Verano de 1524

Durante todo el mes de junio me retiré de la corte a fin de prepararme para el parto. Tenía una habitación en penumbra con ricos tapices, no podía ver la luz ni respirar aire fresco hasta seis largas semanas después del nacimiento de mi bebé. Estaría encerrada dos meses y medio en total. Me atendían mi madre y dos comadronas, un par de sirvientas y una dama de compañía las ayudaban. Dos boticarios esperaban fuera de la cámara, turnándose día y noche, por si los llamaban.

—¿Podría venir Ana a hacerme compañía? —pregunté a mi madre cuando vi la habitación a oscuras.

—Su padre ha ordenado que permanezca en Hever —contestó con el ceño fruncido.

—Oh, por favor —dije—. Será mucho tiempo y me complacería su compañía.

—Puede visitaros —decretó mi madre—. Pero no estar presente durante el nacimiento del hijo del rey.

—O hija —le recordé.

—Quiera Dios que sea niño —susurró, haciendo la señal de la cruz sobre mi vientre.

No dije nada más, gozosa de haberme salido con la mía. Ana vino para pasar un día y se quedó dos. En Hever se aburría, siempre estaba enfadada con la abuela Bolena y desesperaba por irse de allí, aunque fuera para ir a una habitación a oscuras con una hermana que mataba el tiempo cosiendo ropita para el bastardo real.

—¿Has estado en Home Farm? —le pregunté.

—No —contestó—. He pasado a caballo.

—Me preguntaba cómo les iría la cosecha de fresas. —Se encogió de hombros—. ¿Y la granja de Peter? ¿Pasaste para el esquilado de ovejas?

—No —contestó.

—¿Sabes cómo fue la cosecha de heno de este año?

—No.

—Ana, ¿qué diantre haces todo el día?

—Leo —contestó—. He compuesto algunas canciones. Cabalgo todos los días. Paseo por el jardín. ¿Qué más se puede hacer en el campo?

—Yo iba por ahí a ver las granjas.

—Siempre es lo mismo —dijo, enarcando una ceja—. La hierba crece.

—¿Qué lees?

—Teología —dijo, cortante—. ¿Has oído hablar de Martín Lutero?

—Claro que sí —contesté, picada—. Lo suficiente como para saber que es un hereje y que sus libros están prohibidos.

—No es necesariamente un hereje —dijo Ana con una sonrisita—. Es cuestión de opiniones. He estado leyendo sus libros y los de otros autores que piensan igual.

—Harías mejor en callártelo —dije—. Si padre o madre se enteran de que has estado leyendo libros prohibidos, volverán a enviarte a Francia o a cualquier sitio para quitarte de en medio.

—Nadie me presta atención, estoy totalmente eclipsada por tu gloria —contestó, encogiéndose de hombros—. Sólo hay una manera de llamar la atención de esta familia, y es subir al lecho del rey. Para que esta familia te quiera debes convertirte en una ramera.

—No hace falta que me provoques —dije. Puse las manos sobre mi vientre hinchado y sonreí, bastante indiferente a su malicia—. No hacía falta que te lanzaras sobre Henry Percy y te deshonraras.

—¿Sabes algo de él? —preguntó. Por un momento dejó caer la máscara de su hermoso rostro y vi su mirada de añoranza.

—Aunque me hubiera escrito no me permitirían recibir la carta —contesté, denegando—. Creo que aún está luchando contra los escoceses.

—Ay, Dios —dijo con los labios apretados—, ¿y si lo hieren o lo matan?

—Ana, no debería significar nada para ti —dije. Sentí que el bebé se movía y puse mis manos calientes sobre el corsé aflojado.

—No significa nada para mí —replicó. Pestañeó para ocultar su ardiente mirada.

—Ahora es un hombre casado —dije con firmeza—. Tendrás que olvidarlo si quieres volver a la corte alguna vez.

