Verano de 1535

Por la noche, Jorge y yo nos sentamos en la habitación de Ana mientras se preparaba para acostarse. El rey había dicho que esa noche yacería con ella. Ana se había bañado y me había pedido que le cepillara el cabello.

—Vas a asegurarte de que tenga cuidado, ¿verdad? —le pregunté ansiosamente—. No debería acostarse contigo, es pecado.

Jorge soltó una risita desde donde estaba, sobre el lecho de Ana, con las botas sobre las delicadas colchas.

—Hay poco peligro de un cortejo violento —repuso ella, volviendo la cabeza a pesar del cepillado.

—¿Qué quieres decir?

—Algunas noches no puede hacerlo, no puede conseguir una erección. Es desagradable. Tengo que yacer debajo de él mientras se esfuerza, suda y gruñe. ¡Y luego se enfada y se enfada conmigo! Como si yo tuviera algo que ver.

—¿Va bebido?

—Ya conoces al rey —contestó, encogiéndose de hombros—. De noche siempre está medio borracho.

—Si le dices que estás embarazada… —dije.

—Tendré que decírselo en junio, ¿no? —señaló—. Cuando se mueva, se lo diré. Cancelará el viaje de la corte y todos nos quedaremos en Hampton Court. Jorge tendrá que salir a cabalgar y cazar con él y mantener a esa Jane con cara de pan lejos de su cuello.

—Ni el arcángel san Gabriel podría quitarle a las mujeres de encima —dijo Jorge—. Has marcado una pauta, Ana, vivirás para lamentarla. Todas lo mantienen a distancia y le prometen el cielo. Era más fácil cuando todas eran como la pequeña María aquí presente. Se daban un revolcón y recibían un par de feudos.

—Creo que conseguiste los feudos —dije, cortante—. Y padre. Y William Carey. Por lo que yo recuerdo, conseguí un par de guantes recamados y un collar de perlas.

—Y un barco con tu nombre y un caballo —añadió Ana con su memoria exacta y envidiosa—. E innumerables vestidos y un lecho.

—Llevas el inventario como si fueras del personal de la casa, Ana. —Dijo Jorge, que rió, le tendió una mano y la aupó al lecho para que se recostara en la almohada, con él. Los miré a los dos, lado a lado, en el gran lecho de Inglaterra.

—Os dejo —dije bruscamente.

—Sal corriendo hacia sir Nadie —soltó Ana volviendo la cabeza, y corrió las cortinas lujosamente recamadas del lecho.

William me esperaba en el jardín, contemplando el río con semblante sombrío.

—¿Qué sucede?

—Ha arrestado a Fischer —dijo—. Nunca pensé que se atrevería.

—¿Al obispo Fischer?

—Pensé que tenía mucha suerte en la vida. Enrique siempre lo apreció, y parecía capaz de defender a la reina Catalina y salir ileso. Ha sido el hombre de la reina, siempre. Ella padecerá por él.

—Pero sólo estará en la Torre una semana o dos, ¿no? Y luego pedirá perdón, o lo que sea…

—Depende de lo que le exijan. No aceptará el juramento de sucesión, estoy seguro. No puede decir que Elizabeth accederá al trono en lugar de María, ha escrito una docena de libros y predicado un millón de sermones en defensa del matrimonio, no puede desheredar a la hija.

—Entonces se quedará ahí —dije.

—Supongo que sí.

—¿Por qué estás tan preocupado? —pregunté. Me acerqué un poco más y puse la mano en su brazo—. Tendrá sus libros y sus cosas, le visitarán los amigos. Será liberado a finales de verano.

William se volvió y me cogió las manos entre las suyas.

—Yo estaba allí cuando Enrique ordenó que lo llevaran a la Torre —dijo—. El rey estaba en misa mientras se ocupaba de los asuntos de Estado. Piensa en ello, María. El rey estaba en misa cuando envió al obispo a la Torre.

—Siempre se ha ocupado de esos asuntos mientras oía misa —repuse. No estaba dispuesta a dejarme llevar por la gravedad con que hablaba mi esposo—. No significa nada.

—Ésas son las leyes de Enrique —dijo, sin soltar mis manos, entre las suyas—. El Juramento de Sucesión, después el Acta de Supremacía y luego el Acta de Traición. Ésas no son leyes del pueblo. Ésas son las leyes de Enrique que forman la trampa para atrapar a sus enemigos, y Fischer y Moro han caído en ella.

