IV

AQUEL MADRID

Llevaba un mes en Madrid y tenía que dejarlo, y sentía pena.

Aquel Madrid de mi tiempo tenía mucho atractivo, un gran encanto para nosotros los españoles.

Hay pueblos y paisajes que son como el pan, que gustan a todos; otros, en cambio, se parecen a la cerveza, en que hay que acostumbrarse primero para tomarles el gusto.

Madrid era de estos últimos. No tenía, ni tiene seguramente, la teatralidad de Sevilla y de Granada, ni el encanto que forma la base del turismo de París, Roma, Venecia, Nápoles o Constantinopla.

La gracia del Madrid de entonces era una gracia particular, limitada, y exigía en el espectador un particularismo. Ni el americano del Sur, con su petulancia y su avidez, que le dan sus gotas de sangre de negro, ni el norteamericano, con su sequedad y su barbarie; ni el francés, repleto de frases; ni el alemán, repleto de datos, podían sentir y apreciar esta gracia de aquel pueblo polvoriento y destartalado. Tenía que ser un español, probablemente no castellano, un poco culto, sin serlo mucho, un poco artista, sin serlo demasiado, para gustar del encanto de esta ciudad, un tanto absurda.

Madrid era y quizá es un pueblo para gente vieja que comprende que hay que tomar de las cosas poco: de ese vino una gota, de esa naranja un gajo, porque si se vacía la botella o se devora todo el fruto, las últimas gotas o los últimos gajos resultarán amargos.

En la juventud se quiere todo; en la vejez se comprende que sólo puede gustarse algo. La juventud es ansia, panteísmo, turbulencia; la vejez, limitación y sabiduría.

Madrid tenía y tiene siempre en su aire como una invitación a la vida ligera y a la sabiduría. El cielo suyo no es ese cielo de tonos calientes, ambarinos, de los pueblos de Levante; el cielo de Madrid no se parece nada al de Roma, como afirmaba Castelar.

El cielo de Roma es más azul, más oriental, más pomposo; el cielo de Madrid es más pálido, más limpio, más de montaña; el cielo de Roma, como el de casi todas las ciudades de Italia, está en la paleta del Veronés y del Tiziano; el cielo de Madrid está en la paleta de Velázquez, en esos tonos un poco grises, de una gran suavidad y de una gran elegancia.

Es el ambiente físico, el aire sutil, el que da en Madrid ese aire ingrávido a los cuerpos. Todo se desmaterializa y se sutiliza en este ambiente madrileño; nada parece que tiene substancia ni peso; un palacio, como el Palacio Real, al anochecer, más que un conjunto de piedras, es una masa de rosa pálido en un cielo de ópalo.

Al disponerme a marchar a Bayona tenía la melancolía de no poder pasearme en la Castellana, de no poder entrar por la mañana en el Retiro, de no presenciar la tarde lánguida en el Botánico, de no asomarme al anochecer a ver la vista incomparable del Guadarrama desde el balcón de la plaza de la Armería y de no oír una canción popular en una callejuela tortuosa.

¡Qué noches las del Madrid de mi tiempo, con los escaparates de las tiendas encendidos hasta las doce, los teatros hasta la madrugada, y los cafés que no se cerraban!

¡Qué mezcla de gracia, de desorden, de abandono, de cólera, de bueno y de mal humor!

Pero todo eso ha pasado con el tiempo, y su encanto nadie lo sentirá ni nadie lo comprenderá.

Hay, indudablemente, en el desorden, en el abandono, en lo que no está realizado aún, una gracia, un sabor especial, como hay también, en lo que está logrado y maduro, una melancolía de lo que ya no tiene porvenir.