Verano de 1531
Cuando la corte se trasladó a Windsor, la reina volvió al castillo con la princesa María, aún muy pálida y delgada. El rey no podía evitar ser tierno con su única niña legítima. La actitud hacia su esposa se suavizaba y luego volvía a endurecerse, dependiendo de si estaba con mi hermana o junto al lecho de su hija. La reina, insomne entre los rezos y cuidados a la princesa, nunca estaba demasiado débil como para no saludarlo con una sonrisa y una reverencia, siempre una estrella firme en el firmamento de la corte. Ella y la princesa iban a descansar en Windsor durante el verano.
Cuando entré con un ramillete de las primeras rosas, la reina me sonrió.
—Pensé que a la princesa María le gustaría tenerlas junto al lecho —dije—. Huelen muy bien.
—Os debe agradar mucho el campo —dijo la reina Catalina. Me las cogió y las olió—. Ninguna de las otras damas pensarían en recoger flores y traerlas dentro.
—A mis hijos les encanta poner flores en sus habitaciones —dije—. Hacen coronas y collares con las margaritas. Cuando le doy a Catalina el beso de buenas noches, a menudo encuentro ranúnculos en su almohada, caídos de su pelo.
—¿Os ha dado la venia el rey para ir a Hever durante el viaje de la corte?
—Sí —contesté. Sonreí ante su precisa interpretación de mi gozo—. Sí, y me quedaré allí todo el verano.
—Entonces, ambas estaremos con nuestros hijos. ¿Volveréis a la corte en otoño?
—Sí, volveré —prometí—. Y a vuestro servicio si os complace, Su Majestad.
—Y luego vuelta a empezar —dijo—. Las navidades como reina indiscutible y el verano como exiliada.
Asentí.
—Sigue con él, ¿verdad? —preguntó. Miró por los ventanales que daban al jardín y al río. A lo lejos vimos al rey con Ana, caminando por la ribera.
—Sí —contesté.
—¿Cuál es su secreto, qué opináis?
—Creo que son muy parecidos —dije. Mi voz dejó traslucir mi desagrado por ambos—. Los dos saben exactamente lo que quieren y no se detienen ante nada para conseguirlo. Ambos tienen la capacidad de ser totalmente inquebrantables. Por eso Enrique era tan buen deportista. Cuando perseguía un ciervo no veía nada más que el ciervo, con todo su corazón. Y Ana es igual. Ella misma se disciplinó para perseguir sólo su interés. Y ahora sus deseos coinciden. Eso los hace… —hice una pausa, buscando la palabra adecuada— formidables.
—Yo también puedo ser formidable —dijo la reina.
—¿Quién lo sabe mejor que yo? —dije. Si no hubiera sido la reina le hubiera puesto el brazo alrededor de los hombros y la hubiera abrazado—. Os he visto en pie ante el rey en uno de sus ataques de ira, enfrentaros a dos cardenales y a un concilio privado. Pero vos servís a Dios, amáis al rey y a vuestra hija. No pensáis únicamente en vuestros deseos.
—Eso sería pecado de egoísmo —dijo, asintiendo.
Miré hacia las dos figuras en el margen del río, las dos personas más egoístas que conocía.
—Sí —coincidí.
Bajé a las caballerizas para asegurarme de que los baúles estuvieran cargados y mi caballo listo para salir a la mañana siguiente y me encontré a William Stafford comprobando las ruedas del carro.
—Gracias —dije, algo sorprendida de encontrarlo allí.
—Voy a escoltaros —dijo levantándose con una sonrisa deslumbrante—. ¿No os lo dijo vuestro tío?
—Estoy segura de que escogió a otra persona.
—La escogió —dijo. La sonrisa se le ensanchó de oreja a oreja—. Pero esa persona no está en condiciones de cabalgar mañana.
—¿Por qué no?
—Está ebrio.
—¿Está borracho hoy y no podrá cabalgar mañana?
—Debería haber dicho que estará enfermo. —Esperé—. Mañana tendrá resaca, una muy grande.
—¿Podéis prever el futuro?
—Puedo prever que yo serviré el vino —dijo, y rió entre dientes—. ¿No puedo escoltaros, lady Carey? Sabéis que me aseguraré de que lleguéis a salvo.
—Por supuesto que podéis —contesté, algo ruborizada—. Es sólo que…
Stafford estaba inmóvil, daba la impresión de que me escuchaba no sólo con los oídos sino con todos los sentidos.
—¿Sólo qué? —me apremió.
—No desearía heriros —dije—. Para mí no podéis ser nada más que un hombre al servicio de mi tío.
—Pero ¿qué nos impide que nos gustemos el uno al otro?
