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DE ESTELLA A SAN JUAN DE LUZ

—Y usted, ¿qué va a hacer? —me preguntó la Coneja.

—Esperaré aquí.

—Si le dejan, porque andan registrando las casas.

Efectivamente, al mediodía se oyó estrépito de pasos en la escalera y entraron varios soldados en la alcoba.

—¡Hala! ¡A levantarse! —me dijo uno.

—No, no. Yo estoy malo. Tengo mi pasaporte en regla.

—¿Qué pasa? —preguntó, asomándose, un oficial.

—Aquí hay un hombre que está herido. Entró un oficial barbudo, me miró atentamente, y dijo:

—¡Cristo! ¡Tú eres Leguía!

—Sí.

—¿No me conoces?

Entonces el oficial, acercándose a mi oído, me dijo:

—El padre Gregorio.

Nos estrechamos la mano efusivamente, y nos contamos nuestras mutuas aventuras. Le dije yo lo que me había pasado el día anterior en el callejón de la Caldedería, y el ex padre Gregorio prometió traerme un salvoconducto especial.

—Bueno, chico, aquí te quedas. No se te molestará. Si me necesitas para alguna cosa, avísame.

Se fue el ex fraile convertido en capitán, y yo quedé en casa de la Coneja.

La Coneja se mostró muy amable conmigo. Durante el día me trajo de comer, y me contó lo que se decía en el pueblo.

Al parecer, se daban toda clase de versiones para explicar la rapidez con que se había enterado Maroto de la conjura tramada contra él.

Unos decían que el delator había sido González Moreno, hombre muy odiado por los navarros; otros, que el general Alzaga había enviado a Maroto un anónimo; otros atribuían el descubrimiento de la intriga al consejero Arizaga, y otros, por último, al gobernador de Estella.

A los dos días se mejoró mi herida, y el ex padre Gregorio me trajo un salvoconducto y me dijo que Remacha estaba muriéndose. Me advirtió que me convenía marcharme pronto. Pregunté a la Coneja si conocería alguno que tuviera un cochecillo. Me dijo que sí.

Trajo un cochero. Era mi amigo Cholín Tripatriste.

Este me indicó que me llevaría a cualquier parte si le daba cincuenta pesetas al día.

—Nada, está hecho el trato.

Pagué a la Coneja, y fui a casa de la Martina, en donde supe que el oficial marotista se había muerto de las fiebres, y partí de Estella.

Tuve prisa, porque corría la versión de que cuando saliera Maroto habría represalias.

Efectivamente, al día siguiente de marchar yo evacuaron Estella las tropas de Maroto, y poco después entró Balmaseda.

Este quiso de nuevo sublevar los navarros contra Maroto, y dejó libres a los presos de las cárceles; pero su tentativa no logró el menor éxito, y tuvo que marchar huyendo hacia Aragón.

El capitán Gregorio me regaló una pistola para el camino.

Yo había pensado primero ir por Vergara a Deva o a Zumaya, y embarcarme allí; pero esto podía ser expuesto y complicado, y como tenía pasaporte y disponía del coche de Cholín, decidí marchar más lentamente por tierra hasta Francia.

Viajaríamos de noche.

El primer día de marcha fue día de emociones. Me quisieron detener a la salida de Estella, y pocas horas después oímos tiros. Estábamos en aquel momento delante de Cirauqui. La silueta quebrada del pueblo se destacaba, negra y trágica, en el cielo anubarrado y oscuro, sin una luz.

Seguían los tiros cada vez más cerca, tanto que Cholín paró el coche. Cuando cesaron marchamos adelante. Poco después vimos un cuerpo en la carretera. Paró de nuevo Cholín, cogió el farol del coche y miró al caído.

—¿Está muerto? —pregunté yo.

—Completamente.

Seguimos nuestra marcha; llegamos al amanecer a Pamplona, y dormimos en una posada. El segundo día tomamos la carretera de Ulzama, y fuimos a parar a la venta de Arraiz.

Allí me prestaron un papel que tenía este título: «Ligera reseña de los medios usados por Maroto y su pandilla para alcanzar lo que ellos llaman su triunfo. Hecha por A. de C.» Este A. de C. era fray Antonio de Casares. En su escrito, el fraile insultaba a Maroto, y aseguraba que Gómez, Elío y Zaratiegui eran masones.

Este papel lo habían traído a la venta dos desertores del ejército carlista que marchaban a Francia. El uno era alemán; el otro, inglés. Hablaron conmigo, me tomaron por francés y me contaron sus aventuras.

El alemán era alto, flaco, de ojos azules, tostado por el sol; había peleado primero en las filas cristinas. En una ocasión había robado un Cristo de oro de una iglesia, tan pesado, que no había podido llevarlo. Le condenaron a muerte, se escapó y se pasó a los carlistas, donde había llegado a sargento. Me dijo, riendo, que se había bautizado varias veces para ser protegido por las señoras carlistas.

El inglés era una verdadera caricatura, un tipo de clown, con los ojos saltones y la boca de rana.

Tenían un documento para pasar la frontera, que podía servir muy bien para mí, y que me ofrecieron por cinco duros.

Acepté el trato: di el dinero y recibí el papel. Nos acostamos; y como yo no dormía apenas estos días, estuve largo tiempo despierto.

A medianoche noté en el cuarto pasos, y vi, a la luz vaga que entraba por un ventanillo, que el alemán se acercaba a mi cama, sin duda a registrar mi ropa. Inmediatamente me erguí yo en la cama con la pistola en la mano.

—Se va usted a enfriar, amigo mío —le dije—; vale más que se vuelva usted a la cama si no quiere usted que le agujeree la piel.

El alemán se escabulló a la carrera.

Al día siguiente atravesamos, Cholín y yo, Velate, con nieve y frío y una niebla que no se veía a cinco pasos, llegando a Vera al anochecer, donde me sirvió el documento del alemán y del inglés, y nos hospedamos en la posada de Vera, que en mi ausencia había tomado el título pomposo de La Corona de Oro.

Como yo quería llegar a San Juan de Luz pronto, hablé al dueño de La Corona de Oro, quien me proporcionó un guía y un caballo, y salí con él por el camino de Inzola, después de pagar a Cholín Tripatriste. En la misma frontera nos encontramos con una patrulla de carlistas desharrapados. Les mostré mi salvoconducto y les di unas monedas, y me dejaron pasar.

A medianoche llegué a San Juan de Luz y me acosté, muerto de fatiga.