—Ése es mi problema —contestó, señalando mi vientre—. En lo único que pueden pensar los miembros de esta familia es que quizá des un varón al rey. Le he escrito a padre media docena de veces y su secretario me ha contestado una vez. No piensa en mí. No se preocupa por mí. Lo único que le preocupa a todo el mundo eres tú y tu vientre hinchado.

—Pronto lo sabremos —dije. Intentaba aparentar serenidad, pero tenía miedo. Si Enrique tenía una hija mía fuerte y encantadora, debería estar lo suficientemente dichoso por demostrar al mundo que no era ni impotente ni estéril. Pero no era un hombre corriente. Quería demostrar al mundo que podía engendrar un bebé saludable. Quería demostrar al mundo que podía engendrar un varón.

Fue una niña. A pesar de todos esos meses de esperanzas, plegarias en voz baja e incluso misas celebradas en las iglesias de Hever y Rochford, fue una niña.

Pero era mi niñita. Era un bulto pequeño y delicado, con las manos tan diminutas como las palmas de una ranita y los ojos de un azul tan oscuro como el cielo de Hever a medianoche. Tenía una pelusilla negra en la coronilla, lo más opuesto al rubio rojizo de Enrique que nadie pueda imaginar. Pero su boca era como la del rey, un capullo de rosa que daban ganas de besar. Cuando bostezaba parecía un rey auténtico, aburrido por los halagos. Cuando lloraba, dejaba caer gotitas sobre sus indignadas mejillas sonrosadas como un monarca al que se denegaran sus derechos. Tras darle de mamar en mis brazos, maravillada ante cómo succionaba insistente y poderosamente mi pecho, engordaba como un cordero y dormía como un borracho apoltronado junto a una jarra de hidromiel.

La llevaba en brazos constantemente. Había una nodriza para atenderla, pero argüí que el pecho me dolía tanto que la niña tenía que mamar y, astutamente, me la quedé. Me enamoré de ella. Me sentí total y completamente enamorada de ella y en ningún momento podía imaginarme que hubiera sido mejor si hubiese sido un varón.

Hasta Enrique se enterneció al verla cuando vino a visitarme a la oscura sala del parto. La sacó de la cuna y se maravilló ante la diminuta perfección de su rostro, sus manos y sus pequeños pies bajo el vestido recargado de bordados.

—La llamaremos Elizabeth —dijo, meciéndola dulcemente.

—¿Puedo escoger el nombre? —pregunté con audacia.

—¿No os gusta Elizabeth?

—Había pensado en otro nombre.

—Como queráis —dijo, encogiéndose de hombros. Era un nombre de niña. No importaba demasiado—. Llamadla como queráis. Es una cosita preciosa, ¿verdad?

Me trajo un monedero de oro y un collar de diamantes. Y algunos libros, una crítica de su propio volumen sobre teología y unos gruesos tomos recomendados por el cardenal Wolsey. Le di las gracias, los dejé a un lado y pensé que se los enviaría a Ana para pedir que me escribiera un resumen y poder salir del apuro en una conversación.

Comenzamos la visita con bastante formalidad, sentados en sillas a ambos lados de la chimenea, pero me llevó al lecho, se acostó a mi lado y me besó amable y suavemente. Después de un rato quiso poseerme y tuve que recordarle que aún estaba en el puerperio. No estaba limpia. Le toqué el chaleco con timidez y, con un suspiro, me cogió la mano y la apretó contra su erección. Deseé que alguien me dijera qué quería de mí. Pero él mismo me guió, susurrándome al oído lo que quería que hiciera, y después de que se moviera un rato con mis torpes caricias, suspiró y se tumbó inmóvil.

—¿Es suficiente para vos? —pregunté tímidamente.

—Mi amor —dijo volviéndose con una dulce sonrisa—, es un gran placer para mí teneros, incluso así, después de tanto tiempo. Cuando vayáis a la iglesia, no lo confeséis. El pecado es sólo mío. Pero vos tentaríais a un santo.