—Precisamente, no va a decapitarlos… —repuse razonablemente—. ¡Ay, William, de verdad! Uno es el hombre de Iglesia más reverenciado del reino y el otro era el gran canciller. Difícilmente osará decapitarlos.

—Si osa denunciarlos por traición, entonces nadie estará a salvo.

—¿Por qué? —pregunté. Advertí que había bajado la voz, como él.

—Porque habrá averiguado que el papa no protege a sus servidores. Que los ingleses no se alzan contra la tiranía. Que nadie es tan bien pensante o está tan bien conectado como para que no pueda arrestársele con una ley nueva. ¿Cuánto tiempo crees que seguirá en libertad la reina Catalina una vez arrestado su consejero?

—No escucharé esto —dije, soltando las manos—. Es como temer la oscuridad. Mi abuelo Howard estuvo en la Torre por traición y salió sonriendo. Enrique no ejecutará a Tomás Moro, lo aprecia. Ahora puede que estén en pugna, pero Moro era su mejor amigo y su alegría.

—¿Y qué hay sobre tu tío, Buckingham?

—Eso fue diferente —repuse—. Era culpable.

—Veremos —fue lo único que dijo mi esposo. Se volvió hacia el río—. Ruego a Dios que tengas razón y yo esté equivocado.

Nuestras plegarias no obtuvieron respuesta. Enrique hizo lo que yo pensaba que nunca haría ni en sueños. Envió al obispo Fischer y a Tomás Moro al tribunal, con la acusación de afirmar que la reina Catalina había estado realmente casada con él. Les arrebató la vida por declarar que no era el jefe espiritual de la Iglesia, el papa inglés. Y esos dos hombres, con una conciencia impoluta, dos de los mejores hombres de Inglaterra, caminaron hacia el cadalso y apoyaron la cabeza sobre el tajo como si fueran los más viles traidores.

Esos días de junio fueron silenciosos en la corte, cuando murió Fischer, cuando murió Moro. Todos sintieron que el mundo se había hecho un poco más peligroso. Si el obispo Fischer podía ser decapitado, si Tomás Moro podía encaminarse al cadalso, ¿quién estaba a salvo?

Jorge y yo esperábamos con creciente impaciencia a que el bebé de Ana creciera en el vientre para que pudiera decirle al rey que estaba embarazada; pero a mediados de junio aún no pasaba nada.

—¿No es posible que te hayas equivocado en las cuentas? —le pregunté.

—¿Es eso probable? —replicó Ana—. ¿Pienso en otra cosa?

—¿Puede que se mueva tan poco que no lo sientas?

—Dímelo tú —respondió—. Tú eres la cerda que siempre tiene camada. ¿Podría ser?

—No sé.

—Sí, sí que lo sabes —dijo. El leve fruncimiento de su boca estaba apretado en una fina línea amarga—. Ambas sabemos. Ambas sabemos qué ha pasado. Está ahí muerto. Ahora ya hace cinco meses y no es mayor que cuando estaba de tres. Está muerto en mi interior.

—Debes ver a un médico —dije, mirándola horrorizada.

—Antes vería al propio diablo —dijo, chasqueando los dedos ante mi rostro—. Si Enrique sabe que llevo un bebé muerto dentro, nunca volverá a acercárseme.

—Te pondrá enferma —advertí.

—Será mi muerte, de una manera u otra —dijo, y rió, con una risa estridente y amarga—. Porque si dejo salir una palabra de que es el segundo bebé que no he conseguido llevar a término, me repudiarán y será mi ruina. ¿Qué voy a hacer?

—Iré yo misma a por una comadrona y le preguntaré si puedes hacer algo para librarte de él.

—Mejor que te asegures de que no sepa que es para mí —exigió Ana—. Si sale un susurro de esto, estoy perdida, María.

—Lo sé. Iré a por Jorge para que me ayude.

Ésa tarde, antes de cenar, ambos bajamos al río. Nos llevó un transbordador privado, no queríamos la gran barcaza familiar. Jorge conocía una casa de baños. Había una mujer que vivía cerca, reputada por ser capaz de hacer hechizos, interrumpir un embarazo, maldecir un campo de vacas o provocar que el río saliera de su cauce. La casa de baños dominaba el río, con ventanas sobre el agua y el muelle. En todas las ventanas había una vela resguardada que iluminaba a una mujer sentada medio desnuda, para que fuera visible desde el río. Jorge se caló el sombrero sobre los ojos y yo me eché la capucha hacia delante. Atracamos el barco en el embarcadero e ignoré a las chicas que se asomaban por las ventanas y animaban a Jorge.

