Verano de 1532
El don nadie, William Stafford, volvió al servicio de mi tío en junio. Vino a mi encuentro para decirme que estaba de vuelta en la corte y que me escoltaría hasta Hever cuando estuviera dispuesta a partir.
—Ya he pedido a sir Richard Brent que me acompañe —dije fríamente. Tuve el placer de ver su mirada desconcertada.
—Pensé que me permitiríais quedarme y salir a cabalgar con los niños.
—Qué amable de vuestra parte —dije con tono glacial—. Quizá el próximo verano.
Me volví y me alejé caminando antes de que pudiera decir algo para retenerme. Noté su mirada fija en mi espalda y sentí que de alguna forma le había pagado con la misma moneda por coquetear conmigo y tratarme como a una necia mientras todo el tiempo planeaba casarse con otra.
Sir Richard sólo se quedó unos días, lo cual fue un alivio para ambos. En el campo, entretenida con mis niños e interesada por mis arrendatarios, ya no le gustaba. Me prefería en la corte, sin nada que hacer salvo flirtear. Para su alivio mal disimulado fue requerido de vuelta por el rey para ayudarlo a planear el viaje real a Francia.
—Estoy desolado por tener que abandonaros —dijo mientras esperaba que le trajeran el corcel de las caballerizas. Los niños dejaban caer ramitas al agua a un lado del puente levadizo, esperando que cruzaran flotando. Me reí al verlos.
—Eso tardará años —dije—. No es una corriente rápida.
—William nos hacía barcos de vela —dijo Catalina sin dejar de observar su ramita—. Iban en la dirección del viento.
—Todos os echaremos de menos, sir Richard —dije, volviendo a prestar atención a mi desolado enamorado—. Os ruego que saludéis a mi hermana de mi parte.
—Le diré que el campo os queda como un envoltorio de terciopelo verde alrededor de un diamante —dijo.
—Gracias. ¿Sabéis si toda la corte va a ir a Francia?
—Los nobles, el rey, lady Ana y sus damas de compañía —dijo—. Y debo organizar las escalas del viaje por Inglaterra.
—Estoy segura de que no podían confiar el trabajo a un gentilhombre más competente —dije—. Ya que me trajisteis aquí con gran comodidad.
—Puedo volver a llevaros —se ofreció.
—Me quedaré aquí un poco más —repuse. Bajé la mano para sentir la cálida cabeza rapada de Enrique—. Me gusta estar en el campo durante el verano.
No había pensado en cómo volvería a la corte, era tan dichosa con los niños, calentaba tanto el sol de Hever, había tanta paz en mi pequeño castillo, bajo los cielos de mi hogar… Pero a finales de agosto recibí una nota lacónica de mi padre para informarme de que Jorge vendría a recogerme al día siguiente.
Fue una cena deplorable. Los niños estaban pálidos y ojerosos ante la perspectiva de mi partida. Les di un beso de buenas noches y luego me quedé sentada junto a la cama de Catalina, esperando a que se durmiera. Estuve largo rato. Catalina se esforzaba en tener los ojos abiertos, a sabiendas de que una vez dormida vendría la noche y al día siguiente me habría ido, pero, tras una hora, ni siquiera ella pudo seguir despierta.
Ordené a las doncellas que empaquetaran los vestidos y enseres y comprobaran que estuvieran cargados en el carro grande. Ordené al administrador que empaquetara sidra y cerveza, que complacerían a mi padre, y manzanas y otras frutas como regalo elegante para el rey. Ana había pedido unos libros y fui a sacarlos de la biblioteca. Uno estaba en latín y me llevó un buen rato entender el título para asegurarme de que era el correcto. El otro era un libro de teología en francés. Los puse cuidadosamente junto con mi pequeño joyero. Luego me fui a la cama y lloré en la almohada porque el verano se había acortado bruscamente.
Estaba montada a caballo, esperando a Jorge con el carro cargado, cuando vi la columna de hombres que bajaban cabalgando por el camino hacia el puente levadizo. Incluso a esa distancia supe que no era Jorge, sino él.
—William Stafford —dije, muy seria—. Esperaba a mi hermano.
—Os gané —dijo. Se quitó el sombrero y me sonrió, radiante—. Jugué con él a las cartas y gané el derecho a venir a devolveros al castillo de Windsor.
