VII
CITA A LA LUZ DE LA LUNA
Por la tarde, sir David y yo fuimos paseando a caballo por la orilla del Nive, y vimos el campo de César, y fantaseamos acerca de este nombre y del objeto que podían tener los antiguos trabajos hechos allí en la tierra. También hablamos de Soult y de Wellington, y de sus campañas en el Nive en 1813.
De vuelta del paseo estuve en la biblioteca leyendo, y a las siete bajé al comedor. Después de cenar, sir David se retiró; mistress Stratford, lady Hardeloch y madama Saint-Allais quisieron que tomara parte en un juego inglés, pero como no lo conocía, tuvo que ser el cuarto partner Jorge Stratford.
Yo estuve hablando con Delfina, que me pareció algo preocupada.
—¿Qué ha hecho usted esta tarde? —me preguntó.
Le conté cómo había paseado con sir David por las orillas del río, y lo que hablamos del campo de César y de la campaña de 1813.
Cuando concluyeron la partida, y antes de empezar una segunda, Stratford dijo que veía que teníamos sueño, y que lo mejor sería retirarnos.
Saludé a las señoras y me fui a mi cuarto. Me metí en la cama y dormí con un sueño profundo tres o cuatro horas. Al despertarme, pensé:
—He debido dormir mucho.
Miré al reloj; era la una y media. Estas tres o cuatro horas de sueño me habían dejado tan descansado, que me hubiese gustado tener algo que hacer, para salir inmediatamente al campo a andar o a correr.
—Voy a ver qué tiempo hace y qué aspecto tiene la noche.
Me levanté de la cama, descorrí las cortinas, abrí la ventana y las persianas. Hacía una noche soberbia, fresca. La luna resplandecía en el cielo y llenaba los boscajes de sombras misteriosas. A lo lejos, el río serpenteaba luminoso y fantástico. En el parque del castillo brillaba la luna sobre las copas plateadas de los tilos y de los robles; delante de la casa, en el jardín, se veía subir el surtidor de la fuente como una varita mágica de cristal y romper en su caída la superficie tranquila del estanque.
—Es una verdadera decoración —me dije; ahora, como siempre en la Naturaleza, en estos escenarios maravillosos faltan los actores y la acción.
Como en aquella época no tenía tanto miedo al relente como ahora, me puse el abrigo y me quedé en la ventana. Tuve el cuidado de apagar la luz.
De pronto vi dos sombras que se acercaban en la oscuridad por una avenida de tilos. Agucé el oído. No hablaban; se oían sus pasos en la arena del jardín. Debían de ser un hombre y una mujer.
—¿Quién demonio serán? —me pregunté.
Me entró la curiosidad, y me decidí a no retirarme de la ventana. Si los paseantes volvían a casa, tenían que cruzar una gran zona iluminada por la luz de la luna, y se les vería. Para que ellos no notaran mi ventana abierta, entorné las persianas, dejando sólo una rendija.
Poco después, las dos sombras aparecieron a la luz de la luna; iban separados el uno del otro, y hablaban en voz baja. Ella llevaba un pañuelo en la mano. Cerca de la casa, y en la sombra, volvieron nuevamente a hablar.
—Ahora le quiero más que nunca —dijo ella.
Era la misma voz que, cuando recitaba el diálogo de Hernani y de doña Sol, decía cantando: «Vous êtes mon lion superbe et généreux!».
Eran Stratford y Delfina.
Luego no se oyó nada; ni murmullo de besos ni de palabras. Yo me volví a acostar, y dormí hasta las nueve.