi hermana y le preguntara si cabía la posibilidad de volver a la corte. Pero no me disculpé de ninguna manera por mi decisión. No endulzaría mi petición con una disculpa. Las palabras se congelaban en mi pluma, no podía decir que me arrepentía de amar a William ya que cada día lo amaba más. En un mundo donde las mujeres eran compradas y vendidas cual caballos había encontrado al hombre que amaba; y me había casado por amor. Nunca afirmaría que era un error.