—Entonces mi hermano es un perjuro —dije con desaprobación—. Y yo no soy una cosa que se pueda poner sobre la mesa de juego de una posada ordinaria.
—Era una posada de lo más extraordinaria —dijo, innecesariamente provocativo—. Y tras perderos a vos, perdió un diamante espléndido y un baile con una bella muchacha.
—Quiero irme ahora —dije con rudeza.
Él se inclinó, se encasquetó el sombrero en la cabeza e hizo una seña a los hombres.
—Anoche dormimos en Edenbridge, así que estamos frescos para la jornada —dijo.
Mi caballo se acompasó junto al suyo.
—¿Por qué no vinisteis aquí?
—Demasiado frío —contestó, cortante.
—¡Siempre que os habéis alojado aquí, habéis tenido una de las mejores habitaciones!
—No es por el castillo. No pasa nada con el castillo.
—Os referís a mí —dije, vacilante.
—Sois fría conmigo —confirmó—. Y no tengo ni idea de lo que he hecho para ofenderos. En un momento hablamos de las alegrías de la vida en el campo y al siguiente sois un copo de nieve.
—No tengo la menor idea de qué queréis decir.
—Brrr —replicó y mandó que la columna se adelantara al trote.
Mantuvo una actitud castigadora hasta mediodía y luego ordenó un alto. Me ayudó a bajar del caballo y abrió la verja de un campo junto a un río.
—He traído comida —dijo—. Venid a pasear conmigo mientras preparan todo.
—Estoy demasiado cansada para caminar —dije, poco dispuesta.
—Entonces venid y sentaos —dijo. Extendió la capa en el suelo, a la sombra de un árbol.
No podía alegar nada más. Me senté en la capa, recostada contra la acogedora rugosidad de la corteza, y miré los destellos del río. Unos patos chapoteaban en el agua, en los juncos del otro extremo un par de aves zancudas se esquivaban. Me dejó unos instantes y volvió trayendo dos jarras pequeñas de peltre con cerveza. Me ofreció una y dio un trago a la suya.
—Ahora —dijo, con todo el aspecto de un hombre dispuesto a hablar—. Ahora, lady Carey. Por favor, decidme en qué os he ofendido.
Tenía en la punta de la lengua decirle que no me había ofendido en absoluto, ya que nunca había habido nada entre nosotros.
—No —dijo a toda prisa, como si pudiera leer todo eso en mi semblante—. Sé que bromeo con vos, señora, pero nunca ha sido mi intención afligiros. Pensaba que estábamos a medio camino de entendernos.
—Habéis coqueteado abiertamente conmigo —dije, herida.
—Coqueteando no, os he estado cortejando —corrigió—. Y si tenéis alguna objeción, haré todo lo posible por dejarlo, pero debo saber por qué.
—¿Por qué abandonasteis la corte? —pregunté abruptamente.
—Fui a ver a mi padre, quería el dinero que me había prometido para casarme y comprar una granja en Essex. Os lo conté todo.
—¿Y proyectáis casaros?
Frunció el ceño un instante y luego su rostro se iluminó de pronto.
—¡Con nadie más que vos! —gritó—. ¿Qué pensasteis? ¡Con vos! ¡Cabeza de chorlito! ¡Con vos! He estado enamorado de vos desde la primera vez que os vi, y me he devanado los sesos pensando cómo encontrar un lugar adecuado para vos y construir un hogar lo bastante bueno para vos. Luego, cuando vi lo que amabais Hever, pensé que si os ofrecía una casa solariega, una pequeña granja, podríais tenerlo en cuenta. Podríais tenerme en cuenta.
—Mi tío dijo que ibais a comprar una casa para casaros con una muchacha —dije entrecortadamente.
—¡Vos! —volvió a gritar—. Vos sois la muchacha. Siempre vos. Nunca otra sino vos.
Se volvió hacia mí y por un instante pensé que me iba a agarrar para levantarme. Puse la mano delante para rechazarlo y ante ese leve gesto se contuvo al instante.
—¿No? —preguntó.
—No —contesté, temblorosa.
—¿No hay beso? —preguntó.
—Ni uno —contesté, tratando de sonreír.
