Verano de 1527
Después de que Jorge me dejara en Hever, no supe nada ni de él ni de Ana mientras la corte hacía su viaje por la campiña inglesa durante los días soleados de ese verano perfecto. No me importó. Tenía a mis niños y mi hogar para mí sola y nadie me miraba para ver si parecía pálida o celosa. Nadie murmuraba al lado, disimulando, si mi aspecto era mejor o peor que el de mi hermana. Estaba libre de la observación constante de la corte, de la lucha constante entre el rey y la reina. Lo mejor de todo, estaba libre de mi talón de Aquiles: la actitud constante y celosa de compararme con Ana.
Mis hijos tenían esa edad en la que todo el día pasa volando en una serie de pequeñas actividades. Pescamos en el foso con trocitos de tocino al final de una cuerda. Ensillamos mi corcel y cada uno de ellos se sentó en la silla por turno para dar un paseo. Hicimos expediciones por el jardín para coger flores o por el huerto para coger fruta. Pedí un carro lleno de heno, yo misma cogí las riendas. Conduje por todo el camino hacia Edenbridge y bebí una cerveza en esa taberna. Los miraba arrodillarse en misa, con los ojos redondos cuando alzaban la hostia. Los observaba mientras se quedaban dormidos al final del día, con la piel sonrosada por el sol y sus largas pestañas sobre sus mejillas rellenitas. Me olvidé de que existía algo parecido a una corte, un rey y una favorita.
Después, en agosto, recibí una carta de Ana. Me la trajo su mozo de confianza, Tom Stevens, nacido y criado en Tonbridge.
—Para vos, para entregar en mano —dijo, reverente, con la rodilla hincada ante mí en el refectorio.
—Gracias, Tom.
—Y nadie sino vos la ha visto —dijo.
—Muy bien.
—Y nadie sino vos la verá, porque vigilaré mientras la leéis y luego la lanzaré al fuego por vos y la miraremos arder, mi señora.
—¿Está bien mi hermana? —pregunté. Sonreí pero empezaba a inquietarme.
—Como un corderito en el prado.
Rompí el sello y desplegué los papeles.
Alégrate por mí, porque está hecho y mi destino está sellado. Lo tengo. Voy a ser reina de Inglaterra. Me pidió que me casara con él esta misma noche y prometió que sería libre en lo que queda de mes, cuando Wolsey actúe en nombre del papa. Llamé a nuestro tío y a nuestro padre para que se reunieran con nosotros al momento, diciendo que quería compartir mi alegría con la familia, así que hay testigos y no puede retroceder. Tengo un anillo suyo que debo esconder por el momento, pero es un anillo de compromiso, y ha jurado ser mío. He hecho lo imposible. He atrapado al rey y sellado el destino de la reina. He trastornado el orden. Nada volverá a ser lo mismo para ninguna mujer en este país.
Vamos a casarnos en cuanto Wolsey confirme la anulación del matrimonio. La reina lo sabrá el día de nuestra boda, y no antes. Irá a un convento a España. No la quiero en mi reino.
Alégrate por mí y por nuestros familiares. No olvidaré que me ayudaste en esto. Encontrarás en tu hermana a una auténtica amiga.
ANA
Reina de Inglaterra
Dejé la carta en el regazo y miré las brasas del fuego.
—¿La quemo ahora? —preguntó Tom, adelantando un paso.
—Dejadme leerla una vez más —dije.
Retrocedió, pero no volví a mirar los excitados garabatos de tinta negra. No necesitaba recordar qué había escrito. Su victoria estaba en cada línea. El final de mi vida como favorita de la corte inglesa había llegado. Ana había ganado, yo había perdido, y ella comenzaría una nueva vida, sería, como ya había firmado: Ana, reina de Inglaterra. Y yo no sería casi nada.
—Bueno, por fin —murmuré para mí.
Entregué la carta a Tom y miré cómo la tiraba al mismo centro de las rojas brasas. Con el calor se retorció, se puso marrón y luego se ennegreció. Aún pude leer las palabras «He trastornado el orden. Nada volverá a ser lo mismo para ninguna mujer en este país».