—Esperad aquí —ordenó Jorge al barquero mientras subíamos las escaleras, húmedas y resbaladizas. Me cogió por el codo y me guió cruzando la inmundicia de la calle adoquinada. Golpeó la puerta de la casa y cuando se abrió silenciosamente retrocedió y me dejó entrar sola. Vacilé en la entrada, escudriñando en la oscuridad.

—Sigue —dijo Jorge. Un brusco empujón en la rabadilla me advirtió de que no estaba de humor para demoras—. Sigue. Hemos de conseguirlo para ella.

Asentí y entré. Era una habitación pequeña, cargada del humo del fuego de los desechos de madera que ardían en la chimenea, amueblada sólo con una mesita de madera y un par de taburetes. La mujer estaba sentada ante la mesa. Era una anciana, encorvada, de cabello gris, rostro marcado por la experiencia y brillantes ojos azules que lo veían todo. Una sonrisita reveló una boca llena de dientes amarillentos.

—Una dama de la corte —comentó, observando mi capa y el atisbo del lujoso vestido que asomaba por la abertura central.

—Esto es por vuestro silencio —dije, dejando una moneda de plata sobre la mesa.

—No os seré muy útil si estoy en silencio —repuso, y rió.

—Necesito ayuda.

—¿Queréis que alguien os ame? ¿Queréis que alguien muera? —Me escudriñó con el fulgor de su mirada como si me abarcara por completo. Volvió a sonreír.

—Ninguna de ambas cosas —dije.

—Un problema con un bebé, entonces.

Levanté un taburete y me senté, pensando en el mundo, dividido con tanta sencillez entre el amor, la muerte y el nacimiento.

—No es para mí, es para una amiga.

—Como siempre —dijo con una sonrisa alegre.

—Estaba embarazada, pero ahora está en el quinto mes y el bebé ni crece ni se mueve.

—¿Qué dice ella? —preguntó la mujer, súbitamente interesada.

—Cree que está muerto.

—¿Aún sigue engordando?

—No. Está igual que hace dos meses.

—¿Enferma por las mañanas, con los pechos sensibles?

—Ahora no.

Hizo un gesto de negación con la cabeza.

—¿Ha sangrado? —preguntó.

—No.

—Suena como si el bebé estuviera muerto. Mejor que me llevéis con ella para asegurarme.

—Eso no es posible —dije—. Está vigilada estrechamente.

—No creeríais de qué casas he entrado y salido —replicó, y soltó una risotada.

—No podéis verla.

—Entonces correremos el riesgo. Puedo daros una bebida, se pondrá enferma como una bestia y el bebé saldrá. —Asentí ansiosamente, pero ella alzó una mano—. Pero ¿y si está equivocada? ¿Y si hay un bebé ahí? ¿Simplemente descansando un rato? ¿Simplemente quieto?

—¿Entonces qué? —pregunté mirándola, bastante desconcertada.

—Entonces lo mataréis —contestó—. Y eso os convierte en una asesina, y a ella y a mí también. ¿Tenéis estómago para ello?

—Dios mío, no —dije, negando lentamente con la cabeza. Pensaba en lo que podría pasarme, a mí y a los míos, si alguien se enteraba de que había dado a la reina una poción para perder al príncipe.

Me levanté y me alejé de la mesa para mirar por la ventana al río frío y gris. Comparé el recuerdo de Ana, tal como la había visto al principio del embarazo, el color sonrosado, los senos hinchados, y cómo estaba ahora, pálida, consumida, con aspecto reseco.

—Dadme la bebida. Ella es la única que decidirá si tomarla o no.

—Serán tres chelines —dijo la mujer. Se levantó del taburete y caminó balanceándose hacia el fondo de la habitación.

No dije nada ante esos honorarios tan increíblemente elevados, sino que puse en silencio las monedas de plata sobre la mesa grasienta. Los cogió con un rápido movimiento.

—No es esto lo que debéis temer —dijo de pronto.

Yo estaba a medio camino hacia la puerta, pero volví.

—¿Qué queréis decir?

—No debéis temer a la bebida, sino al acero.

—¿Qué queréis decir? —pregunté. Sentí un sudor frío, como si la bruma gris del río recorriera toda la piel de mi espalda.

