IX
AVIRANETA DE NUEVO
En los primeros días de enero de 1839 se presentó Aviraneta en Burdeos. Estuvo unas horas en una fonda y se trasladó después a una casa de huéspedes modesta de cerca de la catedral, en la calle de la Moneda, o calle Nueva.
Me avisó para que fuera a verle, y le encontré en la cama.
—Vengo acatarrado —me dijo—; he hecho un viaje malísimo.
—Pues ¿qué le ha pasado a usted?
—He venido por Zaragoza, Jaca y el puerto de Canfranc, que estaba cerrado por las nieves. He andado perdido, durmiendo en mesones infames, calado hasta los huesos.
—¿Y por qué no ha venido usted por Santander?
—Parece que sospechaba alguien que yo iba a volver a Bayona, y se me esperaba, no con muy buenas intenciones. ¿Y cómo va esto?
Le conté lo que había hecho con toda clase de detalles.
—Has trabajado muy bien, Pello —me dijo—; tú vas a llegar más lejos que yo.
—¡Ca! No crea usted.
—Sí, sí. Le he leído tus informes a la Reina, y ha quedado entusiasmada. «A ese joven le tengo que ayudar», me ha dicho.
—Sí; no digo que no me ayude, pero yo no tengo gran ambición. No siento, como usted, el deseo de mando. Por ahora, me divierte el peligro, la aventura, pero nada más; dentro de poco me gustará la vida tranquila y la buena mesa.
—Hombres de poca fe.
—Mejor sería decir hombres de poco nervio.
—Sin embargo, para tu edad has hecho cosas.
Eres casi un diplomático, cuando otros con tus años son unos niños zangolotinos.
—Y ahora, ¿qué vamos a hacer? ¿Qué tiene usted en proyecto?
—He estudiado un plan para prender al Pretendiente. Yo creo que está bien concebido, pero lo discutiremos en detalles. No digas nada a nadie.
—Esté usted sin cuidado.
—Respecto a nuestros trabajos para la escisión del carlismo, convendría enviar al Real un agente que nos comunicara las últimas noticias.
—Haremos lo posible para encontrarlo. ¿Cuándo nos veremos?
—Ya te avisaré.
El valor de la Historia
A los tres días de la llegada de don Eugenio, el periódico de Bayona El Centinela de los Pirineos publicaba este suelto, para la mayoría enigmático:
«Se sabe positivamente que ha llegado a Bayona un antiguo y conocido agente de revoluciones y desórdenes, cuya presencia precedió a los sangrientos sucesos de Hernani en julio de 1837.»
—Así se escribe la Historia —me decía Aviraneta unos días después con ironía—; yo he hecho algunas cosas buenas y malas, pero ninguna de ellas me caracteriza. En cambio, me caracteriza el haber precedido a un acontecimiento en el cual no he tomado parte.
—Tiene gracia.
—Si es mentira lo que se cuenta del año pasado, ¡qué será lo que se dice de hace dos mil años!
El grabador
Se le había ocurrido a Aviraneta, basándose en la lucha de los marotistas contra los teijeiristas, hacer creer a los exaltados que Maroto estaba afiliado a la masonería. Para esto había traído dos diplomas masónicos, y pensaba borrar los nombres que constaban en ellos y sustituirlos por el del general y por el del conde de Negrí.
La cosa resultó más difícil de lo que parecía.
Se emplearon varios procedimientos químicos para borrar la tinta, y no dieron resultado.
Entonces se le ocurrió a don Eugenio mandar grabar un diploma igual que el masónico y utilizarlo poniendo el nombre de Maroto.
Esta idea fue el germen de un legajo de documentos falsos, que luego, más tarde, Aviraneta pasó al Real de Don Carlos, y que produjo un gran revuelo. A este legajo llamó el Simancas.
Barbanegre, el corrector de pruebas de la imprenta de Lamaignére, nos dirigió a un grabador, Meyer, que vivía en el Rempart Lachepaillet. Este grabador era novio de una de las chicas del andaluz Julio Díaz.
La casa del grabador era una casa antigua, pequeña; el primer piso, saliente sobre el bajo, y el segundo, sobre el primero.
Estaba pintada de un color verdoso, sucio, ya descascarillado, y tenía un entramado de maderas negras al descubierto. Cada piso era de muy poca altura, y los techos no tendrían más de dos metros.
La puerta de la casa era gótica, con un llamador de metal, y en una de las dos jambas había una placa pequeña de cobre con este letrero: «Meyer, grabador-cincelador».