No necesitaba conservar la carta para recordar el tono. Ana triunfante. Y tenía razón. Nada volvería a ser lo mismo para ninguna mujer en este país. De ahora en adelante ninguna mujer, por más obediente ni amorosa que fuera, estaría a salvo. Porque todo el mundo sabría que si una esposa como Catalina de Inglaterra podía ser repudiada sin ninguna razón, entonces cualquiera podía serlo.
La carta se quebró de pronto haciendo una llama amarilla resplandeciente. La miré arder hasta que fue suave ceniza blanca. Tom metió el atizador en el fuego y la convirtió en polvo.
—Gracias —dije—. Si vais a la cocina, os darán comida.
Saqué una moneda de plata del bolsillo y se la di. Se inclinó y me dejó mirando las pequeñas partículas de ceniza blanca que flotaban en el humo, subiendo por la chimenea hasta el cielo nocturno, que se veía por el gran arco de ladrillo y hollín.
—La reina Ana —dije, escuchando las palabras—. La reina Ana de Inglaterra.
Estaba cuidando a los niños mientras echaban su siesta cuando vi desde la ventana un jinete con los mozos de cuadra. Me apresuré a bajar, suponiendo que era Jorge. Pero el caballo que entró repiqueteando en el patio pertenecía a mi esposo, William. Sonrió ante mi sorpresa.
—No me culpéis por ser el heraldo de las tinieblas.
—¿Ana? —pregunté.
—Tocado —asintió.
Lo conduje al gran salón y le ofrecí asiento en la silla de mi abuela, la más cercana al fuego.
—Ahora —dije cuando comprobé que la puerta estaba cerrada y la habitación vacía—, contadme.
—¿Recordáis a Francisco Felípez, el sirviente de la reina? —Asentí, sin admitir nada—. Solicitó un salvoconducto de Dover a España, pero era una maniobra de distracción. Tenía una carta de la reina para su sobrino y engañó al rey. Salió de Londres esa misma mañana con un barco contratado especialmente para la ocasión y llegó a España por mar. Para cuando se dieron cuenta de que lo habían perdido, se había ido. Ha llevado la carta de la reina a Carlos de España y ha desatado un infierno.
—¿Qué tipo de infierno? —pregunté. Advertí que mi corazón daba fuertes latidos. Me llevé la mano a la garganta, como para detenerlo.
—Wolsey aún está en Europa, pero el papa está advertido y no aceptará que actúe en su lugar. Ninguno de los cardenales lo respaldará y hasta el tratado de paz se ha perdido. Volvemos a estar en guerra con España. Enrique ha enviado a su secretario a Orveto, la prisión del papa, para pedirle que dirima personalmente en la cuestión de su matrimonio y le permita casarse con cualquier mujer que le complazca, incluso con una a cuya hermana ha poseído. O con la ramera o con la hermana de la ramera.
—¿Pide permiso para casarse con una mujer a la que ha poseído? —pregunté, con un grito ahogado—. Dios bendito, ¿no conmigo?
—Con Ana —contestó William. Su risa aguda sonó como un ladrido—. Está tratando de yacer con ella antes del matrimonio. Las hermanas Bolena no salen muy bien paradas, ¿verdad?
Volví a recostarme en la silla y respiré profundamente. No quería que mi esposo me provocara.
—¿Y entonces?
—Y entonces todo recae sobre el Santo Padre, quien está al cuidado del sobrino de la reina, en el castillo de Orveto, y es muy, muy improbable, diría yo, ¿vos no?, que dicte una bula papal que justifique el comportamiento menos casto imaginable: yacer con una mujer, yacer con su hermana y casarse con una de ellas. Y menos para un rey cuya esposa legítima es una mujer de reputación intachable, cuyo sobrino ostenta el poder en Europa.
—¿Entonces la reina ha ganado? —pregunté, con un grito ahogado.
—De nuevo —asintió él.
—¿Cómo está Ana?
—Encantadora —respondió—. Es la primera en levantarse por la mañana. Canta y ríe todo el día, una delicia para los ojos, una diversión para la mente, se levanta para oír misa con el rey, cabalga con él todo el día, pasea por los jardines con él, lo mira jugar al tenis, se sienta a su lado cuando los secretarios le leen las cartas, hace juegos de palabras, lee filosofía con él y la discute como un teólogo, baila toda la noche, ensaya mascaradas, planea entretenimientos y es la última en acostarse.