—¿Yo? —respondió. Meneó la cabeza, como si se hubiera quedado dormida un instante—. Nada. Si significa algo para vos, entonces tomáoslo en serio. Si no significa nada, no significa nada. Dejadlo ir.

Me detuve un momento por si acaso decía algo más y cuando se quedó callada abrí la puerta y salí a escondidas.

Jorge estaba esperando de brazos cruzados. Cuando salí me agarró por el brazo y nos apresuramos por los escalones verdes y resbaladizos hasta la barca, que se mecía suavemente. Hicimos el largo trayecto de vuelta a casa en silencio, el barquero remaba contra la corriente. Cuando nos dejó en el embarcadero del palacio, dije a Jorge, apurada:

—Hay dos cosas que deberías saber: una es que si el bebé no está muerto, esta bebida lo matará y caerá sobre nuestras conciencias.

—¿Hay alguna forma de saber si es varón, antes de que la beba?

—Eso no se sabe nunca —contesté. Lo hubiera maldecido por pensar sólo en eso.

Asintió.

—¿La otra?

—Lo otro que dijo la anciana es que no debíamos temer a esa bebida, sino al acero.

—¿Qué tipo de acero?

—No lo dijo.

—¿El acero de la espada? ¿El acero de la cuchilla? ¿El hacha del verdugo? —preguntó. Me encogí de hombros—. Somos Bolena —añadió con sencillez—. Cuando se pasa la vida a la sombra del trono, siempre se teme al acero. Vamos a superar esta noche. Démosle esa bebida y a ver qué pasa.

Ana bajó a cenar como una reina, con el rostro pálido y consumida, pero con la cabeza alta y una sonrisa en los labios. Se sentó junto a Enrique, su trono sólo un poco menor que el del rey, y charló con él, lo aduló y hechizó como aún podía hacer. Cada vez que la determinación de Ana se detenía tan sólo un instante, la mirada del rey se perdía por la estancia y se detenía en la mesa de las damas de compañía, quizá mirando a Madge Shelton, quizá a Jane Seymour, una vez incluso me dirigió una cálida sonrisa. Ana simulaba no ver nada, le hacía un montón de preguntas sobre la cacería, elogiaba su salud. Cogía los mejores bocados de la mesa presidencial y se los ponía en su plato, ya sobrecargado. Era la auténtica Ana, la propia Ana, en cada movimiento de cabeza y cada caída seductora de pestañas; pero había algo en la determinación de su encanto que me recordaba a la mujer sentada anteriormente en esa silla que intentaba no ver que la atención de su esposo se iba a cualquier otra parte.

Después de la cena el rey dijo que iba a arreglar unos asuntos; todos supimos que se iba de jarana con sus mejores amigos.

—Mejor que vaya con él —dijo Jorge—. ¿Controlas que se la tome y te quedas con ella?

—Dijo que iba a ponerse enferma como una bestia.

Él asintió con los labios apretados, luego se volvió y fue tras el rey.

Ana dijo a las damas que tenía jaqueca y que se retiraba a dormir. Las dejamos en la antesala, cosiendo camisas para los pobres. Cuando dijimos buenas noches estaban muy laboriosas, pero sabía que en cuanto la puerta se cerrara comenzaría la cotidiana e interminable oleada de habladurías.

Ana se puso el camisón y me tendió el peine de los piojos.

—Podrías hacer algo útil mientras esperamos —dijo, descortés. Puse la botella sobre la mesa.

—Viértela tú por mí.

—No —repuse. Había algo en aquella botella oscura con tapón que me repelía—. Debes hacerlo tú y hacerlo sola.

Se encogió de hombros como un jugador que subiera las apuestas con los bolsillos vacíos y vertió la bebida en una copa dorada. La alzó ante mí como en un brindis burlón, echó la cabeza hacia atrás y bebió. Vi su cuello convulsionado mientras forzaba los tres tragos. Luego dejó la copa con un sonoro golpe y me sonrió con una sonrisa desafiante.

—Hecho —dijo—. Ruego a Dios que funcione sin problemas.

Esperamos, le peiné el cabello y luego, un poco más tarde, dijo:

—También podíamos ir a dormir. No pasa nada.

Nos hicimos un ovillo en la cama, como en los viejos tiempos, cuando dormíamos juntas. Despertamos justo después de amanecer y no tenía dolores.

—No ha funcionado —dijo.

