III
LA REINA
Al día siguiente, don Eugenio me dijo que teníamos que ir al Ministerio de Estado a ver a una persona importante.
Tomamos un coche, llegamos a Palacio, subimos varias escaleras, cruzamos dos pasillos, guardados por alabarderos, y entramos en un salón con la bóveda pintada, donde había, entre varios palaciegos y militares, una señora gruesa, vestida de blanco.
—¡Pero es la reina! —exclamé yo, asombrado.
—Señora —exclamó Aviraneta, inclinándose ligeramente—, aquí le traigo a este joven amigo mío y paisano, que va a llevar una misión difícil a Bayona, de la que yo le garantizo a Su Majestad que saldrá triunfante.
—¿No le habías dicho que ibas a traerle aquí? —preguntó la reina.
—No; y, sin embargo, como ve Vuestra Majestad, no se ha confundido.
—Es cierto.
—No es cierto, señora. Estoy confundido de la bondad de Su Majestad para conmigo —dije yo.
—Nuestro amigo Aviraneta, ¿te ha explicado bien lo que debes hacer? —me preguntó la Reina.
—Sí, señora.
—¿Lo has comprendido bien?
—Creo que sí, señora.
—¿Estás dispuesto a trabajar con entusiasmo y con fe?
—Todo lo poco que pueda hacer yo por la causa de Su Majestad y de su augusta hija lo haré con toda mi alma.
—¿Cómo te llamas?
—Pedro Leguía.
—Está bien. Está bien. No me olvidaré de ti. Tengo confianza en tu triunfo. Cuando cumplas tu misión, ven a verme. ¡Adiós!
La reina gobernadora me alargó la mano, que yo besé respetuosamente, y Aviraneta y yo salimos del salón.
—Veo que tienes pasta de cortesano —dijo Aviraneta—; tú marcharás más de prisa que yo.
—¿Por qué dice usted eso?
—El ambiente de Palacio no te marea. A mí me marea y me repugna.