—¿Sí? —pregunté.
—Una cortesana perfecta, perfecta —dijo—. Nunca para. Opino que debe estar muerta de cansancio.
Hubo un silencio. Apuró la copa.
—Así que estamos como estábamos —dije, incrédula—. No hemos progresado en nada.
—No, creo que vosotros estáis peor de lo que estabais —repuso, con su cálida sonrisa—. Porque ahora estáis expuestos y todos los cazadores conocen la presa. Los Howard están al descubierto. Ahora todo el mundo sabe que jugáis por el trono. Antes, parecía que todos ibais tras la riqueza y los cargos como el resto de nosotros, sólo que con un toque más depredador. Ahora todos sabemos que aspiráis a la manzana más alta del reino. Todos os odiarán.
—A mí no —dije con fervor—. Yo estoy aquí.
—Venís a Norfolk conmigo —dijo de pronto.
—¿Qué queréis decir? —pregunté, helada.
—Al rey no le sois de utilidad, pero a mí sí. Me casé con una joven y todavía es mi esposa. Vendréis conmigo a mi hogar y viviremos juntos.
—Los niños…
—Vendrán con nosotros. Viviremos como yo quiera. —Hizo una pausa—. Como yo quiera —repitió.
Me levanté, de repente tenía miedo de él, de ese hombre con quien me había casado y acostado, pero nunca conocido.
—Aún gozo del favor del rey —le advertí.
—Deberíais alegraros de ello —dijo—. Porque si no lo tuvierais, hace años que os hubiera dejado a un lado, cuando me pusisteis los cuernos de cornudo por primera vez. No son buenos tiempos para las esposas, señora, creo que vos y vuestra familia encontraréis que todos podéis resbalar y caer de lleno en el desastre que habéis organizado.
—Yo no he hecho nada, sino obedecer a mi familia y al rey —dije. Mi voz era firme, no quería que supiera que tenía miedo.
—Y ahora obedeceréis a vuestro esposo —dijo con una voz como la seda—. Qué contento estoy de que llevéis tantos años de entrenamiento.
Ana:
William dice que nosotros, los Bolena, estamos perdidos y me lleva a mí y a los niños a Norfolk. Por el amor de Dios, habla con el rey de mi parte, o con nuestro tío o con nuestro padre, antes de que me lleve y no pueda volver.
M
Bajé de una carrera la escalerita de piedra que conducía al estudio de mi padre y salí desde ahí al patio. Hice una seña a uno de los hombres y le dije que cabalgara a la corte, que estaría en algún lugar de camino entre Beaulieu y Greenwich, con mi nota.
Se quitó el sombrero ante mí y cogió la carta.
—Aseguraos de que llegue a la señora Ana —dije—. Es importante.
Comimos en el gran salón. William estaba tan educado como siempre. Era el perfecto cortesano, al corriente de las novedades y chismes de la corte. La abuela Bolena no podía consolarse. Estaba resentida, pero no se atrevía a quejarse abiertamente. ¿Quién le decía a un hombre que no podía llevarse a su esposa y a los niños a casa?
Tan pronto como trajeron los candelabros se levantó.
—Voy a dormir —dijo, enfurruñada. William se levantó y se inclinó ante ella mientras abandonaba la habitación. Antes de sentarse metió la mano en el jubón y sacó una carta. Reconocí mi letra al instante. Era mi nota para Ana. La dejó en la mesa ante mí.
—No ha sido muy leal.
—No es muy cortés detener a mis sirvientes y leer mis cartas —dije, recogiéndola.
—Mis sirvientes y mis cartas —dijo con una sonrisa—. Sois mi esposa. Todo lo que es vuestro es mío. Todo lo que es mío me lo quedo. Incluyendo a los niños y a la mujer que lleva mi apellido.
Me senté frente a él y puse las manos sobre la mesa. Respiré profundamente para reafirmarme. Recordé que, aunque era una mujer de sólo diecinueve años, durante cuatro años y medio de los mismos había sido la amante del rey de Inglaterra, y había nacido y me había criado como una Howard.