Yo tenía un irracional atisbo de esperanza de que el bebé se hubiera aferrado, de que fuera un bebé vivo, quizá pequeño y débil, pero con vida a pesar del veneno.

—Iré a mi lecho, si no me necesitas —dije.

—Ya —dijo—. Ve corriendo con sir Nadie y date un pequeño revolcón sudoroso, ¿por qué no?

No respondí de inmediato. Reconocí el tono de envidia en la voz de mi hermana, y para mí era el sonido más dulce del mundo.

—Pero tú eres reina.

—Sí. Y tú eres lady Nadie.

—Ésa fue mi elección —dije, sonriendo, y desaparecí por la puerta antes de que pudiera decir la última palabra.

No sucedió nada en todo el día. Jorge y yo observábamos a Ana como si fuera nuestra propia hija, pero aunque estaba pálida y se quejaba del calor del brillante sol de junio, no pasó nada. Por la mañana, el rey estuvo ocupado en sus asuntos, recibiendo a demandantes apurados por verlo antes de que la corte saliera de viaje.

—¿Sientes algo? —pregunté a Ana mientras la miraba vestirse antes de cenar.

—No —contestó—. Tendrás que volver a ir mañana.

Dejé a Ana en su lecho sobre medianoche y me dirigí a mis aposentos. Cuando entré, William estaba dormitando, pero al verme se deslizó de la cama y me desató los cordones, tan tierno y servicial como una doncella eficiente. Me reí ante su concentrada expresión mientras desataba la cintura de mi falda, luego la sostuvo extendida para que saliera y después suspiré de placer mientras me frotaba las rozaduras de la piel, donde se me clavaban las varillas del corselete.

—¿Mejor? —preguntó.

—Siempre es mejor cuando estoy contigo —contesté.

Me cogió de la mano y me llevó al lecho. Me quité la combinación y me deslicé entre las sábanas tibias. Inmediatamente me asaltó y me envolvió la calidez familiar de su cuerpo. Su olor me encandiló, el contacto de su pierna desnuda entre mis muslos me excitó, su cálido pecho sobre la curvatura de mis senos me hizo sonreír de placer y sus besos me abrieron los labios.

Nos despertamos a las dos de la madrugada, aún de noche, por unos silenciosos arañazos en la puerta. William saltó de la cama inmediatamente, con la daga en la mano.

—¿Quién anda ahí?

—Jorge. Necesito a María.

William juró en voz baja, se echó una capa sobre los hombros, me tendió la combinación y abrió la puerta.

—¿Se trata de la reina?

Jorge denegó con la cabeza. No podía soportar contar a otro hombre nuestros secretos de familia. Me miró.

—Ven, María.

William retrocedió dominando su enojo porque mi hermano me ordenara que saliera del lecho matrimonial. Me puse la combinación por la cabeza, tiré hacia abajo y salté de la cama. Fui a coger el corsé y la falda.

—No hay tiempo —dijo Jorge, enfadado—. Ven ahora.

—No dejará esta habitación medio desnuda —repuso William.

Jorge se detuvo un momento para analizar su expresión. Luego sonrió con su encantadora sonrisa Bolena.

—Tiene que ir a trabajar —explicó amablemente—. Esto es un asunto de familia. Déjala ir, William. Cuidaré de que no le pase nada malo. Pero ahora debe irse.

William se quitó la capa de los hombros, me envolvió en ella y me besó en la frente. Jorge me agarró la mano y tiró de mí, corriendo, hasta el dormitorio de Ana.

Estaba en el suelo ante el fuego, abrazándose como acunándose a sí misma. En el suelo, a su lado, había una tela manchada de sangre. Alzó la mirada entre su rizado cabello oscuro y luego volvió a desviarla, como si no tuviera nada que decir.

—¿Ana? —susurré.

Crucé la habitación y me senté en el suelo, junto a ella. Cautelosamente, pasé un brazo alrededor de sus tensos hombros. Ni se recostó para consolarse ni se encogió de hombros para que la dejara. Estaba tan rígida como un taco de madera. Miré el paquetito trágico.

—¿Eso era tu bebé?

—Fue casi sin dolor —farfulló entre dientes—. Y tan rápido que todo pasó en un momento. Sentí el vientre revuelto, como si quisiera vomitar, fui a buscar el orinal y luego todo terminó. Estaba muerto. Casi no hubo sangre. Creo que llevaba meses muerto. Ha sido una pérdida de tiempo. Todo ello. Una pérdida de tiempo.