—¿Y no a la pequeña granja? Está orientada al sur y protegida por la ladera de una colina. Rodeada de tierra fértil, es un edificio bonito, con entramado de madera, un tejado recubierto de paja y establos en el patio trasero. Un herbario, un manzano y un riachuelo al fondo. Un prado para vuestro corcel y un campo para vuestras vacas.
—No —dije. Cada vez hablaba más y más insegura.
—¿Por qué no? —preguntó.
—Porque soy una Howard y una Bolena y vos sois un don nadie.
—Si os casarais conmigo, también seríais una don nadie —dijo William Stafford, sin arredrarse ante mi franqueza—. Es muy cómodo. Vuestra hermana se prepara para ser reina. ¿Pensáis que será más dichosa que vos?
—No puedo escapar de quien soy —dije, moviendo la cabeza.
—¿Y cuándo sois más feliz? —me preguntó, sabiendo la respuesta de antemano—. ¿En invierno, cuando estáis en la corte? ¿O en verano, con los niños, en Hever?
—En vuestra granja no tendríamos a los niños —dije—. Ana se los quedaría. No permitiría que el hijo del rey fuera criado por un par de don nadies en medio de ninguna parte.
—Hasta que tenga un hijo propio. Desde ese momento nunca querrá volver a verlo —dijo, perspicaz—. Tendrá otras damas de compañía, vuestra familia encontrará otras Howard. Abandonad su mundo y seréis olvidada en tres meses. Podéis escoger, amor mío. No tenéis que ser la otra Bolena durante toda la vida. Podríais ser la señora Stafford.
—No sé cómo hacer las cosas —dije débilmente.
—¿Como qué?
—Hacer queso. Desplumar pollos.
Lentamente, como si no quisiera sobresaltarme, se arrodilló junto a mí. Me cogió una mano, que no se le resistió, y la llevó a sus labios. Le dio la vuelta y abrió los dedos para besarme la palma, la muñeca, cada dedo.
—Os enseñaré a desplumar pollos —dijo amablemente—. Y seréis feliz.
—No digo que sí —susurré, cerrando los ojos ante la sensación de sus besos sobre mi piel y la calidez de su aliento.
—Y no decís que no.
Ana estaba en su sala de visitas, en el castillo de Windsor, rodeada de sastres, merceros y costureras. Grandes rollos de suntuosos tejidos estaban sobre las sillas o extendidos en el asiento del alféizar. El lugar más parecía un salón de confección en un día festivo que los aposentos de la reina, y pensé momentáneamente que Catalina se hubiera escandalizado hasta el alma por la ostentación superflua de la seda, los terciopelos y las telas de oro.
—Partimos a Calais en octubre —dijo Ana mientras dos costureras recogían con alfileres la tela que la rodeaba—. Será mejor que encargues algunos vestidos. —Vacilé—. ¿Qué pasa?
No quería hablar en medio de los proveedores y las damas de compañía. Pero al parecer no tenía elección.
—No puedo permitirme vestidos nuevos —dije en voz baja—. Sabes cómo me dejó mi esposo, Ana. Sólo tengo una pequeña pensión y lo que padre me da.
—Pagará él —dijo confidencialmente—. Ve a mi armario y saca mi vestido de terciopelo rojo y el otro de enaguas plateadas. Puedes pedir que te los arreglen.
Fui a su cámara privada lentamente y abrí la pesada tapa de uno de sus muchos arcones de ropa. Me señaló a una de las costureras.
—La señora Clovelly puede descoserlo y hacértelo de nuevo —dijo Ana—. Pero asegúrate de que esté a la moda. Deseo que en la corte francesa nos vean a todos muy elegantes. No quiero nada sin estilo ni español para mis damas.
Me quedé de pie ante la mujer para que me tomara las medidas.
—Podéis iros todos —dijo Ana, mirando a su alrededor—. Todos excepto la señora Clovelly y la señora Simpter.
Esperó hasta que salieron de la estancia.
—Esto empeora —me dijo en voz muy baja—. Por eso volvimos antes a casa. Ni pudimos viajar por los alrededores. Dondequiera que fuéramos había problemas.
—¿Problemas?
—La gente gritaba cosas. En una villa, un puñado de chicos me arrojaron piedras. ¡Y el rey a mi lado!
—¿Apedrearon al rey?
—A otro de los pueblos no pudimos ni ir —contestó, asintiendo—. Tenían una fogata en la plaza y quemaban mi efigie.