—¿Y la queréis? —le presioné.

—¿Por qué no? —contestó con una risita indulgente—. Es tan encantadora como su madre.

Momentos más tarde se levantó y se arregló las vestiduras. Me dirigió esa deliciosa sonrisa pícara que aún me deleitaba, aunque la mitad de mi mente estaba con el bebé, en la cuna, y la otra mitad en el dolor de mis senos repletos de leche.

—Cuando paséis el puerperio, tendréis aposentos más cerca de los míos —me prometió—. Os quiero junto a mí todo el tiempo. —Sonreí. Fue un momento delicioso. El rey de Inglaterra me quería con él, constantemente a su lado—. Quiero tener un varón vuestro —dijo sin rodeos.

Mi padre estaba contrariado porque el bebé era una niña (o eso dijo mi madre), quien me informó sobre el mundo exterior, que me parecía muy remoto. Mi tío estaba decepcionado pero resuelto a que no se notara. Asentí como si me importara, pero sólo sentía el gozo absoluto de que esa mañana mi hija había abierto los ojos y me había mirado con una especie de fulgor intenso que me convenció de que me había visto y reconocido como su madre. Ni a mi padre ni a mi tío se les permitía entrar en la sala de partos, y el rey no repitió su única visita. Daba la sensación de que ese sitio era nuestro refugio, una habitación secreta donde no entrarían los hombres, ni sus planes, ni sus traiciones.

Jorge vino, rompiendo las normas con su gracia habitual.

—No ocurre nada que huela demasiado mal por aquí, ¿verdad? —preguntó, asomando su apuesta cabeza por la puerta.

—Nada —contesté, dándole la bienvenida con una sonrisa y ofreciéndole la mejilla para que la besara. Se inclinó y me dio un fuerte beso en la boca—. Oh, qué delicia, mi hermana, una madre joven, una docena de placeres prohibidos a la vez. Bésame de nuevo. Bésame como besas a Enrique.

—Vete —dije, empujándolo—. Mira qué bebé.

—Bonito cabello —dijo, mirándola detenidamente mientras dormía en mis brazos—. ¿Cómo la llamarás?

Miré la puerta cerrada. Sabía que podía confiar en Jorge.

—Quiero llamarla Catalina.

—Bastante raro.

—No sé por qué. Soy su dama de compañía.

—Pero es el bebé de su esposo.

—Oh, ya lo sé, Jorge —dije, riendo tontamente—. Me era imposible no revelar mi dicha. —Pero la admiro desde el momento que entré a su servicio. Y quiero demostrarle que la respeto, a pesar de lo que haya pasado.

—¿Crees que lo entenderá? —dijo. Aún parecía indeciso—. ¿No pensará en algún tipo de burla?

—No podrá imaginarse que triunfaría sobre ella —dije. Estaba tan conmocionada que apreté un poco a Catalina.

—Eh, ¿por qué lloras? —preguntó Jorge—. No hay motivo para llorar, María. No llores, se te cortará la leche o algo.

—No lloro —contesté, haciendo caso omiso de las lágrimas de mis mejillas—. No quiero llorar.

—Bueno, para —me apremió—. Para, María. Entrará madre, y todos me maldecirán por molestarte. Y dirán que, en primer lugar, no debería estar aquí. ¿Por qué no te esperas hasta que salgas? Luego podrás ver a la reina y preguntarle si le place el halago. Es lo único que sugiero.

—Sí —dije, sintiéndome inmediatamente mejor—. Podría hacerlo así, y explicarme.

—Pero no llores —me recordó—. Es una reina, no le gustarán las lágrimas. Apuesto a que nunca la has visto llorar aunque hayas estado con ella día y noche durante cuatro años.

—No —dije, tras pensarlo un momento—. Sabes, en estos cuatro años no la he visto llorar nunca.

—Nunca la verás —contestó, satisfecho—. No es una mujer que se desmorone ante las penas. Es una mujer con una voluntad muy poderosa.

