VIII

LOS POLÍTICOS

A la mañana siguiente, cuando bajé al comedor a desayunar, me encontré con sir David y su sobrina y con Stratford, siempre impasible.

En la comida me pareció que Delfina estaba triste y que apenas probaba los platos.

Después de comer, como el día estaba tan espléndido, salimos a tornar café a una gran terraza, con una enorme enredadera que empezaba a verdear con el tiempo primaveral, y que tenía el tronco tan grueso como el cuerpo de un niño.

Desde allí se veía el río, verdoso, brillando al sol, que se alejaba por el campo.

Como tópico para la conversación, nos pusimos a hablar de política, y discutimos la personalidad de Disraeli.

Disraeli

En Inglaterra, en esta época, más que de O’Connell, de sir Roberto Peel y de lord Palmerston, se hablaba de Benjamín Disraeli, el judío escritor y orador, que, después de haberse mostrado demócrata y republicano en su Epopeya revolucionaria (Revolutionary epic), se presentaba poco después partidario de los conservadores y campeón de los tories. Disraeli estaba en el momento de ser discutido. Se decía que su primer discurso en el Parlamento había sido tan pedantesco, y producido tal risa, que no pudo acabarlo.

Disraeli se acababa de casar con una viuda rica, más vieja que él.

El célebre O’Connell, furioso por la defección del judío del campo radical y democrático, le había llamado apóstata, renegado, saltimbanqui y heredero del ladrón que murió en la cruz en la impenitencia final.

Un político a quien se ataca así es un hombre que ha llegado a ser algo, y Disraeli, a pesar de la antipatía que inspiraba al partido tory por su procedencia judía, era el futuro jefe de los conservadores ingleses.

Después de pasar revista a los políticos de la Gran Bretaña, hablamos de los de Francia. A mí me interesaba oír las opiniones de un aristócrata colocado en una alta posición, como sir David.

Talleyrand

Yo llevé la conversación sobre Talleyrand. Acababa de publicarse un libro acerca del viejo diplomático.

—Talleyrand —dijo Stratford— es el egoísmo y la pillería ordinaria con un decorado suntuoso y de mucho uniforme y penacho.

—Lo cual no quita, mi querido Jorge, para que haya sido un político muy importante y hasta muy útil a Europa entera —dijo sir David.

—Los ingleses tienen gran simpatía por Talleyrand, porque ha sido anglófilo —replicó Stratford.

—No sólo por eso —replicó sir David.

—Parece que Chauteaubriand ha hablado mal del cinismo y del histrionismo del ex obispo de Autun —dije yo.

—Sí; hay en el célebre escritor una antipatía por el diplomático. Sin embargo, hay algo en ellos que suena lo mismo —repuso Stratford—. Los dos son valores nacionales, pero no universales. Para un francés de la época serán muy diferentes, pero un extranjero al país y a la época les encontrará un carácter común.

—Pero eso no es un buen argumento —replicó sir David—; para un chino, entre Lutero y Loyola no habrá apenas diferencia.

—Y no la hay —dijo Stratford.

Sir David y yo nos reímos.

—Lo que parece cierto —indiqué yo— es que Talleyrand era hombre de gran ingenio.

—No lo creo —exclamó Stratford—; de cualquier bohemio insolente se recuerdan frases de la misma clase que las suyas.

—Está usted hoy muy difícil, Stratford —dijo, riendo, sir David.

—Algunas frases atribuidas a él —siguió diciendo Stratford— parece que eran de Chamfort, que, a su vez las recogió en los salones.

—Y eso de que la palabra ha sido dada al hombre para ocultar el pensamiento, ¿no es exclusivamente suyo? —preguntó sir David.

—No —continuó Stratford—; la idea existe en esta forma o en otra aproximada en casi todos los idiomas. La frase, en francés, aparece ya construida en Voltaire, en el cuento del Chapon el de la Poularde, y luego fue arreglada por un dramaturgo y periodista, Hazel, y atribuida a Talleyrand.

