XIII

VUELTA POR ESPAÑA

Como quería cumplir el encargo de Altuna y dar informaciones precisas a don Eugenio, me preparé a ir a San Sebastián; pedí pasaportes y cartas de recomendación a González Arnao, quien me recomendó al coronel inglés Colquhoun.

Partí de Bayona para San Juan de Luz, fui a Socoa y salí en un pailebote que marchaba a San Sebastián. Llegué a la ciudad donostiara, y me vi inmediatamente con Alzate y Orbegozo. Alzate me dijo que con quien podría enterarme bien de las intenciones inglesas con respecto a Muñagorri, sería hablando con el coronel Colquhoun, que estaba en aquel momento en Ategorrieta. Seguramente la carta de González Arnao me serviría para llegar a él. Respecto a los planes de los generales cristinos, él me daría una carta para el general Jáuregui.

A la mañana siguiente tomé un coche y fui a Ategorrieta. Llevaba en aquel punto mucho tiempo acantonada la Legión inglesa. A la entrada del bario había un letrero con pintura negra en una pared: Westminster Square, y en otra esquina ponía Constitución Hill (colina o cuesta de la Constitución). Este segundo letrero duró mucho tiempo; yo lo vi quince años después. Algunos supusieron que quedaba porque Hill, en vascuence, quiere decir muerto, y los campesinos vascos, en su mayoría carlistas, al leer Constitution Hill, suponían que decía Constitución muerta.

Al acercarme al barrio me detuvo un centinela, que llamó a un cabo, quien me condujo al cuerpo de guardia. Cerca había un fila de carros, caballos y cañones.

Entramos el cabo y yo en el cuerpo de guardia británico.

Los soldados ingleses, con sus casacas rojas, se paseaban de arriba abajo con las manos cruzadas en el pecho, silbando o tarareando; otros, sentados en los bancos, cosían un botón o remendaban una ropa vieja. En la pared estaban colocados los fusiles, y en medio había un brasero lleno de tablas ardiendo. Había un olor fuerte a tabaco. Salió un oficial, le pregunté por el coronel Colquhoun, y me indicó una casa próxima al camino de Pasajes.

Aquellos ingleses me parecieron gente de buen aspecto, a pesar de que tenían mala fama como soldados. Se decía que eran vagabundos enrolados en los muelles y en las tabernas de Inglaterra; se añadía que desertaban a la mejor ocasión a las filas liberales o carlista; que robaban en los pueblos, y que se emborrachaban siempre que podían.

A pesar de esto, se habían batido como leones a las órdenes del general Lacy-Evans en la batalla de Oriamendi.

En la casa que me indicaron como residencia del coronel Colquhoun vi a un soldado inglés con su mujer y dos chicos en brazos. Le pregunté si sabía si vivía allí el coronel, y me dijo que sí.

Colquhoun me recibió muy amablemente, pero me dijo que no sabía nada; él influía con el comodoro lord John Hay para que no se abandonara la empresa de Muñagorri, pero no conocía los planes del Gobierno inglés.

Colquhoun me pareció un hombre amable y culto. Era matemático e ingeniero, y por la presión de lord John se había metido a politiquear y a intrigar, cosas para las cuales no tenían condiciones.

Volví a San Sebastián, y fui a Hernani, en donde me dijeron que encontraría a Jáuregui.

Efectivamente, le encontré; le di la carta de Alzate, y me preguntó por mi tío Fermín, y nos hicimos muy amigos. Tenía él que ir a Urnieta; le ofrecí mi coche; aceptó, y fuimos juntos.

Me dijo que O’Donnell y él pensaban hacer un reconocimiento en Vera y que iba a ver en aquel momento al general para ponerse de acuerdo en los detalles de la expedición.

—¿Cree usted que yo le podría hablar a O’Donnell? —le pregunté a Jáuregui.

—¿Acerca de qué?

—Acerca de la actitud que piense tener con relación a Muñagorri.

—No le contestará a usted nada.

—¿Está usted seguro?

—Segurísimo. O’Donnell es un hombre impasible, impenetrable; le oirá a usted muy amablemente, le preguntará lo que usted opina, le escuchará con mucha atención, y cuando usted intente averiguar lo que cree él de esto o de lo otro, sonreirá y pasará a otro asunto. Además, esa cuestión de Muñagorri es un punto que no le gusta tratar.

—Entonces no le preguntaré nada.

—¿Usted es de Vera? —me preguntó Jáuregui.

