V
LAS TROPAS DE MAROTO
Llevaba ya una semana en Estella. Un día corrió el rumor de que Maroto se acercaba al pueblo con sus tropas. Me dijo el fraile de mi casa que el general había ido por Lecumberri a buscar Irurzun, y de allí bajaba por Riezu y Abarzuza. La emoción en el vecindario era enorme.
Salí de la casa y encontré a Bertache en el puente del Azucarero. Me dijo que la cosa iba mal para los exaltados. Maroto había salido de Tolosa y parecía que venía a Estella dispuesto a pegar de firme.
Se dijo que Maroto había llamado al brigadier don Teodoro Carmona y le había dicho:
—Voy a Estella. Vaya usted primero y advierta usted a sus amigos García, Guergué y Sanz que se preparen y se defiendan, porque con sus mismas fuerzas los voy a fusilar.
Carmona creyó que era una bravata para asustarles, y que, por lo mismo que lo decía, no haría nada.
Maroto estaba ya a las puertas de la ciudad.
—¿Qué pasará? —se preguntaban todos.
A media tarde comenzaron a entrar en Estella los soldados de Maroto. Yo los vi en patrullas desde la ventana de mi cuarto. En casa de mi patrona entraron seis, subieron a la sala y dejaron los fusiles en los rincones, y después las cartucheras y los morrales. Eran mozos castellanos.
—¿Estarán descargados los fusiles? —preguntó la patrona.
—Sí, señora; no tenga usted cuidado.
—Es que vienen los chicos de la vecindad y, jugando, pueden hacer un estropicio…
—Nada; no hay miedo. ¿Cuántas camas tiene usted, patrona?
—Cuatro; pero están ocupadas; una la tiene un oficial enfermo.
—Lo dejaremos tranquilo. En las camas, ¿cuántos colchones hay?
—Dos, y en algunas, tres.
—Bueno, pues se repartirán. ¿Tiene usted buhardilla, patrona?
—Sí, señor.
—¿Se puede dormir allí?
—Sí, quitando unos trastos que hay. Ahora, que hará frío.
—Eso no importa; ya estamos acostumbrados. ¡Con tal de que no llueva dentro!
—No, no. Eso, no; no entra agua.
Se oyeron las botas pesadas del cabo y de otros soldados en la escalera, que subieron y luego bajaron, metiendo un ruido como si fueran un regimiento.
—Bueno —dijo el cabo—; tres dormirán en la buhardilla, dos en la sala y uno en la cocina. ¿Tiene usted algo qué decir, patrona?
—Nada, nada. Veo que os hacéis cargo de las cosas y que sois unos buenos muchachos, que no queréis perjudicar a una pobre vieja como yo.
—Todos tenemos que vivir, señora.
—Es verdad, y no somos ricos.
—Ahora dígale usted a nuestro cocinero, que es este chico cigaleño, dónde puede hacer nuestra cena, y dele usted la leña y la sal.
—Voy al momento.
—Bueno, muchachos —dijo el cabo—. Vamos a ver qué hay por esas calles… ¡y viva Maroto!
Fui a la cocina. El soldado estaba preparando el fuego y cantando:
Para mi padre
le traigo una espuela;
para mi madre,
un pañuelo de seda.
Charlé un rato con este muchacho, que me habló de Cigales, su pueblo, y me contó por qué circunstancias estaba en la facción.
Luego salí a la calle. Había grandes carros de soldados en la plaza y en las puertas de las tabernas. Me encontré con el fraile compañero de cuarto. Me dijo, celebrándolo, que todos los curas, apostólicos y empleados habían echado a correr como liebres a salvar la preciosa vida. Cerca de Lecumberri, Maroto había atrapado al general Sanz, que iba huido.
De Lecumberri, al bajar a Irurzun, pasando por las Dos Hermanas, un momento antes de llegar a Atondo, en una vuelta que forma el camino entre el río Larraun y una piedra que sobresale cerca del paso de Osquía, tropezaron los caballos de Maroto y del intendente Uriz, que marchaba también escapado. Maroto mandó prenderlo, y con Sanz y Uriz, presos, entró en Estella.
El general García había hecho la baladronada de asomarse al balcón de su casa con sus ayudantes a ver la entrada de Maroto, y no le había saludado ni se había presentado a él. Se decía que los batallones navarros estaban tomando posiciones en las casas del pueblo y en la carretera de Pamplona y de Logroño para oponerse al avance de Maroto, pero no era verdad.
Fuimos el fraile y yo adonde se alojaba María, y nos dijeron que no estaba. Entonces volvimos a casa y advertimos en la calle de San Nicolás mucho bullicio. De pronto vimos pasar un cura rodeado de soldados. Como ya estaba oscureciendo, no se le veían las facciones.
—¿Qué ocurre? —preguntó el fraile a una vieja.
—Dicen que al general García acaban de prenderle.
—Y ese cura, ¿quién es?
—No sé.
El cura era el general García, que, disfrazado con sotana y manteo, había querido escapar por el portal de San Nicolás.
Nos asomamos el fraile y lo al portal, un arco negro, pequeño, con un farolillo de una luz triste encima, que iluminaba una imagen de un Cristo. Dos oficiales nos intimaron violentamente a marcharnos de allá.