—Tendrás que encargarte de eso —dije, volviéndome hacia Jorge.

—¿Cómo? —preguntó. Parecía horrorizado.

—Quémalo —dije—. Hazlo desaparecer. Esto no puede haber sucedido. Todo este asunto no debe haber sucedido.

—Sí —dijo Ana con voz inexpresiva. Deslizó sus blancos dedos enjoyados por el pelo y estiró—. Nunca sucedió. Como la última vez. Como la próxima vez. Nunca sucede nada.

Jorge fue a levantar la cosa y luego se detuvo. No podía soportar tocarlo.

—Cogeré una capa —dijo.

Asentí, señalando uno de los cestos de ropa que se alineaban en los muros. Abrió uno. Un dulce aroma de lavanda y ajenjo llenó la habitación. Sacó una capa oscura.

—Ésa no —dijo Ana con acritud—. Está ribeteada de armiño auténtico.

Él se detuvo ante lo absurdo del comentario, pero sacó otra y la arrojó sobre la pequeña forma del suelo. Era tan minúscula que casi no había nada, incluso cuando la envolvió en la capa y se la metió bajo el brazo.

—No sé dónde cavar —me dijo en voz baja, con una mirada vigilante a Ana. Aun seguía estirándose el cabello como si quisiera hacerse daño.

—Ve y pregúntale a William —dije, dando las gracias a Dios por tener a mi hombre, que era capaz de controlar este horror—. Te ayudará.

—¡Nadie debe saberlo! —dijo Ana con un pequeño gemido de dolor.

—¡Ve! —ordené a Jorge.

Salió de la habitación. La cosita que llevaba bajo el brazo era tan pequeña que podía ser un libro envuelto en una capa para que no se mojara.

En cuanto la puerta se cerró me volví hacia Ana. La ropa de cama estaba manchada, la quité y también cogí el camisón. Lo rasgué todo y comencé a quemarlo en el fuego. Le puse un camisón limpio por la cabeza y la animé a volver al lecho. Estaba blanca como la muerte y le castañeteaban los dientes mientras yacía encogida, diminuta entre las gruesas colchas, ahogada por el baldaquín lujosamente recamado y las cortinas de los cuatro pilares del enorme lecho.

—Te traeré algo de ponche caliente.

Había una jarra de ponche en la antesala, la llevé a su habitación y metí el atizador, caliente, dentro. Añadí un poco de coñac y vertí todo en su copa de oro. La sostuve por los hombros y la ayudé a bebérsela. Dejó de temblar, pero continuó con una palidez cadavérica.

—Duerme —dije—. Ésta noche me quedaré contigo.

Alcé las colchas y me deslicé a su lado. La abracé para que no tuviera frío. Ahora, su cuerpo era tan pequeño como el de una niña. Sentí el hombro de mi camisón de hilo humedecido y advertí que lloraba silenciosamente, las lágrimas le caían de sus párpados cerrados.

—Duerme —repetí, impotente—. Ésta noche no podemos hacer nada más. Duerme, Ana.

—Dormiré —susurró, sin abrir los ojos—. Y ruego a Dios que nunca despierte.

Se despertó a la mañana, por supuesto. Despertó, pidió el baño e hizo que lo llenaran de agua increíblemente caliente, como si quisiera hervir el dolor de su mente y de su cuerpo. Se metió de pie, se restregó por entero, luego se hundió en la espuma y llamó a las doncellas para que trajeran otro aguamanil de agua caliente, y otro más. El rey mandó decir que se iba a maitines y Ana respondió que lo vería después de desayunar, que oiría misa en su dormitorio. Me pidió que cogiera el jabón y un áspero retal de lienzo y le froté la espalda hasta que enrojeció. Se lavó el cabello y se lo recogió con horquillas en lo alto de la cabeza mientras se quedaba en remojo en el agua caliente. Su piel se puso roja como la de un cangrejo cuando ordenó que le añadieran otro aguamanil de agua caliente.

Ana se sentó ante el fuego para secarse, envuelta en lienzos calientes, después mandó que extendieran todos sus vestidos más lujosos para escoger cuál se pondría ese día y qué llevaría cuando la corte saliera de viaje estival. Me quedé al fondo de la habitación observándola, preguntándome qué significaría ese feroz bautismo en agua hirviendo, qué le diría esa exhibición de riqueza. La vistieron y se ató con firmeza para que los senos surgieran apretados en dos curvas tentadoras de carne por el escote del vestido. Su lustroso cabello negro quedaba a la vista con el tocado, sus largos dedos estaban recargados de anillos, llevaba su gargantilla preferida de perlas, con la «B» de Bolena en la garganta. Hizo una pausa antes de abandonar la habitación para mirarse en el espejo y lanzó su media sonrisita intencionada y seductora a su reflejo.

