III
EN ESTELLA
Dos días después de llegar a Vergara salimos para Estella en un carricoche roto y desvencijado, con un cochero que cantaba alegremente. Este cochero tenía dos motes a falta de uno: le llamaban Cholín Tripatriste, y era hombre alegre como unas castañuelas.
En el camino hacía frío; yo me quité el gabán y se lo puse en las rodillas a María.
—No quiero; de ninguna manera —me dijo ella.
—Entonces deje usted que nos sirva para los dos.
—Bueno; pero no intente usted aprovecharse.
—¿Es que lo he intentado alguna vez?
—No, no. Es verdad. Lo reconozco; y si abandona usted ese ridículo proyecto de que yo me enamore de usted a la fuerza, seremos buenos amigos.
—No, a la fuerza, no. Yo desplegaré mis recursos en línea de batalla; usted se opondrá a su modo.
—¿Y por qué no ser buenos amigos?
—No me basta.
El cochero se puso a cantar:
Yo tengo una cachuchita
sólo para mi recreo.
Luego se dedicaba al estribillo:
Vámonos,
china del alma;
vámonos a Puerto Rico:
irémonos.
María Luisa y yo hablamos de nuestros amigos y conocidos de Bayona, y ella me contó un sinfín de anécdotas de los carlistas que vivían allí.
El cochero volvió de nuevo a la cachuchita:
Tengo yo una cachuchita
que siempre está suspirando,
y sus ayes y suspiros
se dirigen a Don Carlos.
—Bueno, bueno, Cholín. ¡Basta de cachuchita! —le grité yo con voz estentórea.
—¡Qué bruto es usted! —me dijo María Luisa.
—¡Gracias!
—Le ha dejado usted al hombre aturdido.
—Es que ese animal no nos dejaba hablar.
Entramos en Estella. Todas las posadas estaban ocupadas. María fue a visitar a la viuda de don Santos Ladrón, que le dio hospedaje, y yo marché, por indicación de Cholín, a la calle de San Nicolás, a casa de una mujer que tenía huéspedes.
La casa de la Martina era una casucha pequeña, con una cuadra, una leñera y la cocina en el piso bajo; una salita y un gabinete, con dos alcobas, en el alto. Este gabinete había sido de un cura, y tenía varios armarios llenos de libros religiosos.
En una de las alcobas, en la más grande, dormían un oficial carlista, que, según me dijo la dueña, estaba algo enfermo, y un fraile castellano. La alcoba más pequeña me la destinaron a mí.
En el pueblo había una gran agitación. Los soldados de los batallones navarros estaban excitados, y se decía que iba a haber una matanza general de marotistas y de hojalateros.
La plaza solía estar, mañana y tarde, llena de corrillos de apostólicos, a los que llamaban de la vela verde, entre los que se destacaban curas y frailes que peroraban con violencia y con pasión.
Una mañana vi allí al general Guergué en un grupo de sus partidarios. Era don Juan Antonio Guergué, hombre de unos cincuenta años, pequeño, rechoncho, áspero en el hablar. El general Guergué había tenido la humorada de decir a Don Carlos:
—Nosotros, los brutos, llevaremos a Su Majestad a Madrid.
Y parecía tener empeño en demostrar que no abdicaba de su papel de bruto.
En el corro, al lado de Guergué, estaba el oficial de la Secretaría de Guerra, don Luis Ibáñez, hombre de confianza de don Juan Antonio, tipo de fanático sombrío, de rostro macilento, con la mirada baja.
El grupo de curas, apostólicos y empleados escuchaba las palabras de Guergué con gran respeto.
Sonó la oración del mediodía; se descubrieron todos y rezaron.
Luego, un asistente sacó de la posada de la plaza un caballo; montó Guergué, y, después de haber lanzado una última bravata, se fue como una exhalación. Iba, según me dijeron, a Legaria, donde vivía.
En estos corros encontré también a Orejón y a Bertache.
Orejón me dijo que existía una conspiración entre los puros, en la que entraban los generales García, Guergué, Sanz y Carmona, el intendente Uriz, el cura de Ayegui, don Juan Echeverría; don Ramón Allo, capellán del Estado Mayor General, y otros, todos apostólicos rabiosos y absolutistas puros y netos.
La correspondencia de los generales navarros conjurados con sus amigos del Real pasaba por las manos de dos secretarios del Ministerio de la Guerra: don Florencio Sanz, hermano del general, y don Luis Ibáñez, antiguo secretario de Guergué, que solía aparecer con frecuencia en Estella, y a quien yo había visto días antes.
Entre los generales rebeldes se había pensado en prender a Maroto cuando pasase revista a varias fuerzas destinadas a cruzar el Ebro, y fusilarlo.
—¿Le ha dado a usted instrucciones don Eugenio? —me preguntó Orejón.
—No.
—¡Qué falta!
—Se las ha dado a una señorita que ha venido conmigo, y que se llama María Luisa de Taboada.
—¿Quién es esa señorita?
Le expliqué quién era.
—¿Dónde vive?
—Ha parado en casa de la viuda de don Santos Ladrón.
—Muy bien; la buscaré.
Dejé a Orejón, que me citó para el día siguiente en el mismo sitio, y anduve con Bertache oyendo lo que se decía entre los grupos:
—¡Rediós! No ha de quedar uno de los que quieran transacciones —decía un hombre del pueblo—. A tiros acabaremos con ellos, y no obedeceremos ni al rey.
—Está probado —saltaba otro— que Maroto es francmasón; lo ha dicho el general García en el convento de San Francisco.
—Pues otros dicen que Maroto es comunero, que es peor.
—Yo he oído que es carbonario —añadió un tercero—, y esos son los más malos.
Bertache me contó que en el convento de San Francisco, de Estella, habían andado los frailes a linternazos, después de una disputa en que unos se pusieron a favor y otros en contra de Maroto.
Fuimos a otro grupo.
—Maroto es el protector de todos los pícaros y ateos —decía un viejo apostólico— un masón más.
Todos suponían que se entendía con los liberales.
Las noticias que pude recoger aquel día eran de la misma índole. Al parecer, el general García tenía comprometidos al batallón de Guías de Navarra, al quinto y al noveno para el movimiento antimarotista.
Los puros, como se decían ellos, tenían gran confianza en su triunfo.
Creían que la trampa que habían preparado para Maroto, y que según decían había perfeccionado Carmona, era una maravilla de maquiavelismo y de precisión, y dormían tranquilos.