IX
TRIBULACIONES
Cuando vi en un espejo pequeño de la alcoba que tenía en la frente una hinchazón llena de sangre coagulada, me asusté; luego, al lavarme, vi que la herida de mi cabeza era larga, pero no profunda. María Luisa me vendó con un pañuelo. Yo le besé las manos y no protestó.
El cuarto en donde estábamos era una alcoba grande con un balcón a la calleja. Tenía un papel amarillo rasgado en muchas partes, un sofá también amarillo, un espejo, la cama y un aguamanil.
—Échese usted en la cama; yo me tenderé en el sofá —le dije a María.
—No, no; usted está herido.
—No es nada; cogeré una manta y una almohada, y ya está.
Cogí la manta y me tendí en el canapé, que era duro como el corazón de un carlista.
—Ahora, acuéstese usted —le dije a María.
—No, no.
—¿Por qué no?
—No podré dormir —suspiró ella.
—Vamos, no sea usted niña —repliqué yo—. ¿No es usted una mujer fuerte? Quítese usted los zapatos y el abrigo, y se dormirá usted.
—No podré —murmuró ella, sollozando.
—Vamos —dije yo—, le serviré de doncella.
Me levanté y le quité los zapatos, sin que ella protestara.
—Ahora, fuera el abrigo, y a dormir. Apague usted la luz.
—No, no.
—Como usted quiera.
—Si Carmona habla del plan de sublevación de Navarra y cuenta que yo se lo llevé al general García, me buscan y me matan.
—¿Para qué va a declarar una cosa que no le conviene? Además, Maroto es el que manda.
Me volví a echar en el canapé, y estuve dormido, o, por lo menos, atontado, una media hora.
María Luisa seguía inquieta, agitándose en la cama y quejándose.
—¿No puede usted dormir? —le pregunté.
—No.
—¿Tiene usted algo? ¿Le duele la cabeza?
—No; no tengo nada. ¿Y usted, duerme?
—Yo he dormido un poco. La herida me empieza a doler y parece que hay ratas aquí.
—¡Qué situación, Dios mío! —exclamó ella.
—¡Qué le vamos a hacer! Peor nos veíamos hace un momento.
—Estamos bien —exclamó de pronto ella, riendo con una risa nerviosa—. ¡Qué noche! ¡No va a pasar nunca! ¿Qué haríamos?
—¿Yo, sabe usted qué voy a hacer?
—¿Qué?
—Tomar un poco de narcótico que he dado a esos hombres. Todavía me queda.
—No haga usted ese disparate. Eso debe ser un veneno.
—No. ¡Ca! Lo voy a tomar.
—¿Y qué defensa voy a tener yo?
—Tome usted también un poco, y se duerme.
—No, no. De ninguna manera.
—Entonces, ¿qué quiere usted hacer?
—No sé. No sé. ¡Ay, Dios mío! ¡Yo creo que tengo fiebre!
—A ver… —le toqué las manos—. No tiene usted nada. No se asuste usted.
—¿Qué haríamos? ¿Qué haríamos?
—¿Yo, sabe usted lo que haría, como usted?
—¿Qué?
—Hacerme sitio en la cama. Después de todo, quizá mañana nos vayan a fusilar…
María Luisa se incorporó como movida por un resorte.
—¿Sería usted capaz…?
—¿De violentarla? No. Nunca. Usted manda. Yo quisiera resarcirme de todas las angustias que he pasado. ¿Lo quiere usted también? Apague la luz. ¿No quiere? Tenga usted la luz encendida.
María Luisa me miró con estupefacción, y al poco rato apagó la luz.
Cuando me acerqué a ella, intentó rechazarme, pero luego cedió… Después del día, lleno de emociones, la noche, furiosa de erotismo.
Por la mañana siguiente, cuando me desperté de un sueño febril, vi a María Luisa, desnuda, arrodillada en el suelo y llorando.
—No haga usted locuras —le dije—, hace un frío terrible.
—He hecho una horrible traición, he cometido un tremendo pecado. ¿Qué va a ser de mí, Dios mío?
—Yo no le abandonaré a usted.
—¡Usted! Usted no tiene obligación ninguna conmigo. Mi reputación está perdida, mi conciencia no podrá recuperar su calma. Su amigo de usted, Aviraneta, es un monstruo.
—No sea usted injusta, María. En esta intriga ha seguido usted los consejos de otros amigos.
—No; ha sido él el que me ha perdido.
Conseguí que María se tranquilizara y se vistiera. Había adquirido ya su presencia de ánimo; yo estaba agotado y febril.
En esto, empezó a oírse un terrible estrépito de tambores y de cornetas.
—Voy a ver qué pasa —dijo María.
—No haga usted alguna imprudencia.
—Tengo que salir.
María salió; pasó una hora, y otra hora, y no volvió.
Me levanté yo como pude, y llamé en la puerta, y entró la dueña de la casa, la Coneja. Era una mujer gruesa, con unos ojos redondos de lechuza, la nariz corva, los labios delgados y un aire entre burlón y suspicaz. Hablaba de una manera muy redicha.
—¿Qué le pasa a usted? ¿Le han herido?
—Sí, ya ve usted.
La Coneja creyó que me habían herido en su casa.
—¡No salga usted ahora, por Dios! —me dijo.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué era ese ruido de tambores? —le pregunté.
—Que han fusilado a los generales navarros Guergué, García, Sanz y Carmona.
—¿Dónde los han fusilado?
—En el Puy, en una era que hay detrás de la casa del prior. La gente está indignada, porque los han matado de espaldas y arrodillados, como a los traidores, y por que dicen que a García le han fusilado con la sotana que llevaba puesta cuando iba a escaparse.
La Coneja, por lo que contó, se había levantado temprano a lechucear.
Había visto pasar por la madrugada al general Guergué, que venía andando, con una escolta de caballería, y luego, poco después, al brigadier Carmona.
Al primero lo traían de Lagaria, y al otro, de Cirauqui.
Los subieron a los dos al Puy, y una hora después los fusilaban.
El cadáver de Sanz lo pidió para enterrarlo la viuda de don Santos Ladrón.
Esta señora, que había tenido el sino de ver fusilar a su primer marido, general navarro y realista, veía fusilar a su futuro segundo marido, también general navarro y realista.
La vieja me dijo que el pueblo estaba desierto, que las tropas recorrían las calles, e iban haciendo prisioneros, y todas las casas estaban cerradas.
Maroto, sin duda, se había decidido a dar el gran golpe. Teniendo entre las manos a García y a Sanz, había dado la orden de prender a Carmona y a Guergué, y a los cuatro generales con el intendente Uriz los había fusilado sobre la marcha. Al día siguiente le tocó el turno al secretario del Ministerio de la Guerra, Ibáñez, que también fue fusilado.
Había que reconocer que Maroto era un hombre decidido, un hombre de agallas. Un jefe que se atrevía a fusilar a cuatro generales navarros, por tropas navarras, en una ciudad como Estella, que tenía una guarnición de navarros, era un valiente.