—Tendría un grave problema con mi familia.
—¿Tanto importaría eso? ¿No sería mejor tener un amigo, un verdadero amigo, aunque humilde, que ser una gran dama solitaria a entera disposición de su hermana?
Me aparté. Como siempre, la idea de estar al servicio de Ana me crispaba.
—Entonces —dijo, rompiendo deliberadamente el hechizo—, ¿os escoltaré hasta Hever mañana?
—Si os complace —dije de mala gana—. Un hombre es igual que otro.
Soltó una carcajada al oírlo, pero no discutió conmigo. Me dejó marchar y salí de las caballerizas deseando que viniera corriendo detrás a decirme que él no era como los demás hombres y que podía estar totalmente segura de ello.
Subí a mi habitación y encontré a Ana, que se ajustaba el sombrero de montar ante el espejo, rutilante de excitación.
—Nos vamos —dijo—. Sal a despedirnos.
La seguí mientras bajaba las escaleras, con cuidado de no pisar la larga cola de su lujoso vestido de terciopelo rojo.
Salimos por la enorme puerta doble y allí estaba Enrique, ya montado a caballo, con el corcel oscuro de Ana esperando inquieto a su lado. Noté con horror que mi hermana había hecho esperar al rey por ponerse un sombrero.
Él sonrió. Ana podía hacer cualquier cosa. Dos jóvenes corrieron para auparla a la silla y coqueteó con ellos un momento, escogiendo cuál de los dos tendría el privilegio de unir las manos bajo su bota.
El rey dio la señal de partida y todos se pusieron en marcha. Ana volvió la cabeza y se despidió de mí con la mano.
—Dile a la reina que nos hemos ido —exclamó.
—¿Qué? —pregunté—. Os despedisteis de ella, ¿no?
—No —contestó, y rió—. Nos vamos. Dile que nos vamos y la dejamos completamente sola.
Podía haber corrido detrás, haberla hecho caer del caballo y abofeteado por ese detalle de desprecio. Pero me quedé donde estaba, sonriendo al rey y saludando con la mano a mi hermana, y luego, mientras jinetes, carros, escoltas, soldados y todo el personal de servicio iniciaba la marcha, me volví y entré lentamente en el castillo.
Cerré la puerta de un portazo. Todo estaba muy, muy silencioso. Las colgaduras habían desaparecido de los muros, habían quitado algunas mesas del gran salón y el lugar reverberaba con los ecos del silencio. El fuego de la chimenea estaba apagado, no había ningún hombre para echar más leños, ni ningún soldado para pedir más cerveza. El sol se filtraba por las ventanas iluminando las baldosas, motas de polvo danzaban con la luz. Nunca había estado en un palacio real sin oír nada. Los palacios reales siempre estaban vivos, con ruidos, trabajos, negocios y juegos. Siempre se oían riñas de sirvientes, órdenes a gritos, gente que rogaba ser admitida o pedía algún favor, piezas musicales, ladridos de perros y el coqueteo de los cortesanos.
Subí las escaleras basta los aposentos de la reina. Llamé a la puerta. Hasta mis golpecitos en la madera parecían anormalmente fuertes. Empujé para abrirla y por un instante pensé que la estancia estaba vacía. Entonces la vi, ante la ventana, mirando el camino sinuoso que se alejaba del palacio. Desde el castillo se divisaba la corte que antaño fuera suya, encabezada por su esposo y todos sus amigos, sirvientes, enseres, muebles e incluso el ajuar de la casa, mientras descendían las curvas del camino, siguiendo a Ana Bolena en su gran corcel negro, dejándola sola.
—Se ha ido —dijo, sorprendida—. Sin ni siquiera despedirse de mí.
Asentí.
—Nunca antes había hecho una cosa así. Por mal que nos fuera siempre venía por mi bendición antes de irse. En ocasiones pensé que era como un niño, como mi niño. Aunque se fuera, siempre quería cerciorarse de que podía volver conmigo. Siempre quería mi bendición, en cualquier viaje que hiciera.
La comitiva hacía un ruido estruendoso, se oían voces urgiendo a los que cabalgaban a no romper la fila. Desde la ventana de la reina oíamos el ruido de las ruedas. Todo parecía una conspiración para no ahorrarle ningún dolor.
Oímos un taconeo de botas por la escalera y una fuerte llamada a la puerta entreabierta. Fui a responder. Era uno de los hombres del rey que traía una carta con el sello real.
La reina se volvió al momento, con el rostro iluminado de alegría, y corrió desde el otro lado de la habitación para cogerla.
—No se ha ido sin una palabra. Me ha escrito —dijo. Acercó la carta a la luz y rompió el sello.