También vino a verme mi esposo, William Carey. Llegó con bastante dignidad y con un cuenco de las primeras fresas de Hever, que había ordenado traer.

—Al sabor del hogar —dijo amablemente.

—Gracias.

—¿Me dicen que es una niña y que está sana y fuerte? —preguntó, tras echar una ojeada a la cuna.

—Sí —contesté con frialdad ante la indiferencia de su voz.

—¿Y qué apellido le pondréis? ¿Otro distinto del mío? Supongo que llevará mi apellido, ¿o será un Fitzroy o tendrá algún otro apellido por el que se reconozca que es un bastardo real?

Me mordí la lengua e incliné la cabeza.

—Lamento si estáis ofendido, esposo mío —dije dócilmente.

—¿Qué apellido? —insistió.

—Va a apellidarse Carey. He pensado que se llame Catalina Carey.

—Como deseéis, señora. Se me han concedido cinco buenos feudos y un título de caballero. Ahora soy sir William y vos lady Carey. He sobrepasado el doble de mi inversión. ¿Os lo dijo?

—No —contesté.

—Soy el más favorecido. Si nos hubierais complacido con un varón podría haber aspirado a una propiedad en Irlanda o en Francia. Podría haber sido lord Carey. ¿Quién sabe dónde nos hubiera llevado un varón bastardo?

No repliqué. El tono de William era afable, pero sus palabras tenían un filo hiriente. No creí que me pidiera sinceramente que celebrara con él la buena fortuna de ser el cornudo más famoso de Inglaterra.

—Sabéis, había pensado ser un gran hombre en la corte del rey —añadió con amargura—. Cuando supe que le agradaba mi compañía, cuando me sonreía la fortuna. Tenía la esperanza de ser alguien como vuestro padre, un hombre de Estado capaz de ver el conjunto de la situación, de participar en las discusiones de las grandes cortes de Europa, relacionarlas entre ellas y defender siempre los intereses del reino como si fueran los míos. Pero no, aquí estoy, recompensado diez veces más por no hacer nada más que mirar a otro lado mientras el rey yace con mi esposa.

Permanecí en silencio, con la mirada baja. Cuando la levanté, me sonreía, con esa irónica sonrisa ladeada, medio triste.

—Ay —dijo—. No pasamos mucho tiempo juntos, ¿verdad? No hicimos el amor muy bien ni muy a menudo. No aprendimos lo que es la ternura, ni siquiera el deseo. Tuvimos poco tiempo.

—Yo también lo lamento —dije suavemente.

—¿Lamentáis que no yaciéramos juntos?

—¿Mi señor? —pregunté, confundida por la súbita brusquedad de su voz.

—Se ha sugerido, con mucha cortesía por parte de vuestros parientes, que quizá yo lo había soñado todo y que nunca yacimos juntos. ¿Es ése vuestro deseo? ¿Que niegue incluso haberos poseído?

—¡No! —exclamé sobresaltada—. Sabéis que mis deseos no son consultados en estos asuntos.

—¿Y no os han dicho que digáis al rey que fui impotente durante nuestra noche de bodas y todas las noches posteriores?

—¿Por qué diría una cosa así? —pregunté.

—Para anular vuestro matrimonio —sugirió con una sonrisa—. Para que seáis una mujer soltera. Y el siguiente bebé sea Fitzroy y quizá Enrique pueda legitimarlo como heredero y sucesor al trono. Entonces seríais madre del próximo rey de Inglaterra.

Hubo un silencio. Advertí que estaba atónita.

—Nunca querrán que haga eso… —susurré.

—Oh, vosotras las Bolena —replicó—. ¿Qué será de vos, María, si anulan nuestro matrimonio y os empujan hacia arriba? Se os identificaría, sin ninguna duda, como una ramera, una bonita y pequeña ramera.

Sentí que me ardían las mejillas pero continué con la boca cerrada. Me miró un instante y vi que el enfado desaparecía de su rostro, reemplazado por una especie de compasión cansina.