—Sí.

—¿Quiere usted venir al reconocimiento que vamos a hacer en su pueblo?

—Con mucho gusto.

—¿Dónde para usted?

Le di mis señas en San Sebastián.

—Bueno, yo le avisaré a usted.

Llegamos a Urnieta. Urnieta tenía todavía las huellas de la batalla dada por O’Donnell el otoño pasado, que había costado el incendio casi total del pueblo. Dejé a Jáuregui en una casa próxima a la iglesia, y entré yo en una taberna, donde pedí una botella de sidra. En la taberna había un hombre manco y tuerto, con una blusa larga, que llevaba un montón de papeles bajo el brazo. Tenía el hombre aquel cierto aire de sacristán y una voz un poco aguda. Hablamos.

—¿Viene usted aquí de paseo? —me preguntó.

—Sí. ¿Y usted?

—Yo, por el comercio.

—¿Por el comercio?

—Vendo canciones.

—¡Hombre! ¡A ver qué canciones tiene usted!

—Son canciones carlistas.

—Muy bien. Yo soy liberal, pero eso no me importa. ¡A ver, cante usted!

El manco empezó a cantar, con su voz aguda, una canción sobre O’Donnell y la quema del pueblo, que empezaba así:

Horra non den Urnieta,

ez da besterik pareta,

malamentian erreta.

(Ahí está Urnieta, no quedan más que las paredes, malamente quemadas.)

O’Donnell generala

zuela agintzen

fanfarroi zebillen

etxiak erretzen.

Solamente jauna hori

ez da gaitz itzutzen,

txapela galdu eta;

Hernanin sartu zen.

(El general O’Donnell mandaba y andaba muy fanfarrón quemando las casas. Solamente ese señor es difícil de asustar; perdió el sombrero y entró en Hernani.)

Txapela galdu eta

gañera zaldiya,

beste bat hartu eta

ihesi habiya,

gezurra gabetanik

esango det eguiya,

traidoria da eta

kobarde haundiya.

(Perdido el sombrero y además el caballo, tomando otro para correr más de prisa, sin mentira diré la verdad, porque es traidor y cobarde.)

Santo Tomas eguneko,

hamar t’erdiyetan,

ez zegoen atsegin

Ategorrietan.

Petxotikan eztuta

kakekin galzetan.

Horra zein kobardiak

dirade beltzetan.

(El día de Santo Tomás, a las diez y media, no estaba muy tranquilo en Ategorrieta. Con el pecho oprimido y ensuciados los calzones. Ahí se ve lo cobardes que son los negros.)

Luego, el manco cantó otras canciones, que, a pesar de ser primitivas y bárbaras y casi siempre incoherentes, no dejaban de tener gracia. Una de ellas, contra los extranjeros, comenzaba así:

Frantsesak eta ingelesak berriz

zezen ikusten dabiltz

barrera gainetik irritz,

harriya tira eskua gorde

egin digute bost alditz,

hau konsideratzen balitz.

Baliyoko luke aunitz

buru gogorrik ez balitz.

(Los franceses y los ingleses de nuevo están viendo los toros desde la barrera, riéndose; tiran la piedra y esconden la mano; nos lo han hecho muchas veces. Esto lo comprenderíamos muy bien si no tuviéramos la cabeza tan dura.)

Este reconocimiento de la dureza de nuestra cabeza vasca me hizo reír a carcajadas.

Después de la rabia contra los extranjeros venía el rencor contra los castellanos y los hojalateros, que querían que continuara la guerra:

Hirien botoz nekazariyak,

pasa beharko du dieta.

erdaldunaren kopeta.

morralak ondo beteta

gero ihesi lasterka.

(Por el voto de esos, los trabajadores tendrán que vivir a dieta. ¡Qué tupé el de los forasteros! Llenan bien el morral y luego echan a correr.)

Después de estas imprecaciones y cóleras, el manco cantó una canción filosófica que comenzaba así:

Aurten ez dugu izango

fortuna txarra;

bizi galduz gero,

akabo gerra.

(Este año no tendremos mala fortuna; perdiendo la vida, se acabó la guerra.)

Le compré al cantor varias de sus canciones y volví a San Sebastián, y esperé a que me avisara Jáuregui para ir a Vera. En tanto, pedí a Bayona un libro que había comprado meses antes, que se titulaba Campañas de 1813 y de 1814 sobre el Ebro, los Pirineos y el Garona, por Eduardo Lapene. Cuando me lo mandaron leí la parte que hablaba de combates entre franceses y aliados en el Bidasoa y en las proximidades de Vera.