Vi cómo envejecía al leerla. El color desapareció de sus mejillas, así como la luz de sus ojos y la sonrisa de su boca. Se hundió en el asiento del alféizar. Yo empujé al hombre fuera de la habitación y cerré la puerta ante su rostro atónito. Fui corriendo donde ella y me arrodillé a su lado.
La reina bajó la mirada hacia mí con los ojos llenos de lágrimas, pero no me veía.
—Voy a abandonar el castillo —susurró—. Dice que me vaya. Con cardenal o sin cardenal, con papa o sin papa, me envía al exilio. Debo irme dentro de un mes, y con nuestra hija.
El mensajero golpeó en el umbral y asomó la cabeza con cautela por la puerta. Salté, a punto de darle un portazo en la cara por impertinente, pero la reina me puso la mano sobre la manga.
—¿Hay respuesta? —preguntó. No añadió «Su Majestad».
—Vaya donde vaya, sigo siendo su esposa, y rezaré por él —dijo ella con firmeza. Se levantó—. Decidle al rey que le deseo un buen viaje, que lamento no haberme despedido de él. Si me hubiera dicho que se iba tan pronto, me hubiera asegurado de que no partiera sin la bendición de su esposa. Y pedidle que me envíe un mensaje para informarme si está bien de salud.
El mensajero asintió, me lanzó una rápida mirada de disculpa y salió de la habitación.
La reina y yo fuimos a la ventana. Vimos al mensajero montado a caballo, siguiendo a la comitiva real, que aún iba por el camino del río. Desapareció de la vista. Ana y Enrique, quizá de la mano, quizá cantando juntos, estarían lejos, más adelante, de camino a Woodstock.
—Nunca pensé que acabaría así —dijo con voz queda—. Nunca pensé que sería capaz de dejarme sin despedirse.
Fue un verano magnífico, para los niños y para mí. Enrique tenía cinco años y su hermana siete; decidí que debían tener un poni cada uno, pero no podía encontrar un buen par, lo bastante pequeños y dóciles, en ningún sitio del condado. Mientras cabalgábamos hacia Hever, había mencionado mi plan a William Stafford y, por tanto, no me pilló por sorpresa cuando le vi volver una semana más tarde, sin ser invitado, subiendo a caballo por el sendero con sendos ponis a ambos flancos de su montura.
Los niños y yo habíamos estado caminando por los prados cercanos al foso. Lo saludé con la mano, salió del sendero y cabalgó hacia nosotros. En cuanto Enrique y Catalina vieron los ponis saltaron de excitación.
—Esperad —les advertí—. Esperad y mirad. No sabemos si serán buenos. Ni si queremos comprarlos.
—Hacéis bien en ser precavida. Soy un mercachifle —dijo William Stafford deslizándose de la silla y dejándose caer al suelo. Me cogió la mano y la llevó a sus labios.
—¿Dónde los encontrasteis?
Catalina asía la cuerda del pequeño poni gris y le hacía caricias en el morro. Enrique estaba detrás de mi falda, mirando el poni castaño con una combinación de entusiasmo y miedo.
—Ah, al salir de casa —contestó—. Puedo devolverlos si no os placen.
—¡No los devolváis! —aulló Enrique, aún tras mi falda.
William Stafford hincó una rodilla en el suelo para estar a la altura del rostro iluminado de Enrique.
—Sal de ahí, chico —dijo amablemente—. Nunca te convertirás en jinete si te escondes detrás de tu madre.
—¿Muerde?
—Debéis darle de comer con la palma extendida —le explicó William—. Entonces no os morderá —añadió. Extendió la mano de Enrique y le mostró cómo come un caballo.
—¿Galopa? —preguntó Catalina—. ¿Galopa como el caballo de mamá?
—No puede ir tan rápido, pero galopa —respondió William—. Y puede saltar.
—¿Puedo saltar con él? —preguntó Enrique, con los ojos como platos.
—Primero debéis aprender a sentaros en él, el paso, el trote y el medio galope —dijo William. Se enderezó y me sonrió—. Después podréis seguir con las justas y los saltos.
—¿Me enseñaréis? —inquirió Catalina—. Lo haréis, ¿no? ¿Os quedaréis aquí, con nosotros, todo el verano y nos enseñaréis a montar a caballo?
—Bueno, me gustaría, por supuesto —dijo William con una desvergonzada sonrisa de triunfo—. Si vuestra madre lo permite.
Los dos niños se volvieron hacia mí al instante.
—¡Decid que sí! —rogó Catalina.
—¡Por favor! —me apremió Enrique.
—Pero yo puedo enseñaros —protesté.