El ambiente

—Es indudable —dijo sir David— que Talleyrand ha tenido, como todas las figuras históricas, una gran cantidad de aportaciones extrañas, y, además, el fondo que le ha dado la época. ¿Qué hubiera sido César Borgia si, en vez de vivir en Italia, hubiera vivido en Islandia o en la Siberia?

¿Qué carácter hubieran tenido sus hazañas si no se hubieran destacado sobre el fondo brillante de Roma y del papado? Probablemente, la historia de César Borgia sería en estos casos desconocida.

—Es cierto —contestó Stratford—, pero siempre tenemos la tendencia de buscar y de separar lo que nace de la personalidad y lo que presta el ambiente.

—Todo lo humano —repuso sir David— es producto de una individualidad, multiplicándose o luchando con el ambiente. Las facilidades que da el medio, como los obstáculos, son nuestros, llegan a formar el substrato de nuestra personalidad. Claro; sería curioso, nos gustaría saber qué cantidad de energía hay en el hombre separado de las condiciones del ambiente, pero esto, por ahora, es imposible. No sabemos si la psicología, con el tiempo, podrá tener un dinamómetro para medir la fuerza espiritual, pero por ahora no lo tiene, ni lo busca.

—Estamos, además, en pleno doctrinarismo —dijo Stratford—; en una época en que se rinde culto a las utopías y a las sombras de las utopías.

Las condiciones de los políticos

Después de pasar revista a los políticos de casi todos los países, se habló de las condiciones especiales que se necesitaban para la política.

—Para ser político hay que ser un monstruo de ambición —dijo Stratford.

—Hoy está usted terrible —exclamó sir David.

—Todos los grandes políticos han subido a fuerza de traiciones, de hipocresías, de disimulo y de ingratitud. César, Fernando el Católico, Catalina de Médicis, Richelieu, Cisneros, Mazarino, la gran Catalina de Rusia, Napoleón…

—Y hasta Cromwell —dije yo.

Sir David se echó a reír.

—Eso, quizá no lo quiera reconocer Stratford.

—Sí; Cromwell fue un hipócrita —replicó mi amigo—, pero más que un político tiene el carácter de un agitador religioso. A Cromwell se le podrá comparar con Lutero o con Calvino, o con el mismo Loyola, mejor que con un Médicis o con un Borgia. Todos estos políticos clásicos son fríos, ateos, bandidos con éxito. Catalina de Médicis acepta el patronaje de Diana de Poitiers, la querida de su marido; César, el de Catilina; Richelieu, el de Concini y su mujer, a quien deja que los asesinen cuando caen en la desgracia; Talleyrand, el de Mirabeau; Napoleón, el de Robespierre, y luego el de Barrás, y, no contento con esto, se casa con su querida.

—Tienen que tener buen estómago —indiqué yo.

—Todos son comedores de sapos —dijo Stratford—, para los cuales no hay nada que dé asco.

Luego, claro es, se vengan cruelmente de la Humanidad entera, tratándola a baquetazos. Todo es perfidia, todo es traición, todo es rivalidad en estos hombres que llamamos ilustres. Nos asombramos de que en esta pequeña guerra de España, Don Carlos mirara con recelo a Zumalacárregui, y que Cabrera haya denunciado a Carnicer. Siempre ha sido así en todos los países.

Las repúblicas italianas eran un semillero de odios; los conquistadores españoles se denunciaban unos a otros e intentaban toda clase de calumnias para perjudicarse y enajenar a los rivales el favor real. La Convención era un cúmulo de odio: Marat odiaba a Dantón y a Robespierre, a quienes tenía por hombres distinguidos; Dantón despreciaba a Marat como a un loco furioso, y odiaba a Robespierre como a un pedante ramplón, que se hacía llamar incorruptible; Robespierre tenía a Marat como un rival en popularidad, y detestaba a Dantón como un hombre de talento mediano a un tipo genial que improvisa.