Aquellos días de lluvia charlé bastante con el antiguo amigo de Aviraneta, el cabo de chapelgorris Juan Larrumbide, Ganisch, en la taberna del Globulillo, de la calle del Puerto, de San Sebastián, quien me dijo que iba a ir también en la expedición a Vera.

El día primero de abril me avisó Jáuregui y fuimos a Oyarzun.

A mí me dieron un hermoso caballo, y, como llevaba un magnífico impermeable y un sombrero también impermeable, llegué sin mojarme a Oyarzun.

Ganisch, que conocía todos los rincones de la provincia, me llevó a un caserío de Arichulegui, donde comimos admirablemente y donde dormimos igualmente bien.

Por la mañana nos levantamos, y a la hora de la diana tomé yo mi caballo y, con mi impermeable y mi sombrero de hule, seguí a la comitiva de Jáuregui. Nos encaminamos hacia la peña de Aya, pasamos por la ermita y la ferrería de San Antón, por el mismo camino por donde fueron las tropas de Wellington y donde murieron despeñados muchos soldados y oficiales ingleses. A media tarde llegamos a los montes próximos a Vera, y allí se acampó.

Ganisch me llevó al barrio de Zalain, próximo al Bidasoa, al caserío del cabecilla Gamio.

Gamio fue el capitán de una partida liberal que, en una correría a Zugarramurdi, mató al coronel carlista don Rafael Ibarrola. Al volver de la expedición, el mismo día, Gamio fue visto por una patrulla carlista cuando descansaba, a la puerta de un caserío, con sus partidarios, y le soltaron una descarga cerrada y lo mataron. En Vera se había confundido el hecho y se creía que la muerte de Ibarrola era debida a mi tío, Fermín Leguía, que por entonces estaba en Cuenca.

Me recibieron muy bien en el caserío de Gamio el hijo y las hijas del partidario liberal. Cenamos espléndidamente y tuvimos baile después de cenar. Por la mañana me presentó en una chabola de Alcayaga, en donde estaban reunidos Jáuregui, O’Donnell y otros jefes.

—¿Qué ha hecho usted? —me preguntó Jáuregui.

Le conté cómo había pasado la noche.

—Es usted un hombre de suerte.

No acababa de decir esto cuando una granada dio en la puerta de la chabola y la hizo polvo, y uno de los cascos pasó por encima de mi cabeza.

Nada; no tenía duda. Era un hombre de suerte.

Los carlistas sabían ya dónde estaban los generales enemigos, y disparaban allí.

Salimos fuera. O’Donnell, Jáuregui y los oficiales del Estaño Mayor montaron a caballo, y yo hice lo mismo, y lucí mi impermeable y mi sombrero de hule.

El tiempo estaba malo: llovía y venteaba. El Bidasoa venía muy crecido.

—Vamos a ver —me dijo Jáuregui—, ¿cómo pasaremos mejor el río?

—¡Supongo que no querrán ustedes forzar el puente!

—No.

—El hacerlo costó mil bajas a los franceses en 1813, y la pérdida del general Vander-Maesen, que murió aquí.

—¿Tantas bajas hubo? —exclamó Jáuregui—. No lo sabía. Por entonces yo estaba en Cestona; por eso no pude tomar parte en la batalla de San Marcial.

—Por lo que he leído, si no murió más gente francesa fue porque un jefe de batallón, Lunel, se colocó en esta orilla y cañoneó esas dos casas de enfrente y el fuerte de ese alto, llamado Casherna.

—Es curioso. Desechada la idea de forzar el puente, hay que intentar atravesar el río por otro lado. ¿Por dónde le parece a usted mejor?

—Por aquí, aguas arriba, se puede ir hasta el puente de Lesaca, por donde pasaron los ingleses de Wellington en 1813. El puente quizás esté fortificado por los carlistas.

—Sí.

—¿Y el de Endarlaza?

—Lo mismo.

—Entonces, creo que lo mejor es que algunos de sus hombres vayan a Zalain, saquen la barca, que quizá la tengan escondida los campesinos, y vayan pasando y fortificándose en la otra orilla.

Jáuregui conferenció con O’Donnell; decidieron esto y fue marchando hacia Zalain un grupo y después una compañía de chapelgorris, que cruzó luego el río.