—¿Qué dijo el rey?
—Al principio estaba furioso, iba a enviar a los soldados para darles una lección: pero en todos los pueblos pasaba igual. Eran demasiados. ¿Y si la gente comenzaba a luchar contra los soldados del rey? ¿Qué pasaría entonces?
La costurera me dio la vuelta con un suave toque en las caderas. Me moví como ordenaba, pero casi no sabía qué hacía. Había crecido en la paz inquebrantable del reinado de Enrique. Difícilmente podía asimilar la idea de los ingleses alzados contra él.
—¿Qué dice nuestro tío?
—Dice que gracias a Dios sólo tenemos que temer como enemigo al duque de Suffolk, porque cuando el rey es apedreado e insultado en su propio país, después se desencadena velozmente una guerra civil.
—¿Suffolk es enemigo nuestro?
—Totalmente declarado —dijo, rotunda—. Dice que le he costado la Iglesia al rey, ¿también deberá perder el reino?
Di una vuelta otra vez más, la costurera se arrodilló detrás y asintió.
—¿Debo llevarme estos vestidos y remodelarlos? —preguntó en un susurro.
—Lleváoslos —contesté. Recogió las telas y el bolso de costura y salió de la habitación. La costurera que recogía el dobladillo del vestido de Ana puso el último alfiler y cortó el hilo.
—Dios mío, Ana —dije—. ¿Realmente era por todas partes?
—En todas partes —contestó con gravedad—. En un pueblo me daban la espalda, en otro me silbaban. Cuando descendíamos por los caminos a caballo, los chicos gritaban cosas espantosas contra mí. Las chicas que cuidaban ocas escupían ante mí. Cuando íbamos por cualquier mercado de pueblo, las mujeres lanzaban pescado apestoso y verduras podridas a nuestro paso. Si íbamos a quedarnos en una mansión o en un castillo, el populacho nos seguía, insultándonos, y teníamos que cerrar las verjas para contenerlos —dijo Ana meneando la cabeza—. Fue peor que una pesadilla. Nuestros anfitriones venían a saludarnos con los rostros demudados al ver a sus arrendatarios gritando contra el rey. Llevamos a todas las puertas un rastro de desdicha. No podemos ir a Londres, y ahora tampoco al campo. Estamos escondidos en nuestros propios palacios, donde la gente no puede alcanzarnos. Y llaman a su Catalina la Bienamada.
—¿Qué dice el rey?
—Dice que no esperaremos la sentencia de Roma. En cuanto muera el arzobispo Warham nombrarán otro arzobispo que nos casará, ya se decante Roma a nuestro favor o no.
—¿Y si Warham perdura? —pregunté con nerviosismo.
—¡Ay, no me mires así! —dijo Ana con una risa aguda—. ¡No le enviaré sopa! Es un anciano, ha estado en cama la mayor parte del verano. Morirá pronto y entonces Enrique designará a Crammer y nos casará.
—¿Tan fácil como eso? —dije, moviendo la cabeza dubitativamente—. ¿Después de todo este tiempo?
—Sí —contestó ella—. Y si el rey fuera más hombre y menos crío, me hubiera desposado hace cinco años y ahora ya podríamos tener cinco hijos. Pero tenía que demostrar a la reina que él tenía razón, demostrar al reino que tenía razón. Tiene que ser visto haciendo lo correcto, independientemente de la verdad de la cuestión. Es un necio.
—Mejor que no se lo digas a nadie más que a mí —la previne.
—Todo el mundo lo sabe —dijo, atónita.
—Ana —repliqué—. Mejor que vigiles tu lengua y tu temperamento. Aún podrías caer, incluso ahora.
—Va a concederme un título —dijo, denegando— y una fortuna que nadie me podrá arrebatar.
—¿Qué título?
—El marquesado de Pembroke.
—¿Una marquesa? —dije, pensando que no la había oído bien.
—No —dijo con el rostro radiante de orgullo—. No un título otorgado a una mujer casada con un marqués. Un título que una persona tiene por derecho propio. Un marquesado. Voy a tener un marquesado y eso nadie me lo puede quitar. Ni siquiera el propio rey.
—¿Y la fortuna? —pregunté. Cerré los ojos con una oleada de pura envidia.