—Mi querido Stratford —dijo sir David—, no sé de dónde saca usted hoy tanta palabra y tanta cólera.

Los traidores y la ingratitud

—Para ser político hay que ser decidido —siguió diciendo Stratford, a quien el asunto entretenía y prestaba aliento a su irritación interior— y no parar ni en la traición ni en la ingratitud.

—Yo no veo que la Historia haya cantado a los traidores —hice observar yo.

—¡La Historia! La Historia, por fuera, es pomposa y falsa, y por dentro, no es más que una serie de intrigas miserables, de zancadillas y de ingratitudes.

—Bien, sea así; pero reconozcamos que, al menos públicamente, no cantamos a los traidores en nuestras epopeyas históricas —dije yo.

—Es que hay mucha clase de traidores —replicó Stratford—. Yo no hablo de esos traidores como Judas, Perpenna, Ganelon, Bellido Dolfos o el conde don Julián; esos son, si han existido, pobres diablos que se sacrificaron para que se puedan escribir malas tragedias y pintar detestables cuadros de Historia. No, no habla de los traidores que han nacido para hablar en endecasílabos o en alejandrinos, ni tampoco de los traidores de los melodramas de Bouchardy, sino de los traidores de todos los días, a los que a veces se les entierra, cuando mueren, en el Panteón o en la abadía de Westminster.

—Sí, una perfidia oscura hay en todos los hombres —replicó sir David—. Eso es humano. ¿Qué le vamos a hacer?

—Por lo menos, señalarlo; no engañarnos sobre nosotros mismos.

—Es la tendencia puritana que habla en usted, mi querido Stratford —dijo el viejo inglés.

—Yo espero que la política no será lo que ha sido hasta aquí: un conjunto de traiciones y de ingratitudes; yo creo que con el tiempo habrá otros medios de triunfar. Hoy por hoy, los que triunfan son los cínicos, los que no ven en los hombres y en las mujeres más que instrumentos.

Luego, el éxito lo justifica todo.

—Pero a usted, Stratford —le dije yo—, ¿por que le entristece tanto la idea de la traición y de la ingratitud? ¿Porque piensa usted que puede tener traidores y desagradecidos por sus favores o porque usted mismo puede ser desagradecido y traidor?

—Por ninguna de las dos cosas; pero más por lo último que por lo primero. Hacer favores y no tener gente agradecida no me importaría gran cosa.

Stratford estaba siempre en las alturas.

¿Qué quedará?

Dejamos esta conversación, y yo tomé en mi mano dos o tres periódicos ingleses y los estuve hojeando.

—De todo este barullo de nuestra época, ¿qué quedará? —dije yo.

—Quizá lo que menos sospechamos —contestó sir David.

—Yo creo que va a quedar muy poco o casi nada —dijo Stratford—; de todas esas utopías antiguas, religiones, supersticiones, mitologías, como se las quiera llamar, han quedado unos magníficos cementerios en los museos, formados por piedras, estatuas, cuadros; pero de esta pobre seudodemocracia actual, ¿qué va a quedar? Unos cuantos montones de libros y de periódicos; y nada más. Ya que nuestra época no puede levantar el Panteón, ni las Pirámides, ni la catedral gótica, toda su gloria va a consistir en ensuciar toneladas y toneladas de papel.

Yo, entonces, no creía en lo que decía Stratford. Hoy, tampoco. Seguramente de todo ese ruido de palabras de los Parlamentos y de la Prensa no quedará gran cosa, y es probable que no quede nada; pero quedará la ciencia, que en el siglo XIX ha tenido una expansión admirable.

Claro, la ciencia no va a resolver si vamos a vivir después de la muerte o no, ni si las oraciones sirven o no sirven; pero nos quitará mucho dolor en la vida y nos dará puntos de apoyo para soñar y emplear la imaginación en temas mucho más altos y más nuevos que los que han dado el arte y las religiones.