—¿Te sientes bien ahora? —pregunté al fin.

El remolino de su giro hizo revolotear la suntuosa seda del vestido a su alrededor y los diamantes destellaron con la viva luz.

¡Bien sûr! ¿Por qué no habría de estarlo? —preguntó—. ¿Por qué no?

—Por nada —contesté. Me encontré retrocediendo por la habitación, no como la muestra de respeto que le complacía ver, sino con la sensación de que todo eso era demasiado para mí. No quería estar con Ana cuando estaba resplandeciente e insensible. Cuando se ponía así, añoraba la simplicidad y amabilidad de William y el mundo donde las cosas eran lo que parecían.

Lo encontré donde esperaba que estuviera, de paseo por el río, con el bebé en el regazo.

—Envié a la nodriza a desayunar —dijo, dándome al bebé. Puse el rostro en su coronilla y sentí la leve pulsación que latía suavemente contra mi mejilla. Inhalé el dulce olor a bebé y cerré los ojos, complacida. La mano de William bajó hasta mi rabadilla y luego me atrajo hacia él.

Descansé un momento gozando de su caricia, del calor del bebé contra mi cuerpo, del sonido de las gaviotas y del calor del sol sobre el rostro. Luego caminamos lentamente, lado a lado, siguiendo el sendero a lo largo del río.

—¿Cómo está la reina esta mañana?

—Como si no hubiera pasado nada —dije—. Y ahí queda.

Asintió.

—Estaba pensando una cosa —dijo con timidez—. No pretendo ofender, pero…

—¿Qué?

—¿Qué le pasa? ¿No puede estar encinta?

—Tuvo a Elizabeth.

—¿Y desde entonces?

—¿Qué estás pensando? —pregunté con los ojos entrecerrados.

—Ya sabes qué.

—Dímelo.

—No puedo si estás tan feroz ante mí —repuso con una risita atribulada—, pareces tu tío. Se me ha arrugado todo el cuerpo.

Eso me hizo reír y moví la cabeza.

—¡Oye! No estoy así. Pero sigue. ¿Qué estás pensando pero intentas no decir?

—Diría que debe de albergar algún pecado en su alma, algo relativo al demonio o alguna brujería —respondió—. No me recrimines, María. Es lo que dirías tú misma. Sólo pensaba que igual podría confesarse, o ir de peregrinación, o limpiar su conciencia. No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo? Ni siquiera quiero saberlo. Pero debe de haber hecho algo terriblemente malo, ¿verdad?

Me volví sobre los talones y me alejé caminando lentamente. William me alcanzó.

—Debes preguntarte…

—Nunca —repuse con determinación—. No sé ni la mitad de lo que hizo para convertirse en reina. No tengo ni idea de lo que haría para concebir un hijo. Ni lo sé ni quiero saberlo.

Caminamos un rato en silencio. William me miró de perfil.

—Si nunca consigue un hijo suyo, se quedará con el tuyo —dijo, sabiendo dónde estaban mis pensamientos.

—¡Eso ya lo sé! —susurré con dolor contenido. Abracé más fuerte al bebé.

La corte iba a viajar esa semana y yo sería dispensada para estar con mis hijos cuando todos partieran. En la excitación y el caos de empaquetar y organizar el viaje ceremonial anual caminaba como una acróbata que bailara entre cáscaras de huevo sin romperlas, temerosa de hacer algo que pudiera atraer la ira de la reina.

Mi buena suerte continuó, el temperamento de Ana se contuvo. William y yo agitamos la mano para despedir a la comitiva real, que se dirigía a caballo hacia el sur, a lo mejor que los pueblos y magníficas mansiones de Sussex, Hampshire, Wiltshire y Dorset pudieran ofrecer. Ana llevaba un vestido dorado y blanco reluciente, Enrique aún era un gran rey a su lado, especialmente sobre un robusto corcel. Ana cabalgaba con la yegua tan cerca de él como siempre había hecho durante aquellos veranos, tan sólo dos o tres años atrás, cuando él estaba perdidamente enamorado y ella veía el premio al alcance de su mano.