—Voy a poseer los feudos de Coldkeynton y Hanworth en Middlessex y tierras en Gales. Me darán unas mil libras al año.
—¿Mil libras? —repetí, pensando en mi pensión anual de cien libras.
—Seré la mujer más rica de Inglaterra y la más aristocrática —dijo Ana, resplandeciente—. Rica por derecho propio, aristócrata por derecho propio. Y luego seré reina —añadió. Se rió al advertir cuán amargo era su triunfo para mí—. Debes alegrarte por mí.
—Oh, sí.
A la mañana siguiente, en el patio de las caballerizas había un gran alboroto; el rey iba a cazar y todos debían ir con él. Se sacaban los corceles de los establos y la jauría de perros esperaba en un extremo del gran patio, fustigados por los cazadores, pero sin dejar de correr de una esquina a otra, oliendo y aullando de excitación. Los mozos corrían alrededor con correas y cinchas, y ayudaban a sus amos a subir a las sillas. Los mozos del establo salían con trapos para dar el último toque a las ancas relucientes y a los cuellos lustrosos. El corcel negro de Enrique, encorvando el cuello y pateando el suelo, esperaba al rey en la plataforma de montar.
Busqué a William Stafford por todas partes. Entonces sentí un leve contacto en la cintura y una cálida voz que decía a mi oído:
—Me enviaron a un recado, volví corriendo todo el camino.
Me di la vuelta para verlo. Casi estaba en sus brazos. Estábamos tan cerca que, si se adelantaba medio centímetro, nuestros cuerpos se tocarían. Cerré los ojos en un instante de deseo ante su olor, y cuando los abrí vi sus ojos, oscuros de deseo por mí.
—Por el amor de Dios, retroceded —dije, temblorosa.
Separó la mano contra su voluntad y dio medio paso atrás.
—Juro ante Dios que debo casarme con vos —dijo—. María, estoy fuera de mí. Nunca antes he estado así en mi vida. No puedo seguir ni un instante sin abrazaros.
—Ssshhh —susurré—. Ayudadme a subir a la silla.
Pensé que ahí arriba y fuera de su alcance la debilidad de las rodillas y la cabeza mareada importarían menos. No sé cómo me senté en la silla, doblé la pierna alrededor de la perilla y me arreglé el traje de montar para que cayera correctamente. Él tiró del dobladillo y cubrió mi pie con su mano. Alzó la mirada hacia mí, con un rostro de total determinación.
—Debéis casaros conmigo —dijo simplemente.
Eché un vistazo alrededor, a la riqueza de la corte, las plumas oscilando sobre los sombreros, los terciopelos y sedas: todos vestidos como príncipes hasta para pasar un día sobre una silla de montar.
—Ésta es mi vida —dije, intentando explicarme—. Éste ha sido mi hogar desde que era una niña. Primero la corte francesa y ahora ésta, nunca he vivido en una casa normal, nunca he estado en la misma habitación durante un año entero. Soy una cortesana de una familia de cortesanos. No puedo convertirme en campesina a la que chasqueáis los dedos.
Sonaron los cuernos de caza y el rey salió por la puerta del castillo con una amplia sonrisa. Ana iba a su lado. La rápida mirada de Ana recorrió el patio, yo aparté el pie que William tenía agarrado y le devolví la mirada con una sonrisa insulsa e inocente. El rey fue ayudado a subir al caballo, se quedó un momento sentado pesadamente sobre la silla, luego empuñó las riendas y se preparó para salir, y todo el mundo que aún estaba en el suelo subió de prisa a la silla, disputándose el mejor puesto en la cabalgata, los gentileshombres intentando acercarse a Ana, las damas a caballo, como por casualidad, al lado del rey.
—¿No venís? —pregunté con urgencia.
—¿Queréis que vaya?
Los jinetes iban dejando el patio, empujándose y esperando ante el arco de la verja.
—Será mejor que no. Hoy sale mi tío, y lo ve todo.
—Como deseéis —dijo William. Dio un paso atrás y advertí que la luz desaparecía de sus ojos.
Lo que más deseaba en el mundo era saltar del caballo y devolver la sonrisa a su rostro con un beso. Pero se inclinó y retrocedió para recostarse contra el muro, a ver cómo nos alejábamos la partida de caza y yo. Ni siquiera me preguntó cuándo me volvería a ver. Me dejó marchar.