Pasando la puerta se encontraba un pasillo húmedo y negro, y al final, un patio, y antes del patio, a mano izquierda, el rincón donde trabajaba el grabador.
Era un taller que tenía todo el aspecto de un taller medieval. Lo iluminaba una ventana grande, a poco más de un metro de altura, que daba hacia la muralla, y otra pequeña, que recibía la luz de un patio.
Cerca de la ventana grande tenía su mesa de trabajo el grabador, con sus planchas, sus buriles y sus piedras de esmeril. En la pared, en unos estantes, se veían frascos de ácido nítrico con agua, mezcla ya empleada en morder el cobre, a juzgar por el color azul que tenía.
Delante de la ventana pequeña y alta estaba el tórculo, un tórculo de madera, antiguo, en donde tiraba las pruebas el grabador. Todo el pequeño taller, negro, se hallaba como barnizado de tinta, y los papeles blancos parecían allí de nieve.
Encontramos al grabador, que estaba recubriendo de barniz una plancha de cobre con un pincel.
Era un joven alto, barbudo, encorvado, con anteojos, de cara indiferente.
—Yo venía a encargarle a usted un trabajo —le dijo Aviraneta.
—Usted dirá.
—¿Podría usted hacerme una lámina igual a esta?
El grabador tomó la lámina que le presentó don Eugenio, e hizo un ligero movimiento de sorpresa. Al instante Aviraneta llevó la mano al hombro, y el grabador, poco después, hizo lo mismo. Aunque me chocó el movimiento, no le di importancia.
—Esta lámina la puedo hacer —dijo el grabador—, pero tiene mucho trabajo. Tardaré bastante en concluirla.
—No me urge. ¿Cuándo podrá estar?
El grabador midió la lámina a lo largo y a lo ancho, y dijo que llevaría por grabarla quinientos francos, pero que tardaría algún tiempo en hacerla, porque no tenía plancha de aquel tamaño y le sería necesario encargarla a París.
—¿Quiere usted que le dé, por adelantado, algún dinero? —le preguntó Aviraneta.
—Sí; no estaría mal.
Aviraneta le dio trescientos francos, y nos fuimos a la calle.
—Te habrás fijado que el grabador y yo nos hemos hecho el signo de reconocimiento de la masonería.
—¡Ah! ¡Qué bruto he sido! Lo he visto y no me he figurado lo que era.
Marchamos Aviraneta y yo a casa, separados.
De nuevo El «Murciélago»
Un par de semanas después volvimos al taller del grabador, y, al salir para tomar la calle de España don Eugenio y yo, cada uno por su lado, vi al vecino del hotel que me espiaba, al Murciélago. Esperé en el escaparate de una tienda a que se me acercara don Eugenio, y le dije:
—¿Ve usted ese que va por la acera de enfrente? Es un hombre que me espía.
—Hay que saber quién es —dijo Aviraneta, que iba embozado hasta los ojos—. Ve tú a casa de la Falcón, parándote en las tiendas. Si él te sigue, yo le iré siguiendo.
Lo hicimos así, y yo fui, como hombre desocupado, parándome en los escaparates, como si no hubiera notado la persecución, hasta la tienda de antigüedades.
Al día siguiente me avisó don Eugenio para que fuese a casa de Iturri.
—¿Sabes quién era el que te seguía? —me dijo.
—¿Quién?
—Un tal Salvador, que nos hizo traición en la Isabelina. Está aquí ese granuja.
Me contó la historia de Salvador, que había sido uno de los mayores intrigantes de la época.
Salvador era un tipo de aquellos como Regato, que había vivido en plena intriga, con un fin de lucro.
Yo le hablé a don Eugenio de la caja de dulces que me enviaron al hotel; de la carta anónima que me habían dirigido después, y de los tiros del camino de Ezpeleta, cosas que yo suponía provenían de Salvador.
Aviraneta dijo que era muy probable mi suposición.
Aviraneta le tenía odio y miedo a aquel hombre.
Para espantarle, le escribió una carta amenazadora, que decía así:
Miserable espía:
Sabemos que estás intrigando y vendiendo a los liberales y a los carlistas. Si no abandonas inmediatamente tu espionaje y te marchas de Bayona, pagarás caras tus maniobras. Conocemos tu abominable historia de traiciones y de crímenes.
Demóstenes, Espartaco, Mirabeau.
De la logia Irradación
Salvador no se marchó de Bayona; se mudó a una casa de huéspedes del barrio de Saint-Esprit.