XIV
COMIENZA LA NUEVA VIDA
Se acercaba la época de mi matrimonio. Doña Mercedes aseguraba que en llegando a la corte conseguiría para mí un buen empleo.
Después de hablar con Aviraneta, quien me dijo que no tenía nada que ver con el asunto, me entendí con Gomes Salcedo, y le cedí la casa de comisión Etchegaray y Leguía por veinte mil francos.
Me despedí de mis amigos de Bayona y de Aviraneta.
—Bueno —me dijo este—, seguiremos el procedimiento de comunicarnos como antes, tú desde Madrid y yo desde Bayona.
—Mire usted —le dije—, no, don Eugenio. Me obligan a hacer otra vida; necesito independencia y libertad en los movimientos. No puedo perturbar la vida de estas dos mujeres. No quiero ser conspirador.
—Bueno, bueno, está bien —replicó Aviraneta, ofendido.
—No creo que se deba usted ofender; yo le debo a usted todo lo que soy, es cierto; pero también es cierto que ahora no voy a ser solo, y no quiero dar a mi mujer una vida de sobresaltos, teniendo a su marido vigilado y perseguido por la Policía.
Me separé con tristeza de don Eugenio. ¿Qué iba a hacer? No podía tomar otra determinación.
Unos días después, Corito y yo nos casamos y fuimos a Madrid. María Cristina nos recibió, a mi suegra, a mi mujer y a mí, en Palacio. Al mes tenía yo un alto empleo.
En Madrid hice relaciones y comencé una nueva vida, tan desligada de la de Bayona, que esta, en mi existencia, era como un prólogo completamente aislado del resto de ella.
De mis conocidos en Bayona, volví a ver años después a muy pocos. A Vinuesa le encontré y me llevó a su casa. No me hacía mucha gracia hablar con su mujer. Vinuesa se lamentó con Aviraneta de que yo no fuera a visitarle con frecuencia.
—Leguía no me quiere porque soy carlista —le dijo.
—Es un hombre seco y poco efusivo —le contestó don Eugenio.
Otro de mis conocidos, a quien vi en Madrid después de la guerra, fue García Orejón. Era uno de los convenidos de Vergara, y le habían dado un destino de la Policía. Pensaba desempeñarlo durante cinco o seis años, y luego, retirarse a una finca que había comprado cerca de Córdoba.
Dentro de la burocracia fui avanzando en mi carrera. Ya se me había pasado el brío, la confianza en mi fuerza.
Comprendí cuán inferior era en este sentido a Aviraneta, que llevaba más de treinta años en una constante aventura, y que aún no estaba saciado. Me pareció que lo más propio para mí, desde entonces, era ser espectador de las luchas políticas.
El decidirme a esta actitud hizo que fuera consultado y considerado como un diplomático sagaz.
Sobre todo, hay que tener poco celo —decía Talleyrand a los amigos que empleaba—. Es lo que hice yo: tener poco celo y dejarme llevar por la corriente.
Itzea, octubre 1922.