—¡Las justas no! —exclamó Enrique—. Y montáis de lado. Tengo que cabalgar de frente. ¿No, señor? Tengo que cabalgar de frente porque soy un niño y seré un hombre.
—¿Qué decís, lady Carey? —preguntó William—. ¿Puedo quedarme durante el verano a enseñar a vuestro hijo a cabalgar de frente?
—Oh, muy bien —dije, sin dejar que viera cómo me divertía—. Podéis decir en la casa que os preparen una habitación si lo deseáis.
William Stafford y yo caminábamos todas las mañanas durante horas, con los niños sentados en sus pequeños ponis detrás de nosotros. Después de comer les poníamos el bocado con las riendas largas y los hacíamos andar, trotar y luego ir a medio galope en círculo, con los dos niños agarrados a sus grupas como un par de lapas.
William tenía una paciencia infinita con ellos. Se cercioraba de que aprendieran un poco más cada día, y yo sospechaba que también procuraba que no aprendieran demasiado rápido. Quería que supieran cabalgar sólo a finales de verano, no antes.
—¿No tenéis un hogar adonde ir? —le pregunté una tarde que nos encaminábamos de vuelta, tirando cada uno de un poni. El sol se ponía tras las torretas y el castillo parecía un pequeño palacio de cuento de hadas, con las ventanas titilando bajo la luz rosada, el cielo totalmente claro y sin nubes detrás.
—Mi padre vive en Northampton.
—¿Sois hijo único? —pregunté.
—No, soy el segundón, milady —contestó con una sonrisa ante la cuestión clave—. Pero voy a comprar una pequeña granja en Essex, si puedo. Tengo intención de hacerme hacendado.
—¿De dónde sacaréis el dinero? —pregunté por curiosidad—. No ganaréis mucho al servicio de mi tío.
—Hace unos años trabajé en un barco y recibí cierta cantidad en metálico. Tengo suficiente para empezar. Y después encontraré a una mujer que quiera vivir en mi preciosa casa, entre sus propios campos y que sepa que nada (ni el poder de una princesa ni la malicia de una reina) podrá afectarla.
—Las reinas y las princesas siempre le afectan a uno —dije—. Si no, no serían reinas ni princesas.
—Sí, pero podéis ser tan insignificante como para que no se interesen por vos —repuso—. Nuestro peligro sería vuestro hijo. Mientras lo vean como sucesor al trono, nunca saldremos de su campo de visión.
—Si Ana tiene un hijo propio, me entregará al mío —dije. Entones tropecé y me apercibí de que seguía el hilo de sus pensamientos. Astutamente, no dijo nada.
—Mejor que eso, lo querrá lejos de la corte. Estaría con nosotros y podríamos criarlo como un pequeño terrateniente. No es mala vida para un hombre. Quizá la mejor que exista. No me gusta la corte. En estos últimos años, allí nunca sabes dónde pisas.
Alcanzamos el puente levadizo y ayudamos a los niños a bajar de las sillas. Catalina y Enrique se adelantaron corriendo y entraron en la casa, mientras William y yo conducíamos los ponis al patio de la caballeriza. Un par de mozos salieron para llevárselos.
—¿Venís a comer? —pregunté en tono casual.
—Por supuesto —dijo con una inclinación.
Fue sólo en mi habitación, de noche, mientras rezaba de rodillas y dejaba vagar la mente como siempre, cuando me percaté de que le había permitido hablarme como si yo fuera la mujer que querría tener una casa preciosa entre sus propios campos y a William Stafford en mi lecho de casada.
Querida María:
En otoño iremos a Richmond y luego a Greenwich en invierno. La reina no volverá a estar bajo el mismo techo que Enrique, nunca más. Irá a la antigua residencia de Wolsey, The More, en Hertfordshire, y el rey le concederá una corte propia, para que no se queje de ser tratada inadecuadamente.
No continuarás a su servicio, sólo me servirás a mí.
El rey y yo confiamos en que el papa esté aterrorizado por lo que pueda hacer Enrique a la Iglesia de Inglaterra. Estamos seguros de que dictaminará a nuestro favor cuando vuelvan a convocarse los tribunales en otoño. Me estoy preparando para la boda en otoño y la coronación poco después. Todo está casi concluido. ¡Ojo por ojo!
Nuestro tío ha sido muy frío conmigo, y el duque de Suffolk se ha vuelto en mi contra. Éste verano, Enrique le dijo que se fuera y me alegré de que aprendiera la lección. Hay demasiada gente que me envidia y me vigila. Te quiero en Richmond cuando llegue, María. No puedes ir con la… Catalina de Aragón a The More. Ni quedarte en Hever. Hago esto por tu hijo tanto como por mí misma. Tú me ayudarás.
ANA