I
UNA IMPRUDENCIA
En el invierno de 1837, estando en Bayona, tuve como negociante una gran sorpresa y un acontecimiento inesperado en mi vida. La sorpresa fue el entrar en relación directa con las casas de Collado y Lasala, de San Sebastián, y empezar a hacer negocios con compras para el ejército cristino.
La casa de comisión de Etchegaray y Leguía, puesta sin más objeto que el de servir de pantalla para las intrigas de Aviraneta, comenzó a marchar de pronto viento en popa.
Gamboa me llamó, y fue él quien me relacionó estrechamente con Lasala y Collado. Poco después me entendí con algunos vinateros españoles para entrar vino de Navarra y de la Rioja en Francia.
Gamboa quiso avasallarme, y en los negocios en que entré con él tomó la parte del león.
Gamboa era el tipo del hombre honrado que se aprovecha de todo lo que es legal. De ahí no pasaba su moralidad. A pesar de creerse el prototipo de la justicia y de la honradez, se beneficiaba de su cargo y de sus relaciones para enriquecerse. A mí me puso la proa mientras creyó que no tenía gran formalidad ni resistencia comercial; cuando vio que seguía firme, se hizo amigo y aliado mío.
Esta prudencia, que en la burguesía pasa por sesudez y por buen juicio, es una cualidad de los miserables y de las gentes de espíritu bajo e innoble.
Yo no le tuve nunca simpatía a aquel hombre, y al globo inflado de su vanidad le hubiera dado con gusto un alfilerazo si hubiese podido.
Entre las comisiones de Gamboa y las de los vinateros comencé a tener mucho trabajo, y me vi en la necesidad de tomar un dependiente en mi oficina, y al cabo de poco tiempo, dos.
Gomes Salcedo
Colaboraba conmigo un judío, Gomes Salcedo, hombre más listo que el hambre. Claro que esta listeza en un judío no es cosa rara, y menos siendo de la familia de Leví, como Gomes Salcedo, porque los Leví descienden del rey David, o del rey Salomón, o de no sé qué otro ilustre granuja bíblico. Gomes Salcedo, con su aire de cabra triste, era un águila. Se había arruinado dos o tres veces, y hecho rico otras tantas. Afortunadamente para mí, sus intereses y los míos no eran contrarios; si no, yo hubiese andado muy mal.
Gomez Salcedo arrancaba el dinero a Lasala y a Collado con una energía terrible, y se imponía al cónsul Gamboa, que era el representante y el asociado de los dos comerciantes de San Sebastián, luego ingresados en la aristocracia española. No se podía saber de todos estos negociantes quién era el más judío.
Gomes Salcedo tenía como ayudante para los negocios sucios a un tal Cazalet, bohemio, que se pasaba la vida en los cafés, jugando al billar, fumando y bebiendo.
Cazalet había hecho de todo: el espionaje, el chantaje, la compra de correspondencias secretas entre carlistas y liberales, etc., etc. Si no había envenenado a nadie, lo confesaba él mismo, era porque no tenía valor y le temía al Código y a los gendarmes.
Cazalet era un hombre listo, inteligente, con un conocimiento instintivo de los hombres, pero su ciencia del mundo no podía utilizarla, desacreditado como estaba y hundido en todos los vicios.
Cazalet, con sus melenas, y su pipa, y su corbata flotante, venía con frecuencia a mi oficina y contaba una porción de historias, a cual más escandalosa, de los unos y de los otros, con su habitual cinismo. Oyendo a aquel bohemio se veía la parte baja de negocios y de chanchullos que había en el comercio de Bayona y en la guerra de España, a pesar de que carlistas y liberales se batían por puro fanatismo.
Torpeza
El acontecimiento inesperado de que hablo al principio comenzó por unas palabras mías imprudentes.
Había ido una noche a la tertulia de la librería de Mocochain, donde estaban los contertulios de siempre y un señor viejo a quien no conocía.
En medio de la conversación, de pronto, me preguntó Miñano:
—¿Usted conoce al comandante D’Aubignac?
—Sí.
—¿Qué clase de hombre es?
—Es un hombre de poco talento y un tremendo reaccionario.
—A mí me lo habían pintado como hombre inteligente y liberal —dijo el viejo desconocido.
—No. ¡Ca! —repliqué yo—. El otro día estuvo hablando mal del general Harispe y lamentándose de que el Gobierno de Luis Felipe haya puesto al mando de la división de Bayona a un republicano.
—¿Así que usted cree que D’Aubignac es realista?
—Lo es, sin duda alguna.
—¿Y qué dice del subprefecto?
—Dice, como todos, que es un tonto presuntuoso.
—Y de Delfina, ¿qué opina usted? —me preguntó el viejo.
—Es una mujer muy sabia, muy perfilada, muy compuesta.
—¿A usted no le entusiasma?
—No; estas mujeres tan bachilleras no me encantan.
—¿Y se le conoce algún amante?
—No; yo creo que no le quiere gran cosa a su marido; pero su virtud consiste en que no tiene, por ahora, nadie que le guste de verdad.
Charlamos de otra cosa, y al salir yo de la librería pensé que había hecho una torpeza al hablar de Delfina y de su marido como había hablado, y más a una persona desconocida. La primera vez que fui a casa de madama D’Aubignac tuve un momento la sospecha de que alguien habría contado lo dicho por mí en la librería; pero se me pasó este susto.
Quince días después estaba de visita en casa de Delfina, hablando delante de la chimenea, cuando ella repitió mis palabras de la librería. Al principio no supe qué replicar, tan turbado me hallaba; luego, levantándome, nervioso, la dije:
—Aunque esto no sea la verdad estricta, sino adornada, no creo que tenga más valor que una estúpida indiscreción mía y una indiscreción, aún mayor, del que ha venido a usted con el cuento.
—Ha podido usted perjudicar a mi marido.
—Lo reconozco, lo comprendo. He obrado neciamente, ya lo sé, y para castigarme como merezco, no volveré más a su casa.
El pedir perdón no venía a cuento; así que me marché al hotel consternado, pensando unas veces no ir ya a ninguna parte y otras proponiéndome no hablar de nada.