La situación respectiva de carlistas y liberales era esta: ellos tenían algunas fuerzas en el pueblo, varios tiradores en dos casas situadas no muy lejos del puente, una de ellas llamada Dorrea, y otra que era una antigua hospedería de peregrinos de Roncesvalles; tenían fortificado el puente, unas compañías en un fortín de un alto llamado Casherna y patrullas en el monte de Santa Bárbara. Los nuestros estaban en un barrio de Lesaca, de nombre Alcayaga, y diseminados por el monte Baldrún y por la orilla del río.

Para distraer a los carlistas se hizo un simulacro de atacar el puente y se enviaron varias compañías hacia Lesaca. Se cambiaron cañonazos de un lado y de otro, y, al mediodía, los chapelgorris se apoderaron de las primeras casas del pueblo.

Entonces empezaron a pasar más soldados por la barca de Zalain, y comenzaron a aparecer y avanzar por la orilla del río. Los tiradores de las dos casas, Dorrea y la hospedería de peregrinos, se opusieron a su avance, y los cañones de O’Donnell bombardearon las casas hasta que las desalojaron.

Al ocupar las dos casas próximas al río los liberales, los tiradores carlistas del puente se vieron mal y lo abandonaron. El puente estaba libre de enemigos, pero lleno de obstáculos, y los que fueran a quitarlos se exponían a ser cazados.

Entonces, los soldados de Jáuregui cogieron dos carros con hierba y los fueron llevando por el puente, y avanzando detrás quitaron los obstáculos, y los nuestros comenzaron a pasar y a marchar al pueblo.

Un grupo de veintitantos carlistas, al mando de un sargento, quedó rodeado en la plaza por los chapelgorris y los soldados cristinos, y los veintitantos subieron a la torre de la iglesia y se fortificaron allí. Por la noche bajaron de la torre con una cuerda y se escaparon.

Al anochecer, Ganisch y yo y un liberal del pueblo, al que llamaban Laubeguicoa, fuimos a una posada de Illecueta y cenamos con unos carlistas; pasamos parte de la noche cantando, y dormimos muy bien.

Por la mañana volvimos a la plaza de Vera. Le conté a Jáuregui dónde habíamos estado, lo que le siguió pareciendo un exceso de suerte.

Al día siguiente de entrar en el pueblo, los liberales tenían las casas, la iglesia y el calvario; los carlistas estaban en un alto enfrente de Vera, en un fuerte, con un cañón que lo disparaban a cada paso. Lo que me hizo gracia es que los cornetas del fuerte carlista, de cuando en cuando, tocaban la jota navarra, como para demostrarnos a nosotros que no nos temían.

Yo le dije a Ganisch que alguno de nuestros chapelgorris tocara con la corneta Andre Madalen y Ay ay, mutilla.

Los carlistas, como ofendidos al oír nuestra música, dejaron de tocar la jota.

Yo me acerqué varias veces, a caballo, con mi esclavina y mi sombrero de copa, al reducto de Casherna, y oí silbar las balas cerca de mi cabeza.

En dos días, a fuerza de zambombazos, quedó desmontado el cañón enemigo, desmoronado el fortín, y los carlistas abandonaron los alrededores de Vera.

Toda esta acción, en mi pueblo, no me pareció muy diferente de una pedrea de chicos. Al menos, en ingenio, no había gran superioridad de los militares profesionales sobre los chicos. La única superioridad que se podía encontrar era que en esta lucha de soldados había muertos de verdad; hombres con el pecho agujereado y las piernas rotas.

Pensé varias veces, aunque, naturalmente, no me atreví a decírselo a nadie, que esto de la guerra, como ciencia, es una verdadera tontería; yo creo que la guerra es una cosa instintiva; así se comprende que un cura, o un maestro de escuela, metido a guerrillero, pueda tener en jaque a cualquier general; que un moro desharrapado haga maniobrar a su gente como el más perfecto táctico.

El 5 de abril, O’Donnell y Jáuregui se dispusieron a volver a sus campamentos; yo me uní a unas tropas francesas que habían avanzado desde el lado de Oleta a Vera, y fui con ellas hasta la frontera, y luego, solo, a San Juan de Luz.

La acción a la que había asistido me pareció poca cosa y me afirmé en la idea de que si alguna vez tenía que tomar parte en la guerra, no sentiría el menor miedo. Mi dandismo estaba por encima del peligro de las balas.