—Decid lo que tengáis que decir —me recomendó—. Lo que os ordenen. Si os presionan para que digáis que en nuestra noche de bodas estuve haciendo malabares con bolas perfumadas toda la noche y que nunca estuve entre vuestras piernas, podéis decirlo, jurarlo si tenéis que hacerlo. Y tendréis que hacerlo. Vais a enfrentaros con la enemistad de la propia reina Catalina y el odio de todos los españoles. Os ahorraré el mío. Pobre niñita estúpida. Si hubiera un varón en esa cuna os hubieran impelido al perjurio en el momento en que acabarais el puerperio, para librarse de mí y tentar a Enrique.

Durante un momento nos miramos fijamente el uno al otro.

—Entonces, vos y yo debemos ser las únicas personas del mundo que no lamentamos que sea una niña —susurré—. Porque no quiero más de lo que ahora tengo.

—Pero ¿la próxima vez? —preguntó con una sonrisa cortesana glacial.

La corte partió para el viaje estival, recorriendo los caminos polvorientos de Sussex hasta Winchester y de ahí a New Forest, para que el rey pudiera cazar cada día desde el amanecer hasta el crepúsculo y luego darse un banquete de venado cada noche. Mi esposo iba con el rey, a su lado, como camaradas. No existían los celos cuando la corte se ponía en movimiento, con los perros corriendo y ladrando ante los caballos, los halcones tras ellos en su carretilla especial, con los cetreros cabalgando a su lado y cantándoles para tranquilizarlos. Mi hermano también iba, cabalgando junto a Francis Weston, a horcajadas sobre un negro corcel nuevo, un enorme animal de los establos reales que el rey le había regalado como un detalle más de su afecto hacia mí y los míos. Mi padre estaba en Europa, en las inacabables negociaciones entre Inglaterra, Francia y España, intentando refrenar las ambiciones de los tres ávidos monarcas, jóvenes y brillantes, en pugna por el título de mejor rey de Europa. Mi madre iba con la corte, con su pequeño séquito de sirvientes. Mi tío iba con sus propios lacayos, siempre vigilando de cerca las ambiciones y pretensiones de la familia Seymour. Y también iba la familia Percy, y Charles Brandon y la princesa María, y orfebres londinenses, y diplomáticos extranjeros: todos los grandes hombres de Inglaterra abandonaban sus campos, granjas, barcos, minas, comercios y casas de la ciudad para ir a cazar con el rey, y ninguno osaba quedarse rezagado por si acaso había dinero, tierras que administrar, favores que obtener o bien los ojos inquietos del rey se fijaban en una hija bonita o en una esposa y podían labrarse una posición.

Yo, gracias a Dios, fui excusada ese año, feliz de estar lejos y no cabalgando lentamente por los caminos hacia Kent. Ana vino a mi encuentro por el limpio patio del castillo de Hever, con el semblante tan sombrío como una tormenta de verano.

—Debes de estar loca —dijo a modo de saludo—. ¿Qué haces aquí?

—Éste verano quiero quedarme aquí con mi bebé. Necesito descansar.

—No pareces necesitarlo —repuso. Me escudriñó el rostro—. Tienes un aspecto maravilloso —concedió a regañadientes.

—Pero mírala —dije. Estiré el lazo blanco del mantón para destapar la carita de Catalina. Había dormido la mayor parte de la jornada, mecida por el traqueteo de la litera.

Ana echó un vistazo por cortesía.

—Una dulzura —dijo sin mucha convicción—. Pero ¿por qué no la has enviado con la nodriza?

Suspiré ante la imposibilidad de convencer a Ana de que hubiera algún sitio mejor para estar que la corte. Me dirigí al salón y dejé que la nodriza cogiera a Catalina para cambiarle los pañales.

—Y luego volvédmela a traer —le ordené. Me senté en una de las sillas talladas de la gran mesa del salón y sonreí a Ana, en pie ante mí, tan impaciente como un inquisidor.

