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FÍSICA
Tenía curiosidad por averiguar lo ocurrido entre Delfina y Stratford, pero a ninguno de los dos me hubiera atrevido a preguntarles nada. A los tres días de nuestra estancia en Jaureguía fuimos a Bayona madama D’Aubignac, la de Saint-Allais y yo; y al llegar a casa me encontré con una carta de Aviraneta, en la que me decía que fuese a Bidart y buscase y copiase unos documentos en su archivo, y que luego fuera a Sara y me enterase del giro de los asuntos de Muñagorri.
Al día siguiente marché a Bidart y fui a hospedarme al caserío Ithurbide, la antigua casa de Gastón de Etchepare, donde me encontraba muy a gusto.
Los caracoles
El cuarto que me cedía madama Ithurbide (yo la llamaba así, aunque no fuera este su apellido) era una sala con alcoba, la principal de la casa. Esta sala tenía un balcón corrido que daba a una duna verde que se cortaba en el acantilado del mar.
Era una sala eminentemente marina; el papel de la habitación tenía unas fragatas que navegaban a todo trapo.
En la chimenea, sobre el mármol, se veían dos ramilletes, hechos de conchas y metidos en fanales de cristal; en la mampara, una estampa de color con una lancha de pescadores. Sobre una cómoda había un barco de marfil, y sobre un velador, una caja con conchas pegadas en la tapa y varios caracoles, estrellas de mar, pólipos y corales.
Tanta concha y tanto caracol daba la impresión de que se estaba en un acuario, y que uno mismo era algún molusco o algún pólipo que por equivocación había dejado su cueva para entrar en aquel cuarto.
El primer día registré el archivo de Aviraneta, y encontré los documentos que me indicaba, y me puse a copiarlos.
Terminado mi trabajo, paseaba por el arenal desierto de Bidart y contemplaba el anochecer espléndido, en que el sol se iba poniendo hacia el cabo Higuer. Luego tomé la costumbre de ir por la mañana a la playa, a primera hora, y después, por la tarde, hacia el crepúsculo.
Este mar resplandeciente con el sol de primavera, cuando lo divisaba desde encima de las lomas verdes, me daba una gran alegría.
En la casa me encontraba contento. Madama Ithurbide me hacía un potaje de judías y de verdura, que comía con gusto después de un año de comida de hotel.
Me hubiera quedado allí mucho tiempo si no hubiese sido porque tenía que seguir mi marcha. Uno de estos días, el tercero, al salir de mi casa, por la mañana, para ir hacia el mar, pasé por delante de un jardín en donde una muchacha cantaba una canción que había oído en Laguardia:
La Pisqui, la peinadora,
con excusa de peinar,
le da citas al velero
y se van a pasear.
Me erguí un poco para mirar por la tapia. La que cantaba era una muchacha morena, de ojos negros.
—Muy bien —la dije—, muy bien. Veo que está usted de buen humor.
—¿Y usted no?
—Sí, también. ¿Es usted española?
—Sí.
—¿De dónde?
—De Haro. ¿Y usted?
—Yo, de Vera.
La muchacha estaba sirviendo con una señora que tenía un niño enfermo. Allí, sola, en aquella casa próxima al mar, se aburría soberanamente. Aquel día, la señora había ido a Bayona a casa del médico.
Al pasar por la tarde volví a ver a la muchacha, que estaba cantando y tendiendo ropa al sol.
—¿Por qué no viene usted a pasear conmigo?
—¿Adónde?
—Por la playa.
—Pues vamos.
Fuimos por la playa, charlando. Me contó su vida. Era de un pueblo próximo a Haro. Se llamaba Dolores.
Se nos oscureció. Yo estaba muy conmovido, y ella también.
Yo la abracé y la besé varias veces.
Al retornar a su casa entró ella por el jardín para ver si había vuelto la señora, pero no había vuelto.
La soledad, la noche espléndida y tibia, el ruido del mar próximo, una especie de aura erótica nos sobrecogió a los dos…
Por la mañana, cuando salí de allí, la muchacha lloraba.
—¡Qué locura! ¡Qué locura he hecho! —murmuró.
Ella no sabía por qué; a mí me pasaba lo mismo.
Al salir en el tílburi de Bidart a San Juan de Luz sentí un ligero remordimiento; pero se me pasó pronto, y olvidé rápidamente a Dolores, la riojana.