II
EL MURCIÉLAGO
Un día que estaba en el cuarto del hotel buscando unos papeles en mi cartera salí rápidamente al pasillo y me encontré con un hombre que se hallaba al lado de la puerta.
—¿Qué hace usted aquí? —le dije.
El hombre, al principio, no supo qué contestar.
—Nada…, nada… —balbuceó—; me había equivocado de piso.
Me chocó mucho esto. Supe que aquel hombre, a quien había sorprendido espiándome, vivía en mi hotel, que salía poco y que no venía nadie a visitarle.
Hice por verle. Era un hombre pálido, delgado, marchito, con los ojos grandes, oscuros, y el bigote negro. Vestía un tanto raído. Salía del hotel casi siempre al anochecer, entre dos luces; así que no se le notaba apenas. Comía en la segunda mesa. En el hotel pasaba por llamarse Manuel González y ser carlista.
Como tenía bastante confianza con Vidaurreta, el canciller del Consulado español, le pedí que se enterara de la vida del aquel pájaro crepuscular, pero no averiguó nada. Había varios González inscritos en el Consulado español: el uno, comerciante; el otro, obrero; pero ninguno de ellos era mi espía.
A este hombre le llamaba yo el Murciélago. El Murciélago y yo teníamos el uno por el otro una manifiesta antipatía, una antipatía de perro a gato y de gato a perro. Cuando nos encontrábamos en la escalera no nos saludábamos; él me miraba con una indiferencia desdeñosa, y yo hacía al verle, deliberadamente, un gesto de molestia y de desprecio. Como por instinto nos sentíamos hostiles.
Él debía ser del grupo carlista exaltado; lo vi alguna vez hablando con el inglés Mitchel, que era el jefe en Bayona del partido antimarotista, como el marqués de Lalande era el director del marotista. Otra vez, de noche, vi al Murciélago que charlaba con la Condesa, una de las corredoras de la Falcón.
La caja sospechosa
Un día me mandaron una cajita de dulces a casa. Era una caja muy bonita, con unas cintas azules.
El mozo del hotel me dijo que venía de parte de una señora que no había querido dar su nombre.
Al principio pensé si sería de madama D’Aubignac, pero me chocó. ¿Quién podía enviarme aquello?
Abrí la caja, e iba a comer uno de los bombones, cuando me asaltó la idea del envenamiento.
Miré la caja; no tenía etiqueta ni indicación alguna de dónde venía.
Pensé en llevar los dulces a una botica para que los analizaran; pero no me convenía llamar la atención, y me decidí por echar los dulces y la caja al río.
El anónimo
Algún tiempo después encontré una carta debajo de la puerta, dirigida a mí. La carta decía lo siguiente:
Señor Leguía:
Sabemos a qué se dedica usted en Bayona. Le seguimos los pasos. Tenga usted cuidado. Huya usted. Si no, le vendrán consecuencias graves.
El Ángel Exterminador.
Pensé que la caja de dulces y la carta procedían las dos de mi vecino de hotel, el Murciélago.