Aún conseguía que se volviera a escucharla y podía hacerle reír. Aún encabezaba la corte como si fuera una joven cabalgando por gusto un día de estío. Nadie sabía lo que le costaba a Ana salir a cabalgar, estar animada para el rey y saludar a la gente a los lados del camino, quienes se la quedaban mirando con una curiosidad amarga, pero sin aprecio. Nadie lo sabría nunca.

William y yo nos quedamos de pie saludando hasta que estuvieron fuera de la vista y luego fuimos a buscar a la nodriza y al bebé. Tan pronto como el último de los centenares de carros y carretas salió del patio de caballerizas y descendió por el camino del oeste, salimos hacia el sur, a Kent, a Hever, para pasar el verano con mis hijos.

Había pensado y rezado de rodillas por ese momento, todas las noches, durante un año. Gracias a Dios que las habladurías de la corte no habían llegado a Kent, para que mis hijos ni se enteraran del riesgo que había corrido la familia. Les habían entregado mis cartas, en las que los informaba de que me había casado con William y que esperaba un bebé. Les habían dicho que había dado a luz una niña, que tenían una hermanita, y ambos estaban tan excitados como yo, anhelando verme tanto como yo a ellos.

Cuando llegamos estaban entretenidos en el puente levadizo. Vi que Catalina tiraba de Enrique para levantarlo y ambos comenzaron a correr hacia nosotros, Catalina con la falda recogida sobre los pies, Enrique la adelantaba con zancadas más largas. Me deslicé del caballo, les abrí los brazos y se lanzaron sobre mí, me cogieron por la cintura y me abrazaron con fuerza.

Ambos habían crecido. Hubiera llorado por la rapidez con que habían crecido en mi ausencia. Enrique me llegaba al hombro, tendría la altura y el peso de su padre. Catalina ya era una mujercita llena de gracia, tan alta como su hermano. Tenía los ojos de color avellana y la sonrisa maliciosa de los Bolena. La separé de mí para poder verla. Su cuerpo estaba formando las curvas de mujer, sus ojos, cuando se encontraron con los míos, eran los de una mujer a punto de comenzar la vida adulta: optimistas y confiados.

—Ah, Catalina, vais a ser otra belleza Bolena —dije. Se ruborizó intensamente y se acurrucó en mi abrazo.

William bajó del caballo, abrazó a Enrique y luego se volvió hacia Catalina.

—Siento como si debiera besaros la mano —dijo.

Ella se rió y saltó a sus brazos.

—Me alegré tanto cuando me dijeron que estabais casados —dijo ella—. ¿Ahora debo llamaros padre?

—Sí —contestó él con firmeza, como si nunca hubiera habido ninguna duda al respecto—. Excepto cuando me llaméis «señor».

Soltó una risita.

—¿Y el bebé? —preguntó.

—Está aquí —dije. Fui donde la mula de la nodriza y cogí al bebé de sus brazos—. Vuestra nueva hermana.

Inmediatamente Catalina la cogió y la arrulló. Enrique se inclinó sobre su hombro para apartar el embozo de la sábana y mirar el rostro diminuto.

—Es tan pequeña… —dijo Enrique.

—Ha crecido mucho —repuse—. Cuando nació, era minúscula.

—¿Llora mucho? —preguntó Enrique.

—No demasiado —contesté sonriendo—. No como tú. Eras un auténtico gritón.

—¿De verdad lo era? —preguntó inmediatamente con una sonrisa infantil.

—Terrorífico.

—Aún lo es —dijo Catalina con la falta de respeto típica de la hermana mayor.

—No lo soy —replicó él—. De todos modos, madre, y, eh, padre, ¿queréis entrar? La comida estará preparada en seguida. No sabíamos a qué hora llegaríais.

William se volvió hacia la casa y pasó el brazo sobre los hombros de Enrique.

—Háblame sobre tus estudios —le pidió—. Me han dicho que estudias con los cistercienses. ¿Te enseñan griego, además de latín?

—¿Puedo llevarla? —preguntó Catalina, que se había quedado atrás.

—Puedes tenerla todo el día —contesté con una sonrisa—. Su niñera se alegrará de descansar.

—¿Y se despertará pronto? —preguntó, volviendo a mirar detenidamente el pequeño fardo.

—Sí —le aseguré—. Y entonces le verás los ojos. Son de color azul oscuro. Muy bonitos. Y quizá sonría para ti.