—Ahora oíd esto, esposo —dije con firmeza—. Lo pasado, pasado. Os alegrabais bastante de recibir vuestro título, vuestras tierras, vuestra fortuna y el favor del rey, y todos sabemos por qué os llegaron. No siento deshonor en ello, vos tampoco. Cualquier persona en nuestra posición se hubiera alegrado y tanto vos como yo sabemos que no es fácil ganar y mantener el favor del rey.
William pareció desconcertado ante mi súbita franqueza.
—Los Howard no caerán por este infortunio de Wolsey. Es error de Wolsey, no nuestro. El juego está lejos de haber acabado todavía, y si conocierais a mi tío tan bien como yo, no os apresuraríais a afirmar que está derrotado.
William asintió.
—Estoy totalmente segura de que nuestros enemigos nos siguen los talones, de que los Seymour están preparados para ocupar nuestro puesto sin dilación, de que ya hay una niña Seymour en algún lugar de Inglaterra a quien se prepara para atraer la mirada del rey. Eso siempre existe. Siempre hay una rival. Pero justo ahora, ya sea libre para casarse con ella o no, la influencia de Ana es ascendente y cada uno de nosotros, los Howard (y vos también, esposo), servimos mejor nuestros propios intereses si la ayudamos en su ascenso.
—Es como si patinara sobre hielo a punto de derretirse —dijo abruptamente—. Se lo tiene que tomar con más calma. Suda para mantener su puesto al lado del rey, nunca lo deja ni un momento. Cualquiera que observara cuidadosamente lo vería.
—¿Qué importa mientras no lo vea él?
—Porque no puede seguir así —contestó William riendo—. Lo tiene bailando en la punta de los dedos, no puede hacerlo para siempre. Podría seguir hasta el otoño, pero ninguna mujer puede hacerlo eternamente. Ningún hombre puede ser retenido así. Quizá pudiera unas semanas más, pero ahora que Wolsey ha fracasado podrían ser meses. O años.
Me quedé en jaque un instante ante la idea de Ana envejeciendo mientras el rey se divertía.
—Pero… ¿qué otra cosa puede hacer?
—Nada —respondió él con una sonrisa voraz—. Pero vos y yo podemos ir a mi hogar y empezar a vivir como un matrimonio. Quiero un hijo que se parezca a mí, no un pequeño Tudor rubio. Quiero una hija con mis ojos oscuros. Y vais a dármelos.
—No me haréis reproches —dije, inclinando la cabeza.
—Soportaréis cualquier tratamiento que os dé —repuso, encogiéndose de hombros—. Sois mi esposa, ¿no?
—Sí.
—A no ser que vos también queráis una anulación, ya que el matrimonio parece no estar de moda. Podéis encerraros en un convento, si lo deseáis…
—No.
—Entonces id al lecho —dijo sencillamente—. Subiré en un minuto.
Me quedé helada. No lo había pensado. Me miró por encima de la copa de vino.
—¿Qué?
—¿Podemos esperar hasta que lleguemos a Norfolk?
—No —contestó.
Me desvestí lentamente, sorprendiéndome ante mi renuencia. Había yacido con el rey una docena de veces sin sentir ningún deseo, pero simplemente hacía lo que él quería y lo satisfacía. Todas las veces de ese año, sabiendo que deseaba a Ana, me había obligado a mí misma a abrazarlo y susurrarle «mi amor», a sabiendas de que era una ramera: y él un necio por no diferenciar la falsa moneda de la auténtica.
Así que no era ninguna virgen de trece años como la primera vez que había entrado al lecho con ese hombre para consumar el matrimonio. Pero yo aún no tenía tanto cinismo como para acostarme sin temor con un hombre que parecía un medio enemigo. William tenía una cuenta pendiente conmigo y me amedrentaba.
Se tomó su tiempo. Trepé lentamente al lecho y, cuando la puerta se abrió y él entró, fingí dormir. Le oí moverse por la habitación, desnudarse y subir al lecho junto a mí. Sentí el peso de los cubrecamas mientras los subía alrededor de sus hombros desnudos.