—No estoy realmente interesada en la corte —dije con voz terminante—. Se trata de ser madre de un bebé. No lo entenderías. Es como si de pronto descubriera el sentido de la vida. No es medrar en el favor del rey ni tampoco abrirse camino en la corte. Ni siquiera hacer que tu propia familia se encumbre algo más. Hay cosas más importantes. Quiero que sea feliz. No quiero que la manden lejos en cuanto pueda andar. Quiero ser tierna con ella, que sea educada bajo mi tutela. Quiero que crezca aquí y que conozca el río, los campos y los sauces. No quiero que sea una extraña en su propio país.

—Sólo es un bebé —repuso Ana. Parecía bastante perpleja—. Y existen posibilidades de que muera. Tendrás docenas más. ¿Vas a seguir así con todos?

—No lo sé. —Me estremecí ante la idea de su muerte, pero Ana ni siquiera lo vio—. No sabía que me sentiría así. Pero es así, Ana. Es la cosa más preciosa del mundo. Mucho más importante para mí que nada en el mundo. No puedo pensar en otra cosa que en cuidarla y procurar que esté sana y contenta. Cuando llora es como un cuchillo en el corazón. Ni siquiera soporto la idea de que llore. Y quiero verla crecer. No me separaré de ella.

—¿Qué dice el rey? —preguntó Ana, yendo a la única cuestión importante para un Bolena.

—No se lo he contado —dije—. Se alegraba bastante de que me fuera en verano y descansara. Quería salir a cazar. Éste año estaba loco por ir. No le importó demasiado.

—¿No le importó demasiado? —repitió con incredulidad.

—No le importó en absoluto.

Ana asintió y se mordió las uñas. Casi podía ver sus cálculos mentales mientras asimilaba lo que le contaba.

—Pues muy bien —dijo—. Si ellos no insisten en que vayas a la corte no veo por qué debería preocuparme. Para mí es más divertido que estés aquí, Dios lo sabe. Al menos podrás charlar con esa vieja despiadada y ahorrarme su inacabable parloteo.

—Realmente eres muy irrespetuosa, Ana —dije con una sonrisa.

—Ah, sí, sí, sí —dijo, impaciente, arrastrando un taburete—. Pero ahora cuéntame todas las novedades. Háblame de la reina, y quiero saber qué ha dicho Tomás Moro sobre el nuevo tratado con Alemania. ¿Qué planes hay respecto a los franceses? ¿Volverá a haber guerra?

—Lo siento —me disculpé—. Alguien hablaba de ello la otra noche pero no estaba escuchando.

—Oh, entonces muy bien —dijo de mal talante. Hizo un ruidito y dio un brinco—. Háblame del bebé. Es lo único que te interesa, ¿no? Te sientas con la cabeza medio ladeada, escuchándola todo el tiempo, ¿verdad? Estás ridícula. Siéntate recta, por Dios. La niñera no la va a traer antes porque parezcas un perro que señala la pieza de caza.

—Es como estar enamorada —dije, riendo por la exacta descripción—. Quiero verla a todas horas.

—Siempre estás enamorada —dijo Ana con enojo—. Eres como una gran bola de mantequilla, siempre rezumando amor por uno u otro. Primero fue el rey, y nos reportó un gran beneficio. Ahora es el bebé, que no nos reporta ninguno. Pero no te importa. No haces más que rezumar: pasión, sentimiento, deseo. Me pone furiosa.

—Porque tú eres todo ambición.

—Por supuesto —afirmó con un fulgor en los ojos—. ¿Qué más hay?

Henry Percy revoloteó entre nosotras, tangible como un fantasma.

—¿Quieres saber si lo he visto? —pregunté. Era una pregunta cruel y la formulé esperando ver el dolor en su mirada, pero no recibí nada a cambio de mi malicia. Su expresión fría e inflexible transmitía la idea de que había dejado de llorar por él y que nunca volvería a llorar por un hombre.