—¿No estáis dormida?
—No —admití.
Sacó las manos en la oscuridad y encontró mi rostro, me acarició el cuello hasta los hombros, y de ahí pasó a la cintura. Aunque yo tenía puestas las enaguas de hilo, sentía sus manos frías a través del fino tejido. Oí que su respiración se aceleraba. Me atrajo hacia él y yo cedí y me extendí, preparada, como siempre hacía para Enrique. Me contuve un momento, pensando que no sabía cómo responder con un hombre que no fuera Enrique.
—¿No estáis dispuesta? —preguntó.
—Claro que sí. Soy vuestra esposa —dije sin ninguna pasión.
Temía que me atrapara en una negativa que le permitiera separarse de mí; pero su leve suspiro de decepción me indicó que, sinceramente, esperaba una respuesta más calurosa.
—Entonces dormiremos.
Estaba tan aliviada que no me atreví a decir palabra por si acaso cambiaba de idea. Me quedé en perfecta inmovilidad hasta que me dio la espalda, subió las colchas hasta sus hombros, hundió la cabeza en las almohadas y se quedó tranquilo. Entonces, y sólo entonces, dejé de apretar el estómago y borré la falsa sonrisa Howard de mi rostro. Me dejé caer en el sueño. Había sobrevivido otra noche. Todavía estaba en Hever, los Howard iban a por todas. Mañana podría pasar cualquier cosa.
Nos despertó un golpe en la puerta. Estaba levantada y fuera del lecho antes de que William despertara. Abrí la puerta y dije con aspereza:
—Chitón. Mi señor duerme —dije, como si él fuera mi único afán y no estuviera decidida a salir lo antes posible del lecho.
—Mensaje urgente de la señora Ana —dijo el sirviente, y me ofreció una carta.
Deseaba intensamente echarme una capa encima y leerla lejos de William, pero estaba despierto y sentado.
—Nuestra querida hermana —dijo con una sonrisa burlona—. ¿Y qué dice?
No tuve más remedio que abrir la carta ante él y confiar en Dios para que Ana pensara en alguien aparte de sí misma por una vez en su egoísta vida.
Hermana:
El rey y yo os invitamos a venir a vos y vuestro esposo a Richmond, donde todos nos divertiremos.
ANA
William sacó la mano para coger la carta. Se la pasé.
—Adivinó que venía por vos en cuanto dejé la corte —observó. No dije nada—. Y así, hale hop, os libráis de mí —dijo amargamente—. Y volvemos donde estábamos.
Había dicho justo lo que yo pensaba, pero tras la dureza de su tono de voz vi que estaba herido. Los cuernos no son un tocado cómodo y él los había llevado durante cinco años. Fui al lecho lentamente. Le tendí la mano.
—Soy vuestra esposa —dije con dulzura—. Y nunca lo he olvidado, aunque nuestras vidas nos separaran. Si alguna vez tenemos que estar casados de verdad, William, encontraréis en mí una buena esposa.
—¿Es una Howard la que habla, una Howard que teme que cambie la marea y que piensa que la vida como lady Carey sería una apuesta más segura que ser la otra Bolena cuando la primera Bolena esté acabada?
—Oh, William —dije en tono de reproche. Su conjetura era tan exacta que tuve que volver la cabeza para no arriesgarme a que descubriera la verdad en mis ojos.
Me hizo inclinarme y volvió mi rostro hacia él, con el dedo bajo mi barbilla.
—Mi amadísima esposa —dijo, sarcástico.
Cerré los ojos antes y entonces, para mi sorpresa, sentí el calor de su rostro y unos besitos tiernos y dulces en los labios. Sentí el deseo crecer dentro de mí, como una primavera largo tiempo olvidada. Le rodeé el cuello con mis brazos y lo acerqué un poco más.
—Anoche hice un mal comienzo —dijo—. Así que ahora no, y aquí no. Pero quizá pronto, en alguna parte, ¿no creéis, mujercita?
Sonreí, disimulando mi alivio por no ir a Norfolk.
—Pronto, en alguna parte —le prometí—. Cuando quiera que lo deseéis, William.