—No —contestó—. Así, cuando pregunten, puedes decirles que nunca he mencionado su nombre. Me abandonó, ¿no? Se casó con otra mujer.

—Creyó que lo habías abandonado —protesté.

—Si hubiera sido un caballero, hubiera seguido amándome —dijo volviendo la cabeza, con voz severa—. Si hubiera sido al contrario, yo nunca me hubiera casado mientras mi amante fuera libre. Se rindió. Nunca lo perdonaré. Para mí está muerto. Y yo estoy muerta para él. Lo único que quiero hacer es salir de esta tumba y volver a la corte. Lo único que me queda es la ambición.

Ana, la abuela Bolena, el bebé y yo nos preparamos para pasar el verano juntas en obligada compañía. Cuando me sentí más fuerte y menguó el dolor de mis partes, volví a cabalgar por las tardes. Recorrí todos los alrededores de nuestro valle y subí a las cumbres de los Weald. Miré los prados de heno, que volvían a reverdecer tras la primera poda, y las ovejas, blancas y esponjosas con la lana nueva. Ansié ver la alegría de los cosechadores durante la siega, cuando fueron a los campos de trigo a cortar la primera cosecha con la hoz, y verlos cargar el grano en grandes carros y llevarlo al granero y al molino. Una noche cenamos liebres, pues los cosechadores soltaron los perros y éstos las atraparon en el último trigal. Vi las vacas separadas de los terneros para destetarlas, y sentí cómo me dolían los pechos, lo que provocó que simpatizara con ellas al verlas agolpadas alrededor de la verja, intentando introducirse en los cercados, empujando, ladeando las cabezas y mugiendo por sus crías.

—Lo olvidarán, lady Carey —me dijo el encargado de las vacas para reconfortarme—. Sólo bramarán unos días.

—Ojalá pudiéramos dejárselos un poco más —le respondí.

—Es un mundo duro para hombres y animales —dijo con firmeza—. Tienen que irse, si no, ¿cómo conseguiríais vuestra mantequilla y vuestro queso?

Las manzanas crecían redondas y sonrosadas en el huerto. Entré en la cocina y pedí al cocinero que nos hiciera unas manzanas al horno para comer. Las ciruelas crecían abundantes y oscuras, y las perezosas avispas de finales de verano zumbaban alrededor de los árboles y se emborrachaban de almíbar. El aroma del aire era dulce con la madreselva y el perfume embriagador de la fruta que engordaba en las ramas. Quería que el verano no terminara nunca. Quería que mi niña se quedara siempre tan pequeña, tan perfecta, tan adorable. Sus ojos estaban cambiando del azul oscuro a un índigo casi negro. Sería una belleza de ojos oscuros, como su tía de lengua mordaz.

Ahora sonreía al verme, lo comprobé una y otra vez, bastante enojada con la abuela Bolena, quien afirmaba que un bebé estaba ciego hasta que tenía dos o tres años de edad, y que perdía el tiempo cuando la colgaba sobre la cuna, le cantaba, desplegaba una alfombra bajo los árboles y me tumbaba allí con ella, le estiraba los deditos para hacerle cosquillas en la palma de la mano y le alzaba los pies gordezuelos y diminutos para mordisquearle los dedos.

El rey me escribió una vez, describiendo las partidas de caza y las piezas que había matado. Parecía como si no fuera a estar satisfecho hasta que no quedara ni un venado en New Forest. Al final de la carta decía que la corte volvería a Windsor en octubre y a Greenwich en navidades, y que esperaba que estuviera allí, por supuesto, sin mi hermana y sin nuestro bebé, a quien enviaba un beso. A pesar de la ternura del beso a nuestra hija, sabía que el gozo estival con mi bebé llegaba a su fin, fueran cuales fueran mis deseos, y que, al igual que una campesina debe dejar a su hija y volver al campo, era el momento de volver al trabajo.